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Hace tiempo que lo real dejó de ser un denominador común. Cuando la realidad se confunde con una falaz ficción únicamente la auténtica ficción metanarrativa puede señalar con claridad la verdadera faz de la realidad. Los bárbaros sólo están esperando la llegada de un metaverso lo suficientemente complejo como para disolverse en él. Deseosos de abrazar la Mátrix en constante progresión de una hiperrealidad que alterna sin distinción el Espectáculo con el Simulacro, ocupan sus días soñando los interminables multiversos pirotécnicos diseñados indistintamente por los medios de comunicación o por Marvel, Disney y Netflix.
Atrapados en la náusea de lo idéntico que siempre se muestra bajo una nueva apariencia, los que aún nos consideramos a nosotros mismos como refractarios debemos celebrar la llegada a las librerías de una novela atrevida y distinta, El deber de lo bello, que propone ahondar en nuestro presente proyectando su fatal previsión en un futuro cercano. Se trata de aquello que Jameson llamó “arqueología del futuro” y que camina en un sentido divergente al trillado costumbrismo carente de imaginación que todavía hoy, como en tiempos de Pereda, Palacio Valdés o Varela abunda entre nuestros más ínclitos plumillas, tales como Aramburu, Cercas o Vilas. Se trata de anticipar el futuro, para prevenir, mejor que reconstruyendo los elementos trillados de nuestro pasado.
Javier Ruiz Portella tiene una trayectoria textual asentada, tras la escritura de dos gloriosas obras como lo son Los esclavos felices de la libertad y El abismo democrático, sobre una forma narrativa de desplegar su personalísimo corpus intelectual. Sin duda alguna, El deber de lo bello, su novela más reciente, es la muestra definitiva de esta característica, al punto de que se trata de la mayor novela de denuncia contra el pensamiento WOKE publicada hasta la fecha en nuestra lengua. Completando una trilogía filosófico-literaria que permite conocer en profundidad los grandes males de nuestro tiempo, El deber de lo bello manifiesta una vez más la transgresión latente en la Tradición que Ruiz Portella lleva años empeñado en recopilar con su escritura.
La última novela de Javier Ruiz Portella retoma su inconfundible estilo musical con un tono picaresco propio del Siglo de Oro español y dominado por la voz de Héctor, su protagonista, un “libertino-conservador” venido a menos y al borde de la ruina despechado tras varias relaciones con, sucesivamente, Cristina, Carlota y Angélica; y posteriormente atrapado en un triángulo amoroso junto a su amigo Álvaro y a la mujer de un importante empresario, Margot. Muchos son los temas acuciantes que aparecen en El deber de lo bello: la pandemia, la crisis económica, la islamización, el feminismo, la corrección política… Y sobre todo el triunfo de la fealdad estética y del borreguismo moral. La perversión espiritual de la mujer y también de nuestros dirigentes, sin embargo, destacan sobre los demás por su relevancia. Incluso la antes citada Margot, una mujer sadiana como lo era la Ariadna de Nietzsche; y, más aún, una aristócrata con sensibilidad estética a la manera de los grandes promotores artísticos del Renacimiento, finalmente cae en el aburguesamiento flaubertiano que confluye en lo sexual con el puritanismo cristiano y con la represión victoriana.
De Boccaccio y Chaucer a Cabrera Infante y Updike, pasando por Rabelais y por Houellebecq; por Bellow y Malamud; por Bataille y Crowley; hasta llegar a Philip Roth y J.M. Coetzee, la literatura antimoderna que, al decir de Compagnon y Berardinelli, es plenamente moderna, se encuentra plagada de inmoralistas ilustres entre los cuales podemos incluir a Héctor, protagonista de El deber de lo bello. Ortega lo dijo: la modernidad nace del cristianismo. De su idealismo irreal, negador de la materia. Precisamente por eso la reacción antimoderna ha sido también, en muchos casos, anticristiana. Sus máximos exponentes, Nietzsche en la filosofía y Sade en la literatura, así lo han probado. Anticipando, en ambos casos, el errado camino de la Ilustración y los peligros ínsitos a la oclocracia. El “fracaso del absoluto”, como lo llama Žižek, se ha saldado con la afirmación de la voluntad y de su deseo desbocado. Por eso es que el correlato literario del Übermensch nietzscheano situado “más allá del Bien y del Mal” es la figura del libertino entendida como un Don Juan sin temor al Infierno, consagrado a la transgresión por medio de la belleza y último exponente —decadente— de la aristocracia estética que se ha manifestado en Europa durante siglos, antes de la definitiva y total degeneración: aquella narrada en El deber de lo bello. El catecismo, siguiendo una evidente estela paulina que se remonta al propio Jesús (“El Espíritu es el que da la vida, la carne no vale para nada”), enfrenta Carne a Espíritu al punto de declararlos enemigos irreconciliables. Frente a ese pensamiento predominante durante la Cristiandad y también durante la Modernidad, los sadianos de la literatura han contrapuesto con sagacidad la descripción fisiológica y anímica de “los infortunios de la virtud” y de “las prosperidades del vicio”.
La metafísica o emana de la pasión, de la carne, o no es nada. Una metafísica que no se pregunte por el ser de las cosas partiendo, ante todo, de la materialidad y de la realidad de lo estudiado, no puede albergar ontología alguna dentro de sí. En una de las mayores novelas sobre la pasión jamás escritas, El inocente, el aristócrata Gabriele D’Annunzio dejó dicho: “¿Qué somos, qué sabemos, qué queremos? Ninguno ha obtenido jamás aquello que hubiese amado; nadie obtendrá lo que amaría. Anhelamos la bondad, la virtud, el entusiasmo, la pasión que llenará nuestra alma, la fe que calmará nuestra inquietud, la idea que defenderemos con todo nuestro valor, la obra por la cual trabajaremos, la causa a la cual sacrificaremos con alegría nuestra vida. Y el fin de todos nuestros esfuerzos es un cansancio vacuo, el sentimiento de la fuerza que se pierde y del tiempo que desaparece…. Todo hombre alimenta un secreto sueño, que no es la bondad ni el amor, sino un desenfrenado deseo de placer y egoísmo”.
Todas las novelas del Marqués de Sade siguen, como señaló con acierto Barthes, una estructura muy similar: a cada orgía le sigue un diálogo filosófico, y viceversa. Se trata de una estructura-tipo, en la estela de El Decamerón o de Los Cuentos de Canterbury, muy conveniente a la hora de explicitar su teoría: después del ejemplo práctico se discuten sus vicisitudes. Escribe Sade en uno de sus excursos: “¡Oh desdichada humanidad!, ¡qué grado de extravagancia te ha hecho alcanzar tu amor propio! Y, ¿cuándo, liberado de todas estas quimeras, verás por fin en ti mismo a un animal, a tu Dios como el non plus ultra de la extravagancia humana, y el curso de esta vida como un paso que te está permitido recorrer tanto en el seno del vicio como el de la virtud? (…) ¡Que deje de atemorizarte el Infierno y de helar tus placeres! No hay más Infierno para el hombre que la estupidez y la maldad de sus semejantes; pero, en cuanto ha dejado de vivir, todo está dicho: su desaparición es eterna y nada le sobrevive. ¡Qué absurdo sería, pues, que le negara nada a sus pasiones!”.
La cosmovisión sadiana es, en lo fundamental, una filosofía de la Naturaleza. Cuyas conclusiones antropológicas resultan evidentes. Si en la Naturaleza se encuentran las enfermedades degenerativas y las enfermedades hereditarias, esto es, las más horribles aberraciones morales que se pueda imaginar, el ser humano debe dirigir su voluntad hacia aquello que desea y que se encuentra también contenido en ella, haciendo caso omiso a las restricciones morales que las sociedades han erigido en nombre de deidades imaginarias y de costumbres arraigadas sin ser sometidas a cuestionamiento alguno. Escribe Sade, de nuevo, anunciando el Romanticismo que nacería de las aristas más tenebrosas de la Ilustración: “La naturaleza no ha creado a los hombres sino para que se diviertan con todo sobre la Tierra; es su ley más preciada, será siempre la de mi corazón (…). El espíritu humano es sólo la acción del Mal sobre una materia sutil, una materia que sólo puede moldearse por el Mal”.
Igual que Juliette y Justine, esas dos hermanas entregadas al placer por vías muy distintas, Héctor, protagonista de El deber de lo bello, ha sido capaz de desarrollar una filosofía del erotismo que sabe conjugar hedonismo con reverencia hacia la trascendencia. Ruiz Portella ha sabido limar, en la línea política trazada por Camus y Pasolini, lo que de abyecto y de moderno hay precisamente en la filosofía del tocador sadiana. Recuperando la conciencia trágica de los límites. Es decir, recuperando lo que de Tradición hay en la transgresión. Y la transgresión que alberga en su seno la Tradición. Explorando la conciliación de contrarios que rechaza ese modelo ortodoxo dedicado a encumbrar la pureza victoriana y puritana. En eso, precisamente, consiste el alma europea intemporal: en una elevación espiritual que nace del individuo y que arraiga en su entorno a través de las acciones, con o sin el salto definitivo de la fe. Trascender la materialidad más inmediata y contradictoria de la vida sin necesidad de impugnarla: eso es el paganismo en su sustancia más depurada.
La espiritualidad emana de la carnalidad de la misma forma que lo trascendente se encuentra inserto en lo mundano. Ambas ideas están presentes tanto en una película como La Gran Belleza de Paolo Sorrentino como en una novela como El deber de lo bello de Javier Ruiz Portella. La mercantilización en curso del erotismo no está tratando con menos banalidad a la condición humana de lo que lo hacían las religiones no-paganas en el pasado. Ambas vacían de misterio los hallazgos de la carne. Fuimos, seremos y somos “polvo enamorado”. Sirvientes de Eros, como se autodenominaba David Lurie en Desgracia, entendido dicho Eros como esa fuerza mística y (re)creadora que nos mueve y que canalizamos esencialmente bajo dos impulsos: el sexual y el artístico. Aquellos que nos trascienden partiendo del refinamiento de lo sensible y no de ninguna elucubración abstracta propia de los cultos del desierto. La voluptuosidad y la ironía, en definitiva, son dos recursos vitales pero también filosófico-literarios con los que abrirse paso a través de la existencia. Ellos ayudan a componer la sonrisa triste del vencedor que apuesta por la belleza.
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