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La paz y la felicidad son el fin último, el bien supremo para el ser humano. Pero la condición humana es agónica, y la realidad es un campo desolado de sufrimiento. El ser humano es el único responsable de la pérdida de su propia paz, porque muy a menudo es incapaz de dirigir su voluntad hacia el control de sus pasiones. Todos compartimos los bienes necesarios para la vida, pero diferimos en el uso que hacemos de ellos, y no todos los utilizamos con el buen sentido y en la buena dirección. 

El hombre se caracteriza por una actitud de búsqueda constante que lo lleva a autotranscenderse, a buscar más allá de sí mismo. Este impulso se despliega tanto en el conocer como en el querer, en busca de la propia plenitud y felicidad. El hombre busca la felicidad, por eso se ve obligado al autotranscendimiento, ya que solamente puede hacer feliz al hombre algo que sea más que el hombre mismo. 

La distinción entre lo que «parece» importante y lo que «es» importante, es ignorada muy frecuentemente por el propio protagonista que pretende analizar su vida. Los datos de un currículo son la apariencia, lo que puede interesar a los demás. Pero lo verdaderamente decisivo acostumbra a pasar inadvertido para quienes nos rodean, carece de interés objetivo, y quien no posea sensibilidad para reflexionar sobre sí mismo es muy posible que viva ignorándose. 

El hombre no es buen hombre porque practique la bondad, sino por el recto ejercicio de sus facultades naturales, algo que hoy está en desuso, porque han desertado de su práctica todas las autoridades que deberían desempeñarse como modelos sociales. No se valora la belleza, sino la vanidad; ni el vigor o el esfuerzo, sino la crueldad; ni el valor y la abnegación, sino la insolencia y la jactancia. Ahora no gobierna la excelencia, sino un hatajo de sicarios, de ladrones y de macarras, muchos de ellos fraguando insidias, o puestos de coca y de güisqui hasta las orejas. 

La honra es hija de la virtud, y no se puede quitar la honra si no se quita la virtud, lo mismo que no puede darse en los espíritus infames. Y si tenemos que caminar entre el vulgo, honra y virtud son unos de los mayores tormentos. Como decía Tomás Rodaja, también conocido como el licenciado Vidriera: «aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más de las veces engañada». 

Como la mala bestia del vulgo es, en su mayor parte, malévola maldita y maldiciente, no gusta recordar las buenas dotes de su prójimo, sino solamente lo que le puede depreciar. No hay nada que se pierda con mayor rapidez que la memoria pública de una buena acción, comúnmente olvidada o desvirtuada por la malicia ajena. Ni a los plutócratas del NOM ni a sus secuaces les interesa valorar la silenciosa abnegación de millones de seres humanos valerosamente sufrientes, sino a los victimarios, pues lo que pretenden es conseguir que todo sufrimiento personal y social sea finalmente inútil, esterilizador.   

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La murmuración, que suele ser hija natural del odio y de la envidia, siempre anda procurando cómo manchar las vidas y virtudes ajenas, y es en la gente de índole vil y baja donde hace sus audiencias, su salsa más apetecible. Pero, en general, es algo que el mundo practica para encumbrarse a costa ajena, con perfidias, cuando en la verdad no encuentran daño para conseguir sus torpes ambiciones. Oficio, en fin, digno de aquellos en quienes la virtud se halla ausente, y por sus obras y méritos no la merecen. 

Dice Cervantes, casi literalmente, en El coloquio de los perros: «acaba un maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de calumniar a veinte buenos, y si alguno le reprende por lo que ha dicho, responde que él no ha dicho nada; y que, si ha dicho algo, no ha sido con mala intención ni para tanto; y que, si pensara que alguno se había de agraviar, no lo hubiera dicho. El caso es que como el hacer mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende. Que el hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche». 

El caso es que toda sociedad suele ser un acopio de mediocres, y en el reino de la mediocridad sólo los mediocres son admitidos y medran. O bien se carece de escrúpulos y se tiene la habilidad suficiente para rebajarse, o no hay allí entrada posible, porque entonces se introduciría en él la perturbación, algo que los instalados no consentirán por las buenas. Y del mismo modo que las carnes desaprovechadas vienen a ser comidas por perros, así el discreto y virtuoso viene a morir comido por necios, pues en todas partes se encuentra la plebe incorregible, que llena todo por legiones, ensuciándolo como las moscas en verano. 

Cuando los instalados son o ejercen de funcionarios venales, dedicados por ello a crear sucesivas dificultades interpuestas, no cabe tema más interesante que la dicha de los malos y la desdicha de los justos. Y al discreto sólo le queda la opción de moverse de un sitio a otro, en busca de la desaparecida justicia y, más allá, de algo relacionado con el aislamiento o la muerte. Pero la soledad, algo que alguna vez busca todo el mundo y siempre unos pocos, cuando no es voluntaria, sino forzada, se desnaturaliza. Y el hombre discreto, al que han impuesto la soledad, no puede sino sentirse como un preso, y con el ánimo entristecido. 

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Es obvio que todas las opiniones o acciones no son respetables; y las hay, incluso, perfectamente sandias o criminales. Aunque, por supuesto, el imbécil y el criminal, en tanto que personas, tienen que ser respetados en sus derechos; y ahorcados, si es preciso, con justicia. En el primer caso -con absoluta justicia-, no le editaremos al necio sus obras completas y, en el segundo, no le haremos una estatua al criminal, sino que le pediremos cuentas por sus crímenes. 

El respeto a los derechos es tanto como el respeto a las obligaciones; ambos son respetables, no así todas las personas, algunas de las cuales distan mucho de ser edificantes, y cuya sola presencia nos produce repulsión. Llevamos décadas viviendo una falsaria y desvergonzada concesión al pensamiento único, a lo políticamente correcto, por cuyas fabulosas patrañas se gobierna la estúpida multitud, que tales son las necedades que exaltan a esa monstruosa y temible bestia que llamamos pueblo, como dijo Erasmo. 

Gran parte de la ciudadanía la forman seres que hacen causa común con tirios y troyanos, que todo les parece bien. Gente así no deja de causar asombro a algunos sabios, como a Sully Prudhomme, por ejemplo, y según su dignidad y su convicción, según decía, excitaban su admiración, su lástima o su aversión. Al hombre prudente le ocurre como al gran poeta y pensador francés, y una especie de escrúpulo le impide rozar siquiera el territorio espiritual o material de quien carece de iniciativas propias, tiene espíritu gregario y sigue dócilmente las ideas u opiniones de la propaganda dirigente.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.