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La última película dirigida Daniel Monzón, que adapta una novela de Javier Cercas, viene a incorporarse a una tradición cinematográfica iniciada por el corpus del llamado “cine quinqui”: Perros Callejeros (1975) y Yo, el vaquilla (1985) de José Antonio de la Loma; Deprisa, deprisa (1981) de Carlos Saura; Maravillas (1980) de Manuel Gutiérrez Aragón; ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) de Pedro Almodovar; Fanny Pelopaja (1984) de Vicente Aranda; 27 horas (1986) de Montxo Armendariz; y Libertad Provisional (1976); De tripas corazón (1985) de Julio Sánchez Valdés y Matar al nani (1988) de Roberto Bodegas.

Sin embargo, el gran director del género durante la Transición fue Eloy de la Iglesia —especialmente las películas en las que el guión era coescrito por Gonzalo Goicoechea—: comunista heterodoxo, homosexual y heroinómano, cinéfilo empedernido. Desde El diputado (1978), rodada en plena época neobarroca, sería el autor de las películas más inconformistas e incómodas del cine español de esos años. Sería un ejercicio interesante el de contraponer, a modo de comparativa sobre la España de la época, los dos films noir de José Luis Garci grabados en esos años, El crack (1981) y El crack II (1983), con las dos grandes películas noir de Eloy de la Iglesia: El pico (1983) y El pico II (1984). Ya entonces, mientras muchos intelectuales callaban ante la transacción de poderes y se vendían escrúpulos, Eloy de la Iglesia levantaba la voz en entrevistas en prensa que le valieron el ostracismo y, a la postre, el olvido. Todo los errores y perfidias que podemos señalar desde la perspectiva de hoy ya los supo encontrar la lucidez de un intelectual formado en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense pero que, como todo gran narrador, había encontrado su verdadera escuela en la propia vida y en la observación directa del paisaje moral y del paisanaje humano de su tiempo.

En 1980 grabaría Navajeros protagonizada por su pareja sentimental y actor fetiche, José Luis Manzano. Drogadicción, prostitución, barrios bajos, pobreza y necesidad, vidas destrozadas por el capitalismo: con mucho pasado y poco futuro, jóvenes que han envejecido demasiado pronto y pandillas de delincuentes que sobreviven a base de tirones de cartera, atracos a punta de navaja y “palos” tan rudos como efectivos. Colegas (1982) es una película con escaso valor cinematográfico pero interesante por la ruptura total —ya antes los límites eran tenues— entre ficción y realidad, donde los actores se interpretan a sí mismos. En 1983 grabó El Pico y al año siguiente su conclusión, El Pico 2. Ambas películas forman su obra maestra: un díptico donde el thriller “a la española”, el western urbano y el romanticismo que Espronceda proyectaba sobre la figura marginal del pirata, cristalizaban sobre los desclasados de su tiempo, los quinquis, y se adaptaban al presente desde el que estaban hechas.

La primera parte, ambientada en el Bilbao postindustrial de los años 80, narra la incursión en el mundo de la droga —y de la delincuencia— de un grupo de jóvenes. Uno de ellos, Urko, es hijo de un importante político vasco. El otro, Paco, es hijo de un coronel de la guardia civil cuya madre está enferma de cáncer. El melodrama se encuentra en el momento en que el padre —guardia civil— y el hijo —la droga— se cruzan. El hijo huye con una pistola en compañía de su amigo Urko y el padre pone en marcha todos los mecanismos que su poder le confiere —torturas, extorsiones, tráfico de influencias, abuso de poder— para encontrarle. Al amparo de una puta argentina, primero, y ejerciendo de chapero por su propia cuenta, después, los quinquis salen adelante. Después, Paco agota sus posibilidades para financiar la heroína hasta acabar trapicheando para un matrimonio de narcotraficantes locales. En un momento de desesperación, tras haber pateado las calles más desoladas de la ciudad, Urko y Paco irrumpen en la casa del narcotraficante para robarle y asesinan al matrimonio. Prófugos de la justicia huyen a chutarse y Urko muere de sobredosis. Paco acaba reconciliándose con su padre, tras la muerte de su madre, para volver con él. La última imagen del film es el tricornio flotando en el mar. El mismo tricornio que luce el cartel de la película junto a una jeringuilla: durante toda la película sobrevuela la sospecha de que la policía distribuye droga en círculos abertzales para acabar con la ETA —que aparece en la película también—. Bordeando la conspiranoia, Eloy de la Iglesia alerta sobre el relato que se está imponiendo de forma interesada a modo de verdad oficial.

La segunda parte, El pico 2 (1984), fue realizada un año después de la primera parte y es una tragedia total. La acción se traslada a Madrid. Un periodista quiere destapar el crimen cometido por Paco en la primera parte y mientras Paco acaba en la cárcel donde es violado y se juega la vida peleando a navaja. Allí acaba a la sombra de un delincuente cercano a la ETA que se fuga de la cárcel. Entonces, Paco vuelve a prostituirse para sobrevivir. Su padre, en ese momento, pone en marcha un mecanismo de sobornos para sacar a su hijo de la cárcel. Paco sale fuera y vuelve a ser un delincuente formando un triángulo amoroso de atracadores. Finalmente, su padre halla su paradero y va a verle, resultando asesinado por un compinche de Paco que el propio Paco mata. Y, después acabamos viendo a Paco narrándonos la historia con una voz en off, mucho más mayor, casado, con un hijo, y dando droga a dos jóvenes: imagen que nos recuerda a la del narcotraficante que Urko asesina en la primera película. Como un círculo de eterno retorno en el que Paco ha quedado capturado. En definitiva: Paco queda rodeado de muerte: su amigo Pirri —con una pelea brillante cinematográficamente, a navaja, en la cárcel—, Urko en la primera parte, su madre víctima del cáncer, su padre asesinado, y él mismo lo será como augura esa concomitancia con un personaje del pasado. Tragedia perfecta. Una película mucho más sólida cinematográficamente que su antecesora, que muestra la despiadada impudicia de cierta prensa, corrupción política, pésimas condiciones en la cárcel, el drama de los adictos a la droga, con unas escenas de acción efectivas y que cuenta de una forma más verosímil los dramas de sus personajes. No es una obra maestra pero es el ejemplo más pulido de esa mezcla bastarda de géneros —thriller, melodrama, western, costumbrismo, noir, documental— que es el cine quinqui.

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En definitiva, el cine de Eloy de la Iglesia es el cine para los desencantados con el rumbo de la Transición, durante la propia Transición. Su enfrentamiento constante al poder le costó la inactividad prolongada, la falta de financiación y el olvido premeditado a modo de extorsión y represalia. Eloy de la Iglesia representa como nadie el deseo de hacer un cine europeo, con nuevos referentes, alejado de las convenciones del cine anterior en España. El uso de actores no profesionales, ese acercamiento a la realidad del momento retratando los escenarios de una forma natural, las tomas largas, la crítica ideológica, la autoironía y ese intento por poner las cámaras en un lugar distinto a lo acostumbrado, son unas huellas de identidad que revelaban torpeza, inocencia, talento y ambición a partes iguales. Quizás sus películas hayan envejecido mal técnicamente, pero no lo suficiente como para someterlas al olvido en el que están en la actualidad. Los problemas que pone en escena siguen siendo, en muchos sentidos, actuales. Y son una pieza importante para conocer el momento histórico en que se realizaron.

El quinqui —que sería el protagonista de una mitología, un tipo de rol social, si nos atenemos a las clasificaciones que se han hecho hasta ahora—, es, subido a su motocicleta, comparable al vaquero norteamericano asaltando diligencias, al atracador de bancos con su metralleta Thompson, al gángster transportando alcohol en un Ford T, o a un narcotraficante que hace envíos de droga por la frontera con México. El quinqui es, a nivel cinematográfico, lo más asequible para realizar un retrato romántico del criminal como el que hizo Arthur Penn con su película Bonnie and Clyde (1967): una figura legendaria tan irreal como irresistible. Y una forma de contar la otra cara de la historia reciente de España porque, como afirma el crítico de cine Carlos Boyero, “donde hay necesidad siempre habrá crimen”.

Llegados a este punto podemos decir que distinguimos tres fases en el cine quinqui. La primera se ha comentado más arriba y ocurre durante la transición. Hay cineastas encuadrados dentro de la llamada “Movida Madrileña” que hacen películas alocadas; hay cineastas que testimonian los cambios políticos a los que están asistiendo; los hay que hacen comedias para romper tabús; los hay que quieren hacer un cine nuevo, europeo; y los hay que quieren hacer cine de denuncia. Hablamos de directores como C. Saura, P. Almodóvar, F. Trueba, F. Colomo, V. Aranda, Mario Camus, José Luis Garci, Luis García Berlanga  y, mezclando todas esas pretensiones en una única filmografía, Eloy de la Iglesia.

La segunda habla del cambio de una época de “plomo” a una época de “lodo”, donde la corrupción hace que ETA pase a un segundo plano al tiempo que la propia organización terrorista empieza a planificar su blanqueamiento político, justo cuando la violencia ha terminado por crispar a la sociedad española, sobre todo a raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997. El cambio de década hace que las ideologías más radicales pasen a un segundo plano de la vida política que hoy, décadas después, están recuperando: solo hay que comprobar el poder de comunistas y etarras en la actual configuración del Congreso de los Diputados. La espuma de la corrupción subió a la superficie al tiempo que se evaporaban los ideales y el desierto que compone la playa quedaba al descubierto. Una casta se estableció, fagocitando lo público, al tiempo que los grandes empresarios intercedieron en los partidos políticos con una extensión de la técnica y el capitalismo camuflada bajo un caudaloso río de dinero proveniente de Europa. La fe en una democracia ilusionante cayó, usando la metáfora de Rafael Reig, como un árbol caído.

Nuevos directores irrumpieron. Dos generaciones marcan el segundo punto del cine quinqui, a modo de puente que preanuncia el tercero. Podemos citar varias películas como parte del género, de un modo o de otro: Historias del Kronen (1995) de Montxo Armendáriz; Airbag (1997), de Juanma Bajo Ulloa; Barrio (1998), Princesas (2005) y Los lunes al sol (2002) de Fernando León de Arannoa; La comunidad (2000), de Alex de la Iglesia; La caja 507 (2002) de Enrique Urbizu; 7 vírgenes (2006) de Alberto Rodríguez o Azul oscuro casi negro (2006) de Daniel Sánchez Arévalo. A caballo entre el segundo periodo y el tercero hay varias películas que conforman un proceso. Películas entre las que destaca con nota Todos estamos invitados (2008), un melodrama sobre el conflicto vasco que tiene concomitancias con el género suburbial.

Colindantes con otros géneros —esos géneros siempre porosos y concomitantes con el género suburbial y que dan lugar a frescos multifacéticos— como el noir, el thriller o el policiaco encontramos películas recientes. Celda 211 (2009) de Daniel Monzón; No habrá paz para los malvados (2011) de Enrique Urbizu; Grupo 7 (2012) de Alberto Rodríguez; hasta llegar a películas recientes como Toro (2016) de Kike Maillo o Tu hijo (2018) de Miguel Ángel Vivas.

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Y, finalmente, llegamos a la tercera etapa. Películas que denotan un evidente vaciamiento ideológico. Crítica manierista, poco verosímil, estructurada en torno a tópicos y no a un verdadero análisis y posicionamiento de la realidad —sobre todo si comparamos con el cine de la transición, mucho menor técnicamente pero más denso en lo intelectual—; lo peor es que muchas veces el homenaje, si se hace torpemente, se convierte en parodia. Y viendo algunas de las recientes películas de pretendida estética quinqui, da la sensación de que se está parodiando más que imitando un modelo. Películas como El mundo es nuestro (2012), de Manuel Alfonso Sánchez; Carmina o revienta (2012) y Carmina y amén (2014), de Paco León; Techo y comida (2015) de Juan Miguel del Castillo; A cambio de nada (2015), de Daniel Guzmán; Barcelona 92 (2015) de Ferrán Ureña; Criando ratas (2016) de Carlos Salado; y la reciente película a caballo entre el documental y la ficción Quinqui Stars (2018), de Juan Vicente Córdoba.

En ese “thriller social” en el que ha devenido el cine quinqui destacan títulos a cargo de autores reconocibles como Alberto Rodríguez o Enrique Urbizu. El segundo, además de dirigir varios largometrajes importantes que ya hemos mencionado, es el responsable de una de las series más representativas de este tipo de thrillers de los últimos años: Gigantes (2018). Otra serie significativa, a este respecto y desde unas coordinadas estilísticas muy distintas, ha sido Antidisturbios (2020), de Rodrigo Sorogoyen. Sin embargo, ha sido Libertad (2021), la última serie de Urbizu hasta la fecha, la que nos interesa mencionar aquí: retrato de la España Negra, tenebrosa, a través de unos bandoleros contemporáneos de la Ilustración, Urbizu señala el antecedente más evidente del quinqui: el bandolero. Solo la distancia en el tiempo puede hacer que libertad no sea incluida dentro del canon del cine quinqui como su último y más sobresaliente último título hasta la fecha.

Un importante equivalente a lo que Urbizu representa como director para el cine español actual lo podemos encontrar en la labor de guionista de Jorge Guerricaechevarría, especialmente a través de tres películas recientes: Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019), Hasta el cielo (Daniel Calparsoro, 2020) y Las leyes de la frontera (Daniel Monzón, 2021). El film de Daniel Monzón, del que comenzábamos hablando y de reciente estreno en Netflix, es una vuelta al quinqui original tratando de recrear la época en la que ese punk español, tan peligroso como antisistema, encarnó sus desventuras por las calles de nuestro país.

Las leyes de la frontera cuenta la historia de una banda de atracadores en Girona y sus alrededores a través de los ojos del hijo de un funcionario que se deja arrastrar al mundo del crimen por la pura fascinación que le producen estos personajes fuera de la ley y, por supuesto, debido a la irresistible atracción que siente por una mujer tan peligrosa como excitante. Y es esa mirada, la del chico al que todos llaman “gafitas”, lo que resulta tan interesante, más allá de la nostalgia (peinados, bailes y “pintas” de los 80), de la acción y del sexo, la que viene a añadir algo nuevo —que, suponemos, ya estaba en la novela original— al género quinqui.

Quizás resulte difícil añadir algo nuevo sobre el quinqui después de Las leyes de la frontera; el tiempo dirá. Los casi 40 años —lo que duró la estancia de Franco en el poder—, de distancia con los títulos originales del género otorgan una virtud enorme a la película de Monzón: la lejanía que permite una mirada más amplia, continuada y adulta. Saber qué pasó de verdad con esos seres errantes que en las películas de Eloy de la Iglesia eran grabados jóvenes y tormentosos, al natural, y que hoy duermen el sueño eterno bajo tierra, es algo que no se puede obviar.

En resumen: a los quinquis, como a tantos hombres y mujeres de su generación, se los llevó la heroína causando tantas bajas como las que se producen en cualquier guerra. Solo que el tiempo, como la droga, siempre es un enemigo inasible, sigiloso e invisible. El que no acabó rajado en un portal o tiroteado en una esquina acabó sus días condenado y en la cárcel o enfermo de gravedad en la cama de un Hospital. Y ahí está ese observador retraído, “gafitas”, tan parecido en su caracterización al propio Javier Cercas (autoficción), dando testimonio de lo ocurrido cuando hace muchos años que todo eso salió de su vida. O fue una parte de su vida la que quedó fuera en el momento de crecer. Pero el precio por salvaguardar un futuro monótono y seguro fue alto y tan doloroso como lo es siempre un corazón roto: “me quedo contigo”, que cantaban Los Chunguitos en la película de Saura; solo que la historia de amor, junto con todo sueño de transgresión existencial, no pudo ser. Las últimas escenas de la película, llenas de melancolía, recuerdos por largo tiempo enterrados y paseos solitarios, traen a la mente esa estúpida posibilidad de libertad, de una vida más peligrosa pero también menos domeñada que, al final, también se fue al carajo. Como todo, en definitiva.

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Guillermo Mas Arellano