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Para Emerson, maestro de Thoreau, “El poeta es el orador, el que nombra, y representa la belleza”. Y para Thoreau, maestro de Whitman, “Ni yo, ni ninguna otra persona puede recorrer ese camino por ti, has de recorrerlo tú mismo”. Todo libro nace desinhibido de sus predecesores, presto a unirse a ese gran cementerio que llamamos literatura. Memoria. Hay vibración en Walden. Contumacia y reverencia. Anhelo y desamparo. Sueño y prolapso. Talante y remedo. Pálpito. Recuerdo cómo leí por primera vez el libro. Desvelado. Al cerrarlo yo era otro. Sigo siéndolo. Hubiese sido mejor no leerlo. Ya se sabe: la juventud. Edad de descarríos. Antecedentes filosóficos de Walden: Conviene nombrar al filósofo francés Jean-Jacques Rosseau y la novela Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. El autor de Emilio estableció el mito del “buen salvaje” inmaculado. Defoe ejemplificó la independencia de un náufrago aislado. La voluntad de aunar candidez original y autarquía. Un híbrido cuya figura encarna el coprotagonista de la historia: Viernes. El indómito entrando en contacto con la civilización. Dualidad entre lo animal y lo humano que el propio Thoreau manifiesta. Una vuelta al mito fundacional. Adán en el Edén. Los líquenes hermosamente pintados en el reino de la poesía. En la contradicción está la certeza. Es imposible rehuir comparaciones al preguntarse por qué Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau no están recogidos en la Historia de la Filosofía Universal. Quizás provenga de cierto dislate consistente en estimar la filosofía como un patrimonio escrupulosamente europeo; al igual que se sopesó la novela. Una razón política. Los Estados Unidos eran un competidor y era necesaria la identificación a la inversa: lo que no soy me dirá lo que sí soy. O quizás ha sido esa tendencia extendida por nuestros días de despreciar lo propio y tradicional frente a lo ajeno y bisoño. Suspicaces de un país que se sigue rigiendo por una constitución dieciochesca, por su literatura fundacional y por los valores filosóficos que lo establecieron. Prueba de inequívoca autenticidad. En Europa seguimos pensando que un filósofo cómodo y accesible es despreciable frente a uno críptico y enrevesado. A nuestros pensadores profundos seguimos alimentándoles con cicuta. Las comparaciones son odiosas.

Al rastrear la perennidad de estas tendencias, conviene señalar unas sucesivas leyes de educación promulgadas por una comunidad política interesada en crear graduados depauperados a los que, con convicción, se tilda de “mejor preparados». Jóvenes insensibles al arte y hastiados de unos clásicos que no conocen precisamente por haber sido obligados a estudiarlos. Para este propósito político sirve mejor la sapiencia de La Náusea que la de Hojas de Hierba. En palabras de Emerson: “El pueblo, y no la universidad, es el hogar del escritor”. Si el fundamento de la filosofía trascendentalista era asentar un país nuevo, “El propósito más claro es la edificación de un hombre”. Instruir. No en vano la relación personal entre sus tres autores fundamentales fue de tutela: Emerson-Thoreau; Thoreau-Whitman. “A decir verdad, no es instrucción, sino provocación, lo que puedo recibir de otra alma”, diría Emerson. Cómo invitación a formarse: “Toda conversación, como toda literatura, me parece el placer de la retórica o, puedo decir, de la metonimia”. El acierto de Emerson abunda en crear un “escolar americano” cuya imagen encarnada se ha mantenido en las letras americanas de Thoreau a Whitman. Y de Whitman a Melville o Twain ha pasado a calar en el resto de literatos encuadrados en la estela realista. Cada autor es su generación y su comunidad. Hablando del sujeto se habla de la totalidad.  Emerson no tiene «sistema», si bien en su obra hay política, hay moral, hay religión. Thoreau es un transgresor de los rótulos. Whitman es la poesía desencadenada. La simiente de la literatura norteamericana transita en la merma de la filosofía.

La influencia emersoniana es determinante en Borges. Cuando el argentino decía sentirse orgulloso de los libros que había leído sobre los que escribió, seguía la estela del norteamericano. Para él, “leer bien” resultaba más valioso que “escribir bien””. El hombre hecho a sí mismo, ese ideal norteamericano, debe domesticar la cultura como el colono a la tierra indómita: haciéndola suya. Como conquistador. El lector revive los libros y al escribir dialoga con lo leído. La literatura universal establece una selecta correspondencia para aportar una cantidad inagotable de experiencias, en torno a una cantidad inabarcable de temas. Su capacidad poliédrica es ilimitada pero tratar cualquier tema del libro descarta otros enfoques igualmente válidos. Mismamente este artículo sobre Walden agosta su significado y lo adultera: aun manteniéndose fideligno. El “escolar” americano coexiste alejado de la sociedad, contándola. La vida varonil que propone se asienta sobre un concepto útil del arte. Una idea de masculinidad hoy muy denostada por la teoría feminista, que los designan “grandes narcisistas” (véase Hemingway), falócratas o incluso “cipotudos”. No es falaz el diagnóstico, incomprensible es la diatriba. Entiendo la apología de la vida montaraz que estos autores hacen, su virilidad rural y pura. Si el ideal norteamericano es un self-made-man, su propuesta es pautar. Con su obra y con su acción. Y es en esa praxis del individuo crítico donde está la dignidad de actuar según los propios principios morales aunque estos sean socialmente reprobables. Thoreau lo llamaría desobediencia civil en un libro de título homónimo. Y lo llevaría a cabo al finalizar  su vida en Walden ingresando en prisión. Negándose a pagar los impuestos. La mejor forma de ser americano y demócrata es estar contra lo americano y democrático si se ha traicionado su carácter. En esa proclividad se encuentra la determinación que nos constituye.

¿Qué día perdimos la liberalidad? ¿Cuándo un calificativo del que Don Quijote se decía garante dejó de significar la defensa de la libertad? Quizás al tiempo que Nieztsche decretó la muerte de una tradición filosófica. La de Dios. Avalado por una apología de la voluntad y una moral que obtuvo siglos después una apropiación espuria de funestas consecuencias. Incoaba la decadencia. Thoreau era liberal declarado y contaba con una nación incipiente. Se definía así: “Soy un místico, un trascendentalista, un filósofo natural”.  Su revolución no era la revuelta social de las masas que tiñó el viejo continente de rojo en el siglo XX. La suya era revolución individual de cada conciencia. ¿Esta vida quieres? ¿Te gusta así? Cámbiala. Desarrolla tu proyecto exento de imposiciones. Mientras Europa se llenaba con los cadáveres del fascismo y del comunismo, Estados Unidos florecía en un capitalismo que ha brindado unas garantías incuestionables. Políticamente hablando Thoreau es, en esencia, un profundo demócrata. Calificativo no extensible a los últimos grandes filósofos europeos. Nuestra democracia vive en un constante peligro. Fluctuar es sangrar por la herida encarnizada. Se ha intentado encuadrar a Thoreau en distintas ideologías como el anarquismo. Más no se puede encasillar a un librepensador. No se debe. Las ideologías interpretan la realidad con una verdad teórica formulada de antemano. Dogmática. El filósofo observa sin prejuicios y dictamina. El teórico ama la teoría, el filósofo ama la vida. No impone su verdad a los demás. Se lamenta por aquellos que, sin meditarlo, se han condenado. Los invita a renovarse. Su dinamita solo atenta contra las verdades bienpensantes que exigen ser aceptadas sin ser sometidas al examen de la razón. Este momento de fin de una civilización, en plena formulación de los trazos de la subsecuente, quizás sea el adecuado para escudriñar la filosofía thoreauniana. Es una forma de mitigar el miedo a la libertad que, muchas veces, lleva a ocultar la angustia particular en el gregarismo. Resulta más grato prescribir fórmulas de cómo cambiar el mundo desde la turbamulta que tomar la determinación de vivir una vida donde los fracasos (y los éxitos) son exclusivamente propios.

La incomprensión de ningún proyecto filosófico carente de aplicación. La necesidad de intervenir ante el oprobio. Su motor de acción. ¿Qué es para Thoreau la filosofía?  Responde: “Ser filósofo es amar la sabiduría y vivir de acuerdo con los dictados de una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza. Es resolver ciertos problemas de la vida, no solo en la teoría, sino en la práctica”. En esa concepción filosófica vida y obra forman un mismo elemento: “Mi vida ha sido el poema que he escrito, pero no podría vivirlo y pronunciarlo”. En la estela de Montaigne escribe sobre su vida al tiempo que la vive. De esta forma la vida se convierte en ensayo y la escritura en poesía: «Todo esto resulta perfectamente claro para una mirada atenta y, sin embargo, la mayoría no lo advierte». Sin esa construcción de individuo crítico somos invidentes a la verdad. En este sentido deben ir las enseñanzas del maestro: “El poeta o el artista no han tenido nunca un designio tan hermoso y noble que un descendiente suyo, a menos, no pudiese cumplir”. Con cada acto filosofamos: “Toda nuestra vida es sorprendentemente moral. No hay un instante de tregua entre la virtud y el vicio”.  Dependiendo de nuestras decisiones nos convertiremos en quienes somos: “Somos escultores y pintores y nuestra materia es nuestra carne y sangre y huesos. La nobleza empieza enseguida a refinar los rasgos del hombre; la mezquindad o sensualidad los embrutece”. Confiere serenidad: “Ningún otro aspecto que podamos darle a la materia resultará al fin beneficioso como la verdad. Solo ella es adecuada. En la mayoría de las ocasiones, no estamos donde estamos, sino en una posición falsa”. Nada es tan enriquecedor: “Dadme la verdad, más que amor, dinero, fama”.

Whitman decía que con Hojas de hierba se estaba tocando un hombre. Este aserto solamente es válido en la gran literatura. Como un torrente que nos sumerge. Reproduce la vida de una forma que puede sustituirla. Pero en Don Quijote estaba también la autoconciencia de ese rapto. La virtud del escritor consiste en tener algo que contar y en saber contarlo. El mérito del lector consiste en revivirlo auténticamente. Lo que Walden narra es el experimento vital de una existencia dedicada a la escritura. Las conclusiones que de ella se extraen. A lo largo de dos años, dos meses y dos días transcurridos en una cabaña junto al lago. Una búsqueda de la realidad pura por el filósofo o poeta. Tras exprimir su vivencia se siente listo para abandonar los bosques. Proseguir su malandanza. Esto es: desistir del Walden físico para legarle al lector un Walden literario. Un Walden espiritual. Esa es la capacidad de trascendencia de la literatura, de la filosofía trascendentalista y del propio Walden. Mientras haya libros habrá hombres: los estaremos tocando. ¿Para qué vivir si la vida es tragedia y nuestro porvenir es el olvido? Por la dignidad de vivir y preguntarse aun sabiéndose derrotado de antemano. Por crear arte intentando establecer un dialecto con el semejante. Por poner toda nuestra insignificancia en un folio en blanco, y en otro, hasta convertirlo en un conjunto con significado. Por la esperanza de trascender la propia experiencia de la vida, de la literatura, de la muerte. Entonces se puede hablar de un filósofo, de un poeta. ¿Y qué duda cabe de que Thoreau lo era más que nadie? No pretende que nos traslademos a vivir a Walden. Aspira a que al leer las vicisitudes de su experiencia entendamos que hay alternativas. Un camino de vida propio según nuestros principios morales. En su escritura no está la vehemencia del profeta: “No he soñado nunca con una atrocidad mayor que la que yo he cometido. Nunca he conocido, ni conoceré, a un hombre peor que yo mismo”. Sin arrogancia. Se niega como entidad presente al narrar un hecho de su vida pasada. Anclándose. No se puede escribir sin dejar de pagar un precio que es, en cierto modo, el privilegio de vivir. Más tarde acertaría Semprún con su fórmula: “la escritura o la vida”.

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Desatino es comprimir la esencia como algo fijo, no entender la fugacidad del movimiento como su verdadero ser. Morir no es perecer sino desposeer a la conciencia de su sensibilidad. Disolverse. Consolarse entendiendo que la laguna continuará cuando hayamos desaparecido. El argumento por el amor a la vida. El mero hecho de contemplar la beldad de ese cambio es el acicate por la tragedia de estar vivos. Su justificación y su sentido. Podemos recrear ese lugar idílico cultivando nuestra ánima. Thoreau lo hacía con las judías. Abriendo una página azarosa del libro uno encuentra un vergel de paz. Como si al alma humana no le importara estar siendo despedazada mientras contempla una imagen cautivadora. Así comienza la poesía: queriendo legitimar figuraciones bellas. En Walden proliferan. Su triunfo es la aparente sencillez que tanto entraña. Ese misterio que no podemos resolver. Que un instante de placidez apacigüe la onerosa carga de Prometeo y Sísifo Quiero terminar de escribir estas líneas recordando la muerte hace apenas unos años del gran Philip Roth. Evocando a un escritor enfermo viviendo ascéticamente en una cabaña en el bosque. Era Nathan Zuckerman, alter ego literario de Roth, terminando sus días. Reviviendo un ideal filosófico, un credo moral, una forma de mirar la sociedad y la naturaleza. La vida. Roth: “La cabaña: el paliativo de la choza primitiva, el lugar donde te despojas de todo y vuelves a lo esencial, al que regresas para descontaminarte y eximirte de la lucha. El lugar donde te quitas, como si mudaras la piel, los uniformes que has llevado y los disfraces que te has puesto, donde prescindes de tus magulladuras y tu resentimiento, tu paz con el mundo y tu desafío al mundo, tu manipulación del mundo y el maltrato al que el mundo te somete. El hombre que se interna en el bosque. Es un motivo que abunda en el pensamiento filosófico oriental, en Thoreau. El habitante del bosque, la última etapa de la vida. Pensad en esas pinturas chinas del anciano bajo la montaña. El viejo chino completamente solo bajo la montaña, apartado de la agitación de lo autobiográfico. Ha entrado vigorosamente en competencia con la vida y, ahora, sosegado, entra en competencia con la muerte, atraído hacia la austeridad, lo último en que se especializa”.

Su óbito no supone la consunción de ese ideario, sino la constitución de un eslabón más que estipula su desarrollo. De unos escritores aún hoy dispuestos a cazar la ballena blanca de su literatura: esa «gran novela americana». Existió la «gran novela española” en Galdós. Más no queda persistencia en nuestras letras. Su oro es ya exiguo. Carecemos de reconocimiento en esos precedentes. De la apetencia por encontrarnos. Esta es una discontinuidad aplicable a la mayoría de facetas de la identidad contemporánea. Válida es aún la crítica de Chesterton a una deconstrucción que no ensambla nada en su lugar; el vacío del nihilismo señalado por un preocupado Dostoievski. El europeo lleva generaciones de hombres sin atributos. Empequeñeciéndose en una prosperidad hedionda. Nuestros «intelectuales» lejos de reaccionar contra este horizonte, nos invitan a revolcarnos en él. Qué decir del resto. Tras un siglo de vanguardias y existencialismos, Duchamp terminó por descabezar el arte apocándolo a su valor de mercado. Cercenó una estética de «lo bueno, lo bello y lo verdadero», devastando la esencia cristiana de Europa. Se acabó una literatura española identitaria que comprende desde El Lazarillo de Tormes a La Defensa de la Hispanidad. Un ideal de conceptos universales que comprende desde La apología de Sócrates a La crítica de la razón pura. Cuando “todo lo sólido se desvanece en el aire”, cabe la resignación a un relativismo irreconciliable con la posibilidad de constituirse como ser humano. Que nos deja como un siendo deslavazado. Los nacidos en este tiempo somos unos hijos sin padres: ulteriores a la vida. Abocados a un mundo de dígitos. Hemos nacido extranjeros: cuando los muros de Roma se han derrumbado y han entrado los bárbaros. Somos nosotros. Las generaciones inmediatamente anteriores creyeron destruir un mundo acabado para extraer una utopía. Con la promesa de la libertad y la igualdad hallaron un abismo para regalárselo a sus descendientes. Son unos padres sin hijos.

El concepto de familia ha quedado relegado a eso: a padres sin hijos; polvo.

A hijos sin padres; ceniza. A Nada.

En Europa no vive nada. Salvo el euro.

This is the end.

Arduo es no recurrir a las comparaciones, aunque sean odiosas. Por serlo.

Sabiendo que en algún recóndito lugar de un bosque en Massachusetts sigue vivo el Sócrates de Concord; el Platón de Walden Pounds.

Tocar un lago, tocar un árbol, tocar una idea, es tocar un hombre. Añorar la nieve o mirar las estrellas. Admirar lo obscuro y apreciar el amanecer. Escuchar un gorrión. Cortarse la cara con el viento al caminar. Seguir vivo.

Autor

Guillermo Mas Arellano