20/09/2024 18:38
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Hoy hace 74 años que murió en París

 

«Señor embajador no le voy a permitir que usted le diga al Jefe del Gobierno de España lo que tiene que hacer

aunque Rusia nos esté ayudando…

y usted, Señor del Vayo, no debiera olvidar que es un Ministro del Gobierno de España:

¡¡SALGAN DE MI DESPACHO!!”

   

 

Y termino hoy esta selección de los Discursos de Don Francisco Largo Caballero, líder del PSOE y la UGT de los años 30 y responsable máximo del Golpe revolucionario marxista de 1934 e incluso de la Guerra Civil de 1936, que ha venido publicando «El Correo de España», con un pasaje de su vida que le honra:  el enfrentamiento que tuvo con el embajador ruso en España cuando quiso imponerle la unión del PSOE y el PCE contra su voluntad y los acuerdos de las Ejecutivas del Partido y del Sindicato (como se cuenta más adelante) y lo más desconocido de su propia vida, infancia, juventud y comienzos políticos,

               

  (He dicho muchas veces que yo ni pongo ni quito Rey, pero ayudo a mi Señor …y que mi Señor ha sido siempre y lo seguirá siendo: la VERDAD, aunque duela. Y eso hago hoy: Largo Caballero sería lo que fue, el «Lénin español» y responsable de los graves acontecimientos y sucesos de la Segunda República…pero no se le puede negar lo que tuvo que luchar y padecer para escapar del hambre y la pobreza y abrirse un camino en la vida.. y mucho menos, su Patriotismo. EL Señor Sánchez y los suyos debieran aprender la lección).

 

Ahora, pasen y lean. Largo Caballero se merece que ustedes conozcan su vida.

 

ASÍ FUE LA VIDA DE LARGO CABALLERO

 

Embajada de España en Rusia

Lo reconozco. Francisco Largo Caballero es para mí la figura más desconcertante de entre los «gran­ des» del PSOE. Porque a lo largo de muchas horas y muchas páginas de lectura he encontrado lógicas las posturas y los comportamientos del fundador Pablo Iglesias, del astuto Indalecio Prieto, del honesto y consecuente Julián Besteiro y hasta del utópico catedrático Fernando de los Ríos, pero no sé cómo enjuiciar a Largo Caballero.

¿Fue, ciertamente, un revolucionario el Lenin español? ¿Fue, más bien, un oportunista que supo adaptarse a las circunstancias, a cualquier circunstancia?

¿Fue, por su infeliz infancia y difícil juventud, un resentido? ¿Fue el intuitivo líder que sabía interpretar las ansias de los obreros mejor que nadie? ¿Fue un juguete utilizado por inteligencias más sibilinas, como las de Luis Araquistain y Álvarez del Vayo? ¿Fue un analfabeto ambicioso, aunque honrado?

¿Qué fue, realmente, el hombre que lanzó a los socialistas a la revolución dos veces seguidas?

Vamos a ver.

Indudablemente, por el ambiente donde vino al mundo, por su infancia y por sus primeras humillaciones de «obrero» entre los siete y los nueve años, el que fuese un revolucionario no tendría nada de anormal…

 

«Surgí a la vida en vísperas de grandes acontecimientos mundiales: guerra franco-prusiana, Commune de París, proclamación de la Tercera República en Francia y de la primera en España.

»Nací el 15 de octubre de 1869 en Madrid, en la Plaza Vieja de Chamberí, en cuyo terreno posterior­ mente se edificó la casa que en la actualidad ocupa la Tenencia de Alcaldía del distrito.

»Mi padre, Ciriaco Largo, natural de Toledo, carpintero de oficio. Mi madre, Antonia Caballero Torija, natural de Brihuega, provincia de Guadalajara. Discordias en el matrimonio obligaron a los cónyuges a separarse, quedando yo con mi madre, a la edad de cuatro años.

»Mediante una recomendación para que mi madre pudiera trabajar en la fonda «Los Cuatro Suelos» en las proximidades de la Alhambra de Granada, salimos de Madrid en una galera, carro de cuatro mulas dedicado a servir encargos en todo el trayecto, por cuya razón se daba el nombre de demandadero a su con­ ductor. Entonces los trenes eran raros en España.

¿Cuántos días invertimos en el viaje? No lo recuerdo. Era obligado parar en muchas poblaciones para entre­ gar y recoger los objetos y mercancías. Pasamos por Málaga, y ésa fue la primera vez que vi el mar.

»Como mi madre tenía que trabajar:, quedé al cui­ dado de un matrimonio granadino, del cual la mujer se llamaba María Vela, e ingresé en el colegio de los Escolapios donde pasaba el día jugando con otros niños de mi edad y me iniciaba en los primeros conocimientos escolares.

»No puedo decir el tiempo que estuvimos en Granada, pero cuando regresamos a Madrid yo hablaba en andaluz, cosa que hacía mucha gracia a los madrileños.

»Mi madre trabajaba de sirvienta. Yo vivía con un hermano suyo llamado Antonio, de oficio zapatero; era casado y tenía tres hijos, domiciliado en la Plaza de Chamberí en la casa medianera a la que yo nací. Mis primos, mayores que yo, me trataban como a un intruso que les comía su pan.

»Desde mi regreso de Granada, asistía a las Escuelas Pías de San Antón, situadas en la calle de Hortaleza.

»Para ganar el pan que comía y cuando tenía siete años de edad, mi madre y mis tíos decidieron ponerme a trabajar. Después no he vuelto a pisar una escuela para recibir instrucción.

»Entre la casa donde vivía con mis tíos y el convento de las ‘»Siervas de María» existía una fábrica de cajas de cartón; allí comencé a trabajar ganando un real -veinticinco céntimos- todos los días que trabajaba.

Mi obligación consistía en dar engrudo al papel para forrar las cajas, y llevarlas a los comercios de Madrid, esto es, a los clientes. Este trabajo no era muy agra­ dable porque se me cubrían las manos de sabañones ulcerados. Servir las cajas a la clientela me resultaba penoso, pues tenía que hacerlo lloviese o nevase, con frío o con calor, calzando alpargatas, casi siempre rotas aunque mi tío era zapatero. Se podía decir en mi caso el refrán: «En casa del herrero, cuchillo de palo.»

»El oficio no prometía mucho; el jornal máximo a que podía aspirar era de ocho reales (dos pesetas) y, ante esta perspectiva, abandoné oficio tan lucrativo y entré de aprendiz de encuadernador en un taller situado en la calle de la Aduana, donde no entraba más luz ni ventilación que la que permitía la puerta de entrada.

»Ser encuadernador me parecía algo extraordinario. ¡Manejar libros de ciencia! ¡Yo, que no había tenido en mis manos otros que la Cartilla, el Catón y el Fleury! Esta era la ilusión, pero la realidad era otra. No hacía más que plegar papel, calentar los hierros para grabar las letras en las tapas de los libros y acompañar a la hija del maestro al mercado. Por esta labor recibía un jornal de dos reales (cincuenta céntimos) a la semana y todavía tenía que estar agradecido, pues en aquellos tiempos se consideraba como un favor que le enseñaran a uno el oficio. ¡Residuos de la época gremial!

»Un domingo, después de «recoger», esto es, dejarlo todo en orden para reanudar el trabajo el lunes, recibí el salario y me pareció que la moneda de dos reales tenía más cobre que plata. Hice la reclamación y una lluvia de improperios cayó sobre mí. ¡Cómo!, exclamó el patrón, ¿soy yo un monedero falso? ¿Un canalla o un granuja? ¡Eso lo serás tú, mocoso! Cansado de oír despropósitos y sandeces arrojé la moneda por la rejilla de la cueva y me marché para no volver.

»Después entré en un taller de fabricar cuerdas en el barrio de las Peñuelas; barrio famoso entonces, porque en él se albergaba la gente maleante de Madrid.

»En el taller mis funciones eran: dar vueltas a la rueda para hilar y retorcer los cordeles; como yo era muy pequeño y no alcanzaba a la manivela, fue necesario colocarme bajo los pies un cajón de madera. Como adición a ese trabajo llevaba los gallos al reñidero (el maestro era muy aficionado a tales peleas); también conducía al abrevadero caballos, mulas y burros de su propiedad. En una ocasión un burro me hizo apear por sus orejas y me produjo una herida en la frente cuya señal conservo todavía.

 

En un ambiente canallesco

»No recuerdo el jornal que me daban. Lo inolvidable para mí ha sido el trato bestial y grosero que recibía de palabra y de obra, al igual que otros aprendices… El ambiente canallesco respirado en el taller me asfixiaba. Aunque era un muchacho, ya se me había desarrollado un fuerte sentimiento de dignidad y de protesta; se sublevaba mi conciencia ante el atropello y la injusticia. Me marché sin despedirme, yendo a otro taller de la carretera de Extremadura. Allí estaba mejor, pero también se me hacía insoportable y abandoné el oficio para siempre.

»Tenía nueve años y estaba decidido a buscar y encontrar trabajo en cualquier oficio a fin de ayudar a mi madre a salvar las dificultades que se presentaban en nuestra vida. ¿Cómo? ¿Dónde? No lo sabía. No te­ nía la más pequeña idea de la manera de dar solución a un problema del cual podía depender mi porvenir. Tenía voluntad de acero, pero nada más.

»Sin orientación alguna, al azar, caminaba por las calles de Madrid; entraba en los talleres de carpintería, ebanistería, marmolistas, cerrajería, pintura y decoración, etc. Me miraban de arriba abajo, se son­ reían algunos, y las contestaciones eran todas iguales: «No hace falta, eres muy pequeño.» Por la noche llegaba a mi casa cansado, entristecido. ¡Que era muy pequeño! ¿Es que podía aguardar a ser mayor? Tenía nueve años; dos de experiencia de lo que era trabajar. Me parecían suficientes méritos para ser recibido en el trabajo. Los fracasos enervaban mi espíritu, pero pensaba que algún día la suerte me sería más propicia.

»Andaba sin saber donde dirigirme. Sin darme cuenta llegué a la calle de la Magdalena; entré en la del Olivar y me dirigí hacia la plaza de Lavapiés. En un portal vi a un anciano trabajando de zapatero que me recordó a mi tío que siempre renegaba del oficio, lo que no impedía que dijera que era muy socorrido «por la facilidad de ejercerlo en cualquier parte y cuales­ quiera que fueran las circunstancias».

»Quedé parado ante el cuchitril que al anciano le servía de taller y le hice la misma pregunta: ‘»¿Le hace falta un aprendiz?» El anciano me contestó con otra: «¿Sabes algo?» «‘No», contesté. Entonces me dijo con acento de bondad: «Lo siento mucho, pero no puedo recibirte.» Creí ver en él cierta simpatía, que no había observado en las otras personas a quien me había dirigido y me quedé mirando cómo trabajaba. Me hizo varias preguntas sobre las causas de buscar trabajo siendo tan joven. Estando en este coloquio, llegó un señor, le saludó muy afectuosamente -después supe que eran tío y sobrino-, y le preguntó qué deseaba yo. Informado dicho señor me dijo: «‘¿Quieres ser estuquista?» Nunca había oído esa palabra, ni sabía por tanto su significación, pero mi contestación fue rápida y terminante:

»-Sí, señor.

»¡La necesidad acompañada de la inconsciencia, impulsa a la osadía!

»-Mañana -me dijo-, a las seis, preséntate en la calle de Jesús del Valle, 17, principal, pregunta por Agustín Pérez, ya te diré dónde debes ir a trabajar.

»Llegué a casa contentísimo; di a mi madre la noticia con una alegría enorme; me parecía haber crecido en edad y en estatura, ¡creía ser ya un hombre! Mi madre lloraba de emoción, como si nos hubiéramos salvado de un gran peligro y nos preguntábamos:

»¿Qué será eso de estuquista?»

 

 

El Sibarita

Después, y a partir de su ingreso en la UGT y en el PSOE, las cosas «de esta vida» no le irían tan mal, ya que nunca más tuvo problemas de «Comida». Es más, llegó a ser, incluso, un sibarita de la buena mesa y del vestido. A pesar de su paso por algunas cárceles españolas.

Pero, sí tuvo en la central sindical socialista y en el Partido otros problemas: el principal su situación entre aquellos dos colosos -cada uno en su género­ que fueron Indalecio Prieto y Julián Besteiro. Del primero envidiaba su gran astucia política, su facilidad de palabra y su capacidad de improvisación. Del segundo, bueno, a Besteiro le tuvo siempre como un cierto respeto y una recóndita envidia, por su prepara­ ció11 intelectual y sus grandes saberes de la ciencia política, lo cual no era de extrañar en un hombre sin formación alguna.

Y esta situación influyó poderosamente en su vida, sobre todo después de la muerte de Pablo Iglesias, ya que de no haber estado «allí» ambos personajes él hubiera sido sin discusión el líder del socialismo español. Cosa que estando Prieto y Besteiro tuvo que ganarse a pulso… y cometiendo errores garrafales: como el dejarse arrastrar por sus «Consejeros» especiales -Araquistain y Álvarez del Vayo- al marxismo revolucionario y el haberse creído, de verdad, que él era el Lenin español.

Largo Caballero no tuvo nunca la «visión clara» del buen político, como la tuvo Prieto, ni las miras elevadas del hombre de ciencia, como las tuvo Besteiro.

No vio durante ]a Dictadura de Primo de Rivera que aquello era la muerte de la Monarquía y llegó a sentirse a gusto con el papel que le tocó interpretar en aquellos años. Sólo a última hora se sube al carro del «Comité revolucionario» del 14 de abril y eso arrastrado por las circunstancias y por Prieto.

No supo medir en 1933-1934 la trascendencia de su «ruptura democrática», ni supo organizar el «movimiento revolucionario» con posibilidad de éxito…, y en 1936 cayó en la trampa que le tendieron los comunistas como un niño.

Y, sin embargo, hay un momento de su vida que no hay más remedio que resaltar y aplaudir. Ese momento es, para mí, otra de las <<rosas» del socialismo español y del PSOE.

Sucedió en plena guerra civil y cuando Largo Caballero ya había despertado de su «letargo comunista»… ¿Por patriotismo, por su extraña personalidad, por su vieja raíz socialista, por su temperamento es­ pañol, por dignidad y orgullo? No se sabe. Quizá por todo ello junto.

El hecho es que una mañana de 1937 Francisco Largo Caballero, a la sazón jefe del Gobierno y ministro de Defensa, dijo «¡basta!» a sus anteriores veleidades comunistas y prosoviéticas y, sin más, expulsó del despacho presidencial al temido y poderoso embajador ruso en Madrid y recriminó seriamente a quien hasta entonces había sido su consejero áulico, Julio Álvarez del Vaya, sin duda uno de los muchos <<caballos de Troya» comunistas infiltrados en las filas socialistas.

Los hechos sucedieron así, al decir del diputado socialista Ginés Ganga que aquella mañana estaba en el antedespacho de Largo Caballero:

 «Una mañana la visita a puerta cerrada había durado ya dos horas cuando de súbito se oyó gritar a Largo Caballero. Los secretarios se reunieron alrededor de la puerta del despacho sin atreverse a abrirla, por respeto. Los gritos de Largo Caballero aumentaron en intensidad. De pronto se abrieron las puertas y el anciano presidente del Consejo de Ministros de España, en pie delante de su mesa, con el brazo extendido y señalando la puerta, decía con voz trémula de emoción: «Marchaos, marchaos. Debéis aprender, señor embajador, que los españoles somos muy pobres y necesitamos ayuda del exterior; pero somos lo suficientemente orgullosos para no consentir que un embajador extranjero intente imponer su voluntad sobre el jefe del Gobierno de España. Y en cuanto a usted, Vayo, mejor sería que recordara que es español y ministro de Estado de la República, en lugar de ponerse de acuerdo con un diplomático extranjero para ejercer presión sobre su jefe de Gobierno.»»

¿Y por qué se producía esta escena?

Sencillamente, porque Largo se oponía a la unión en un «Partido único» del PCE y el PSOE, como ya había sucedido en Cataluña con la aparición del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) y con las Juventudes Socialistas…, lo cual, indudablemente, hubiera sido fatal para los socialistas españoles y para España.

Sin embargo, Largo Caballero había sido antes del comienzo de la guerra el instigador o «supervisor» de la integración de las Juventudes Socialistas y Comunistas, el defensor a ultranza de la entrada de los comunistas en el Frente Popular y quien inclinó al Partido Socialista por la vía del marxismo revoluciona­ rio… ¿Tanto había cambiado el Lenin español en tan poco tiempo?

La verdad es que el jardín de rosas del socialismo es­ pañol está lleno de espinas, pues no hay que olvidar que por esas fechas el «Centrista» Indalecio Prieto es­ taba a comer un piñón con los comunistas… aunque luego, también él, lo acabase pagando caro.

 

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Sí, fue una pena que al final Largo Caballero perdiera la cabeza, como llegó a decir don Salvador de Madariaga: “Largo ha sido uno de los grandes sindicalistas de España y un buen líder de masas, pero la “Hybris” le hizo perder la cabeza. El Poder le hizo creerse de verdad que era el “Lenin español” y ello le llevó a organizar y preparar el “Golpe Revolucionario” del año 34, que fue en realidad el comienzo de la Guerra Civil del 36”.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.