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Veritas vincit tenebram (la verdad conquista la oscuridad) y pronto llegará el día en el que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde podrían ser las conclusiones obtenidas tras una profunda reflexión de la lectura de Ortodoxia y, por otro lado, el cariz que están tomando los acontecimientos de nuestra más rabiosa y cruel actualidad se mire por donde se mire.

Ortodoxia, publicada en 1908, es una obra de Gilbert Keith Chesterton que realiza un recorrido por el cristianismo a través del ejemplo de un hombre hacia la fe. Siempre ha sido un referente; sobre todo, tras el shock interpretativo de la crítica inicial, por aportar no sólo la privacidad y recogimiento de un caso práctico camino de la conversión, sino también por el academicismo y el riguroso razonamiento, no exento de sólidos y rotundos argumentos, de un hombre que, desde fuera, viviría su fe de una manera muy particular hasta, tras sopesada decisión,  dar el definitivo paso hacia la Iglesia de Roma en 1922. Ese desenlace nos puede dar una idea de que el sentimiento religioso cobra fuerza y adquiere mayor valor cuando se fusiona con una vida en la que pecadores e, incluso, agnósticos  tienen su momento de gloria y esplendor. «Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa», diría el bonachón de Chesterton.

Y si el escritor británico destacó por algo fue por un perfil polifacético al que jamás le faltaron análisis, ingenio y visión de futuro a modo de anticipación. Así, cultivó múltiples disciplinas como el relato, la poesía, el teatro, el periodismo o la novela, dejando un legado de más de un centenar de obras propias y un ingente número de colaboraciones, además de las columnas y artículos con las que, durante trece años, se prodigó en el GK’s Weekly, semanario en el que retrataba la sociedad de su tiempo y, de paso, agudizaba su pluma.
 
En la citada Ortodoxia, se preguntaba la razón por la que el cristianismo era válido para tantas personas. Y, en esa reflexión personal, halló respuestas relativas a la combinación de lo que es y no es familiar o, por otra parte, el significado que aporta a nuestras vidas dentro del entorno de misterio que encierra. También, fusionó lo raro y extraño con lo seguro y cierto para, de esta forma, unificar a los hombres ante la imposibilidad de resolver y contestar sus preguntas vitales.
 
El concepto de naturaleza humana se ve transformado por el contenido y ejemplos de una obra que, por otra parte, muestra otra versión sobre el modo en el que el cristianismo nos conduce a través del recto camino de la humildad, la disciplina o la virtud. 
 
Para ello, Chesterton se apoyó en nociones habituales y opiniones contrastadas que justificaran su pensamiento. A modo de ejemplo, el escritor renegaba de la confianza en sí mismo para lograr el éxito, apostando por la humildad de los hechos y acciones como base para huir del orgullo y evitar el fracaso.
 
Además, Chesterton no se detuvo ahí, fue más allá al afirmar que el exceso de ese tipo de confianza era sintomático de padecer algún tipo de locura ya que, en la mayoría de las ocasiones, pensamos en lo erróneo y, por lo tanto, concluimos en que nuestras capacidades y habilidades en este tipo de situaciones no son las adecuadas. 
 
Para lo que el escritor británico no admite dudas es para todo lo relativo a Dios. Ahí, se muestra tajante y categórico al descartar cualquier resquicio para dudar de Él, como ocurre con gente demasiado confiada en sí misma, cuyos planteamientos les instan, de hecho, a olvidarse de Su figura e, incluso, obviar el hecho de que el hombre existe porque Dios permite nuestra existencia.
 
En el primer cuarto del siglo XX, Chesterton criticaba a los filósofos modernos por borrar la religión de su mapa conceptual. Ellos invitaban al ciudadano medio a medir, sopesar y analizar todo en exceso y la religión no estaba exenta de aquel punto de mira. ¿El resultado? Dejar de creer.
Y esta situación suele ocurrir cuando nos hacemos preguntas demasiado profundas o nos incitan a la radicalidad y dificultad de algo que, como el cristianismo, no es tan complejo para responder cuestiones, aunque no se aleje del halo misterioso que nos permite estar en vilo con nuestras suposiciones y conjeturas.
 
Por estos motivos, Ortodoxia no dejaba títere con cabeza en la aguda crítica a ideologías y filosofías de la primera década del pasado siglo. Así, maestro en el uso de la ironía y la paradoja, Chesterton cursa invitaciones constantes a la hora de recolectar ideas pretéritas del cristianismo en un intento de combatir aquellas tendencias contemporáneas de sus correligionarios. Por ejemplo, habla de la especial singularidad de los cuentos de hadas en tono crítico, pero consigue transmitir las razones de su utilidad.
 
Chesterton pensaba que los cuentos de hadas eran el espejo de lo que acontece a nuestro alrededor. En ellos, el autor reúne la razón y la fantasía, la certeza y el misterio. Y siempre nos vemos rodeados de esa magia que no logramos ver o comprender. De hecho, nuestra existencia se debe a algún milagro de la divinidad que nos resulta difícil explicar, pero que posee un cierto significado escondido tras la existencia. Así, Chesterton confía en que su razonamiento resulte más cómodo.
 
Esencial y existencialmente, Dios no significa que nosotros seamos capaces de entender la razón de nuestra existencia. Nos basta con el reconocimiento de que Su razón está ahí y, si lo aplicamos a los cuentos de hadas, la lógica no es muy diferente a pesar de que, en ocasiones, carezcan de sentido y terminemos aceptando las reglas del juego, de la historia en la que estamos inmersos. No todo lo que nos rodea es real. Tampoco es exclusivamente fantástico. La vida aglutina esos dos bandos de manera híbrida.
 
Chesterton refrenda su argumentación en  base a la oposición de blancos y negros, claros y oscuros, pros y contras de los cuentos de hadas. No hay opción para la indiferencia del gris, ni término medio en el brillo de las luces o las ventajas y desventajas de nuestras acciones. Todo es radical y da igual si el extremismo procede de la esperanza, la desesperación, el optimismo o el pesimismo. La virtud de hallar el punto intermedio, de encontrar el equilibrio entre los opuestos, es la misión a la que hemos de encomendarnos con la estimable y precisa ayuda de la humildad.
Hablando de extremos, Chesterton proponía como ejemplo a mártires y suicidas. Los primeros son leales, optimistas y dedicados a una causa. Todo lo contrario que los segundos, condenados al pesimismo y la rendición a lo largo de unos pasos por el camino de la desesperación. Y no es todo color de rosas. Existe una simultaneidad de opuestos, del Bien y del Mal, de buenos y malos, de lo óptimo y lo pésimo que el mundo puede ser en función de nuestro proceder, aceptación o intentos de transformar todo aquello que nos desagrada.
 
El cristianismo es una «excusa» para facilitarnos el camino hacia una vida que, simple y llanamente, amamos. Así, de manera comparativa, Chesterton nos habla de nuestro singular cuento de hadas, ese en el que Dios, nuestro Creador, es el gran constructor y arquitecto de los recovecos que constituyen los caminos e historias de nuestras vidas. El mundo que nos dio requiere protagonistas para las partidas que disputar, pero hay peones que se mueven de forma errónea, dando palos de ciego, gestionando el carácter destructivo en unos movimientos dentro de un entorno que Dios no nos retira debido al amor y bondad que siente por los hombres.
 
Chesterton pone el punto final a Ortodoxia intentando dar respuesta a las razones por las que los racionalistas y filósofos reniegan del cristianismo. Y concluye con esas antagónicas dualidades de que pueda resultar esperanzador o frustrante, aburrido o creativo, comprensible o inalcanzable para entendimientos de una única cosa o, por el contrario, de nada.
 
Todo racionalista tiende a iniciarse y apostar por los extremos y éstos son un serio problema porque sólo ofrecen una opción y niegan lo demás. Por eso, el cristianismo se convierte en punto de encuentro de tantos y tan diversos caminos. Y esa confluencia es un punto de reconciliación preparado para dar respuesta a dudas y preguntas que pudieran surgir si el momento lo requiriese. Además, Chesterton nos reta a cuestionar nuestras opiniones, puntos de vista e, incluso, creencias una vez que, al menos, intentamos comprender y llegar al corazón de las suyas.
 
En definitiva, Chesterton no practicaba la teología ni esa «todología» tan de moda en los tiempos actuales y, sin duda, por méritos y habilidades bien podría haberlo hecho con pleno conocimiento de causa. Los «todólogos» y «supermanes» de hoy (sin especificar el ámbito en el que arrastran su servilismo) están a años luz de aquella mente abrumadora, lúcida y mesurada a la que no le faltó una muy particular visión de la fe desde su atalaya de rigor, estudio, claridad y, ¿por qué no decirlo?, sentido del humor acompañado de unas pintas de cerveza.
 
Si la fe es capaz de mover montañas, su autenticidad es sinónimo de alcanzar la felicidad a pesar de las dificultades que nos rodeen, esas que nos obligan a salir de nuestra zona de confort. 
 
Y, para ello, existe la ortodoxia, una especie de cortafuegos o elemento contrapuesto a cualquier atisbo de caos, dispersión, imposición o materialismo. La ortodoxia no es obligatoria; de hecho, como integrante de la heterodoxia, no parece ser del gusto o admisión de gran parte de la sociedad que, a su vez, es soberana en su criterio y opciones, aunque atente contra sí misma al despreciar y desechar su creatividad, estética, sentido común y la vivificación del dogma.
 
Aunque el materialista afirme que comprende todo, no es capaz de asimilar el pleno entendimiento porque no le interesa, no le merece la pena. Y lo peor, su desinterés roza límites insospechados ante el desafecto por las cuestiones humanas en el ejercicio de una deshumanidad en la que no sólo la religión no tiene cabida, sino el arte, la música, la poesía o la esperanza hasta alcanzar cotas insospechadas de intolerancia que muestran la indignación de aquellos hombres carentes de opiniones.
 

Autor

Emilio Domínguez Díaz