22/11/2024 09:42
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Cantaba el gran Jim Morrison aquello de “soy un espía en la casa del amor” (I am a spy in the house of love); algo que, sin duda, podría afirmar el personaje interpretado por Daniel Craig en, con esta, cinco películas. O, quizás, el mayor espía de la historia de la ficción norteamericana —lo siento por Jason Bourne o por Ethan Hunt— y el único, también, capaz de competir en estilo y en capacidad de seducción con el auténtico James Bond: Don Draper (interpretado por Jon Hamm para la serie Mad Men); un hombre condenado a vivir en la identidad de otro para huir de la propia, pero esa es otra historia.

En esta entrega repite por primera vez en una película Bond el mismo personaje femenino protagónico de la anterior, Léa Seydoux, con cuya historia de infancia se abre la película No time to die (2021) para, apenas unos minutos más adelante, contarnos la traición perpetrada contra el célebre espía muchos años después cuando todo parecía ser retiro y dolce far niente. Tras una secuencia de acción impresionante —tiroteo incluido— que figura ya entre lo mejor que nos ha dado la saga, Bond le cerrará —literalmente— la puerta al amor de su vida y dejará, con el corazón herido, marchar a ese tren.

Son demasiadas muertes y demasiados fracasos; muchas pérdidas y no pocas desilusiones: James Bond envejece sin nada por lo que vivir y sin tiempo para morir. Porque existir consiste en dejar algo atrás y hace tiempo que los ojos azules de Daniel Craig no dejan de indagar en esa obscura realidad sin encontrar un ápice de consuelo tras ella. La muerte de su amigo Félix (Jeffrey Wright), las rencillas con M. (Ralph Fiennes) o la rivalidad con la nueva y más joven 007 (Lashana Lynch), solo vienen a confirmar lo mismo que el espejo grita por las mañanas desde hace tiempo: “estás viejo para esto y ya no te queda nada por lo que luchar”. O quizás sí, aunque Bond aún no lo sepa.

Ninguna película de James Bond tiene la entidad visual de Sin tiempo para morir; la cinta más autoral y más trabajada en lo formal de cuantas se han filmado sobre 007 hasta la fecha. Eso se debe, sin duda, a la dirección de Cary Joji Fukunaga, que tanto en su trabajo para la pantalla grande —Jane Eyre (2011)— como para la televisión —True Detective (2014)— ha demostrado siempre una riqueza técnica extraordinaria; lo que, junto a un guión muy bien trabajado con los habituales responsables de las desventuras del espía británico —Neal Purvis y Robert Wade— desarrollado junto a nuevas incorporaciones —Phoebe Waller-Bridge— y al propio director de la cinta, terminan de llenar la película de riqueza narrativa: desde numerosos toques de humor que recuerdan al Bond clásico y políticamente incorrecto que imaginó Ian Fleming; a una historia de amor con mayor continuidad de lo que se había realizado en la serie; pasando por nuevos matices en unos personajes secundarios que acostumbraban a ser de cartón piedra y que aquí llegan a extremos dramáticos insospechados (véase: los espías interpretados por Ben Whishaw y Naomie Harris).

Digámoslo ya: cuando uno viene de ver el monocromático Dune de Villeneuve, la variedad de escenarios del Bond de Fukunaga le sabe a gloria. La subtrama en Cuba con la imponente presencia de Ana de Armas es una oda al espectáculo de pirotecnia gratuito inherente a todo gran blockbuster. Las dos persecuciones en coche —una de ellas a través de la jungla— o la “huida del laberinto” del héroe al final de la película forman parte de un conjunto perfecto en cada tramo de su historia que sabe mantener un equilibrio encomiable entre la adrenalina constante y una tensión emocional que nunca resulta excesiva. Sin embargo, la película tiene dos fallos fundamentales en mi opinión: un malvado (Rami Malek) mediocre, frágil y plano; y un final correcto, sí, pero también bastante flojo. Podríamos encontrar, aun así, otros defectos más excéntricos como la incómoda banda sonora a cargo de un Hans Zimmer empeñado en ponerle música a todo; la falta de una profundidad psicológica mayor como la que Sam Mendes supo otorgarle en Skyfall; o la necesidad de cuadrar un poco mejor el enamoramiento de Bond (Daniel Craig) con Madeleine Swann (Léa Seydoux) a la vez que la nostalgia por la fallecida Vesper Lynd (Eva Green).

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Algunos de los mayores problemas de nuestro tiempo sólo pueden ser tratados por el blockbuster en toda su complejidad. Revisen, a este respecto, la secuencia inicial de la infravalorada película Amenaza en la red (Blackhat, 2015) de Michael Mann y sabrán de qué les hablo. Es paradójico que el género más comercial, más colosal y más industrial del cine sea el que mejor nos pueda hablar del impacto de la tecnología en nuestras vidas manteniendo una estructura arquetípica similar al de los grandes mitos clásicos; sin embargo, es así como ocurre. En No time to die el arma que amenaza con destruir al mundo no es otro que un virus programado genéticamente para matar de forma selectiva; al tiempo, tenemos dispersas a lo largo de la película constantes referencias mitológicas como la máscara (personae) del villano o una mención explícita al cíclope. No es la primera vez que vemos algo así: Nolan ya lo había hecho con su versión de Batman y funcionó bien tanto para el público como para la crítica. Citemos a Joseph Campbell para entender mejor de qué hablamos: “La meta del viaje del héroe hasta el punto gema es encontrar esos niveles psíquicos que se abren, y se abren, y se abren… y la apertura última al misterio de tu Ser es la conciencia de Buda o del Cristo”. Porque el blockbuster permite hablar de nuevas perspectivas técnicas en nuestra sociedad a la vez que de los mismos traumas íntimos ínsitos a la propia condición humana.

Dos trilogías han cambiado el cine de acción de las últimas décadas renovando, al tiempo, dos personajes bien reconocibles en el imaginario popular del espectador propio de la segunda mitad del siglo XX: el Bruce Wayne/Batman de Christian Bale y el Bond de Daniel Craig. La comparación de ambas sagas daría para un artículo propio pero lo dejaremos en que Batman Begins (2005) tenía su equivalente en Casino Royale (2006); El Caballero el Oscuro (2008) encontró su correlato en Skyfall (2012); y que La leyenda renace (2012) espejea ahora con Sin tiempo para morir (2021). Mientras que al final de la trilogía de El Caballero Oscuro Christopher Nolan no se atrevía a matar a Batman cuando debía hacerlo, Sin tiempo para morir deja claro ese asunto de forma, quizás, demasiado explícita. Y, sin embargo, algo sobrevive después del inevitable momento: el coche del espía conduciendo al amanecer, la belleza de su novia francesa manejando el volante y, sobre todo, los inmortales ojos de James Bond. Porque donde solo había muerte brotó, por fin, la vida.

Autor

Guillermo Mas Arellano