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Decenas de estados de alarma, de prevención e, incluso, de guerra; más de dos millares de muertos por razones políticas o religiosas y varios miles de huelgas en cinco años anteriores al conflicto fratricida de 1936 fueron causas más que suficientes para que, por desgracia, «algo» pasara. Simplemente, eran los ingredientes de unos prolegómenos ya teñidos de sangre, la crónica de una guerra anunciada.
Si a todos estos factores de peso, añadimos el malestar social, la creciente carestía o la descontrolada violencia, era cuestión de tiempo, de un día u otro. Además, una peligrosa intuición, la de ese runrún generalizado de que, por desgracia, algo iba a pasar. La confluencia de tantos indicios apuntaba al preámbulo de la tragedia. Lo peor estaba por llegar.
La puntualidad de un día o de un hecho que pudiera originar un conflicto fratricida de tal magnitud como la Guerra Civil Española no es atribuible a la chispa de un momento determinado. Era tal la acumulación de situaciones adversas, el caos imperante y las continuas provocaciones, discursos y acusaciones en el mundo político que, en su conjunto, habían ido consolidando una peligrosa «madurez» desde el advenimiento de la República el 14 de julio de 1931.
Así, el persistente deterioro había sido una constante y no hacía más que sibilinamente filtrarse en el pensamiento y obras de un pueblo tras las elecciones de febrero de 1936. España se dirigía irremisiblemente a una contienda inicialmente inimaginable en lo referente a sus funestas consecuencias y la prolongada extensión en el tiempo. Ninguna guerra es a priori ajena a estos dos axiomas; tampoco, al sufrimiento humano por mucho que, en su desarrollo, tristemente pierda un protagonismo que sólo alcanza al final con el recuento de víctimas.
A modo de ejemplo, tres referencias, todas padecidas por el poeta sudafricano Roy Campbell, que nos pueden dar una idea del germen del Mal que se estaba gestando con anterioridad al «día de autos», el 17 de julio, en Melilla y, un día después, en la península. La cosa, pues, venía de atrás, de muy atrás.
Decía Roy Campbell que, residiendo en Toledo en las elecciones de febrero de 1936, fue enviado a Getafe con la documentación de un muerto para votar «rojo». Conociendo la biografía del escritor, no es de extrañar que hubiese alguna intimidatoria razón «invitándole» a subir al vehículo para ese forzoso y forzado viaje electoral.
Amante de la Ciudad Imperial y defensor de los valores y costumbres de la España que había conocido desde su llegada a nuestro país a finales del otoño de 1933, se habia convertido al catolicismo en Altea (Alicante) en junio de 1935 y, tras su etapa mediterránea y la conversión, había quedado embaucado por la ciudad toledana donde viviría algo más de trece meses hasta principios de agosto de 1936.
Este hecho, que no es el único, evidencia sin lugar a dudas la sombra sobre unas elecciones tildadas de fraude y manipulación. De igual forma, me decían el Dr. Lorenzo Morata y Piedad, su mujer, que muchos toledanos votaron más de una vez aquel 16 de febrero. Aunque adolescentes en 1936, sabían lo que se cocía en la provincia y sus pueblos. Era vox populi, como la tormenta que se preveía y el deseo de muchas familias de que esa tempestad trajera algo de aquella calma perdida en sus vidas.
Un mes más tarde, el 16 de marzo, Roy Campbell fue apaleado por varios guardias de asalto regresando de Talavera de la Reina a su casa de la calle Airosas en Toledo. Roy, que iba acompañado por Mosquito Vargas, uno de sus ayudantes en las ferias de ganado, fue testigo de la muerte de su amigo por el simple hecho de su raza gitana y, además, sufrió una paliza tras ser descabalgado de su caballo para, esposado, ir a pie a punta de fusil hasta dependencias municipales. Allí, se le tomó declaración no sin antes advertirle de que, por su condición y amistades religiosas dentro del Convento de los Carmelitas Descalzos, su vida podría no correr la misma suerte en un futuro y fortuito encuentro.
Esta situación de violencia en las calles era señal inequívoca de que el terror estaba instalándose en pueblos y ciudades españolas en un peligroso giro no exento de brutalidad, con abusos de poder y radicalización incluidas, para una población civil hastiada y aterrorizada por la brutal cotidianidad de estas acciones.
Después de la corrida de toros de la Beneficiencia en mayo de 1936, los padres Eusebio y Evaristo; confesor y guía espiritual de Roy Campbell, respectivamente, informaron a la alta curia eclesiástica de que los jóvenes hermanos del convento recibían continuas amenazas y se habían visto obligados a desprenderse de sus hábitos, ocultando así su condición religiosa, cada vez que salían de sus instalaciones. Por ello, se habían visto obligados a refugiarse en «selectas» casas particulares –así lo escribía el superviviente padre Evaristo en su «Martirologio de los Carmelitas Descalzos de Toledo»– como la del matrimonio foráneo al que, por las muestras de confianza, se le había entregado un baúl con documentación administrativa de terciarios carmelitas y una copia de los manuscritos de San Juan de la Cruz.
Por este motivo, Roy Campbell y toda su familia serían invitados a recibir el sacramento de la Confirmación por parte del cardenal Gomá una madrugada de principios de julio cuando el primado de España había sido informado del riesgo que estos súbditos británicos corrían, además de su desinteresada y arriesgada labor de ayuda a los sacerdotes y hermanos carmelitas.
Aquel paseo nocturno, como autobiográficamente relataba el propio poeta en Light on a Dark Horse, les había llevado a imaginar que eran jóvenes traviesos que, de manera furtiva, robaban fruta en el huerto de un vecino.
Y aquellos meses previos al 17 de julio de 1936 y sus tristes acontecimientos no fueron ninguna travesura, ni siquiera un juego de niños, sino la antesala del belicismo a través de la mentira, manipulación, odio, violencia, amenazas, discriminación y señalamiento por profesar el catolicismo o ser fiel a unos valores, tradiciones y costumbres en peligro de extinción por el acoso y derribo de los que se postulaban como los nuevos dueños de la Nación.
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