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Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos se han saludado de una u otra forma, según épocas, culturas y geografías.

También hay animales que, en cierta manera, se saludan, generalmente olisqueándose mutuamente en busca de sustancias químicas producidas por determinadas glándulas; pero esto no deja de ser un simple proceso que pretende determinar que se trata de un congénere, quizá su grado de salud y su disponibilidad para el apareamiento, y no significa un reconocimiento del individuo concreto.

Dicen los especialistas que los primeros humanos probablemente amenazaban exhibiendo la dentadura, por lo que en un principio la sonrisa no era reconocimiento o alegría de encontrarse con otro, sino advertencia. En cambio, no nos han dicho aún de qué forma se saludaban, mostraban su alegría, reconocimiento o, cuando menos, conformidad, con la presencia de otro humano a su lado.

Tampoco sabemos en qué momento exacto una especie de monos evolucionó biológicamente en el grado necesario para poder recibir un alma, y convertirse en algo diferente a lo que era anteriormente, y a lo que eran todas las demás especies similares de antropomorfos, y el simple reconocimiento de un congénere del animal pasó a significar otra cosa.

(Entre paréntesis: una teoría muy interesante –véase el libro de David Benito del Olmo Historias de la Prehistoria– indica que el desarrollo del cerebro propiamente humano se origina en la ingesta habitual de carne, que libera al organismo de reservar grandes cantidades de energía para el simple proceso de alimentación, y permite derivarla a las funciones superiores. Y digo que es interesante porque la actual proliferación -más allá de un vegetarianismo respetable- de gilipollas que berrean que no comen animales muertos, o que las gallinas son violadas, nos indica el evidente proceso de involución que protagoniza la parte de la Humanidad que no tiene que preocuparse de encontrar alimento a diario.)

Pero a lo que iba: es evidente que la Humanidad, a lo largo de muchos siglos, ha utilizado infinidad de maneras de saludarse: agarrarse mutuamente los antebrazos, inclinarse ante el otro, quitarse el sombrero, abrazarse… hasta llegar a los más elaborados sistemas del saludo castrense y al genérico darse la mano.

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Y ahora esta pandemia -que, aún prescindiendo de teorías conspiratorias, ha dejado claro que la soberbia humana es la mejor brecha para nuestra propia destrucción- nos ha traído el nuevo modo de saludo a codazos, a instancias de las autoridades sanitarias. Autoridades que ahora -por indicación de la OMS- también rechazan ese modo de saludo que a muchos nos hacían chirriar los dientes como poco.

Y uno piensa que si ya no podemos ofrecer un abrazo, si ya no podemos dar la mano, si ya no podemos ni siquiera hacer esa idiotez del codo, quizá vaya siendo hora de buscar un nuevo saludo. ¿Por qué no el que debe haber servido, desde tiempos inmemoriales, para llamar la atención de alguien lejano o distraído, para hacerse ver entre la multitud, para demostrar que no quiere uno ocultarse y que -como se encontraron los romanos al llegar a las tierras celtíberas- servía para demostrar que no se llevaban armas ocultas?

Pues si, efectivamente: el saludo brazo en alto.

Autor

Rafael C. Estremera