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No se trata de crear una nueva historia, de inventar heroicos acontecimientos o customizar fragmentos y retazos del pasado de acuerdo con nuestro particular interés.
La vida de José Millán-Astray y Terreros es auténtica, ajustada a la realidad de un tiempo, a las necesidades de todos aquellos momentos de los que fue testigo y, en la mayoría de los casos, protagonista.
Hablamos de la figura de un héroe, de una niñez atípica, de una adolescencia bélicamente convulsa que, a su vez, anticiparía el devenir de un hombre marcado por las vivencias de las prisiones dirigidas por su padre, los innumerables combates en el campo de batalla de San Rafael en Filipinas o en la Guerra de África y, por último, el honroso estigma de sus heridas y mutilaciones.
Millán-Astray, encargado de establecer los cimientos de la Legión desde 1919, encarna la figura del soldado, del guerrero, del héroe forjado a sí mismo, sin halagos gratuitos ni recompensas inmerecidas. El general, además de alma mater de aquel Tercio original, representa el paradigma de todo lo que significa el honor y la gloria de nuestra centenaria Legión.
Y para ello se formó, se instruyó y ejecutó los planes que una caprichosa vida le fue poniendo en un no menos azaroso camino en el que el dolor y sufrimiento se transformaron en virtud y ejemplo para todos aquellos que, a lo largo de cien años de vida, hemos portado con orgullo el sarga legionario.
La Legión es pasión, la Legión es compromiso, la Legión es servicio, la Legión es España. Y todos esos ingredientes se establecieron según los modelos dictados por los conocimientos y experiencias de su fundador. No fueron fruto del capricho, ni siquiera de la providencia, sino del continuo estudio, de un arduo trabajo, de la minuciosa observación y el sueño de un hombre que, de sus iconos e ideales, supo hallar la pócima definitiva para convertirla en aquel embrión denominado Tercio de Extranjeros.
Ese Tercio se gestó, se hizo realidad, se desarrolló y, con el paso de los años, evolucionó hasta convertirse en una unidad, hoy día, con un siglo de vida, santo y seña de amor, de entrega a una Patria regada con la sangre de miles de aquellos benditos aventureros que no lograron evitar las tentaciones de una oportunidad redentora para que, en la mayoría de los casos, sus vidas descarriadas hallaran una solución casi balsámica en el encuentro con el orden y la disciplina de sus Banderas. La ocasión bien lo merecía si el caprichoso Destino así lo había determinado para aquella vanguardia representada por centenares de valientes de diversa clase y condición que, ejemplarmente, dieron un paso al frente.
Sin embargo, en un ejercicio actual de damnatio memoriae, hay pueblos que no hacen verdadera justicia a sus héroes y las recompensas legadas a la Patria. Y, desgraciadamente, no hace falta irse muy lejos de nuestra gran nación, España.
Desde hace algo más de una década, la insigne figura de Millán-Astray, como la de otros héroes, ha sido vilipendiada en nuestro país por una serie de desagradecidos compatriotas, de esos que han convertido el odio y el rencor en su modus operandi y, de manera pandémica, lo han inoculado a unos adeptos contrarios a la verdad histórica del caso y personaje que nos ocupa.
A estos «españoles» no les ha preocupado el significado de términos como el consenso, conciliación o reconciliación; todos, ingredientes del fruto de la discordia, la Ley de Memoria Histórica de 2007 que, ahora disfrazada de «Democrática», atenta contra las libertades de un pueblo que tiene cosas más importantes en las que pensar; entre ellas, su propia vida o supervivencia y, en vista de los actuales acontecimientos, no es cuestión baladí.
Y aquel cúmulo de buenos propósitos enunciados en sus artículos se ha ido dejando infectar por una inusitada dosis de revanchismo con el pésimo resultado de una ley amparada, sufragada y regida por sus aventajados gestores, esos que han resucitado la discordia y la fracción social entre tantos y tantos españoles de bien.
Tristemente, la mentira y la desinformación han merodeado por reuniones, decisiones y declaraciones de la mayor parte de los miembros de esos denominados comités de «expertos», auténticos depuradores de la verdad histórica. Y de manera académicamente alarmante, su rigor y supuesta pericia profesional han quedado en entredicho ante la rotundidad de demoledoras sentencias judiciales que, a día de hoy, siguen sin cumplirse, olvidadas en algún cajón o en el politizado limbo de tribunales o despachos consistoriales. Al final, la verdad ha de prevalecer. Y la historia, los héroes y sus gestas, también. Al César lo que es del César.
De manera paralela a su heroica vida, la figura del general Millán-Astray ha tenido que acudir a varios frentes, esos abiertos por un variopinto elenco de detractores que, sin atenerse al concienzudo estudio de unos hechos a través de la hemeroteca o la historiografía, han preferido el camino fácil y sin recovecos, ese sendero marcado y delimitado por la voz del amo.
Haciendo caso a la resonancia de la historia o, por el contrario, al acoso y derribo contra el héroe, el fundador de la Legión ha padecido diversos ataques, todos ellos dirigidos a la degradación de su imagen, vida y obra.
Como ejemplo, el repetido mensaje de que Millán-Astray fue un personaje sin estudios hasta convertirle en el sparring de insultos y desconsideraciones de los amigos de la ignorancia y aficionados a la propaganda barata. Les ha funcionado durante décadas hasta exhibir un particular punto de vista no exento de situaciones ciertamente inverosímiles, infundadas y rozando lo grotesco. Aunque, a fuerza de ser sinceros; este aspecto, el hecho de convertir a un héroe en persona non grata, no ha servido más que para demostrar los mecanismos de la mentira, además de un profundo desconocimiento del carácter intelectual del militar desde sus prematuros años de oficial en los que sus inquietudes e intereses no se limitaron a lo meramente castrense, a la instrucción y perfeccionamiento, sino a conjugarlo con otros estudios que iban desde la lengua francesa hasta la historia de diversos países europeos, pasando por la topografía o su devoción por el Bushido japonés y sus preceptos.
El conocimiento de los principios de este código de honor nipón le servirían en su formación personal, en referente educativo como profesor en Toledo entre 1911 y 1912 y, especialmente, en la concepción del dictado espiritual de cada uno de los doce espíritus del Credo Legionario, grabado a sangre y fuego en el corazón de todo aquel que haya portado la desabrochada camisa legionaria.
Millán-Astray importó ese modus vivendi, la profundidad del alma del samurai, a lo que sería el componente místico y espiritual de sus legionarios con referencias a virtudes que cualquier guerrero ha de cultivar en su afán por no dejarse sobrepasar por nadie en sus ideales, ser fiel a los progenitores, servir al jefe supremo y, a través del servicio a los demás, mostrar piedad, humildad, abnegación y sacrificio.
Por desgracia, muchos de estos valores se han extinguido en una sociedad actual en la que el honor o la dignidad no se atreven a asomar la cabeza ante la constante e invasiva presencia de la infamia y manipulación contra nuestra verdadera Historia y protagonistas como nuestro padre legionario, Millán-Astray.
Es hora de que, en esta dura y áspera realidad, el interés por las preocupaciones reales de los españoles pase a ser el objetivo prioritario de los que, desde su privilegiada posición de gobernanza, tienen el encargo de las urnas para regir los designios del pueblo español con criterio y sentido común.
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