20/09/2024 12:24
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Por su interés, voy a reproducir algunas páginas estos días de su obra «Horas del Madrid rojo» (aunque yo en lugar de horas les llamaría «Escenas»), en las que cuenta lo que vivió en los 3 meses que vivió en el Madrid rojo, entre el 18 de julio y el mes de octubre cuando pudo salvar su vida y huir al exilio

Son escenas de película (y algunas de sus obras también han sido llevadas al cine), son relatos apasionantes y tétricos, trágicos, en los que como periodista va recreando lo que fue y vivió aquel Madrid rojo, republicano, constitucional y legitimo (cuando un Gobierno LEGÍTIMO permitió que grupos desorganizados, descontrolados, y vengativos sembraran la muerte y el terror en Madrid)

Les aseguro que estos relatos del «Caballero Audaz» debían ser divulgados por un Gobierno que dice ser constitucionalista y legítimo como aquel.

 Pasen y lean. Son escenas muy cortas pero muy expresivas y eminentemente gráficas:

Biografía

José María Carretero Novillo (Montilla, 1887-Madrid, 1951) fue un escritor y periodista español más conocido por el seudónimo de «El Caballero Audaz» .

Estudió en el instituto de Cabra (Córdoba) y se trasladó a Madrid. Muy joven empezó a trabajar en el Heraldo de Madrid y en Nuevo Mundo del que pasados los años llegó a ser director. También colaboró, entre otras publicaciones, como redactor en Mundo Gráfico, pero donde más éxitos tuvo, alcanzando gran fama, fue en la revista La Esfera en la que popularizó el seudónimo de «El caballero audaz».

Gran corpachón, metro noventa de estatura y espadachín conocido por sus varios duelos. De vida azarosa, arrogante y beligerante fue maestro de la entrevista y del género interviú, defensor de que, además de las declaraciones del entrevistado interesa el perfil del propio personaje. Escritor de novelas folletinescas de fondo erótico, alcanzó en vida tiradas millonarias.

Ardiente propagandista de la facción nacional en la Guerra Civil, como periodista nos legó una serie de reportajes históricos de personajes y de sucesos de la Guerra Civil española de 1936, de la que fue protagonista en Madrid. Camuflado con barba y unas lentes ahumadas de los milicianos que le buscaban, organizó, en diciembre de 1936 y junto a otros amigos, un sistema que les permitió crear y difundir bulos y extender por Madrid el fantasma del derrotismo. Su campo de acción fue la calle de Alcalá, donde se estableció una especie de rastro apócrifo donde se vendía de todo, especialmente libros que lo mismo servían para ser leídos como para ser utilizados como materia combustible con la que poder cocinar.

Fue completamente olvidado tras su muerte, incluso en los ambientes profesionales y académicos. Al decir de Torrente Ballester en el prólogo a un libro de entrevistas, «su recuerdo nos hace volver la cara». (en la foto con Benito Pérez Galdós) 

Escena 21 LA DE «EL CANGURO» 

 

 Eran las cuatro de la tarde. Un camión entoldado se detuvo al borde de la acera en la calle de Sevilla, frente al Café Alhambra. 

Saltaron del coche hasta una docena de milicianos, que acordonaron rápidamente el trozo de calle desde los escaparates de la antigua Fotografía Calvache, hasta la esquina de Arlabán. 

Dos parejas armadas se situaron con el fusil terciado a la puerta del café y otros penetraron en el establecimiento. 

«El Canguro» había llegado. Con este nombre del mamífero australiano designaba el ingenio popular madrileño a estos camiones donde transportaban a los detenidos en las frecuentes levas forzosas que hacía la milicianada en las calles y locales públicos. 

Las parejas de milicianos se esparcían por el café. Abordaban a un pobre hombre que sorbía ante el mostrador una taza de malta amarga: 

-¡A ver la documentación! 

El aludido mostraba, tembloroso, un carnet: 

-De la U. G. T. -murmuraba con desdén el miliciano-. Funcionario… ¿Y eso con qué se come? 

-Funcionario… -balbuceaba el cuitado-. Empleado en una oficina de la Diputación… 

– Vamos, sí; chupatintas… Si los fusilaran a tos, iríamos mejor que con tantos papeles… Este, ¡al camión! 

-Pero -argüía trémulo el oficinista-, yo estoy trabajando para la Causa. 

-Sí… ¡Criarás callos, rico!… Ya te lucirá el pelo picando en las trincheras… ¡Hala! ¡P’alante! 

En una mesa bebían coñac falsificado unos milicianos: bandidos de la F. A. I. con pañuelos rojos al cuello. Les daban tabaco. Y les azuzaban en la requisa: 

-¡Duro con los emboscaos, camaradas!… Que hay mucho zángano en Madrid. No vamos a ser nosotros solos a dar la cara. 

Y seguían comentando u hazaña bélica de aquella noche: un registro fructífero: miles de duros en valores, en buenos billetes y en alhajas. 

Mazos de puros y botellas de vino bueno. ¡Una ganga!… Y luego el «paseo» había sido de buten. Un casero, dos chavales monárquicos que estaban escondidos y la madre, una vieja beata que chillaba demasiado… 

-¿Y esto qué es?… -preguntaba un sicario a un tipo de lentes, bien trajeado, de aspecto petulante, que le respondía desdeñoso: 

-¿No lo estás viendo? Un carnet de masón… Antifascista antes que todos vosotros… Yo soy escritor… Tengo también el de la «Alianza de intelectuales». 

-Bien, compañero -aceptaba sumiso, encubriendo su ignorancia, el miliciano-. No me había fijado… Uno no pué estar en to

En el diván del fondo se había refugiado una pareja juvenil. Menuda y gentil ella, con aire de modista bonita. Él, fino, pálido, con lentes. Ensimismados en su idilio, no se dieron cuenta de nada hasta que llegó ante ellos la pezuña de la bestia: dos milicianos mal encarados, que apestaban a sudor y a vinazo. 

-¡A ver, tú, los papeles!… 

El muchacho se registró en los bolsillos y sacó su cartilla militar. 

-Tu quinta la han llamado-le dijo el miliciano. 

-Cierto -balbuceó el muchacho-. Pero ahí verás que yo soy inútil por la vista… Me he presentado y estoy sujeto a revisión… 

-¡A revisión! ¡Tos los emboscaos decís lo mismo! ¿No te da vergüenza, a tu edad, estar aquí, en el café?… 

-Es que -se atrevió a insistir el muchacho- yo no veo bien. 

-Por poco que veas, te sobra para tirar tiros… Y si no, pa hacer trincheras… ¡Al camión con éste! 

Un miliciano trincó del brazo al miope y lo pasó a otro, que lo arrastró hacia fuera. 

-¿Y tú? ¿Qué haces aquí? -preguntó el jefe de pareja a la muchacha. 

-Pues ya usted ve: me había traído mi novio a tomar café; es un decir… En casa hoy no teníamos lumbre… 

-¿Qué oficio tienes tú? 

-Oficio, lo que se dice oficio, ninguno… Con atender mi casa tengo que me sobra… Cuatro hermanos pequeños y mi padre, que es dependiente… 

-Pues, oye, rica: como te sobra tiempo pa venir al café, lo tendrás también pa coser o fregar en un taller coletivo. Las señoritingas se han acabao… 

En la mesa de junto había dos tristes lumias, pintarrajeadas, bestezuelas miserables de placer. 

-¿Y vosotras? 

Una de ellas dijo: 

-Pues aquí esperando a dos compañeros… Un muchacho comisario y otro teniente que nos citaron esta mañana… 

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-Vamos, sí, de «ametralladoras». ¡Y en los cuarteles la ropa sucia! Una quincena de lavao os va a venir al pelo… ¡Eh, vosotros! -gritó a sus secuaces-. Estas tres, al camión. 

Y se llevaron mezcladas, sin que valieran quejas, a la linda muchacha honesta y las dos lumias miserables. 

Los bandidos de la F. A. I., cada vez más borrachos, cantaban a voz en grito canciones obscenas, jaleando con frases soeces cuando algún parroquiano pasaba conducido al camión… 

Y el camión, poco después, bajo el cielo gris de la tarde de guerra, se alejaba de la calle de Sevilla… 

«El Canguro» llevaba lleno su vientre con una carga triste de seres temblorosos, indefensos o miserables… 

 Escena 22 LA DE LOS «EVACUAOS» 

 

-Madre, ¿y esto pa qué será?… 

Y el rapaz, como de doce años, mostraba en sus manos un espejo laríngeo, un termómetro y unas pinzas niqueladas. 

La madre, gorda, fofa, cuarentona, examinó los objetos. 

-¡Hijo, yo qué sé!… ¡Esta gente rica tié unos lujos!… Si te gusta eso, quédatelo pa jugar… O lo tiras…, ¡da igual! 

El muchacho fue al gabinete donde sus dos hermanas jugaban a las «casitas». Una de las «peques», con el «camino de mesa» del comedor se había hecho una mantilla, y la otra se entretenía en punzarle los ojos con un lápiz a las figuras de un cuadrito al óleo que habían descolgado del gabinete. 

La madre, en la cocina, hacía astillas una de las sillas isabelinas del salón. La cuñada lavaba ropa en la bañera del cuarto de higiene, porque la pila de la cocina estaba atrancada hacía mucho tiempo. 

En el despacho, sobre un diván, dormía su borrachera Lorenzo, el miliciano, que había venido del frente con permiso. Estaba tapado con las cortinas de terciopelo. Al pie del improvisado lecho, un jarrón de Sevres -el único que, por milagro, quedaba intacto en la casa- hacía de orinal. 

Se oyó de pronto un estrépito de cristales rotos. 

-¿Qué pasa, chicos? -preguntó flemática la madre desde la cocina. 

Indalecio, el hijo mayor, vino corriendo, asustado: 

-Es que Paco estaba jugando al fútbol y le ha dado un balonazo a la lámpara del comedor que la ha hecho cisco… 

-¿Y está llorando ese idiota? ¡A nosotros qué nos importa! Pues ni que fuera nuestro el cacharro… 

-No, si no llora por eso… Es que se asustó, y al echar a correr se ha dado un golpe en la cabeza con el perchero ese que hay en el pasillo… 

-¡Déjalo!… Que no le va a pasar otra vez… Como hoy no nos traiga carbón tu padre, ya verás el paso que lleva mañana el trasto ese… 

La hija mayor, que aun no había cumplido diecisiete años, dormía en la alcoba principal de la casa. Con su marido, un bigardo de veinticinco, que era teniente de Infantería afecto al S. I. M. Matrimonio de guerra. La chica, aprendiza de modista, se vistió de miliciana desde el primer día, con «mono» y pistola. Luego se fue de enfermera a un hospital de guerra, donde, con generosidad proletaria, se dio al culto del amor libre con heridos y convalecientes. Allí la conoció el tenientillo miliciano y el comisario del batallón los casó sin más trámites. 

Él trae a la casa abundante suministro. Ella se encontró en el piso ajuar robado. La dueña de la casa debió de ser como ella: pequeñita y delgada, porque le estaban bien los trajes, los abrigos, los pares de zapatos que encontró en los armarios del piso controlado. 

Antes de la guerra vivía allí un médico rico y reputado. Debía de ser un «fascista», porque desapareció con su mujer en los primeros días del Movimiento. La casa fue precintada por el portero, que era de derechas, en combinación con un amigo suyo, responsable de un Ateneo. Pudieron defenderla de invasiones durante unos meses. 

Pero alguien debió llevar al negociado de Evacuación Interior el soplo de que aquel buen piso estaba deshabitado, porque se presentó, con orden de ocuparlo, el teniente de Milicias. Por si era poco, el volante venía avalado por el S. I. M. Iniciales tabú, ante las que todo el mundo, aterrorizado, obedecía. 

Al día siguiente se presentó la piara. Tres mujeres, dos hombres, cinco chicos. Evacuados de barrios bajos, de allá por los aledaños del Gasómetro, venían con lo puesto. Ni muebles ni enseres. ¿Para qué iban a cargar con sus cuatro trastos miserables?… Les habían concedido el piso lujoso con plenos derechos y ellos sabían que en la casa rica había de todo… 

Había, efectivamente… La abundancia se hizo en seguida pretérito. Porque a los dos meses la casa, pulcra, elegante y bien provista, se había convertido en una auténtica pocilga. 

El cuarto de baño, que nadie tuvo la imprudencia de utilizar, se hizo corral para las gallinas y conejos, que no faltaban, traídos por los hombres de sus «razzias» pueblerinas. 

En el salón, los chicos, jugando a la guerra, bombardeándose con los libros del despacho, habían roto los espejos y los cristales de las ventanas. 

La biblioteca del doctor desapareció. El teniente permitióse el lujo de regalar los volúmenes mejor encuadernados a las milicias de la cultura de su partido, y el resto sustituyó a las astillas en el fogón de la cocina. 

Fugitivos de un pueblo, vinieron a albergarse con los evacuados unos parientes paletos, y hubo que convertir en alcobas todas las habitaciones. Se tiraban colchones en el suelo. Y para no estorbarse en la cocina, los pueblerinos habían enchufado un chubeski al tiro de la chimenea de mármol del salón 

Las chicas jugaban a las señoras con los cortinajes de damasco y con los sombreros de la antigua inquilina… Los chicos arrastraban por los pasillos los sillones del comedor, imaginando que eran tanques, y con los fusiles y las bayonetas de juguete horadaban los guateados asientos. 

Los ricos cojines del cuarto turco se habían deshecho para rellenar los colchones con poca borra de los paletos fugitivos. 

El tapete oriental de la mesa del comedor le servía de chal a la dueña de la casa para abrigarse por los pasillos. Las blancas batas del médico se convirtieron en paños de cocina… 

En el salón se habían puesto tendederos, y cuando el chubeski estaba encendido, allí se colgaba a secar toda la ropa de la casa… 

Entre la mugre, las roturas, el desorden, el piso era una inmunda cochiquera. 

Sin embargo, la madre, recordando su bohardilla de los arrabales, cuando contemplaba la nueva vivienda revuelta, cochambrosa, hecha un lío, acostumbraba a decir: 

-Pero… ¡hay que ver qué bien vivían estos tíos cochinos!… ¿Para qué querrían tantas cosas?…  

Escena 23 LA DEL PUESTO DE LIBROS 

   

Aquel aristócrata canallita (Antonio de Hoyos y Vinent), traidor a su Patria, a su estirpe, a sus compañeros y a su sexo -odre de bilis y de pus-, que escribía casi a diario en «El Sindicalista», preguntaba de cuando en cuando, en sus incongruentes crónicas: 

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«Pero ¿por qué se venden todavía públicamente en Madrid libros de Concha Espina, Pío Baroja, Fernández Flores, El Caballero Audaz, López de Haro, García Sanchiz y otros autores facciosos?…» 

Matemáticamente, al siguiente día, de todos los puestos al aire libre establecidos en la calle de Alcalá, desde Príncipe de Vergara a Torrijos, y a lo largo de toda esta rúa, desaparecían, como por ensalmo, los ejemplares de nuestras obras. 

Y no era que, incitada por el afeminado acusica rojo, la Policía hubiera hecho una «razzia» en los puestos. Era, simplemente, que el público amigo, el público al que repugnaba la instigación envidiosa del aristócrata y traidorzuelo escritor, acudía a comprarlos, tal vez más que con la esperanza de la lectura deleitadora, con un acto de tácita protesta contra el delator cobarde e invertido. 

Se decía, y era tal vez la única verdad de la Prensa roja, que en el Madrid sitiado, en el Madrid hambriento y tiranizado, se vendían más libros que en épocas normales. 

Ya no eran ciertas, sino tergiversadas al gusto sectario, las causas que se daban como originarias de este aparente afán de cultura. 

Porque los propagandistas afirmaban que la Revolución había despertado en el pueblo un intenso afán de saber, de instruirse, de mejorarse espiritualmente. 

Y callaban las verdaderas causas: Que en un Madrid sin vida nocturna, sin teatros ni cinematógrafos abiertos de noche, con sus cafés en su mayoría cerrados o escasamente provistos de bebidas nauseabundas, auténticos venenos, que únicamente paladares milicianos eran capaces de engurgitar; en un Madrid triste, aterido, sin paseos, sin jardines, sin vida de relación, con las calles a oscuras desde el principio, el vecindario, tanto como de hambre, sufría de tedio. 

Y forzado a encerrarse en las casas, deseosos también de olvidar la pesadumbre constante y horrorosa de la guerra, la inquietud y la miseria de cada día, se refugiaba en la lectura, como en la única posible distracción. 

Había otro impulso casi tan poderoso: que en Madrid no existían víveres, ni ropas, ni calzados, ni muebles, ni nada útil en que emplear un dinero que, unos bien informados y otros por instinto, sabían que no había de servir para nada. 

En cambio, había libros, muchos libros, infinitos libros… Tantos que, en tres años de guerra, no pudieron acabar con ellos. Fue, quizá, el comercio más floreciente de todo el ciclo rojo. 

Las librerías, como casi todos los establecimientos del centro, se trasladaron a los altos del barrio de Salamanca. No encontraron locales bastantes y se desbordaron por las calles. Eran centenares de tenderetes por todas partes. 

Libros absurdos, restos de ediciones invendibles en su tiempo, se cotizaban a precios inverosímiles… Los autores conocidos tasábanse fabulosamente y se buscaban con obstinado afán. Las casas editoriales saldaron sus viejos «fondos» con facilidad increíble. El pillaje rojo nutrió especialmente este comercio. Las bibliotecas de los palacios saqueados y los conventos incendiados, las de los pisos robados después de la huída o el asesinato de sus dueños, abastecieron al principio los comercios ambulantes de libros. 

En los días de noviembre y diciembre del 36, cuando se esperaba a cada momento la entrada de las tropas nacionales, los salteadores se daban prisa a realizar su botín. Entonces se malbarataban los libros en las calles. 

Mas luego se normalizó la industria. La librería ambulante fue el recurso, el camouflage y también el medio de vida de muchos hombres honrados, empleados, oficinistas, periodistas cesantes, agentes comerciales a los que la Revolución dejó sin trabajo. 

Todo volumen impreso, por absurdo que fuera, tenía alta cotización. El cambio y el alquiler de libros llegó a ser un sistema perfecto de pingüe rendimiento. 

Se vendía todo. Mejor cuanto más caro. Y todavía más si el libro era voluminoso, de llamativa encuadernación y tenía «estampas». De los cuarteles, los comisarios y los milicianos de «cultura» venían a la Feria de la calle de Alcalá para hacer sus compras en gran escala. Se llevaban centenares de libros, que decían habían de repartirse en los frentes. Los libreros avispados, conocedores del analfabetismo casi total de los compradores, aprovechaban el momento para hacerles cargar con el lastre más absurdo… Y así, con destino a la milicianada de las trincheras, salían viejos tratados de anatomía, tomos de estadística pecuaria, folletos de conferencias religiosas, volúmenes de filosofía escolástica, apuntes de trigonometría, almanaques antiguos y novelas descabaladas en francés, en inglés o en alemán. 

Nada rechazaban los «nuevos ricos» que organizaban la «cultura» del Ejército Popular. Si vacilaban ante algún volumen extranjero, el vendedor les aconsejaba seriamente: 

-Llévalo, llévalo; ¡es un gran libro! La Brigada Internacional lo agradecerá mucho. 

La picardía se mezclaba a la codicia… Y en el fondo del drama -robo, hambre, miseria física y moral- surgía la pincelada .del sainete. 

Un comandante llegaba hasta el tinglado de una librería de ocasión. En los tableros destacaban flamantes, encuadernados en piel, con cantoneras doradas, seis u ocho volúmenes enormes. 

-¿Qué es esa obra? -preguntaba al librero el comandante, sin hojearla, sin leer el título siquiera. 

-¡Magnífica! -se limitaba a responder el vendedor. 

-¿Qué vale? 

Antes de decir el precio, el comerciante insinuaba tímidamente: 

-Te advierto que es un tratado de Ginecología y está en francés. 

-No importa. Estoy «poniendo» la biblioteca en casa y quiero tener de todo. 

Se volvía al «enlace», un truhán miliciano, y le decía: 

-¡Vaya obra! Hará bien allí, en el despacho. 

Deslumbrado por las magníficas encuadernaciones, el bárbaro comandante pagaba sin rechistar un precio exorbitante. 

Y cuando el «enlace», abrumado por el peso, parecía vacilar, su jefe le animaba: 

-Ya me habrás oído decirlo siempre: pa la Revolución, lo primero que se necesita es la cultura. 

Por la transcripción

Julio MERINO 

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.