23/11/2024 15:30
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Habían pasado muchos meses desde el último bombardeo sobre Madrid.

La guerra se había desplazado al Ebro y la actividad en el frente madrileño se reducía a esporádicos golpes de mano, la colocación de minas subterráneas para volar algún que otro parapeto, y jaranas esporádicas que mantuvieran la tensión de los soldados.

Cuando el 4 de Octubre de 1938 volvieron a sonar las alarmas antiaéreas, los madrileños evocaron los primeros meses de guerra.

                                                El máster en bombardeos  del pueblo madrileño.

Cuando la propaganda nos habla de bombardeos «fascistas» sobre Madrid, nos imaginamos explosiones por doquier y ciudadanos despavoridos buscando refugio. Sin embargo, lo cierto es que los madrileños eran expertos en bombardeos y sabían si había peligro, o podían quedarse tranquilamente en su casa con las persianas echadas, tal y como ordenaba la Junta de Defensa.

Si el bombardeo era artillero, aguzaban el oído para distinguir si «de obús», o «de combate.» Los obuses traían peligro porque iban dirigidos contra objetivos dentro de la ciudad, pero los «de combate» solo preocupaban a los parapetados en las trincheras del Manzanares.

Los madrileños que tenían la desgracia de vivir cerca de objetivos militares (Ministerios, depósitos, acuartelamientos, puestos de observatorio, etc…) corrían el peligro de ser baja por «efectos colaterales» y (el que podía) se mudaban a casa de algún pariente en zona más segura.

Por el ruido de los motores distinguían los aviones, y calculaban la distancia, el rumbo y la altura a la que volaban. Sabían si eran aviones amigos o enemigos y, en su caso, el barrio donde caerían las bombas.

Existen numerosos testimonios de ciudadanos admirando en plena calle el espectáculo de los cazas batiéndose sobre sus cabezas.

Bautizaron los aviones con nombres muy castizos:

«el churrero» era un bombardero que solía aparecer de madrugada, los «Pedritos» eran unos bombarderos barrigudos como el Alcalde de Madrid, un caza Polikárpov I-15 era un «chato», y los I-16 eran «moscas»…

Los madrileños preferían refugiarse en los sótanos y portales de sus propias casas, compartiéndolos con los vecinos. Las estaciones de metro solían llenarse de forasteros: los que llegaban huyendo de la guerra y no encontraban mejor albergue.

 

Tres cazas rusos sobrevuelan la calle Alcalá en Madrid. (Foto de Robert Capa – Magnum Photos.)

Después de dos años y medio de guerra, el pueblo madrileño tenía un máster de supervivencia en bombardeos.

 

*   *   *

 

Cuando aquella tarde de Octubre, los antiaéreos llenaron el cielo de nubecillas blancas, lo cierto es que los madrileños sintieron más curiosidad que miedo.

                                                     El  bombardeo de panecillos.

Puede uno imaginarse la sorpresa ciudadana, cuando aquellos aparatos sobrevolaron la Gran Vía, a la altura del edificio de Telefónica viraron rumbo a Cuatro Caminos, y empezaron a soltar unos bultos que caían balanceándose sobre calles y azoteas.

 

Ciudadanos asisten a un raid aéreo en Barcelona. Foto de Robert Capa – Magnum.

No había terminado el cañoneo antiaéreo, y los más curiosos ya se acercaban a inspeccionar aquellos extraños artefactos caídos del cielo.

Eran sacos repletos de panecillos blancos.

Inmediatamente corrió la noticia:
los «fascistas» estaban arrojando pan sobre la capital.

Carlos Morla Lynch, diplomático chileno que pasó la guerra civil en Madrid, escribió en su diario:

«El hecho es simbólico, simpático y muy español: bombardear una ciudad con pan.»

                                                             Guerra psicológica.

Los servicios de Inteligencia y Propaganda franquistas daban donde más dolía, el bombardeo tenía como misión acabar con aquella maldita guerra.

Ya escribimos en otra ocasión sobre el hambre que se pasaba en Madrid, no vamos a extendernos más sobre el asunto, baste recordar que el periodista José María Carretero Novillo escribió que encontrar un alimento corriente en Madrid «había ascendido a la categoría de entelequia, y desde hacía mucho tiempo se habían agotado los sustitutivos.»

En cinco operaciones aéreas repartidas entre Madrid, Barcelona y Alicante, el ejército franquista ejecutó la mayor operación psicológica de la guerra civil.

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Bombardero Savoia Marchetti SM.79 en el aeródromo de Alfamen, de donde despegaron cargados con panecillos. Foto Revista de Historia Militar.

Cuenta Carlos Morla en sus memorias que ese día acudió a saludar al camerino a Pastora Imperio, tras su actuación en el teatro Calderón, y esta le enseñó, a escondidas, «con lágrimas en los ojos» uno de aquellos panecillos «caídos del cielo».

El pan venía dentro de una especie de saquito, que ostentaba la bandera «antigua española – roja, amarilla y roja -» con un texto que decía:

«No nos importa lo que penséis, nos basta saber que sufrís y que sois españoles.» 


«Todo es mentira en las propagandas rojas, este es el pan de cada día en la España de Franco.

 

El que guardamos en nuestros graneros, para compartirlo el día de la celebración con los hermanos cautivos.»

 

 

Uno de aquellos saquitos con un texto distinto del que describe Morla en sus memorias. El 15 de Octubre hubo un segundo bombardeo sobre Madrid.

Fue un duro golpe. Una profunda carga psicológica dirigida a una ciudad donde entraban diariamente 500 toneladas de alimentos, cuando las necesidades reales eran de 2.000.

 

A pesar de los animosos titulares de la prensa:

«España resiste y vencerá a los invasores»; 


«un pueblo y un gobierno firmes»,


«la fuerza de nuestra unidad es invencible»
,

lo cierto es que la gente estaba harta de privaciones y la mayoría deseaba que la guerra acabara… como fuera.

 

El alcalde de Madrid advierte el peligro que entraña el «pan arrojado por la aviación facciosa.»

 

                                              La moral republicana por los suelos. 

El momento elegido para tan singular bombardeo no era casual.

Negrín (Presidente del Gobierno y Ministro de Hacienda), había recibido en Agosto lo que calificó «la peor noticia de su vida».

Le llegó [por conducto oficial y reservado] una carta del comisario de finanzas soviético, informando que el depósito de oro existente en Moscú estaba prácticamente agotado, y sólo quedaba un pequeño remanente de 1,9 toneladas de oro.

Para colmo, los nacionales estaban recuperando el terreno perdido inicialmente en la Batalla del Ebro.

Y peor iban las cosas en el plano internacional:
la presión Alemana para quedarse con los Sudetes [región que había sido germana antes de la I Guerra Mundial], se resolvía a favor de las pretensiones de Hitler.

Tres días antes del bombardeo, se había firmado el Tratado de Munich, por el que Checoslovaquia se cortaba en porciones, como si fuera un queso. A las negociaciones no fue invitada la propia Checoslovaquia, ni su flamante aliado militar, la Unión Soviética.

Y ahora que se había «resuelto» el problema de los Sudetes, el Times publicó el siguiente titular:

«Otro incendio que es preciso sofocar es el de España.» 

A todo el mundo le quedó meridianamente claro que apagar aquel «incendio», no pasaba por prestar ayuda militar a la España republicana.

 

En Munich se reunieron los jefes de gobierno de Francia, Inglaterra, Italia y Alemania.

 

*   *   *

 

Doce día antes, Negrín había mandado poner de patitas en la frontera a las Brigadas Internacionales.

Era el último gesto para convencer a las potencias occidentales que su Gobierno no era un «títere» de los rusos, pero la iniciativa diplomática no tuvo la eficacia esperada.

Los presidentes de Francia e Inglaterra habían conocido en primera persona los horrores de la IGM, e intentaban evitar a toda costa una segunda.

Como mal menor, esperaban que Hitler y Stalin acabaran a tortas; al fin y al cabo, eran los que estaban tensando la cuerda en Europa: mientras los alemanes reclamaban a codazos el statu quo anterior a la primera guerra mundial, los bolcheviques intentaban exportar la dictadura del proletariado por los pueblos de Europa.

Por desgracia para Negrín (y los españoles), España era un país periférico cuya opinión no contaba gran cosa.

Entre tanto, los servicios diplomáticos de Franco aseguraban a franceses e ingleses que (en caso de conflagración europea) permanecerían neutrales, y se negaban a cualquier proceso de paz que no fuera la rendición incondicional republicana.

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El diplomático Carlos Morla, refiriéndose a los famosos 13 puntos de Negrín, escribía el 15 de Octubre:

«Habla de la paz, pero al mismo tiempo de un plebiscito para después del final de la guerra.


Si una de las partes gana –y será Franco– cómo va a aceptar un plebiscito.»

 

Alocución del general Miaja a los Madrileños con motivo del bombardeo de panecillos.

Al día siguiente del bombardeo, entre editoriales que calificaban el acuerdo de Munich como: «felonía,» «claudicación,» «humillación», la prensa madrileña publicaba un comunicado del general Miaja avisando a la población hambrienta: 

«no probéis ninguna clase de víveres que os arrojen esos traidores, que pueden estar llenos de microbios capaces de produciros graves trastornos y el peligro de vuestras vidas.»

Carlos Morla contestó en su diario:

«Pueril. Todo el que ha tenido la suerte de hacerlo, ha recogido lo que ha podido.»

 

Madrileños discutiendo por uno de los panecillos.

El 15 de Octubre, Madrid sufría un nuevo bombardeo de panecillos.

«Pepito Pinto trae uno de los panecillos recogidos.
Todo le mundo los recoge, pero luego, por temor, entrega a los agentes los que no logra esconder.
Pepito nos describe la escena de la calle mientras caen los panes.»

El «incendio» español no se apaga.

A pesar de que la aventura española estaba condenada al fracaso, Stalin decidió mantener su apoyo a la causa republicana.

No está claro el motivo.

El historiador Enrique Moradiellos apunta que «quizás» era para tener a los alemanes entretenidos y mantener la atención de Hitler lejos de Europa Central.

 

Vaya usted a saber lo que pasaba por la cabeza de Stalin… lo cierto es que concedió un último crédito al gobierno de Negrín.

Como el oro había «volao», el último crédito se pagaría con supuestas exportaciones españolas a la URSS y, dado el hundimiento de la producción en la zona republicana, en la práctica suponía un crédito a fondo perdido.


El 11 de Octubre, el diplomático Carlos Morla escribía en su diario:

«En los artículos de El Sol se sigue exclamando ¡Venceremos!. 

Parece mentira tanta pertinencia.


Me explico esa resistencia por los intereses creados a muchos por la guerra.


Hay quienes no tenían nada y ahora tienen «casas,»  coches (incautados), sueldos, etc…


Con la victoria de Franco lo pierden todo.»

Negrín se sacó de la manga un nuevo slogan:

«Resistir es vencer»

y llamó a filas a «la quinta de biberón«, menores de edad que habían de sustituir a las Brigadas Internacionales que acababa de despedir.

La guerra estaba perdida, pero el Gobierno republicano se abrazaba a la absurda esperanza de que empezara una nueva guerra mundial, antes de que Franco llegara a la Junquera.

Pasó justo lo contrario porque (irónicamente) cuatro meses después de acabar nuestra guerra, Hitler y Stalin se hicieron amiguitos para repartirse Polonia. Pero esa es otra historia…

Después del bombardeo de los panecillos, la guerra civil se alargó otros seis meses.

Seis largos meses de hambre, miseria y muerte, para una población exhausta.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.