21/11/2024 19:18
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A los 90 años: seguimos con LA VERDAD DE CLARA CAMPOAMOR: “La República perdió la legitimidad cuando permitió el Terror y los paseos”. Por Julio Merino.

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“Pero no es menos cierto que un Gobierno incapaz de asegurar el orden público y el respeto a la vida humana ya no es digno de ese nombre. Para conservar su dignidad solo le cabe confesar su derrota ante los hechos y arrojar la toalla”

 

***

 

“Sangres, barro y lágrimas… ¡¡cuánta sangre, cuánto barro, cuántas lágrimas no habrán hecho correr estos milicianos al servicio del Gobierno o descontrolados!!”

 

***

“Las represalias y los asesinatos cometidos en la lucha actual sobrepasan con mucho otros asesinatos históricos. Cientos y cientos de rehenes fueron asesinados por la Izquierda, para quien por cierto, no había prisioneros”

 

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“De tantos asesinatos execrables que se cometieron en esos primeros meses en Madrid los más odiosos fueron, como siempre, reservados a las mujeres. Apaleadas y ultrajadas antes de perder la vida”

 

CAPÍTULO XII:

¡OPTIMISMO A TODO TRANCE! 

 LA más leve apariencia de hostilidad contra el gobierno era de inmediato castigada con la muerte por las patrullas de milicianos. Una consigna fue rápidamente difundida, la del optimismo a la fuerza: «Nunca pasa nada, y si alguna vez pasa, no importa». «Todo comentario derrotista o que dude del éxito de nuestras armas denuncia un enemigo», proclamaban los titulares de los periódicos.

Con esa propaganda se amordazó a los paisanos que, sin deslealtad, quizás sólo por miedo, empezaban a dudar no sólo del éxito de la resistencia sino de la suerte que un triunfo del Frente Popular les reservaría a los burgueses republicanos.

Los comunicados de prensa y del gobierno se hicieron de una exasperante monotonía. No pudiendo anunciar éxitos y ocultando de modo pertinaz la verdad, se limitaban, día tras día, a augurar la caída de plazas importantes como Toledo, Córdoba, Sevilla, Oviedo y Ávila. Los diarios extranjeros escaseaban porque la censura los secuestraba. La gente no tenía más información que los comunicados de las emisoras de radio de los insurrectos quienes, desde Burgos, Sevilla, Tetuán y otros lugares daban noticias mucho menos tranquilizadoras. Esas noticias eran escuchadas con precaución porque nadie se fiaba de su vecino en quien veía un posible delator.

Así a todos aquellos a los que torturaba el deseo de saber la verdad sólo les quedaba la duda, y una duda cruel.

Pero al final la verdad se hacía camino y esa verdad era tan triste como desazonadora: había una larga lucha por delante, una guerra sin cuartel, despiadada. E incluso más allá de la guerra el porvenir parecía sombrío. Se vislumbraba con demasiada claridad que el triunfo del gobierno no sería el triunfo de un régimen democrático dentro del cual el ciudadano gozaría de libertad para hacerse oír por las vías legales. El éxito definitivo del gobierno no sería más que el triunfo de los extremistas quienes ya desde el principio de las hostilidades habían venido dominando a los republicanos.

Por cierto, ni siquiera sería el triunfo de los socialistas clásicos, cuyos principios tal y como se aplican en los países escandinavos permiten a las clases liberales vivir y respirar. Sería con seguridad la instauración de una época de anarquía y de luchas desgarradoras en las que los republicanos, desbordados, ahogados, degollados por sus aliados de un día sólo tendrían, como mucho, el derecho de ser meros espectadores del desorden, temblando de miedo y con la seguridad de ser algún día ejecutados. Sería una época de enfrentamientos internos, de luchas sangrientas entre los grupos obreros con distintas ideologías que se disputarían el poder y la gloria de instaurar en el país regímenes opuestos: el comunismo bolchevique o el libertarismo anarquista.

Los gubernamentales, en sus periódicos y en sus comunicados, han acusado de continuo a los insurrectos de los mismos hechos que los habitantes de Madrid veían acaecer ante sus ojos. Y además de que esto no podía en modo alguno consolarlos de su propia situación ni absolver al gobierno de sus culpas, todos estaban convencidos de que con aquellas noticias lo que se pretendía era justificar el terror que asentaba sus reales en Madrid. Aquellas acusaciones ponían sin embargo de relieve un hecho cierto, el de la crueldad de la guerra, del que hablaremos más tarde.

En Madrid, los milicianos con su conducta han mancillado la causa de la defensa de los primeros días. Así que la opinión pública se divorció del gobierno que se suponía tenía que estar a su mando.

En el futuro, republicanos y socialistas podrán intentar endosar esos horribles crímenes a los anarquistas. Pero no es menos cierto que un gobierno incapaz de asegurar el orden público y el respeto a la vida humana ya no es digno de ese nombre. Para conservar su dignidad sólo le cabe confesar su derrota ante los hechos y arrojar la toalla.

Pero no se trata aquí solamente de impotencia[1]. No puede una dejar de pensar que esos crímenes no habrían tenido lugar si los hombres en el poder hubieran sentido su horror. Pareciera que los consideraban con indiferencia e incluso que cerraban los ojos convencidos de que aquella depuración podía mostrarse útil y necesaria para la seguridad interior.

Llegó sin embargo un momento en que el gobierno tuvo que tomar medidas contra las milicias. Las patrullas habían en efecto empezado a registrar legaciones y embajadas gracias a la complicidad o la simpatía de sus camaradas encargados por el gobierno de vigilar aquellos edificios. Así los milicianos penetraron en la legación de Venezuela y trataron de entrar en la embajada de Inglaterra. Esos dos países protestaron y el gobierno se apresuró en destinar a la custodia de la embajada de Inglaterra a una compañía de la Guardia Civil con la orden de disparar sin previo aviso sobre las patrullas que intentaran aproximarse.

Así, cuando el diario ABC (convertido en gubernamental tras su incautación) publicó una fotografía mofándose de los esqueletos hallados en las iglesias y los ornamentos del culto, el gobierno, preocupado por la repercusión que semejante publicación podría tener en el extranjero, hizo encarcelar al director del periódico, a pesar de que pertenecía a las milicias.

En consecuencia podemos ver que el gobierno podía actuar a pesar de todo contra las milicias cuando éstas, por sus actos, lo ponían en peligro.

 

 

CAPÍTULO XIII:

CÓMO EXPLICAN EL TERROR LAS MILICIAS 

 LOS elementos republicanos han tratado de explicar el terror que se veían incapaces de detener. Atribuían su causa a la actitud de numerosos simpatizantes de los insurrectos, que habían permanecido en las ciudades donde el alzamiento había sido sofocado.

En Madrid, a pesar del estío, que en general conlleva la salida de numerosas familias, mucha gente favorable al alzamiento se había quedado en la capital. Algunos, involucrados en la sublevación y otros, fiados en un «rápido paseo militar sin lucha y sin peligro». El fácil triunfo de la marcha sobre Roma engañó a aquellos que no tenían gran confianza en la resistencia de los elementos marxistas. Creían que el gobierno reflexionaría acerca del grave peligro que supone entregar armas a los obreros que desde hacía largo tiempo recibían una educación revolucionaria. Una vez defraudada su esperanza, esos elementos que se quedaron en Madrid intentaron con valor y decisión ayudar al alzamiento con todas sus fuerzas.

Aparte de los civiles disfrazados de soldados en los cuarteles, hubo otras personas disparando continuamente desde las terrazas y las ventanas de la ciudad contra los milicianos que patrullaban en la calle. Este tiroteo continuo obligó a ordenar a los ciudadanos que mantuvieran los postigos y las persianas abiertas durante el día y la luz encendida durante la noche. Los ataques dieron motivo a registros en las casas desde las que empezaba el tiroteo y se llevó a cabo algún arresto.

Sin embargo no se consiguió detener aquellos ataques. Fueron todavía más terribles y graves en las calles. Los llamados fascistas llegaron a infiltrarse entre las filas de los milicianos con tal habilidad que a pesar de la requisa de todos los automóviles por el Estado y de la imposibilidad en que uno se encontraba de circular en auto sin autorización oficial, coches que circulaban por las calles rebosantes de milicianos se vieron atacados en todo momento por otros coches que se cruzaban con rapidez y desde los cuales se disparaba sobre los milicianos, matando a muchos de ellos. La imaginación de que hacían gala aquellos elementos para circular libremente sin levantar sospechas era inagotable. Entre los coches que causaron mayor número de víctimas entre los milicianos se hallaron los que enarbolaban la bandera de la Cruz Roja, conducidos ostensiblemente por mujeres disfrazadas de enfermeras, portadoras de pistolas y metralletas silenciosas con las que atacaban a los milicianos.

Para hacerse una idea de los audaces ataques operados por los insurgentes en la retaguardia, recordemos lo que sucedió la primera vez que se anunciara que Madrid iba a ser bombardeado por los alzados. El 12 de agosto el ministro del Interior hizo conocer por radio las precauciones que habían de tomarse en caso de ataque. A las once de la noche todas las luces de las calles y de las casas habrían de apagarse y los coches de bomberos recorrerían la ciudad anunciando con sus sirenas la llegada de aviones enemigos. En ese momento la gente habría de refugiarse en los sótanos de las casas y en los subterráneos del Metro. El programa fue llevado a cabo. Pero también, con las luces apagadas, la primera noche, un espantoso tiroteo resonó en Madrid. Desde las terrazas y las ventanas, desde coches circulando por la calle, por todas partes y, al abrigo de la oscuridad, se disparaba contra los milicianos.

La segunda noche el tiroteo, agravado por el lanzamiento de bombas de mano, tomó tal cariz que puso al gobierno en el brete de tener que renunciar a las medidas que había previsto. Y los ataques aéreos que tuvieron lugar a partir de entonces pudieron llevarse a cabo sin que la ciudad gozara de ninguna garantía.

Aquellos elementos favorables a los rebeldes llegaron con la misma habilidad a introducirse en todos los grupos civiles organizados por la administración, es decir, en los cuerpos de médicos, de enfermeras y enfermeros, en el personal de los orfanatos. Se había proporcionado a todas esas personas unos brazaletes que les brindaban la protección de los milicianos, siempre dispuestos a descubrir por todos lados enemigos de la República. A pesar de que esos brazaletes llevaran el sello de las organizaciones que los proporcionaban, fueron abundantemente falsificados por los sublevados que, de ese modo, pudieron llegar a conocer el movimiento de las tropas.

Se retiraban numerosas veces aquellos brazaletes, sustituyéndolos por otros pero tal medida resultó inútil ya que no se podía poner coto a las falsificaciones. Al final se terminó prohibiendo su uso a los gubernamentales y numerosos portadores de falsos brazaletes acabaron fusilados.

Entre las enfermeras, la ayuda proporcionada a los alzados fue todavía más eficaz. Se averiguó de qué modo habían conseguido algunos milicianos fascistas introducirse en distintos frentes disparando sobre sus compañeros en el curso de las batallas. Un día se detuvo en el campo de batalla a una enfermera sospechosa. Registrándola le encontraron once carnés de milicianos afiliados a organizaciones obreras. Cuidando a los heridos o transportando a los muertos, les quitaba su carné que más tarde pasaba a manos del enemigo. Esos carnés que se entregaban sin fotografía y a nombre del portador para facilitar la incorporación de los obreros, acabaron convirtiéndose en una llave maestra magnífica para los agentes rebeldes. De esta guisa el enemigo no sólo estuvo siempre informado del movimiento de las tropas sino de los cambios en el mando. Citemos de ello alguna prueba: el general Miaja -quien dirigiera más tarde la defensa de Madrid- cuando se dirigía a tomar Córdoba al frente de un cuerpo de milicias, se enteró en el frente, por un programa de la radio, que había sido relevado en el mando. Consideró aquella noticia como una bravuconada de los alzados. Al día siguiente la noticia le fue confirmada por un decreto del ministerio de la Guerra. Así que la decisión había sido conocida por los insurgentes antes de hacerse pública y oficial.

Todas estas actividades del enemigo en retaguardia, actividades ciertamente eficaces, exasperaron hasta el paroxismo a los ciudadanos que combatían del lado del gobierno. Los milicianos fueron los intérpretes del deseo y de la necesidad que se sentía de acabar con las redes de espías, y se pasaron de la raya…

He aquí la explicación dada por los gubernamentales del origen de las represalias ejercitadas contra la población civil. Y como si no estuvieran controladas ni limitadas por el gobierno responsable, originaron toda suerte de excesos, injusticias y errores…

 

 

CAPÍTULO XIV:

BARRO, SANGRE Y LÁGRIMAS 

 LA imperiosa necesidad en que se halló el gobierno que sustituyó al del Sr. Martínez Barrios de seguir entregando armas al pueblo en lugar de buscar la paz hizo de ese gobierno el rehén de las milicias armadas. El gobierno se encontró de continuo dividido entre el deseo de llevar a la razón las fuerzas por él desencadenadas y la necesidad de tratarlas con miramientos. En Barcelona, el Sr. España, miembro de la Generalidad, desafió el frenesí anarquista poniendo en peligro su vida, y proporcionó pasaportes colectivos a varios grupos amenazados, como los monjes de Montserrat. Pero los comités anarquistas, sedientos de sangre, se dieron cuenta de ello y exigieron visar todos los pasaportes con su propio sello. El Sr. España, amenazado, ha tenido que dejar Barcelona y refugiarse en Francia.

El gobierno de Madrid, poco dispuesto a facilitar la huida de personas amenazadas de muerte, ha hecho sin embargo algunos esfuerzos para dominar las milicias enfurecidas. Continuamente ha prohibido los registros domiciliarios y los arrestos arbitrarios. Para apaciguar la furia de los milicianos, ha nombrado tribunales populares intentando dar a sus excesos una apariencia de justicia regular, con la esperanza de limitarlos. Además, el 7 de octubre el ministro del Interior dictó un decreto «contra los arrestos y visitas a domicilio de los que los milicianos toman con frecuencia la iniciativa», ordenando llevar ante la Justicia a aquellos que los llevaran a cabo sin una orden de la Dirección de Seguridad, prohibiendo la requisa de muebles y de efectos en el curso de los registros y ordenando que éstos tuviesen como testigos el portero y los vecinos de la casa donde tuvieran lugar… Las milicias, por otra parte, no acataron esta orden que había nacido del escándalo que en todo Madrid levantó el espectáculo de las casas registradas y de los camiones llevando su mobiliario hacia destinos desconocidos.

Cierto es que el gobierno no dejará de negarse a asumir su penosa responsabilidad en estos hechos. Pero además de que no se pueden endosar las matanzas a la fatalidad, a una catástrofe sísmica o a los misteriosos designios de la Providencia, no es menos cierto que el gobierno no ha podido evitarlas, ni reducirlas, ni atenuarlas y no ha querido o no ha sabido castigar a sus autores.

Actuaba a escondidas del gobierno una «justicia popular» ciega y cargada de odio, obedeciendo a resentimientos de clase o a los partidos en lugar de defender la República.

He aquí la situación creada por el hecho de armar al pueblo. El gobierno debía habérselo imaginado y, en la mañana del 20 de julio, el presidente de la República, sin duda aterrado por el negro panorama que le debió pintar el Sr. Martínez Barrio, tuvo un momento de duda al nombrar un gobierno moderado, pero ese buen gesto se evaporó ante la presión socialista.

¿Alguna vez lo lamentó? A partir de entonces se le ha visto por lo menos en apariencia siempre de acuerdo con el gobierno, decidido a todo, dispuesto a una resistencia numantina. También hemos visto, con mayor sorpresa si cabe, al Sr. Martínez Barrio convertido en adicto de esa política, él que tan angustiado se mostró un día ante la idea de los horrores que vislumbraba. ¿Será cierto que está escrito que todos los hombres que participaron en el nacimiento de la República, hermoso movimiento pacifista y plebiscitario de 1931, habrán de terminar su vida política de una forma tan triste y con ríos de sangre, incluso los más moderados y lúcidos?

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Por desgracia, se encuentran todos en el mismo callejón sin salida. Un día, en 1932, con ocasión de la represión contra los anarcosindicalistas, el Sr. Martínez Barrio, entonces vicepresidente del partido radical y situado en la oposición, acusó al Sr. Azaña de las ejecuciones sin formación de causa cometidas por sus tropas sobre humildes obreros: era el asunto tan tristemente famoso de «Casas Viejas». El Sr. Martínez Barrio tuvo esta amarga frase: «Su política no es más que barro, sangre y lágrimas». Habrá sin duda lamentado estas palabras en el momento de entrar en el Frente Popular cuando todos los partidos se las recordaban, queriendo negar su admisión… Pero ¿cuántas veces el destino cruel no va a repetírselas al oído como un grito de acusación?

Sangre, barro y lágrimas… ¡Y todo eso por una docena de hombres culpables de rebelión y asesinados sin juicio! ¡Cuánta sangre, cuánto barro, cuántas lagrimas no habrán hecho correr las milicias al servicio del gobierno al cual los ministros miembros del partido presidido por el Sr. Martínez Barrio siguen perteneciendo![2]

  

CAPÍTULO XV:

LA CRUELDAD DE LA LUCHA 

 NINGUNA guerra se condujo con tanta crueldad. Por la intensidad y la extensión de la represión, sobrepasa todo aquello que sabemos de las dos guerras civiles que anteriormente se han sostenido en España.

Hemos conservado en nuestra historia como ejemplo legendario de fría crueldad el recuerdo de aquel general de los ejércitos carlistas, Cabrera, quien como represalia del asesinato de su madre fusilada por sus enemigos hizo fusilar en el acto a las mujeres de cuatro jefes liberales que eran sus rehenes.

Las represalias cometidas en la lucha actual sobrepasan con mucho esos asesinatos históricos. Cientos y cientos de rehenes han sido asesinados por la izquierda. Es una lucha en la que, por cierto, no se hacen prisioneros. Las fotografías de los periódicos extranjeros nos muestran montones de combatientes fusilados por los alzados al entrar sus ejércitos en las ciudades. Se pisotean todas las leyes de la guerra.

Para encontrar en nuestra Historia hechos semejantes hay que remontarse a la época de la guerra de Independencia. Pero la crueldad de aquella guerra se explica porque España, entonces, era un país herido, desgarrado por una guerra de invasión, mientras que en la guerra actual los españoles se despedazan unos a otros y todas las consideraciones de sangre, de fraternidad o de raza no hacen más que añadirse a la rabia, al furor del toque a degüello. Es una guerra de odio y de extermino.

No puede uno dejar de preguntarse en presencia de tantos horrores tan contrarios a la imagen que uno se hace del pueblo español, siempre cortés, alegre y benévolo, si no hay en esto la influencia de algunos consejos o de algunas tácticas tomadas de otras luchas y de otras razas.

Las acusaciones de crueldad parten de los dos bandos. Desde el ángulo en que examinamos la sublevación no tenemos para acusar a los alzados más que las afirmaciones de los gubernamentales. Se trata de documentos de los que la historia habrá de juzgar la verdad o la falsedad.

Pero del lado gubernamental quiso la suerte que fuese testigo más o menos directa de los excesos cometidos.

El examen de los hechos acaecidos día tras día en Madrid y Barcelona especialmente, el número de cadáveres hallados todos los días en la Casa de Campo, la pradera de San Isidro, la Ciudad Universitaria y hasta las calles de la ciudad, permite evaluar los asesinatos en un mínimo de cien diarios, es decir en un número superior a 10.000 el total de ciudadanos asesinados durante tres meses, y sólo en la capital de la República[3].

En Barcelona donde las organizaciones de la F.A.I. y la C.N.T. eran las verdaderas dueñas de la ciudad y al carecer de poder el gobierno de la Generalidad, las ejecuciones se han llevado a cabo siguiendo una suerte de siniestro control que permite comprobar la extensión de la carnicería de una forma casi oficial. Al no tener que luchar los grupos obreros, como en Madrid, con un gobierno preocupado por sus responsabilidades de cara al exterior, ni tampoco con milicias socialistas, los cuerpos de los fusilados eran todos centralizados por los verdugos en el Hospital Clínico, una suerte de depósito de cadáveres de la ciudad. Este hecho ha permitido elaborar una estadística de los asesinatos y ésta, el 9 de septiembre, sobrepasaba el número de 6.000 de los cuales 511 cometidos durante los dos primeros días de lucha. Este número nos da una proporción de 100 ejecuciones diarias y se dice que ésta era la cifra prevista por el comité que se había arrogado la criminal misión de «limpieza».

Estas ejecuciones se llevaron a cabo con ayuda de unas listas preparadas de antemano donde se hallaban ya los nombres de todas las personas inscritas por los partidarios de la dictadura del proletariado con ocasión del movimiento revolucionario de 1934. Se les habían añadido los nombres de los partidarios del fascismo y los de los militantes de partidos antimarxistas cuyas listas se encontraron durante los registros de domicilios privados y oficinas de partidos políticos.

En esas listas figuraban en primer lugar los sacerdotes, frailes y religiosas, los miembros de Falange Española, los de Acción Popular, los del Partido Agrario y luego los miembros del Partido Radical. Y también los patronos contra los cuales había denuncias ante los tribunales laborales.

Se incluyó también en esas listas los nombres de personas denunciadas aunque fuese sólo por algún chiquillo o por gente deseosa de satisfacer su propio rencor. Se podría citar el caso de numerosas venganzas como el asesinato del patrono catalán Lluch, propietario de un cine de Barcelona. Su crimen consistía en haber negado su sala de espectáculo, meses antes, a un comité de la C.N.T. que quería organizar un mitin. Sin embargo había atenuado su negativa con la donación de 1.000 pesetas para la caja de la organización. Sólo se acordaron de su negativa, que pagó con la vida.

De tantos asesinatos execrables, los más odiosos fueron, como siempre, reservados a las mujeres, apaleadas y ultrajadas antes de perder la vida.

Se registraba el domicilio de las personas presentes en las listas. Si no se las hallaba, se buscaba en casa de familiares o amigos. Esos fueron los casos de don Melquiades Álvarez, detenido en casa de su hija, y de Salazar Alonso[4], al que sólo se encontró tras dos meses de intensa búsqueda.

 

CAPÍTULO XVI:

EL GOBIERNO LEGÍTIMO 

DESDE el principio de la lucha, los republicanos ya no contaban. Si les han conservado una mínima representación en el gobierno socialista revolucionario de Largo Caballero que ha sucedido al de Giral, no es más que para salvar las apariencias, para poder negar en el extranjero que España se encontrara bajo un gobierno rojo, como así lo hizo nuestro embajador en París en nombre del ministro de Asuntos Exteriores. Es para poder protestar contra la ayuda que Alemania e Italia aportan a los insurrectos que luchan «contra un gobierno legal salido de las elecciones de febrero de 1936». Es para poder, también, quejarse ante la asamblea de Ginebra y pedir ayuda en favor de un gobierno «legítimo». Si no fuera por esto haría ya mucho tiempo que a los republicanos les habrían despojado de la sombra de poder que conservan gracias a la coalición de la que son minoría.

El gobierno ya no es el mismo que salió de las urnas en las elecciones de febrero. El programa electoral recogía expresamente que sólo los republicanos ostentarían el poder. Sin embargo, el gobierno Largo Caballero fue nombrado -por lo menos en apariencia- por la sola voluntad del presidente de la República, poder moderador que por sí solo no es más que una de las dos «confianzas» que la Constitución prevé. El ministerio Largo Caballero ha gobernado sin presentarse de inmediato ante las Cortes para obtener de ellas una segunda «confianza». Sólo al cabo de un mes, en medio de la inquietud provocada por la amenaza de ver cercado Madrid, las Cortes fueron convocadas, siempre con el objeto de ofrecer un simulacro de legalidad constitucional.

Pero esas Cortes no existían ya. De 470 diputados electos, siete meses y medio antes, sólo un centenar se presentaron a dicha convocatoria, estando los otros muertos o habiéndose unido a los alzados. Ni un solo diputado de la oposición asistió a la sesión, y es fácil entenderlo. Además, de los 260 miembros de la mayoría de izquierda, faltaron 160.

Haciendo abstracción de los diputados que los gubernamentales dicen que los insurrectos han ejecutado, no es menos cierto que el ministerio de mayoría socialista ni siquiera ha podido reunir los votos de su propio grupo y que, de los 100 diputados presentes, casi todos eran socialistas. ¡He aquí lo que se llama un gobierno legítimo nacido de la voluntad popular y que tiene por misión defender la legalidad republicana y la democracia española!

Pero el nombramiento de ese gobierno legítimo tenía un origen todavía menos puro.

No es un misterio para nadie el hecho de que los elementos proletarios que predicaban la revolución socialista, incluso antes de que se creara el Frente Popular, han considerado la sublevación militar como una magnífica ocasión para alcanzar su meta. Y esperaban aprovecharla para, una vez derrotada la sublevación con la ayuda del gobierno republicano, imponer a las fuerzas republicanas debilitadas por la lucha la dictadura del proletariado, su propia revolución.

Sin embargo, como el gobierno no tuvo ningún éxito real a partir de la segunda semana de lucha, y que al contrario sufrió notorios fracasos, los partidos obreros decidieron que ya había llegado la hora de imponerse. Su objetivo consistía tanto en hacer triunfar sus ideales como en tomar la dirección de la defensa, mal organizada, decían, por los republicanos.

El pretexto fue la caída de Badajoz, tomada por los nacionalistas. Esta plaza era a la vez una fortaleza de los socialistas, muy numerosos y combativos en la región, y una importante posición para las futuras operaciones. Permitía, en efecto, a quien fuera su dueño el impedir, o al contrario, permitir la conexión de los ejércitos insurrectos del norte y del sur.

En aquel momento se temió mucho «el triunfo de la democracia», prólogo del de la dictadura del proletariado.

Ese temor provocó una agitada reunión de masas obreras en la Casa del Pueblo de Madrid. El Sr. Largo Caballero expuso que sin tardar había que formar un gabinete obrero en sustitución del incapaz ministerio Giral e instituir la dictadura del proletariado.

La propuesta fue adoptada así como el programa de ese gobierno en el cual, bajo la presidencia del Sr. Largo Caballero, habrían de reunirse representantes socialistas, comunistas y sindicalistas. A los republicanos se los apartaba. Se dice que al Sr. Álvarez del Vayo cupo la ingrata tarea de notificar la decisión al presidente de la República. ¿Ceder o cesar? Así interpretó el asunto el Sr. Azaña quien anunció, en efecto, que preferiría dimitir antes que consentir en dar un barniz de legalidad a un gobierno de esa naturaleza. Esa amenaza no impresionó al comité reunido en la Casa del Pueblo, ya que estaba decidido a dar un golpe de Estado.

Pero otras voluntades, más sutiles y astutas que Largo Caballero, intervinieron. En aquella ocasión fue posible darse cuenta -si antes no se hubiera querido-, del papel que jugaba la única representación diplomática que quedaba en Madrid, la de los soviéticos, cuyo embajador, Sr. Rosenberg, acababa de llegar.

El Sr. Rosenberg era demasiado listo como para no sentirse alarmado por la simplificación que el acuerdo obrero iba a dar a la lucha. Era necesario que ésta prosiguiera bajo la bandera de la democracia republicana y no solamente al abrigo de la dictadura proletaria. Más que nunca le era necesario conservar esa etiqueta que, ella sola, le permitiría reclamar ayuda para la España legal y denunciar ante la Sociedad de Naciones las violaciones de los acuerdos de no intervención, las cuales, según el gobierno, solamente habían beneficiado a los insurgentes.

Hubo idas y venidas febriles, agitadas negociaciones. Alguien notó la visita del Sr. Álvarez del Vayo al Sr. Rosenberg y, hecho todavía más asombroso, la llegada del embajador de los soviéticos a la Casa del Pueblo donde asistió a la tormentosa discusión del Comité y tomó una parte activa y convincente para apartar el peligro que supondría la instauración prematura de un gobierno obrero y de una dictadura del proletariado.

Hubo un cambio total en la actitud de los socialistas-revolucionarios que decidieron, esta vez, «proponer» al presidente de la República un nuevo gobierno, compuesto por miembros del Frente Popular, bajo la presidencia de Largo Caballero. Este gobierno, de mayoría socialista, dejaba sitio por primera vez a los comunistas (los sindicalistas se negaron a formar parte de él) y conservaba una débil representación republicana con un ministro católico representando a los nacionalistas vascos. Se venció, no sin trabajo, la resistencia opuesta por el presidente Azaña el cual tuvo que dar su aprobación a una crisis ministerial preparada y conclusa en la Casa del Pueblo y así fue como se constituyó el tercer «gobierno legítimo» libremente nombrado por el presidente de la República.

¡He aquí como la legitimidad del gobierno ha levantado suspicacias en algunos espíritus demasiado amantes de la legalidad!

Pero se vieron cosas más asombrosas cuando el Sr. Prieto propuso abandonar sin lucha la capital a los alzados. La discusión fue tórrida y difícil y al gobierno legítimo no le faltaron en ese momento los consejos clarividentes y la presencia reconfortante y no menos legítima del Sr. Rosenberg en el Consejo de Ministros.

 

 

CAPÍTULO XVII:

LA MÍSTICA DE LA LUCHA 

 DURANTE meses, el gobierno ha conseguido ocultar al pueblo la creciente gravedad de la situación. No sin emoción se descubre en ese pueblo una fe tan firme, una confianza tan profunda en el triunfo.

Madrid que ha visto llegar día tras días cientos de heridos y desaparecer cientos de muchachos en la lucha, que no ha encontrado nunca en los comunicados oficiales las victorias incansablemente anunciadas, a quien de un día a otro se predijo la rendición de Oviedo, de Ávila, de Córdoba, de Sevilla, de Huesca, de Badajoz, de Toledo; a quien se ha repetido siempre que esas ciudades carecían de agua, de víveres, de municiones y que sus defensores se pasaban al bando gubernamental; a quien se han contado victorias deslumbrantes seguidas de derrotas instantáneas de los «rebeldes». Madrid, así engañado, así burlado, siempre ha creído en el triunfo de los gubernamentales. Nos referimos, claro está, al Madrid que era partidario del gobierno.

Por una curiosa mística de la lucha, el pueblo de Madrid ha llegado a confundir sus deseos con sus convicciones, sordo a toda elocuencia convincente de la realidad.

Nunca un gobierno se encontró con una confianza tan ciega, tan profunda, tan inconmovible. Esa ardiente fe que existe principalmente entre los miembros de los partidos obreros es la misma que animó a los combatientes socialistas, comunistas y anarquistas cuando la revolución de Asturias.

Hoy el esfuerzo de las masas obreras cae herido por el rayo y se hace pedazos, dolorosos, al enfrentarse a lo que siempre ha despreciado: la preparación y el esfuerzo perseverante que concurren en la formación de las elites dirigentes de la clase media.

Cuántos espíritus ingenuos y generosos, se han dicho a sí mismos, al contemplar las masas desfilar el 1° de mayo: el día en que todo esto se levante…

Pues bien, ese día llegó. Las masas se han levantado contra la técnica, contra la disciplina, contra todo lo que en España se ha llamado frecuentemente, con un gesto rencoroso y burlón, la juricidad (el exceso de sometimiento al derecho establecido). Y esas masas se han desmoronado. Echaron en falta para vencer las mismas condiciones que despreciaron.

Ese fracaso da pena, porque uno piensa con amargura en el ímpetu y el arrojo con los que las masas han luchado.

Esa mística de la lucha merece ser examinada a la luz de todo el pasado del país. En efecto, con ese entusiasmo lucharon en otros tiempos los ejércitos españoles por el ideal nacional o el ideal católico, extendiendo las fronteras hasta el punto de que «el sol ya no se acostaba en su territorio». A esos dos ideales, el ideal nacionalista y el ideal católico, el tiempo los ha ido desgastando poco a poco. La formación de las Repúblicas americanas no hizo sino empezar a enfriar el entusiasmo nacional que se ahogó definitivamente con la última catástrofe nacional, la pérdida de los restos de nuestro imperio colonial durante la guerra de 1898 y nuestra derrota naval. Los gobiernos, más atentos en sostener en el interior sus ambiciones políticas y una dinastía más preocupada por mantenerse que por mejorar habían dejado hundirse con la más vana inutilidad los restos de la potencia militar y sobre todo naval de España. El pueblo, no sabiendo medir sus inmensas carencias desde el punto de vista militar, creía todavía en los días cargados de gloria de los ejércitos españoles; no le preocupaba -como tampoco le preocupaba a los dirigentes- la inferioridad de nuestro armamento ni la superioridad del de los enemigos, los norteamericanos acudidos en el último minuto en ayuda de los insurrectos de las Antillas.

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Se puede hallar un paralelismo tan notable como doloroso entre la mentalidad de las masas españolas agrupadas con entusiasmo alrededor de su gobierno en 1898 y en 1936. Las ventajas de la técnica y de la preparación fueron con frecuencia subestimadas, olvidadas. Sólo se contaba con el ímpetu, el valor de los ejércitos, para aplastar para siempre el orgullo de los «Yankees».

El público se abalanzaba en Madrid y en todas las ciudades alrededor de la embajada, los consulados o las casas industriales americanas, y los gritos de desafío y la confianza en la victoria estallaban por doquier.

La fácil y aplastante victoria de la armada americana sobre nuestros modestos buques reveló amargamente nuestra impotencia técnica y llenó de estupor el espíritu nacional. El desastre que amén de las Antillas nos costó las islas Filipinas ha dejado ante el mundo intacto el ejemplo del valor y del arrojo que la raza está dispuesta a entregar generosamente, sin ninguna utilidad.

Pero esa lección no le aprovechó al espíritu nacional. No se extrajeron las lógicas consecuencias. España sigue siendo rica en valor, elemento importante, pero insuficiente ante la técnica y la potencia de los armamentos. Cuenta sólo con ese único tesoro.

Herida en lo más hondo, en lugar de juzgar sanamente las únicas y verdaderas causas de su derrota, echó toda la responsabilidad sobre el ejército vencido. Se habló de «poner un cerrojo al sepulcro del Cid», renunciando en el futuro a las empresas militares y todo el país, en la pluma de escritores de la generación de 1900, se empeñó en cavar un profundo foso de desprecio y de resentimiento entre el ejército y el pueblo, matando en éste el ideal de patria.

El orgullo herido del español, herido erróneamente en lo que más estimaba, su legendario valor, no supo jamás separarse de éste, que quedaba intacto incluso a los ojos de los vencedores y pese a la carencia de técnica y de preparación. Y echó al ejército la culpa de sus desgracias.

Gracias a ese chivo expiatorio, se alivió el alma del pueblo del recuerdo de la derrota, que tanto escocía, pero se hizo patente desde entonces un divorcio entre el pueblo y el ejército. El primero conservó intacta su fe en el ímpetu de las multitudes, es decir en el valor sin dirección ni mando.

Se produjeron numerosos incidentes desagradables contra oficiales, notablemente en Barcelona. Para detenerlos el gobierno -un gobierno liberal presidido por el conde de Romanones- aprobó la famosa ley llamada de las jurisdicciones, en virtud de la cual se concedían al ejército prerrogativas del procedimiento jurídico. Numerosos delitos pasaron a depender de la jurisdicción militar y se impusieron severas penas a sus autores. Naturalmente este «privilegio» concedido a los «únicos responsables» de la derrota nacional no consiguió sino reforzar el doloroso malentendido que existía ya.

También el ideal religioso de los viejos tiempos aparecía caduco. Por mucho que se hable de la España ultra católica, ya no lo es en la misma medida que antaño. Su fe no tiene ya la fuerza ni la pasión que tenía en los siglos quince y dieciséis, cuando el país hacía de su creencia un ideal nacional, una bandera bajo la cual la nación emprendía sus más duros combates.

Si la fe religiosa ha subsistido en apariencia en una parte considerable del pueblo, es al modo de esos magníficos castillos de antaño, macizos e imponentes, hermosos y cuidados por fuera pero fríos, vacíos y siempre deshabitados por dentro.

La energía montaraz con la que el ideal religioso se opuso a la introducción de la reforma bajo Felipe II, poniendo la Iglesia al abrigo de toda controversia y de toda comparación, le hizo un flaco servicio a ese mismo ideal.

Allí donde la reforma y la libre discusión han forzado la Iglesia católica a vigilar su propia conducta, a elevarse espiritualmente, también le han obligado a modificar sus métodos y a democratizarse, cumpliendo con mayor perfección las doctrinas de Cristo.

Además, el estado de lucha creado por la Reforma habría servido de entretenimiento a la Iglesia católica. Le habría impedido dedicarse con pasión a la conquista del poder político, como hizo, a falta de enemigos; le habría ahorrado todos los enemigos que ese poder, y no sus ideales, le han creado entre nosotros.

Una vez que los dos ideales del alma popular, religión y espíritu nacional, han acabado marchitándose, el pueblo, que conservaba la fe en sí mismo, en su valor, en su ímpetu, se ha volcado fácilmente -digamos, incluso, que fatalmente- sobre la única doctrina de pasión y de lucha que se ofrecía a su alma entusiástica y decepcionada, nunca cansada y nunca aniquilada: la organización de las masas hacia la conquista del poder para sí mismas.

Esa fe exclusiva en uno mismo, ciega y tan engañosa, le ha dado al movimiento obrero, que es universal, una forma particularmente apasionada en España.

La organización socialista española empieza en 1898. No se origina en las clases intelectuales sino en el mismo pueblo que sólo en sí confiaba. La introdujo un obrero organizador convertido en héroe de masas, un tipógrafo educado por el Hospicio – ¡espléndido símbolo!- Pablo Iglesias, quien fue el pastor del rebaño de los trabajadores.

Él organizó ese ejército del trabajo aplicando tímidamente las doctrinas del marxismo, y en el momento en que todo ideal parecía haber desaparecido del alma del pueblo, consiguió convertirse en el apóstol indiscutible de una fuerza siempre creciente y siempre fiel. ¡Y con qué fe!

En 1909, el gobierno presidido por don Antonio Maura, quien agrupaba en torno suyo los restos todavía espléndidos del ideal católico y de las fuerzas militares, pretendió hacer adoptar por las Cortes una ley reprimiendo los atentados terroristas, ley que apuntaba a las organizaciones obreras. Pablo Iglesias, que era uno de los escasos representantes del partido socialista en el Congreso, se levantó durante una histórica sesión y lanzó al presidente del Gobierno estas palabras amenazadoras y poco parlamentarias: «Dirijo 1.000 hombres que siguen ciegamente mis órdenes y que esta noche pegarán fuego a Madrid, si yo se lo ordeno…».

El Sr. Maura acusó recibo y la ley no fue votada por el Congreso.

Hay que remontarse a esa fuente de energía manada del nuevo ideal dado al pueblo, ideal que casaba tan bien con la fe que éste tenía en sí mismo, para comprender el ímpetu con el que las masas españolas pelean, combatiendo contra el ejército que representa el antiguo ideal nacional y contra la Iglesia, que representa el antiguo poder político.

Entre esas dos fuerzas que quieren imponerse, de un lado la Iglesia y el Ejército -todo el pasado de España, la primera temida no sin razón, el segundo injustamente humillado-, y del otro lado las masas populares tan orgullosas como inocentemente confiadas en su valor, ¿qué había? Nada, o casi nada. Republicanos que pudieran haber sido fuertes si hubiesen estado unidos, pero que se han dividido a resultas de facciones y riñas.

El teatro de la guerra en el que estas dos fuerzas extremas se enfrentaron con mayor violencia era la región de Asturias.

Continuando la tradición de valor y de resistencia que la historia ha venido atribuyendo a los montañeses desde la Reconquista iniciada por Pelayo, Asturias siempre ha sido para la organización socialista el más fuerte baluarte de las masas[5].

En todas las revueltas obreras los trabajadores de esa región minera han sido motivo de gran inquietud para los gobiernos españoles. Durante la huelga general de 1917 esos ejércitos de mineros hicieron frente a las fuerzas del Estado que tuvieron que luchar durante largos meses[6].

El mismo hecho se produjo en 1934 pero con mucha mayor violencia. La sublevación, detenida en Madrid y Barcelona, prosiguió en esa región donde triunfaba la dinamita.

Rodeados, derrotados, vencidos, los mineros asturianos creían todavía en una posible victoria y, cuando sus columnas de combatientes habían sido ya aplastadas, sus dirigentes seguían dedicándose a reformar comités sustituyendo a la directiva socialista por una comunista y luego ésta por una directiva anarquista, creyendo siempre en el milagro del triunfo de la iniciativa personal y del genio improvisador sobre la organización.

Fue aquella la primera ocasión en que el gobierno español empleó contra esos asturianos montaraces unas tropas tan violentas como ellos, los marroquíes, sus antiguos antagonistas.

Con ellas, la reconquista de las montañas prosiguió durante largos meses. Pero el gobierno que consiguió dominar la sublevación no pudo reducir el espíritu revolucionario que, lejos de marchitarse, pudo vencer fácilmente en el marco de la lucha legal, es decir, en las elecciones parlamentarias de febrero de 1936, cuando en Asturias la alianza social-comunista triunfó de modo rotundo con el Frente Popular.

Sí, los obreros creían tener siempre un inconmovible baluarte en las defensas naturales y en los exaltados pechos de los mineros asturianos. Con la toma de Oviedo por parte de los militares no solo caería una región, sino también una leyenda y una esperanza.

Es curioso examinar el talante cimarrón, la resistencia en la lucha siempre puesta de manifiesto por los mineros asturianos. No sólo les mueven a ello la raza o la naturaleza del terreno. Existe con seguridad un factor psicológico. Para esos mineros, siempre encerrados bajo tierra de padres a hijos, para esas familias cuyos brazos sólo pueden emplearse en la extracción de carbón en las minas, debe existir una suerte de ebriedad, de exultante alegría en el hecho de pelear al aire libre. Acostumbrado a bajar al fondo de sus galerías subterráneas, el minero al que se entrega un fusil para defender sus ideas irá muy feliz al aire libre, corriendo por encima de esas montañas que normalmente excava por el interior, a veces penosamente tumbado bajo los bloques de carbón en los que, por encima de la cabeza, hinca el pico una y otra vez.

Si a esa predisposición para la pelea y a esa pasión por el aire libre añadimos de una parte la leyenda que los ha convertido en héroes de la liberación obrera y, de otra parte, el deseo menos noble de vengarse de las miserias que atribuyen a la burguesía, se llegará a comprender el resorte que les anima en su lucha contra los alzados.

Esto da una importancia mucho mayor al triunfo de los militares y a la derrota de las masas obreras.

Nos lleva una vez más a considerar la ceguera inconcebible en que los dirigentes socialistas del grupo revolucionario, unidos a comunistas y anarquistas, han mantenido a toda esa gente con ocasión de la revuelta de 1934 y durante la lucha actual. Han conseguido infundirles una fe mística en el valor invencible de su arrojo, una ilusión desmedida en el poder de la dinamita. Fe e ilusión que no consiguen borrar los más duros fracasos. El 16 de octubre, en vísperas de la toma de la ciudad por el coronel Aranda, los mineros ya duramente fogueados todavía gritaban victoria por su pequeña emisora de la Felguera y con una angustia que desvelaba las duras privaciones sufridas durante la lucha, pedían a la población civil de aquellos paupérrimos pueblos mineros que racionara el consumo de víveres y que llevara ropa de abrigo y sobre todo botas a los mineros que combatían en el barro, en las montañas inundadas por la lluvia.

Sí, se desprende algo conmovedor y doloroso del inútil sacrificio de toda esa masa obrera mística y atormentada cuya fe y arrojo hubieran podido ser mejor empleados.

 

[1] Impotencia relativa. Recordemos lo ya referido acerca de la Guardia Civil en la página correspondiente.

[2] Es justo consignar que el Sr. Martínez Barrio es el único dirigente en haberse preocupado por las terribles consecuencias que tendría la lucha. No sólo se opuso al principio a la distribución de armas al pueblo y llevó a cabo los preliminares de un acuerdo con los alzados, sino que más tarde, cuando la ofensiva sobre Madrid, insistió en subrayar la temeridad de la lucha y la responsabilidad en que se incurría al abocar la capital a una destrucción inútil. Añadamos que al actuar de este modo el Sr. Martínez Barrio se jugaba la vida…

[3] Sólo en la Casa de Campo se hallaban de 70 a 80 cadáveres todos los días. Un día pudo el gobierno comprobar que había 400 muertos. Pero últimamente hemos recibido un testimonio mucho más trágico según el cual en Madrid, el 2 de noviembre de 1936, el número de personas asesinadas se elevaba a 32.000, lo cual da una media de 226 personas al día. (N. del T. Doña Clara dejó Madrid antes de la gran matanza de Paracuellos).

[4] Una prueba del encarnizamiento de las ideas, mezclado quizás con el miedo a las represalias se halla en el proceso dirigido contra Salazar Alonso. Este había rogado a un abogado, el Sr. Botella Asensi, jefe del partido de la izquierda radical-socialista, de encargarse de su defensa ante el tribunal. Pero el Sr. Botella Asensi se negó. No se quería o no se osaba, como durante la Revolución Francesa, «traer ante el tribunal la cabeza y el alegato».

[5] No deja de ser una ironía de la Historia ver que, trece siglos más tarde, España recurre a las fuerzas marroquíes, los descendientes de los moros expulsados por Pelayo, para vencer la resistencia de los mineros españoles, socialistas, comunistas y anarquistas, dueños de los macizos rocosos de Asturias.

[6] Un hecho curioso muestra la evolución hacia el socialismo en algunas personalidades. El general Burguete al que se encomendó la tarea de reprimir aquella revuelta y que lo hizo con mucha dureza, intentó ingresar en 1934 en el partido socialista. Se le rechazó recordándole la frase que había pronunciado en 1917: «Voy a cazar los mineros como alimañas en sus agujeros».

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.