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Se nos dice que Dios es perfecto. Pero el mundo es por naturaleza imperfecto, y por eso está en constante cambio, mientras que si fuera perfecto sería estático e invariable. Como de algo perfecto no puede emanar algo imperfecto y no hay duda de que el mundo es lo segundo, o bien Dios no es perfecto, o bien Dios no existe. Y como un Dios imperfecto es incompatible con la idea de Dios, se prueba que Dios no existe. Y cabe añadir más: si Dios existiera y nosotros reconociéramos que ciertas Escrituras son su Palabra revelada, no tendría sentido tener biblioteca alguna. En otros términos: ¿quién quiere biblioteca teniendo Biblia y quién quiere Biblia teniendo biblioteca? La única forma de leer sin temer es desdeñando la servidumbre a Dios. Y la única forma de temer es sin leer. Por eso el Árbol de la Ciencia propicia la Caída o los dioses castigaron a Prometeo por robar el fuego. Sin embargo, tanto la expulsión de Satán como la traición de Judas sirven para propiciar una doble Caída, la de Adán y la de Jesús, que en ambos casos terminará por ensanchar el drama cósmico que afecta, al menos en términos míticos, a toda la humanidad. Imaginar una humanidad sin Caída es utópico, lo que hace que la expulsión de Satán o la traición de Judas sean necesarias para poder tomar conciencia de nuestra condición y poder buscar así, mediante nuestras acciones, la Redención.

Un argumento recurrente entre los teístas es que Dios está fuera de la realidad de lo existente por el hecho de ser el creador de lo existente. Frente a ello, los panteístas afirman que Dios es la totalidad de lo existente y que su manifestación se halla precisamente en la mutabilidad constante de cada minúscula partícula. Luego debemos suponer, según presupuestos teístas, que la naturaleza del dios existe aunque no podamos conocerla porque no está sujeta a las leyes de la física. Esta teoría contrasta con la funesta manía de un Dios intervencionista al que le gusta darse a milagrerías que son estadísticamente imposibles en tan corto terreno de tiempo. Además: nadie nunca ha sabido explicar la razón por la que Dios ha podido crear el universo. Y menos la razón por la que ha decidido crear un universo sujeto a unas leyes que le expulsan y donde la evolución que ha dado lugar al homo sapiens es un fruto de la casualidad sin posibilidad de diseño invisible. ¿Aburrimiento, soledad, necesidad de adoración por parte de unas minúsculas criaturas y otras fantasías únicamente entendibles desde la muy limitada perspectiva antropomórfica? Parece dudoso. Tampoco la ley natural existe. Conceptos como el Bien y el Mal son relativos porque los aplica el hombre y varían según las culturas. De existir algún valor moral en la naturaleza sería el Mal, como han explicado Javier Echeverría o Fernando Broncano. Otra cosa es que podamos llegar a una ley natural no religiosa dónde se indique una tenencia no absoluta ni universalista hacia lo que la mayoría de los hombres consideran bien o mal. Pero la realidad es que si el sol explota esta tarde o mañana por la mañana, nosotros quedaríamos destruidos y por tanto nos parecería mala noticia, pero a la absoluta indiferencia del universo, tan nimio suceso le daría igual porque no tiene capacidad de opinar.

El animal humano es un ser que razona y simboliza pero que no es el centro de la evolución, sino un momento fugaz en ella. La particularidad del hombre es que tiene autoconciencia y conciencia. Aspira a conocer y a conocerse de forma natural. Esa capacidad de la conciencia es lo que, en su realización o potencia de realización, lo que llamamos dignidad. El desarrollo de la ciencia y la técnica absuelven al siglo XX: el siglo con más muertes, el siglo de las mayores matanzas, el siglo con las peores guerras, el siglo de los campos de exterminio y del totalitarismo, el siglo de la desigualdad y del nacimiento del terrorismo. Einstein, Schrödinger, Pauli, Heisenberg eran, algunos más y otros menos, también místicos. Desde luego sus predecesores Kepler, Descartes, Leibniz y Bacon tienen una vinculación más que evidente con la práctica de la alquimia y la actividad de ciertas sociedades secretas como los rosacruces. Lo dice bien Valery: “La imaginación es siempre extrañamente tímida. Son los matemáticos quienes más lejos han llegado”. Todos estos hombres se acercaron al límite con la trascendencia y buscaron el encuentro con el absoluto. Y todos acabaron en la ciencia como una vertiente más del esoterismo. Por eso resulta hoy inevitable acudir a la ciencia antes de hablar de mística: porque han querido ser dos vías de conocimiento aspirando a una totalidad imposible. Desde la materia y sus limitaciones o desde la imaginación y su desbordante imaginería. Un ejemplo contemporáneo de lo mismo se encuentra en la narrativa de Thomas Pynchon.

Si los místicos no son todos enfermos mentales, entonces sencillamente son unos tipos que se aproximan al mundo con la misma actitud del científico y del filósofo pero con distinta forma de abordarlo. En ambos casos hay una pregunta por el origen y por la totalidad. El absoluto. Ante el cual cada respuesta carece de relevancia porque lo importante es la pregunta. Creencia o increencia no importan; importan las certezas y los misterios. Escribió Celso, o eso nos dice Orígenes, en el Discurso verdadero contra los cristianos que “Al entrar en un templo egipcio encuentro un gato, un mono, un cocodrilo”. La mística no alude a dioses animistas. El místico nunca se relaciona con dioses animales como Ra ni con dioses épicos como Odín. El Dios de los místicos es el dios aristotélico de “causa incausada”, ese “primer motor inmóvil” del que hablaba el Estagirita y que los seguidores de Abraham, Cristo y Mahoma se han encargado de reducir a un burócrata de la salvación celestial. Junto a Celso merecería ser citada la filósofa Hipatia, que murió literalmente despedazada a manos de los fundamentalistas religiosos. Sin embargo, el cientificismo delirante que alimenta de sueños imposibles a los cosmistas rusos y a los transhumanistas de Silicon Valley merece ser igualmente descartado. Únicamente merece la pena creer en los milagros alumbrados por nuestra imaginación inmarcesible; todo lo demás es efímero y pasará sin gloria.

Muchas veces la ciencia ha caído en el mismo fanatismo de la religión. El culto al dinero imperante en nuestros días tiene su correlato en un culto tecnocientífico de los avances materiales. En buena medida se puede decir que la ciencia que ha querido usurpar su lugar en la Modernidad ofreciendo interpretaciones cerradas de todo: tanto de aquello que le compete como de aquello que inevitablemente se escapa a sus posibilidades. Incluso hablar de una sóla Ciencia, como apunta Gustavo Bueno, es erróneo: en su lugar, resulta preferible hablar de las ciencias. La propia crítica literaria ha querido ser científica, ridículamente. Y la psicología reclama para sí el estatus otorgado por el cientificismo. Vanas tentativas que señalan una constante innegable en la historia: la estupidez humana en general y la vanidad de los hombres poderosos en particular. Nada demasiado original, entonces. No querer afirmar una Teoría del Todo no significa que se esté afirmando la Nada necesariamente. Sólo que no se quiere renunciar a la duda, al escepticismo y a la incertidumbre como principios fundamentales en la comprensión de la experiencia humana.

Para el citado Tarkovsky ningún concepto debe cerrar la estimulación primera que nos provoca el arte. Como dejara apuntado Valery, “No es nunca el autor el que hace un ‘obra maestra’. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector”. Nuestra percepción no debe ser esclavizada por la interpretación. El idioma de la imaginación y el tejido lírico de las imágenes escritas o filmadas resulta mucho más profundo que cualquier diatriba dialéctica. Si algo demuestra su libro Esculpir en el tiempo (1984) o las anotaciones tomadas por Sven Nykvist durante el rodaje de Sacrificio (1986) es que el director dejaba una gran parte de su trabajo al azar. Cuando el director ruso fue preguntado en una rueda de prensa acerca del significado del agua en su cine, él contestó con visible molestia que el agua no significaba nada; que simplemente estaba ahí porque a él le resultaba sugerente. Y ese componente de irracionalidad, de sugestión y de sueño es precisamente aquello de lo que emana la emoción por la cual amamos el arte más allá de todas las interpretaciones. Algo que ha llevado a que muchos desprecien la obra del director ruso y a que traten de ridiculizarla sin entrar dentro de su compleja red interna de imágenes.

Lo que en buena medida obtiene su respuesta dentro de la propia obra del director ruso o de otros hermanos espirituales como Victor Erice; puesto que ni la niña de Stalker (1979) nacida en los albores de La Zona ni la niña aterrorizada con las imágenes del monstruo de Frankenstein en El espíritu de la colmena (1973) son otra cosa que una invitación a alejarnos, en cuanto que espectadores, de la interpretación cerrada ofrecida por la tribu de turno, para, en su lugar, correr a buscar la nuestra. Es el único camino posible para concebir lo sagrado. Victor Erice habló en una intervención pública en un sentido parecido: “El director de cine es un intermediario entre la obra y el público. Una vez acabada la película, la película pertenece a los espectadores. Son ustedes los que deben recrearla. A ustedes les pertenece”.

Leamos una cita in extenso de Tarkovsky: “He tenido muchas ocasiones de hablar con mis espectadores. Y muchas veces he tenido que percatarme de su escepticismo frente a mis afirmaciones de que en mis películas no hay ningún símbolo o metáfora. Muy a menudo, incluso con apasionamiento, se me pregunta por el significado de la lluvia. Por qué aparece en todas las películas. Y por qué aparece siempre el viento, el fuego y el agua. Preguntas de este tipo me confunden. Se podría decir que los aguaceros son característicos de la región en que me crié. En Rusia hay largas temporadas de lluvia que despiertan la nostalgia. Y también se podría decir que a mí no me gusta la gran ciudad, sino la naturaleza, y que me siento extraordinariamente a gusto cada vez que me alejo de los logros de la civilización moderna y voy a mi casa de campo, alejada más de trescientos kilómetros de Moscú. La lluvia, el fuego, el agua, la nieve, la escarcha y los campos son elementos del ambiente material en que vivimos, son una verdad de la vida. Por eso me afecta cuando me entero de que las personas, en vez de disfrutar sencillamente de esa naturaleza que se ha incorporado a las imágenes, van buscando en ella un sentido oculto. En la lluvia se puede ver, sin más, mal tiempo, mientras que yo lo utilizo de una forma determinada, como un ambiente estético, que marca el desarrollo de la acción. Pero eso no significa que en mis películas la naturaleza sea símbolo de algo. En las películas comerciales parece que ni siquiera existe la meteorología. Allí todo está marcado por las extraordinarias condiciones de luz y de interiores para conseguir unas tomas rápidas. Aquí todo marcha según el guion, y nadie se pone nervioso por los tópicos de un ambiente reproducido tan sólo de manera aproximada, por el descuido en los detalles. Pero cuando el cine le trae al espectador el mundo real y le permite observarlo en toda su plenitud, casi olerlo, sintiendo sobre su propia piel la humedad o la sequía, entonces se comprueba que ese espectador hace mucho que ha perdido la capacidad de entregarse a esa impresión de forma emocional, simple, en un sentido inmediatamente estético. Por el contrario, continuamente se está sometiendo a un control, se está examinando y preguntando por el porqué y el para qué. El único motivo es muy simple: en la pantalla, yo quiero mostrar de la forma más perfecta posible mi propio mundo ideal, tal como yo mismo lo siento y lo percibo. No escondo ante el espectador intenciones especiales ni me dedico a jugar con él. Le muestro el mundo tal como a mí me parece, en su máxima expresividad y precisión. Tal como expresa, de la forma más perfecta posible, el sentido no perceptible de nuestra existencia. Siempre hay agua en mis películas. Me gusta el agua, especialmente los arroyos. El mar es demasiado vasto. No le temo al mar, pero me resulta muy monótono. En la naturaleza me gustan las cosas más pequeñas. Prefiero los microcosmos, no los macrocosmos; opto por las superficies limitadas. Me encanta la actitud japonesa frente a la naturaleza. Se concentran en un espacio confinado que refleja el infinito. El agua es un elemento misterioso debido a su estructura. Y es muy cinético, transmite movimiento, profundidad y cambios. Nada es más hermoso que el agua”.

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Sin embargo, toda la industria del cine parece conspirar contra la realización de un arte que quiera retratar toda la polifónica complejidad de la vida bajo la apariencia de un Misterio. El testimonio de Victor Erice sobre el fracaso de su película El sur (1983) así lo atestigua: “Considero el filme incompleto. Las razones de la interrupción de la película por parte del productor fueron económicas. La industria del cine es muy frágil. Yo monté lo rodado con la esperanza de poder completar la película. Llegué a un acuerdo con el productor para poder completar la parte de Andalucía. Soy un hombre del Norte que ha pasado parte de su vida en el Sur y tenía ese mito, probablemente de origen romántico, por lo opuesto, por lo contrario. Lo quise mostrar en una película: norte y sur reunidos. Fracasé. Al perder El Sur perdí la dimensión moral del relato”. El viaje de Estrella, la protagonista de la película, a Andalucía, es el deseo póstumo de su padre frustrado y finalmente suicidado. La inconclusión de la película admite una relectura metaficcional: el arte español es un gran viaje a ninguna parte. Como el propio viaje de Quijote, interrumpido por una estúpida muerte, su Destino aparece truncado por la contingencia material.

Según Epicteto, “La mayor y primera tarea del filósofo es poner a prueba las representaciones”. De nuevo la pregunta por el Origen, el asombro por el Ser, pugnando mitopoéticamente por abrirse. Pensar supone erigirse como agente del caos. Empédocles dividía el cosmos entre el Amor, que según él tiende a la unión, y el odio, que tiende a la disgregación. Hay todo un saber hermético antiguo, que en la Modernidad ha pervivido bajo los símbolos empleados por el arte moderno, para el cual tanto lo material como lo intelectivo; esto es, tanto lo carnal como lo espiritual, emanan del Uno. Y del conocimiento de ese “Uno” tan similar al dios de los místicos se ha encargado históricamente una ciencia que se ocupa de lo sagrado y cuyos orígenes se remontan a las relaciones entre Cultos Pitagóricos y Misterios Eleusinos, situados ambos en torno al Oráculo de Delfos.

Ciertamente en los últimos siglos se ha producido un cambio civilizatorio de dimensiones gigantescas. Las musas del arte, esa Diosa Blanca femenina y de carácter dionisíaco, es la Rosa Mística de Dante, de Milton y de Borges, que ahora se abre también para nosotros. El Eterno Femenino alude a un concepto cultural de la mujer ajeno al del mundo judeocristiano, puramente misógino, y que nos habla de civilizaciones previas como los minoicos. Las religiones del desierto proponen una horizontalización que reduce la sacralidad a burocracia. El paso de una Roma pagana a una Roma cristiana es, en ese sentido, terrible. Sobre todo si tenemos en cuenta lo que los cristianos heredan de la ortodoxia judía, de las deidades solares masculinas como Moloch, Baal o Yahvé, y de uno de los cultos anteriores de los que más bebe: el mitraísmo.

Frente a ello, los arquetipos femeninos se han repetido en todas las culturas desde el inicio de los tiempos, manifestándose de muchas maneras y casi siempre a través del arte. La mayoría de cultos actuales a las vírgenes del cristianismo y que tienen siglos de antigüedad son, como el propio Jesús (que, no hay que olvidarlo, pasó un período de su vida sin determinar en Egipto), cuyas similitudes con, por ejemplo, Osiris, innegables; manipulaciones de esos cultos originarios a diosas primitivas. El sexo es un poder demónico (de daimon), es decir, algo irracional, inconsciente incluso, que alude al mundo oculto y oscuro del deseo. En ese contexto, el Eterno Femenino aludiría a todo un culto, que las sociedades patriarcales han tratado de ocultar, a la belleza de las mujeres que se repite y se reinterpreta a través de los tiempos. Esa potencia femenina es puramente nocturna, en contraposición a los dioses solares, y está directamente relacionada con el Eterno Femenino reprimido en Occidente y condenado al paganismo de figuras como las brujas; o divinidades de culto ampliamente extendido como Kali o como Ishtar. En nuestra época estamos acostumbrados a percibir esa belleza bajo la lupa decadente del romanticismo rastreable en las poesías de Blake y Keats o en los cuadros de Dante Gabriel Rossetti, pero la mayor manifestación que este arquetipo ha tenido en la cultura occidental ha tenido lugar en el Renacimiento. Una manifestación moderna, en definitiva, que coincide con la llamada “doctrina de la mano izquierda” (o vāmāchāra en sánscrito) y que hace referencia a un poder femenino. Es una vertiente nocturna de lo espiritual para unos tiempos donde los dioses antiguos del patriarcado desértico se han demostrado impotentes.

En su libro La diosa blanca, Robert Graves defiende que la poesía de los pueblos mediterráneos estuvo consagrada del paleolítico en adelante a la Luna o a la Musa hasta la llegada del culto a la razón socrático: “El estudio de la mitología se basa firmemente en el conocimiento de los árboles y en la observación de la vida en los campos durante las distintas estaciones del año”. El desprecio a los poetas y a los mitos platónicos habría sido antipopular pero finalmente se habría impuesto. Se trata de un dominio de lo apolíneo y de lo racionalista, como bien supo ver Nietzsche, que reduce la búsqueda del autoconocimiento a una autosuficiencia represiva de la sexualidad: “El llamado amor platónico, la huida del filósofo del poder de la Diosa hacia la homosexualidad intelectual, era realmente el amor socrático”.

Según Graves, la función de la poesía es la invocación de la Musa: “La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad es la experiencia de una mezcla de exaltación y de horror que su presencia suscita”. Por su parte, “Todos los mitos son anotaciones serias de costumbres o acontecimientos religiosos antiguos, y son tan dignos de confianza como la historia una vez que se comprende su lenguaje y se tienen en cuenta los errores en la transcripción, las malas interpretaciones de un ritual obsoleto y los cambios deliberados hechos por razones morales o políticas”. Esto último resulta especialmente relevante, puesto que el culto al dinero y el sometimiento al Estado comenzaron inmediatamente después de que se impusiera la racionalidad socrática. La mujer, entonces, se vio subyugada junto con todo lo que ella representaba arquetípicamente —el Caos— bajo el enorme aparato político.

Para Graves, lo fáustico supone una síntesis perfecta de lo apolíneo y de lo dionisiaco; de lo trágico y de lo satírico; de lo solar y de lo lunar. Es una respuesta lógica al rechazo histórico al mito prodigado por el cristianismo. En su lugar, la poesía, la verdadera poesía, encontró su refugio en la cultura popular, que se vio elevada a recipiente de lo oculto: “Los juglares no cimbros iban de aldea en aldea, o de granja en granja, y actuaban a la sombra de los árboles o junto a la chimenea dependiendo de la estación del año. Ellos fueron los que mantuvieron viva una tradición literaria asombrosamente antigua, principalmente en forma de cuentos populares que conservaban fragmentos no sólo del mito precímbrico, sino también del pregoidélico, parte del cual se remontaba hasta la edad de pieda”. Para él, la decadencia era evidente y los poetas modernos habían olvidado ese saber antiguo porque desconocían los mitos.

Mientras que de manera oficial los pueblos europeos pasaron a ser cristianos, secretamente conservaron su paganismo oculto en mitos o festividades populares que el cristianismo se quiso apropiar y revestir de cultos virginales: “Aunque los anglosajones destruyeron el poder de los antiguos caudillos y poetas británicos, no exterminaron a los campesinos, por lo que no resultó afectada la continuidad del antiguo sistema británico de fiestas ni siquiera cuando los anglosajones profesaron el cristianismo”. En ese sentido, Graves reconocía la valía de la poesía romántica a la hora de reintroducir temas centrados en la Naturaleza dentro de su poesía, pero era muy crítico con las extravagancias de los mismos así como con el excesivo uso que se ha hecho posteriormente del término “romántico”. El dios que muere y resucita; la diosa que es musa y madre, van de la mano del culto popular a las estaciones anuales. Todos los poetas que merecen ese nombre han rendido culto a la Musa, que es el Eterno Femenino, y han temido a partes iguales su abrazo de Muerte: “La prueba de exactitud de un poeta es la descripción de la Diosa Blanca y de la isla sobre la que gobierna”. De esta manera el objeto se desplaza a la categoría de sujeto, y lo que era observado como fenómeno exterior pasa a ser una pulsión interior del aedo o poeta. Lo oculto.

Para Ignacio Gómez de Liaño, Mnemósine, conocida por ser la diosa griega de la memoria, es la manifestación suprema de la Diosa Blanca. Recordemos, en ese sentido, que para Dante, poeta que elevó a Beatriz a la categoría de deidad y que rendía auténtico culto a la Virgen por medio de la figura histórica de Bernardo de Claraval, la visión de Dios es la visión de la Memoria encarnada bajo la forma de un Uno que contiene el conocimiento del universo. Así, en la concepción cíclica del Tiempo, la Memoria es tanto presente como futura, razón por la cuál el poeta inspirado por la Musa era capaz de adivinar el futuro y anticiparse así a él: “se puede tener memoria del futuro lo mismo que del pasado”. Según Gómez de Liaño, “los mitos son conjuntos de imágenes significativas”; por ello, el estudio de los mitos nos lleva directamente al estudio de las imágenes. Es por eso que los gnósticos de los siglos I y II ocultaron su particular Arte de la Memoria bajo la forma de mitos pero sobre todo bajo la forma de diagramas visuales mediante los cuales el saber intemporal, eso que Leibniz llamó acertadamente “Philosophia Perennis” o filosofía perenne, adquiría una dimensión espacial concreta y reproducible.

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Una vez más, leamos a Ignacio Gómez de Liaño: “los mitos no son meras fábulas mentirosas, sino modos de organizar el psiquismo”. Por lo tanto, los mitos resultan mucho más interesantes que la interpretación reduccionista de los mismos brindada por Platón. En ellos se encuentra la base de un saber mágico necesario para poder dominar los distintos planos que componen nuestra realidad, la compleja red onírica y sexual que caracteriza nuestra psique y ese complejo teatro de apariencias al que llamamos realidad y tras el cúal se halla la verdadera esencia de nuestro mundo. Para Graves, el desprecio puritano hacia la Virgen es un paso más en el ataque del racionalismo contra la Diosa Blanca y sus cultos populares. Es la consecuencia lógica de un imperio solar de lo patriarcal que nace del temor generado por el abrazo de Muerte que trae aparejada consigo la Musa: “La tercera etapa de la evolución cultural, la puramente patriarcal en la que no hay diosa alguna, es la del judaísmo posterior a la revolucionaria institución de la peternidad, el cristianismo, el mahometismo y el cristianismo protestante”.

Para Graves Occidente, en clave teológica, hace mucho que también dejó de ser cristiano: “hemos llegado a ser gobernados en la práctica por el triunvirato profano de Pluto, el dios de la riqueza; Apolo, el dios de la ciencia; y Mercurio, el dios de los ladrones”. Es precisamente por eso que hay que reivindicar ese cristianismo capaz de expulsar a los mercaderes del Templo. Un santuario, cabe añadir, que no se corresponde con ningún lugar físico sino con un estado espiritual que puede ser recreado a través de los mitos y de la obra de los más grandes poetas de la antigüedad. La fría abstracción lógica o la conceptualización filosófica no son suficientes para comprender la vasta amplitud de la vida y otorgarle sentido a la existencia humana. El racionalismo socrático y los cultos del desierto, posteriormente sustituidos por el cientificismo y la mercantilización, son reacciones de temor impuestas por el ansia de orden que la tribu a la que llamamos civilización exige para subsistir. Frente a ellos, el culto a lo lunar a través de cuentos y poemas es el hogar de lo verdaderamente sacro. En palabras de Camille Paglia, “El arte es nuestro mensaje desde el más allá, el mensaje que nos dice de qué es capaz la naturaleza. Desde la antigüedad más remota el arte ha sido un desfile de las personas del sexo, emanaciones de la mente absolutista occidental. El arte occidental es una película de sexo y sueños. El arte es la forma que lucha por despertarse de la pesadilla de la naturaleza”. El arte, como supieron interpretar Platón o Aristóteles, quiere provocar la anagnórisis, el reconocimiento o la autoconsciencia en el espectador. De esta forma, sanar la psique descompensada de Edipo o el estado de descomposición social en Tebas es sanar doblemente al espectador o lector que asiste a su representación. Sucede lo mismo cuando vemos en la televisión El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford: lo psíquico y lo comunitario vuelven sanar en una misma operación. El arte entendido como ritual (re)conciliador con la naturaleza.

En su imprescindible Sexual Personae, Camille Paglia defiende la identificación de lo femenino con la Naturaleza y marca desde el inicio la diferencia cultural de una cultura oriental que ha mantenido desde sus orígenes un equilibrio entre el arquetipo de la mujer con el del hombre, y una cultura occidental que hizo primar al hombre sobre la mujer para mantener bajo control aquello que, en realidad, no puede ser dominado, la danza macabra del espíritu: “La identificación mitológica de la mujer con la naturaleza es correcta. La contribución masculina a la procreación es momentánea y efímera. La concepción es un momento preciso, uno más de nuestros fálicos apogeos de actividad, tras el cual, el hombre, ya inútil, se aparta. La mujer embarazada es demónicamente completa. En cuanto que entidad ontológica no necesita nada ni a nadie. La mujer encinta pasa nueve meses empollando su propia creación; yo mantengo que una mujer embarazada constituye el patrón de todo tipo de solipsismo, que la atribución histórica de narcisismo a las mujeres es otro mito que responde a la realidad. La solidaridad masculina y el patriarcado fueron las medidas a las que tuvo que recurrir el hombre para combatir la terrible sensación de dominio de la mujer, su impenetrabilidad, su alianza arquetípica con la naturaleza ctónica. El cuerpo de la mujer es un laberinto en el que el hombre se pierde. Es un jardín cerrado, el hortus conclusus medieval, en el que la naturaleza ejerce su brujería demónica. La mujer es creadora primordial, el auténtico primum mobile. Convierte un simple desecho en una tela de araña de sentimentalismo que flota en el imbricado cordón umbilical con el que ata al hombre. El sexo y la naturaleza son dos brutales fuerzas paganas”.

Sigue Camile Paglia: “La femme fatale es una de las personas del sexo más inquietantes. No se trata de una ficción, sino que es una extrapolación de ciertas realidades biológicas de la mujer que permanecen constantes. El mito de los indios norteamericanos de la vagina dentata es una transcripción espantosamente directa del poder femenino y el miedo masculino. Metafóricamente, todas las vaginas tienen unos dientes secretos, pues el macho sale con menos que cuando entró. El mecanismo básico de la concepción requiere la acción del macho, pero poco más que una pasiva receptividad por parte de la hembra. La castración física y espiritual es el peligro que corre el hombre en la relación sexual con las mujeres. El amor es el sortilegio mediante el cual adormece su temor al sexo. El vampirismo latente de la mujer no es una aberración social, sino el desarrollo de la función maternal, para la cual la naturaleza la ha equipado perfectamente. Para el macho, cada nuevo acto sexual es una vuelta a la madre, una rendición. Para el hombre, el sexo constituye una lucha por su identidad. En el sexo, el macho es consumido y liberado de nuevo por la fuerza dentada que lo parió, la dragona de la naturaleza”. Continuando el trabajo de Carl Gustav Jung, de Mircea Eliade y de algunos de los más grandes discípulos de ambos como Erich Neumann o de Ioan Culianu, encuadrados todos en el prestigioso Círculo de Eranos; el aporte de Paglia que nos interesa extraer de Sexual Personae para una mejor comprensión de las nuevas perspectivas abiertas al arte como forma de religación con lo sagrado en Occidente.

La relación de lo sexual con lo sacro tal y como lo entiende Paglia nos lleva a otro de sus maestros, Sigmund Freud, cuya vinculación con  la metafísica es apenas inexistente pero que aún así se ha podido encontrar: “El superyó es el monumento que conmemora la primera frustración o carencia”. Lo que está fuera del tiempo, del tiempo lineal o filosófico, porque pertenece al tiempo circular, lírico o mítico. Heidegger, al final del tiempo lineal, que constata tras el trágico fin de la Segunda Guerra Mundial, concluye que se hace necesario volver a la primera pregunta por el Ser, esto es, por aquello que está fuera del tiempo y que hasta entonces fue llamado, de manera reduccionista, por teólogos y filósofos, como Dios. Eso es exactamente lo que representa Solaris en la novela homónima de Stanislaw Lem: un eje vacío en torno al cual pivota nuestra identidad. El taruma. De Arthur Rambaud a Stanislaw Lem, pasando por Philip K. Dick, reconocemos que hay un vacío en el centro del Yo: Solaris. El propio Sol del que toma el nombre se nos aparece de manera esquiva, puesto que si lo miramos fijamente, el centro nos resulta invisible. Sólo podemos conocerlo por el reflejo que deja en otros: las sombras mentirosas. Fantasmas. Escribe Reza Negarestani: «En la tradición elementalista griega, la madre se asocia con Caos, la madre más vieja, la primera madre, que es la diosa del Aire, el Mistmare. Como la primera diosa de los dioses elementales, Caos era la abuela o la madre de las otras deidades incorpóreas del aire: la noche, la oscuridad, la luz, el día y otros daimones. Hacer teología rigurosa es perforar el corpus de lo Divino con herejías«.

La ciencia ficción no es un humanismo. Compone, junto al terror y la fantasía, la metafísica de la literatura moderna. Es la narración que de manera más directa desvela lo oculto. No habla de marcianos reales: nuestra incomunicación con el mundo exterior es total y resultaría imposible cualquier atisbo de comunicación con una inteligencia no humana, sea robótica, monstruosa o alienígena. Las criaturas que soñamos no son más que representaciones externas de personas fantasmagóricas que portamos en nuestro interior. Imágenes forjadas en el Caos que no distingue Yo de Nosotros. Y nuestras ficciones sólo son escenarios lo suficientemente complejos, Teatros de la Memoria a la manera de Giulio Camillo o de Pico della Mirandola, como para caracterizarlas sin pudor. Para alcanzar el extrañamiento existencial se hace necesario pasar antes por el extrañamiento. Se hace necesario dudar de la Conciencia y de la Realidad, como Segismundo en la obra de Calderón, o como el psicólogo Kris Kelvin que protagoniza Solaris (1961). Somos tanto buscadores del absoluto como agentes del caos. Así es la condición humana. Tanto El Exorcista (1973) como en El resplandor (1980) o La Cosa (1982) encontramos representaciones del enfrentamiento de la tribu ante la alteridad. El Otro se encuentra en el afuera pero también en las profundidades de mi identidad. Y lo sobrante debe ser sacrificado para que el orden retorne tanto a la polis como a la identidad.

Autor

Guillermo Mas Arellano