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Habitualmente ignorada, la Cuarta Cruzada es una de esas aventuras homéricas con ingredientes más que suficientes para una gran película, pero que, por desgracia, hasta la fecha no ha concitado la atención que sin duda merece. Quizá por la lejanía temporal en que se produjo, tal vez por el número y complejidad de los intereses implicados, el caso es que la Cuarta Cruzada fue toda una epopeya, a pesar de que también con razón se tenga por un episodio oscuro e indigno de memoria para la cristiandad.

Para Venecia, en cambio, esta Cruzada fue un hito fundamental en su Historia, porque significó, con la toma de Constantinopla, la sucesión del Imperio Bizantino en favor de la República Veneciana como potencia hegemónica en el Mediterráneo. De hecho, pronto se convirtió en una poderosa talasocracia presente en ocho mares –Adriático, Jónico, Egeo, de Creta y Levante, Mármara, Negro y Azov–, con estratégicas plazas bajo su dominio en todo el Mediterráneo oriental –Istria, Zara (Zadar) y Ragusa (Dubrovnik) a orillas del Adriático; Corfú, Modona y Corona en la costa dálmata frente al Jónico; Creta, numerosas islas del Mar Egeo, Negroponte y otros puertos seguros en la costa griega; Chipre, Beirut y Tiro en el litoral libanés–; Maurocastro (Bilhorod-Dnistrovsky) y Caffa (Feodosia) en el Mar Negro, y hasta Tana en el Mar de Azov.

Ahora bien, si Constantinopla no era musulmana, ¿por qué –se preguntará el lector– fue conquistada en una cruzada?

En primer lugar, hay que decir que en esta campaña confluyeron intereses muy diversos. Por supuesto, existía la intención de recuperar los Santos Lugares, perdidos en la Tercera Cruzada frente a Saladino. Pero no era el único factor. También existían atractivos evidentes de carácter comercial que, en el caso veneciano, se situaban por encima de cualquier otra ganancia. No en vano esta Cruzada se terminaría conociendo por el nombre nada piadoso de “la cruzada comercial”.

Debe señalarse que toda la empresa nació de una petición hecha a Venecia por parte de una comitiva de caballeros cruzados franceses encabezada por el noble Geoffroy (Godofredo) de Villehardouin, para transportar por mar un ejército de invasión a Tierra Santa. En abril de 1201, Venecia se comprometió a construir, en un año, la flota requerida, y dotarla de pertrechos. Así, se selló un acuerdo que fijaba la fecha de partida en abril de 1202.

Los venecianos cumplieron. Sin embargo, vencido el plazo establecido para emprender la marcha, los cruzados llegados del resto de Europa no fueron, ni de lejos, los esperados. Se acordó transporte para 34.000 cristianos y 4.500 caballos. Pero en junio de 1202 apenas se había reclutado un tercio de la fuerza expedicionaria prevista. Y el dinero recaudado para el pago de la escuadra tampoco fue el convenido; apenas un tercio de lo pactado. Ante tal situación, venecianos y cruzados negociaron un nuevo acuerdo, condicionado, ahora mucho más, por la deuda contraída con la Serenissima repubblica di San Marco.

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Hay que decir que Constantinopla fue la guinda del pastel sin ser el objetivo original. En un principio, estaba previsto que la flota desembarcara en El Cairo. Pero una vez incumplido el acuerdo inicial contraído con Venecia, el Dux Enrico Dandolo recondujo el destino de la Cruzada en virtud de los intereses venecianos. Así, después de hacerse con plazas fundamentales en el Adriático, propuso una campaña de Norte a Sur desde Constantinopla hasta Jerusalén, que permitiría reforzar el contingente cruzado con tropas bizantinas y, más adelante, en el camino hacia Tierra Santa, con cristianos de Antioquía, Tiro, Acre o Alepo. Esta estrategia, de paso, posibilitaría a los venecianos, en el trayecto por mar desde la laguna veneciana hacia el Bósforo, afianzar su dominio del Mediterráneo oriental. Téngase en cuenta que, a pesar de la victoria del Dux Pietro II Orseolo sobre los piratas dálmatas en el año 1000, Zara, Ragusa o Corfú todavía servían de refugio a piratas en los albores del siglo XIII. Eran, por tanto, piezas muy codiciadas para la seguridad del tráfico marítimo veneciano.

Para los cruzados no había alternativa. Regresar con las manos vacías suponía un fracaso y una deshonra, de forma que sólo cabía mirar hacia delante y continuar, en primer lugar, para pagar la deuda contraída. En este sentido, la expectativa de un enriquecimiento en el saqueo de tierras conquistadas al infiel jugaba un papel importante en el imaginario cruzado. Es innegable que lo que impulsaba a los venecianos a continuar la empresa era la esperanza del cobro de lo que se les debía. Y pensaban recobrar la deuda como fuera, en dinero o en especias. Es decir, que la Cuarta Cruzada se convirtió en una carrera hacia adelante movida por causas muy terrenales y poco o cada vez menos espirituales.

En este contexto, el Dux Enrico Dandolo, anciano y ciego, pero con una extraordinaria inteligencia y fuerza de voluntad, al mando de la flota veneciana se hizo con el control de toda la expedición. Se abandonó la idea de ir a El Cairo y los cruzados se convirtieron en rehenes de los intereses venecianos, combatiendo y conquistando para éstos los objetivos marcados en el camino hacia Constantinopla.

A lo dicho se sumaba que Alejo IV Angelo aspiraba al trono bizantino, usurpado por su tío Alejo III tras encerrar y cegar a su propio hermano, el legítimo emperador Isaac II Angelo. Y Alejo IV pidió ayuda a los cruzados para coronarse emperador. Lo que era un pretexto magnífico para los occidentales, que, por un lado, soñaban con la promesa de un enorme botín, y que, por otra parte, aspiraban secretamente a someter a los orientales al poder de Roma. Téngase en cuenta que uno de los líderes cristianos, el príncipe germano Felipe de Suabia –hermano del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Enrique VI–, estaba casado con la princesa bizantina Irene Angelo, hija de Isaac II, y probablemente rondara en él la idea de unir los dos imperios en una misma dinastía.

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Expuesto lo anterior, el ataque cruzado a otros reinos cristianos tuvo graves consecuencias. La matanza de cristianos en la costa dálmata y griega por los cruzados, y el saqueo de tierras cristianas, desataron la indignación del Papa Inocencio III, que excomulgó a los cruzados por pervertir y traicionar el espíritu y objetivos originales de la Cruzada. Pero las comunicaciones en la época eran lentas y los comandantes cruzados alimentaban en la tropa la idea de la indulgencia papal tras la conquista de Tierra Santa.

Así las cosas, la flota alcanzó la costa de Constantinopla. Con el pretexto de restituir al legítimo rey de Bizancio y convertir a la fe latina a los ortodoxos bizantinos, los cruzados iniciaron el asedio a la ciudad.

Constantinopla era una ciudad con unas notables defensas naturales y unas murallas legendarias que en principio la hacían inexpugnable. Sin embargo, la debilidad de un imperio en decadencia, una serie de errores tácticos bizantinos, la inteligencia y carisma de Enrico Dandolo y algunos sucesos inesperados favorables a los cruzados, decantaron la suerte de la ciudad en favor de los sitiadores.

Todavía no se podía imaginar la amenaza turca, pero la toma de Constantinopla en 1204 supuso un precedente decisivo a su caída definitiva en 1453 a manos del imperio otomano de Mehmet II.

Las consecuencias fueron varias:

– Por un lado, la instauración de un gobierno latino en Bizancio. Un gobierno débil sometido a los intereses venecianos, que pasaron a monopolizar durante años el comercio en el Mar Negro, el Egeo y el Adriático.

– Por otro, el botín traído de la propia Constantinopla: Oro, reliquias, los caballos de San Marcos, o la simbólica escultura en “pórfido imperial” de la primera tetrarquía que decora la misma plaza, proceden de aquel saqueo.

– El secuestro de maestros bizantinos del vidrio para enseñar en Venecia los secretos atesorados en Oriente, lo que situó a Venecia en una posición de ventaja en el lucrativo monopolio de este arte.

– Por otra parte, la toma de Constantinopla desequilibró la relación de fuerzas entre Venecia y Génova, su gran rival en el comercio mediterráneo, otorgando a la primera una situación de ventaja. Como resultado, en el siglo XIII y XIV se sucederían tres guerras entre ambas potencias, que culminarían con la victoria veneciana. Pero eso, amble lector, ya es otra historia.

Autor

Santiago Prieto