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“Yo sostengo que el problema catalán, como los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que solo se puede CONLLEVAR”

 

“El Correo de España” reproduce hoy de la mano de Julio Merino un resumen del famoso discurso que Ortega y Gasset pronunció el 13 de mayo 1932 en las Cortes Españolas, con motivo de los debates del Estatuto Catalán.

 

Señores Diputados: yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que  han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que  sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás  españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también  tienen que conllevarse con los demás españoles. 

Yo quisiera, señores catalanes, que me escuchaseis con plena holgura de ánimo, con toda  comodidad interior, sin ese soliviantamiento de la atención que os impediría fijarla en lo  que vayáis oyendo, porque temierais que, al revolver la esquina de cualquiera de mis  párrafos, tropezaseis con algún concepto, palabra o alusión enojosa para vosotros y para  vuestra causa. No; yo os garantizo que no habrá nada de eso, lo garantizo en la medida que  es posible, cuando se tienen todavía por delante algunos cuartos de hora de navegación  oratoria. Nadie presuma, pues, que yo voy a envenenar la cuestión. No; todo lo contrario;  pero pienso que, sólo partiendo de reconocerla en su pura autenticidad, se le puede  propinar y a ello aspiro, un eficaz contraveneno. Vamos a ello, señores. 

Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se  puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese  la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema  perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar. 

¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta, porque debía ésta  hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas. Cualquiera diría que se trata de un  problema único en el mundo, que anda buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia,  cuando es más bien un fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque  se ha dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido y  tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre técnico: el problema  catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. No temáis,  señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y  no poco, doloroso para todos. 

¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad  variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y  le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras  éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad  histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos  sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos,  señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos. 

Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira los grandes  nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimiento de signo contrario. Sería  completamente falso afirmar que los españoles hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros  ese sentimiento negativo, precisamente porque estábamos poseídos por el formidable  afán de ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, de la  pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta España  compacta. 

En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una  extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir  aparte. Por eso el nacionalismo particularista podría llamarse, más expresivamente,  apartismo o, en buen castellano, señerismo. 

Pero claro está que esto no puede ser. A un lado y otro de ese pueblo infusible se van  formando las grandes concentraciones; quiera o no, comprende que no tiene más remedio  que sumirse en alguna de ellas: Francia, España, Italia. Y así ese pueblo queda en su ruta  apresado por la atracción histórica de alguna de estas concentraciones, como, según la  actual astronomía, la Luna no es un pedazo de Tierra que se escapó al cielo, sino al revés,  un cuerpo solitario que transcurría arisco por los espacios y al acercarse a la esfera de  atracción de nuestro planeta fue capturado por éste y gira desde entonces en su torno  acercándose cada vez más a él, hasta que un buen día acabe por caer en el regazo cálido de  la Tierra y abrazarse con ella.  

Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan, perpetuamente en disociación,  estas dos tendencias: una, sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte  también sentimental, pero, sobre todo, de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los  otros en unidad nacional. De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra  tendencia y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones, parece que ese  impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra unido, como el que más,  dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto de apartarse continúa somormujo,  soterráneo, y más tarde, cuando menos se espera, como el Guadiana, vuelve a presentarse  su afán de exclusión y de huida. 

 

Un caso doloroso

Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña; es algo de que nadie es responsable; es el  carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino, que arrastra angustioso a lo largo de  toda su historia. Por eso la historia de pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi  incesante; porque la evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en  un gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores. De aquí que  ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad  arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es  que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es  decir, de quien le manda o con quien manda él conjuntamente. Y así, por cualquier fecha  que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos, con gran probabilidad,  enzarzados con alguien, y si no consigo mismos, enzarzados sobre cuestiones de  soberanía, sea cual sea la forma que de la idea de soberanía se tenga en aquella época: sea  el poder que se atribuye a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad Media  y en el siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular. Pasan los climas  históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante, doloroso,  permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo que es problema para sí  mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás y, así, no es extraño que si nos asomamos por cualquier trozo a la historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas  sorprendentes, como aquella acontecida a mediados del siglo XV: representantes de  Cataluña vagan como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando algún rey  que quiera ser su soberano; pero ninguno de estos reyes acepta alegremente la oferta,  porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía en Cataluña. Comprenderéis, pues,  que si esto ha sido un siglo y otro y siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y  respetable; y cuando oigáis que el problema catalán es en su raíz, en su raíz –conste esta  repetición mía–, cuando oigáis que el problema catalán es en su raíz ficticio, pensad que  eso sí que es una ficción. 

¡Señores catalanes: no me imputaréis que he empequeñecido vuestro problema y que lo he  planteado con insuficiente lealtad! 

Pero ahora, señores, es ineludible que precisemos un poco. Afirmar que hay en Cataluña  una tendencia sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere decir, traducido prácticamente al  orden concretísimo de la política? ¿Quiere decir, por lo pronto, que todos los catalanes  sientan esa tendencia? De ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han sentido  siempre la tendencia opuesta; de aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a que  yo antes me refería. Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España. Pero no creáis  por esto, señores de Cataluña, que voy a extraer de ello consecuencia ninguna; lo he dicho  porque es la pura verdad, porque, en consecuencia, conviene hacerlo constar y porque,  claro está, habrá que atenderlo. Pero los que ahora me interesan más son los otros, todos  esos otros catalanes que son sinceramente catalanistas, que, en efecto, sienten ese vago  anhelo de que Cataluña sea Cataluña. Mas no confundamos las cosas; no confundamos ese  sentimiento, que como tal es vago y de una intensidad variadísima, con una precisa  voluntad política. ¡Ah, no! Yo estoy ahora haciendo un gran esfuerzo por ajustarme con  denodada veracidad a la realidad misma, y conviene que los señores de Cataluña que me  escuchan, me acompañen en este esfuerzo. No, muchos catalanistas no quieren vivir  aparte de España, es decir, que, aun sintiéndose muy catalanes, no aceptan la política  nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque esto es lo lamentable de  los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de  traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo  exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente,  en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se  atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil,  faltando, claro está a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de  anticatalanes. Es el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad han  caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a hacer los que  discrepan? Son arrollados; pero sabemos perfectamente de muchos, muchos catalanes  catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren esa política concreta que les ha sido  impuesta por una minoría. Y al decir esto creo que sigo ajustándome estrictamente a la  verdad. (Muy bien, muy bien). 

 

El llamado problema catalán

Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia, reconozcamos que hay  de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte de España. Ellos son los que nos  presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema catalán, del cual yo he dicho  que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque  frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y  trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de  destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la  cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el  sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos  tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre  creer que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre.  Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo, sería como  multiplicarlo por su propia cifra; sería, en sum hacerlo más insoluble que nunca. 

Supongamos, si no, lo extremo –lo que por cierto estarían dispuestos a hacer, sin más,  algunos republicanos de tiro rápido (que los hay, y de una celeridad que les promete el  campeonato en cualquiera carrera a pie)–; supongamos lo extremo: que se concediera, que  se otorgase a Cataluña absoluta, íntegramente, cuanto los más exacerbados postulan.  ¿Habríamos resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado entonces  plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto habríamos dejado plenamente,  mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renacería de sí mismo, con signo  inverso, pero con una cuantía, con una violencia incalculablemente mayor; con una  extensión y un impulso tales, que probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por  delante el régimen. Que es muy peligroso, muy delicado hurgar en esta secreta, profunda  raíz, más allá de los conceptos y más allá de los derechos, de la cual viven estas plantas que  son los pueblos. ¡Tengamos cuidado al tocar en ella!  

Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar radicalmente lo incurable.  Recuerdo que un poeta romántico decía con sustancial paradoja: «Cuando alguien es una  pura herida, curarle es matarle.» Pues esto acontece con el problema catalán. 

En cambio, es bien posible conllevarlo. Llevamos muchos siglos juntos los unos con los  otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el conllevarnos dolidamente, es común destino,  y quien no es pueril ni frívolo, lejos de fingir una inútil indocilidad ante el destino, lo que  prefiere es aceptarlo.  

Después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que en la vida individual hay  algún problema verdaderamente importante que se resuelva? La vida es esencialmente  eso: lo que hay que conllevar, y, sin embargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida,  brotan y florecen no pocas alegrías. 

Este problema catalán y este dolor común a los unos y a los otros es un factor continuo de  la Historia de España, que aparece en todas sus etapas, tomando en cada una el cariz  correspondiente. Lo único serio que unos y otros podemos intentar es arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es conllevarlo, dándole en cada instante la mejor  solución relativa posible; conllevarlo, en suma, como lo han conllevado y lo conllevan las  naciones en que han existido nacionalismos particularistas, las cuales (y me importa  mucho hacer constar esto para que quede nuestro asunto estimado en su justa medida),  las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa hoy aproximadamente todas,  todas menos Francia. Lo cual indica que lo que en nosotros juzgamos terrible, extrema  anomalía, es en todas partes lo normal. Pues en este punto quien representa la efectiva,  aunque afortunada anormalidad, es Francia con su extraño centralismo; todos los demás están acongojados del mismo problema, y todos los demás hacen lo que yo os propongo:  conllevarlo. 

Con esto, señores, he intentado demostrar que urge corregir por completo el modo como  se ha planteado el problema, y, sin ambages ni eufemismos, invertir los términos: en vez  de pretender resolverlo de una vez para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a  términos de posibilidad, buscando lealmente una solución relativa, un modo más cómodo  de conllevarlo: demos, señores, comienzo serio a esta solución. 

¿Cuál puede ser ella? Evidentemente tendrá que consistir en restar del problema total  aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás. Lo insoluble es  cuanto significa amenaza, intención de amenaza, para disociar por la raíz la convivencia  entra Cataluña y el resto de España, Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros  es la unidad de soberanía.  

 

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Soberanía, federalismo y autonomía

Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro en la discusión constitucional, en que  se estuvo a punto, por superficiales consideraciones de la más abstrusa y trivial ideología,  con un perfecto desconocimiento de lo que siente y quiere, salvo breves grupos, nuestro  pueblo, sobre todo, de lo que siente y quiere la nueva generación, se estuvo a punto, digo,  nada menos que de decretar, sin más, la Constitución federal de España. Entonces,  aterrado, en una madrugada lívida, hablé ante la Cámara de soberanía, porque me  acongojaba desde el advenimiento de la República la imprecisión, tal vez el  desconocimiento, con que se empleaban todos estos vocablos: soberanía, federalismo,  autonomía, y se confundían unas cosas con otras, siendo todas ellas muy graves.  Naturalmente, no he de repetir ahora lo que entonces dije; me limitaré a precisar lo que es  urgente para la cuestión.  

Decía yo que soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el poder que crea y anula  todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos, soberanía, pues significa la voluntad  última de una colectividad. Convivir en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas  de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir  juntos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña, o hay  muchos, que quiere desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que  pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque  de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las horas  sagradas de esencial decisión. Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado  de este proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amenaza de la  soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos y rápidos a  una catástrofe nacional. 

Yo recuerdo que una de las pocas veces que en mis discursos anteriores ludí al tema  catalán fue para decir a los representantes de esta región: «No nos presentéis vuestro afán  en términos de soberanía, porque entonces no nos entenderemos. Presentadlo, planteadlo  en términos de autonomía». Y conste que autonomía significa, en la terminología  juridicopolítica, la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal  que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es  espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y  el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es autonomía. Y en ese plano, reducido así el  problema, podemos entendernos muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto– progresivamente, porque esto es lo que más conviene hallar: una solución relativa y  además progresiva. Desde hace muchos años, con la escasez de mis fuerzas solitarias,  venía yo preparando este tipo de solución, tomando el enorme problema como hay que  tomar todos en política, sistemáticamente, articulándolos unos con otros, a fin de que  coadyuven a su conjunta superación.  

Prescindiendo provisionalmente del problema catalán, yo analizaba la situación en que  estaba mi país y encontraba en él un morbo básico, sin curar el cual no soñéis que España  pueda llegar a ser nunca una nación vigorosa. Este morbo consistía, consiste, en la inercia  de vida pública y, por tanto, política, económica, intelectual, en que viven los hombres  provinciales. España es, en su casi totalidad, provincia, aldea, terruño. Mientras no  movilicemos esa enorme masa de españoles en vitalidad pública, no conseguiremos jamás  hacer una nación actual. ¿Y qué medios hay para eso? No se me puede ocurrir sino uno:  obligar a esos provinciales a que afronten por sí mismos sus inmediatos y propios  problemas; es decir, imponerles la autonomía comarcana o regional. 

Y sería desconocer por completo la realidad de este morbo que se trata de curar (una  realidad que es la específica de España, la única que no se puede copiar de ningún  programa político extranjero, sino que hay que descubrirla con la propia intuición y con el  propio pensamiento); sería ignorar, digo, la realidad que se trata de corregir, esperar que  la provincia anhele y pida autonomía. Desde el punto de vista de los altos intereses  históricos españoles, que eran los que a mí me inspiraban, si una región de las normales  pide autonomía, ya no me interesaría otorgársela, porque pedirla es ya demostrar que  espontáneamente se ha sacudido la inercia, y, en mi idea, la autonomía, el régimen, la  pedagogía política autonómica no es un premio, sino, al revés, uno de esos acicates, de  esos aguijones, que la alta política obliga por veces a hincar bien en el ijar de los pueblos  cansinos. Así concebía yo la autonomía. 

Y una vez que imaginaba a España organizada en nerviosas autonomías regionales,  entonces me volvía al problema catalán y me preguntaba: «¿De qué me sirve esta solución  que creo haber hallado a la enfermedad más grave nacional (que es, por tanto, una  solución nacional), para resolver el problema de Cataluña?» Y hallaba que, sin  premeditarlo, habíamos creado el alvéolo para alojar el problema catalán. Porque, no lo  dudéis, si a estas horas todas las regiones estuvieran implantando su autonomía, habrían  aprendido lo que ésta es y no sentirían esa inquietud, ese recelo, al ver que le era  concedida en términos estrictos a Cataluña. Habríamos, pues, reducido el enojo  apasionado que hoy hay contra ella en el resto del país y lo habríamos puesto en su justa  medida. Por otra parte, Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo,  claro está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado; por  decirlo así, químicamente puro, sin, sin poder alimentarse de motivos en los cuales la  queja tiene razón. 

Esto venía yo predicando desde hace veinte años, pero no sé lo que pasa con mi voz, que,  aunque no pocas veces se me ha oído, casi nunca se me ha escuchado; se me ha hecho  homenaje, que agradezco, aunque no necesito, dado el humilde cariz de mi vida, pero no se  me ha hecho caso. Y así ha acontecido que lo que yo pretendía evitar es hoy un hecho, y  como os decía en discurso anterior, se hallan frente a frente la España arisca y la España  dócil. (Rumores.)

 

La solución autonómica

 

Aunque en peores condiciones, es de todos modos necesario e ineludible intentar esta  solución autonómica. La autonomía es el puente tendido entre los dos acantilados, y ahora  lo que importa es determinar cuál debe ser concretamente la figura de autonomía que hoy  podemos otorgar a Cataluña. Con ello desemboco en la tercera y última parte de mi  discurso (el auditorio respira animoso cuando oye que el orador anuncia que en su  discurso comienza la vertiente de descenso); pero esta vez esa tercera parte ha de ser,  creo que breve, aunque en definitiva, la decisiva, porque será aquella en la cual un grupo  de hombres, el que forma nuestra minoría, exprese lo que ahora es urgente que todos  expongan: cuál es su opinión concreta, taxativa, sobre lo que va a constituir el Estatuto de  Cataluña. Pues es problema tan hondo, de tan largas consecuencias, que es preciso que  todos los grupos de la Cámara, como les pedía el señor Maura en su discurso del viernes  pasado, digan lo que opinan concretamente sobre ello antes de comenzar la discusión del  articulado. Parece que hay algún vago derecho a solicitarlo así. Todos los grupos de la  Cámara, sobre todo los grandes partidos, y más aún el mayor de los grandes partidos, que  es el partido socialista, deben exponer su opinión. El partido socialista tiene el gran deber  en esta hora de hablar a tiempo, con toda altitud y precisión, por dos razones; la primera,  ésta: el partido socialista fue en tiempos de la monarquía un magnífico movimiento de  opinión que vivía extramuros del Gobierno; doctrinalmente no revolucionario, era de  hecho semi-revolucionario por su escasa compatibilidad con aquel régimen; pero desde el  advenimiento de la República, el partido socialista es un partido gubernamental, y esté o  no esté en el banco azul, un partido gubernamental es cogobernante, porque se halla  siempre en potencia próxima de ponerse a gobernar. Es, pues, preciso que este partido,  que es un partido de clase, al hacerse partido de gobierno, nos vaya enterando de cómo  logra articular su interés de partido de clase con el complejo y orgánico interés nacional,  porque gobernar, sólo puede un partido por su dimensión de nacional; lo otro, es una dictadura. Pero la otra razón, que obliga al partido socialista a declararse bien ante la  opinión, es que estamos ahora discutiendo, junto a esta reforma de la organización  catalana que nos trae el Estatuto, otra reforma, germinada con ella o como melliza, que es  la reforma agraria, de interés muy especialmente socialista, aunque yo creo que, además,  es de interés nacional. Es menester que en esta combinación de los dos temas llegue el  partido socialista a igual claridad con respecto al uno y con respecto al otro; es ésta una  diafanidad a que el partido socialista español, por su propia historia, nos suele tener  acostumbrados, pero que mucho más tiene que hacer ahora plenamente transparente,  plenamente clara y plenamente prometedora. 

Pues bien; voy ahora a decir rápidamente, no lo que, en cada una de las líneas del proyecto  de esa Comisión, ha puesto, contrapuesto o subrayado nuestro grupo, en largas reuniones  de meditación sobre el tema; pero sí voy a designar cuáles son las normas concretísimas  que nos ha inspirado ésta que consideramos corrección del proyecto y que da a nuestro  voto particular casi un carácter –si no fuera pretensión– de contraproyecto. Ante todo,  como he dicho, es preciso raer de ese proyecto todos los residuos que en él quedan de  equívocos con respecto a la soberanía; no podemos, por eso, nosotros aceptar que en él se  diga: «El Poder de Cataluña emana del pueblo.» La frase nos parece perfecta, ejemplar;  define exactamente nuestra teoría general política; pero no se trata sin distingos, que  fueran menester, del pueblo de Cataluña aparte, sino del pueblo español, dentro del cual y  con el cual convive, en la raíz, el pueblo catalán. 

Parejamente, nos parece un error que, en uno de los artículos del título primero, se deslice  el término de «ciudadanía catalana». La ciudadanía es el concepto jurídico que liga más  inmediata y estrechamente al individuo con el Estado, como tal; es su pertenencia directa  al Estado, su participación inmediata en él. Hasta ahora se conocen varios términos, cada  uno de los cuales adscribe al individuo a la esfera de un Poder determinado; la ciudadanía  que le hace perteneciente al Estado, la provincialidad que le inscribe en la provincia, la  vecindad que le incluye en el Municipio. Es necesario, a mi modo de ver, que inventen los  juristas otro término, que podamos intercalar entre el Poder supremo del Estado y el  Poder que le sigue –en la vieja jerarquía– de la provincialidad; pero es menester también  que amputemos en esa línea del proyecto de Estatuto esa extraña ciudadanía catalana, que  daría a algunos individuos de España dos ciudadanías, que les haría en materia  delicadísima, coleccionistas. 

Por fortuna, ahorra mi esfuerzo, en el punto más grave que sobre esta materia trae el  dictamen, el espléndido discurso de maestro de Derecho que ayer hizo el señor Sánchez  Román. Me refiero al punto en el cual el Estatuto de Cataluña tiene que ser reformado, de  suerte tal que no se sabe bien si esta ley y poder que las Cortes ahora otorguen podrá  nunca volver a su mano, pues parece, por el equívoco de la expresión de este artículo, que  su reforma sólo puede proceder del deseo por parte del pueblo catalán. A nuestro juicio, es  menester que se exprese de manera muy clara no sólo que esto no es así, sino que es  preciso completarlo añadiendo a esa incoación, por parte de Cataluña, del proceso de  revisión y reforma del Estatuto, otro procedimiento que nazca del Gobierno y de las  Cortes. Parece justo que sea así. Es un problema entre dos elementos, entre dos cabos, y  nada más justo y racional que el que la reforma y la revisión puedan comenzarse o por un  cabo o por el otro; que intervenga, pues, o el Gobierno de la nación o el plebiscito de  Cataluña. 

 

El problema del Bilingüismo

Vamos ahora al tema de la enseñanza. Es éste un punto en que me complace declarar que  la fórmula encontrada por el dictamen de la Comisión se nos antoja excelente. Pretende  Cataluña crear ella su cultura; a crear una cultura siempre hay derecho, por más que sea la  faena no sólo difícil, sino hasta improbable; pero ciertamente que no es lícito coartar los  entusiasmos hacia ello de un grupo nacional. Lo que no sería posible es que para crear esa  cultura catalana se usase de los medios que el Estado español ha puesto al servicio de la  cultura española, la cual es el origen dinámico, histórico, justamente del Estado español.  Sería, pues, como entregar su propia raíz. Bien está, y parece lo justo, que convivan  paralelamente las instituciones de enseñanza que el Estado allí tiene y las que cree, con su  entusiasmo, la Generalidad. Ya hablaremos cuando se trate del articulado, del problema  del bilingüismo. Dejemos, pues, intacta esta cuestión. Lo que importa es decir que en aquel  punto general de la enseñanza nos parece excelente el dictamen de la Comisión. Sólo  podría oponerse una advertencia. ¿No sería ello complicar demasiado las cosas? ¿No sería  acumular en Cataluña un exceso de instituciones docentes?  

Decía un viejo libro indio que cuando el hombre pone en el suelo la planta, pisa siempre  cien senderos. ¡Hay que ver los senderos que acabamos de pisar con esta observación! ¿No  serían excesivos los establecimientos de enseñanza que así resultarían en Cataluña?  ¿Sabéis en qué tipo de cuestiones ponemos ahora el pie, qué cantidad de inepcias y de  irreflexión han gravitado sobre el destino español y que afloran y trasparecen ahora de  pronto al tocar este tema? ¿Sabéis que hasta hace tres años en Barcelona, en una población de un millón de habitantes, había un solo Instituto, cuando en Alemania, para un millón de  habitantes, hay cuarenta Institutos, y en el país que menos, en Francia, hay catorce  Institutos? Uno de los senderos que parten ahora de nuestra planta es el haceros caer en la  cuenta de que cuando discutáis los problemas de las órdenes religiosas y de la enseñanza  tengáis la generosidad y la profundidad de plantearlos en toda su complejidad, porque  cuando un Estado se ha comportado de esta suerte ante una urbe de un millón de  habitantes, en una de las instituciones más características de las clases que, al fin y al cabo,  tenían el poder en aquel régimen; cuando un Estado se ha comportado así, cuando el resto  del país lo ha tolerado y tal vez ni lo ha sabido, lo cual quiere decir que no lo ha atendido,  no hay derecho a quejarse de que los pobres chicos tengan que ir a recibir enseñanza  donde se la den; y las órdenes religiosas se la daban, no porque tuvieran una excepcional,  fantástica y espectral fuerza insólita sobre la vida española, sino simplemente porque el  Estado español y la democracia constitucional española hacían dejación de sus deberes de  atender a la enseñanza nacional. (Muy bien.)  

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Pero cuando tocamos este punto, otro sendero, que lleva a problemas todavía más graves,  nos araña las plantas, porque al haber caído en la cuenta de que esto se hacía, de que esta  enormidad se hacía, es decir, no se hacía, en una población como Barcelona en materia de  enseñanza, nos preguntamos: ¿Y qué es lo que se hacía con respecto a las otras  instituciones de Gobierno, de Poder público? ¿Cómo estaba allí representado  institucionalmente, en ese enorme cuerpo social que es Barcelona, el Estado, el Poder?  ¿Qué figuras de autoridad veía a toda hora el buen barcelonés pasar por delante de él para  aprender de esa suerte lo que es el mando, la autoridad del Estado? Pues, señores, hasta  hace muy pocos años, bien pocos años, la población de Barcelona y su provincia, con el  millón de habitantes de su capital, estaba gobernada exactamente por las mismas  instituciones que Soria y que Zamora, pequeñas villas rurales: por un gobernador civil. ¡Y  luego extrañará que en Barcelona hubiese una rara inspiración subversiva! Esa población  está compuesta, principalmente, de un enorme contingente de obreros; la concentración  industrial de Barcelona arranca de los últimos terruños y glebas de España, donde vivían  al fin y al cabo moralizados por la influencia tradicional y como vegetal de su patria,  infinidad de obreros españoles y los lleva a Barcelona y los amontona allí; y estos obreros,  como las demás clases sociales, no veían aparecer el Poder público con volumen y figura  correspondiente y, naturalmente, sentían constantemente como una invitación a olvidarse  del poder y de la autoridad, a ser constitutivamente subversivos; y de aquí, no por ninguna  extraña magia ni poder especial de la inspiración catalana, de aquí que todas las cosas  subversivas que han acontecido en España, desde hace muchísimos años, vinieran de  Barcelona. ¡Es natural! ¡Si el aire era subversivo, porque no se le había enseñado a ser otra  cosa! Se juntan allí los militares y brotan las Juntas de Defensa y, creedme, si un día se  juntan allí los obispos, ya veréis cómo los báculos se vuelven lanzas. (Risas.)  

Otro punto en que coincidimos, y esto va a extrañar a muchos, con el proyecto de la  Comisión, es aquel que se refiere al orden público. A primera vista y al pronto, yo, como  muchos, pensé que parecía improcedente otorgar a Cataluña en esta forma –que conste, no  es total–, el cuidado del orden público. A primer vista, en efecto, parece, y es cierto, que el  orden público es el poder más inmediato del Estado; pero, en primer lugar, en este artículo  no se quita al Estado la intervención en el orden público, sino, simplemente, se crea una  instancia primera, la cual se entrega a la Generalidad. Confieso que me hizo gran  impresión la advertencia que nos transmitía en su discurso el señor Maura, advertencia evidentemente aprendida en su experiencia de ministro de la Gobernación; experiencia  que yo me sospecho mucho no voy a lograr directamente nunca, pero que, por lo mismo,  me complace absorber de quien me la transmite. Pues bien; no tenía duda ninguna que era  de gran fuerza el razonamiento del señor Maura. ¿No es cuestión delicada que coexistan – pues esta sería una de las posibles soluciones en Cataluña– dos policías? ¿No es  igualmente, o más delicado, que el Estado se quede sin contacto directo, sin visión ni  previsión de lo que germina y fermenta en los bajos fondos de la vida catalana y, sobre  todo, en los profundos bajos fondos de la ciudad de Barcelona? Ni lo uno ni lo otro es, en  efecto, deseable. Lo uno y lo otro llevan a desagradables consecuencias. Dos policías  hurgando en lo mismo, con tropezones de manos distintas sobre un mismo tema oscuro,  en manera alguna; una policía del Estado español teniendo que afrontar acaso situaciones  graves, sin tener de ellas ningún conocimiento previo, tampoco. No escatimo, pues, la  importancia, la gravedad de esta advertencia; pero permitidme que os muestre el otro  lado de la cuestión. 

Se crea por este Estatuto un Poder regional de suma importancia, con gran burocracia, con  intervención en una cantidad enorme de asuntos de la vida local catalana; tiene, pues,  ancho campo para actuar. ¿Tiene sentido que a ese Poder, al cual damos la parte más  mollar y fecunda de la gobernación, le retengamos la parte más difícil, aquella que  representa el módulo de responsabilidad de todo Gobierno y de todo Poder y, sobre todo,  aquella que es en la que se manifiesta el último punto de delicadeza y de tacto moral de los  Poderes? ¿Tiene sentido que todas las cosas buenas se hagan por la Generalidad y que sea  el Estado central quien tenga que ir allí no más que para resolver problemas de orden  público, que son siempre agujeros que se hacen en el capital de autoridad de todo  Gobierno? No puede ser; si allí pasa lo bueno, conviene que tengan también la experiencia  de los problemas que plantea el orden público; es menester que allí donde actúa el Poder  sea donde se afronten inmediatamente, y por lo menos en primera instancia, sus  consecuencias; que no pase como ocurre con los pájaros de las pampas que se llaman  teros, de los cuales muchas veces don Miguel de Unamuno ha dicho, repitiéndonos los  versos de Martín Fierro, «que en un lao pegan los gritos y en otro ponen los huevos»; no,  que el grito se pegue junto al huevo. (Muy bien.) 

Sobre el Poder judicial catalán

No podemos aceptar, en cambio, que pase el orden judicial íntegro a la Generalidad; pero  esto por una razón frente a la cual me extraña que pueda darse, por parte de los señores  catalanes, contra razón de peso. No es la cuestión de Justicia tema que pueda servir de  discusión, ni de batalla entre los hombres. Acontece así, pero no debe acontecer; es decir,  que acontece sin razón. En todas partes es el movimiento que empuja a la Historia, ir  haciendo homogénea la Justicia, porque sólo si es homogénea puede ser justa; no es  posible que, de un lado al otro del monte, la Justicia cambie de cara; el ideal sería que la  Justicia fuese, no ya sólo nacional, sino internacional, planetaria, a ser posible, sideral; que  cuanto más homogénea la hagamos, más amplia la hagamos, más cerca estará de poder  soñar en ser algo arecido a Justicia misma. 

Pero, en fin, déjese a los catalanes su justicia municipal; déjeseles todo lo contencioso  administrativo sobre los asuntos que queden inscritos en la órbita de actuación que emana  de la Generalidad, pero nada más. 

 

Y vamos al último punto, al que se refiere a la Hacienda. No voy, naturalmente, ahora a  tratar en detalle, ni formalmente, del asunto. Voy sólo a enunciar las dos normas que nos  han inspirado la corrección al anteproyecto. Son dos normas, la una complementaria de la  otra y que, por lo mismo, la corrige. La norma fundamental es ésta: deseamos que se  entreguen a Cataluña cuantías suficientes y holgadas para poder regir y poder fomentar la  vida de su pueblo dentro de los términos del Estatuto: lo hacemos no sólo con lealtad, sino  con entusiasmo; pero lo que no podemos admitir es que esto se haga con detrimento de la  economía española. No me refiero ahora a las cuantías, no escatimo; lo que digo es que no  es posible entregar a Cataluña ninguna contribución importante, íntegra, porque eso la  desconectaría de la economía general del país, y la economía general del país,  desarticulada, no por el más o el menos de cuantía en lo que se entregara, no podría vivir  con salud, y mucho menos en aumento y plenitud.  

De aquí que fuera menester idear una fórmula amplia en la concesión actual, elástica hacia  el porvenir y, sobre todo, que creciese automáticamente, conforme la vida y la riqueza de  Cataluña lo exigiera. No se puede en este punto, mirada así la cuestión, pedir más. Se os da  una copa que crecerá conforme crezca el hontanar que brote en vuestra tierra. Pero no  basta con esto, porque no es decente crear un Poder, sea el que fuere, al cual se encargue  de fomentar la vida de un territorio, sin darle, no sólo medios para ello, sino albedrío para  jugar melodías político-históricas sobre esa economía que se le da; no es decente, repito,  crear el Poder catalán y no dejarle alguna imposición sobre el cual pueda legislar. Pero  como el principio anterior nos impide concederle ningún tributo entrañable de la  economía nacional, de ahí que se nos ocurriese buscar en los derechos reales sobre bienes  raíces algo en lo cual pueda perfectamente Cataluña legislar con entera libertad. ¿Por qué?  Porque es una clase de derechos más fácilmente desconectable del resto de la economía,  porque es un tipo de derechos, de impuestos relativamente fácil, de los más fáciles de  cobrar, porque no os plantea el problema perenne de Hacienda de las incidencias, de decir  quién es el que en definitiva paga la imposición. Porque el legislador impone un tributo  sobre un bien, una actividad o una persona y resulta que se va transfiriendo de golpe de  hombro al vecino, de éste al otro, y se acaba por no saber quién paga, en realidad, aquel  impuesto.  

Ciertamente, con toda lealtad digo que esto tiene un inconveniente, pero que al mismo  tiempo es ventaja. Los derechos reales son, por una de sus caras, un impuesto de carácter  político; naturalmente que esto trae consigo que puedan, a veces, ocasionar, motivar  luchas y discordias interiores; pero, por otra parte, han sido estos derechos a los que han  recurrido los pueblos cuando precisamente han tenido que hacer grandes sacrificios,  profundos sacrificios históricos. Después de la guerra, todos los pueblos –Inglaterra por  delante–, para salvar la situación de las deudas creadas, cayeron sobre los impuestos de  derechos reales. 

La utopía es mortal

Señores, así es como yo veo el perfil de autonomía que ahora, dadas las circunstancias, las  situaciones, debe otorgarse a Cataluña. Es una autonomía de figura sumamente amplia y  anuncia ella una posible corrección progresiva.  

¡Creed que es mejor un tipo de solución de esta índole que aquella pretensión utópica de  soluciones radicales! La utopía es mortal, porque la vida es hallarse inexorablemente en  una circunstancia determinada, en un sitio y en un lugar, y la palabra utopía significa, en cambio, no hallarse en parte alguna, lo que puede servir muy bien para definir la muerte.  Se trata de adelantar, de iniciar un nuevo camino de solución. Por tanto, no nos pidáis que  en este primer paso que damos hacia vosotros, hayamos llegado ya; que este primer paso  sea el último. No. Esperad. Intentemos este nuevo modo de conllevarnos, que él nos vaya  descubriendo posibles ampliaciones.  

Claro es que con esto no se resuelve sino aquella porción soluble del problema catalán.  Queda la otra, la irreductible: el nacionalismo. ¿Cómo se puede tratar esta otra cuestión?  ¡Ah! La solución de este otro problema, del nacionalismo, no es cuestión de una ley, ni de  dos leyes ni siquiera de un Estatuto. El nacionalismo requiere un alto tratamiento  histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelvan en un gran  movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien  las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en  decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buena ventura los desnutre y los  reabsorbe. Tenía gran razón el señor Cambó en este punto, más razón que muchos  representantes actuales de Cataluña, cuando decía que el nacionalismo catalán solo tiene  su vía franca al amparo de un enorme movimiento creador histórico. El proponía lo que  llamaba iberismo, y yo en punto al iberismo estoy en desacuerdo con él, pero en el sentido general tenía razón. Lo importante es movilizar a todos los pueblos españoles en una gran  empresa común. Pero no hace falta nada de «iberismo»; tenemos delante la empresa, de  hacer un gran Estado español. Para esto es necesario que nazca en todos nosotros lo que  en casi todos ha faltado hasta aquí, lo que en ningún instante ni en nadie debió faltar: el  entusiasmo constructivo. Este debe ser el supuesto común a todos los grupos  republicanos, lo que latiese unánimemente, por debajo o por encima de todas nuestras  otras discrepancias; que nos envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y  como el elemento de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser para  nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido quehacer, de  una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la más  divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor. Este entusiasmo constructivo es un  estado de ánimo en que se unen inseparablemente la alegría del proyectar y la seriedad  del hacer. Por eso yo pedía que la República fuese alegre, lo cual ha molestado a algunos  republicanos sin que yo pudiera explicarme esta irritación por ninguna razón favorable  para los que se irritaron. Porque si hay republicanos que creen que deben defenderse de  mí porque les pido que sean alegres y no sean agrios, entonces es que estos republicanos  no están en su verdad y que han errado su posición y temple históricos. Desde las  primeras palabras que pronuncié en la Cámara pedía yo una República emprendedora y  ágil, lo cual no quiere decir apresurada. Porque ágil es el que actúa siempre con la misma  celeridad posible, pero sólo con la posible. Ágil, en efecto, es el que corre y no se atropella.  Vayamos, pues, con celeridad, pero sin acritud, con decoro, con exactitud y viendo bien  qué es lo que hoy en su profundo corazón múltiple desea el país que hagamos, en este gran  paso del Estatuto que tenemos delante. Y si no fuera porque en uno de sus lados sería  petulancia, terminaría diciéndoos, señores diputados, que reflexionéis un poco sobre lo  que os he dicho y olvidéis que yo os lo he dicho. (Grandes aplausos.) 

José Ortega y Gasset 

Diputado por la “Agrupación al Servicio de la República”

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.