23/11/2024 11:08
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Hace un par de semanas nos dejaba Dña. Peregrina Millán-Astray Gasset, única hija del fundador de la Legión y, con su adiós, muchos perdíamos, tal vez, el último eslabón de alguien que, de primera mano y con conocimiento de causa, podía contarte anécdotas del héroe de Filipinas y África.
 
Su partida hacia el V Tercio y el consiguiente encuentro celestial con el Padre y su progenitor tras casi setenta años de aquel Día de Año Nuevo de 1954 me invitaron a la posterior reflexión al terminar la preciosa homilía de despedida en la que no faltó una sentida alusión al valor legionario con motivo de la última estrofa de «El Novio de la Muerte». Ni que decir tiene que, a la conclusión del sepelio, alguno de los allí presentes se dirigió a felicitar al sacerdote por esa conexión del perpetuo noviazgo legionario con la Muerte y su invitación a que todos mantengamos una relación presente con Cristo basada en el amor.
 
Y fue en ese momento cuando recordé retazos de testimonios de Pepín, el cabo Ortega, último escolta de Millán-Astray en el Cuerpo de Mutilados de Madrid en aquellas últimas horas en las que, pegado a su cama con el encargo de controlar la medicación, le atendía en lo que fuese preciso desde el humilde camastro de un lateral de la estancia en la que el alma del general iniciaría su último viaje.
 
Los días pasan; los años, también. Y, precisamente por este motivo, he venido sintiendo cierta desazón últimamente porque, tal vez, ni Dña. Peregrina ni el cabo, casi centenario como su amada Legión, recibieron en vida todos los parabienes y el reconocimiento que hubiesen merecido por el rotundo y evidente hecho de haber compartido tantas vivencias con el fundador de la Legión. A buen entendedor, pocas palabras. 
 
No se trata de ser ventajista, de echar balones fuera o de achacar a una reciente pandemia mundial y confinamiento –con «obligadas» dosis de miedo para la población– el hecho de trastocar tantos y tantos planes; entre ellos, diversos actos de un desgraciadamente descafeinado centenario de la unidad en cuestión. 
 
No, insisto, no se trata de eso, sino de acordarse de personas que, de una u otra forma, han sido referentes en la historia de aquel emprendedor teniente coronel cuyo legado y Credo Legionario siguen siendo santo y seña de heroicas gestas refrendadas por la incontestable verdad histórica de una Legión que, esta semana, celebra sus 102 años de existencia.
 
El caso es que ese «valor» presente en lemas, canciones, espíritus, estilo y parafernalia legionaria también se ha ido diluyendo en la defensa de Millán-Astray –y del comandante Franco– como resultado de sospechosas razones que van desde el acoso y derribo contra su egregia figura hasta, evidentemente, las tristes circunstancias a las que el mundo se ha visto cruelmente abocado. Allá cada uno con su conciencia y su posicionamiento de perfil.
 
Dar la cara por Millán-Astray y exponerse en medios, juicios o su propia calle se ha convertido en un ejercicio de riesgo, en una práctica no recomendada, en unas «maniobras» no exentas de alguna que otra sorpresa o incidente del que, afortunadamente, se ha conseguido salir airoso, sin graves sobresaltos, siempre con la honra y dignidad otorgadas por el título de caballero legionario a todo aquel que se enfundó el verde sarga y se atrevió a portar un chapiri. Era cuestión de valor, independientemente de su tipo o circunstancias, y de ponerlo en práctica a pesar de daños colaterales en tu trabajo, familia, integridad física o, también, la economía doméstica. Sin embargo, a pesar de los pesares, mereció la pena.
 
Como anécdota, alguien de un comité de los mal llamados «de expertos» –sobre todo, por cuestiones de rigor y academicismo– con motivo de la desequilibrada y sesgada Ley de Memoria Histórica, ahora camuflada bajo la etiqueta de Ley de Memoria Democrática, espetó una frase que, a punto de cumplirse los 100 años de historia y gloria de la Unidad por aquel entonces, me dejó in albis: «…lo que la Legión tiene que hacer para seguir existiendo es olvidarse de Millán-Astray». Tal cual, así de rotundo, sin cloroformo y que cada palo aguante su vela.
 
El susodicho, al que le pregunté si él se olvidaría de su padre, alababa la labor y el valor que, como peritos, algunos realizábamos en defensa del acusado, un estigmatizado Millan-Astray por la infamia académica y el revanchismo ideológico que, incluso, le privaban de la máxima in dubio pro reo en una exhibición de crueldad y ausencia del beneficio de la duda a la conclusión de una vista judicial. Ver u oír para creer. De mi pregunta, por cierto, logró escabullirse con esas artes que la política otorga a todo aquel que se arrima a su territorio.
 
Si el asesor del comité de marras era capaz de soltar tal lindeza en caliente, con un juicio recién concluido tras más de tres horas, de provocar a sus adversarios en la sala, ¿qué opiniones habría vertido sobre Millán-Astray entre el secretismo de los bastidores de la infamia y manipulación de un grupo intelectual manejado al ritmo de la «conciliadora» ley? No quiero ni imaginarlo.
 
Afortunadamente, como en encuentros judiciales posteriores a lo largo de la geografía española, el héroe salió indemne después de duros y correosos peritajes cuyo rotundo resultado ha ido refrendándose en sentencias de diversos jueces y distintos juzgados. ¡Que pase el siguiente!
 
Y, sí, la Legión ha estado mucho tiempo en el punto de mira de enemigos y detractores que, también ahora, se han ido alimentando del bagaje y la hoja de servicio de aquel primer contingente de aventureros anarquistas catalanes procedentes del «talego» por su activa y descontrolada participación en las revueltas de la Ciudad Condal en la segunda década del siglo XX.
 
Ahí, sabiendo lo que se jugaba en África allá por 1920, Millán-Astray estuvo hábil y decidido para, saliendo al quite, manejar su propósito disciplinario con el objetivo de hallar una redención espiritual y laboral de aquella supuesta escoria que, con trabajo y compromiso, supo ejecutar la misión encomendada al mismo tiempo que, con el alistamiento y un paso al frente, salvaba la vida de decenas de miles de quintos. La memoria, entre los críticos, suele ser muy selectiva y adecuada a sus viles intenciones. Que todo hay que decirlo.
 
Y aquella dura arenga en la histórica posición A de Ceuta estuvo caracterizada por el valor; el del jefe supremo por su atrevida apuesta en los orígenes del Tercio de Extranjeros, el de aquellos recién desembarcados «despojos humanos» rechazados por su entorno y el de la promesa de un chapiri ladeado en la cabeza que, sobreviviendo a las múltiples adversidades del camino legionario, ha sido capaz de forjar a hombres y mujeres para dotarles de cualidades, condiciones y oportunidades que la sociedad nunca les brindó.

Autor

Emilio Domínguez Díaz