22/11/2024 06:45
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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Incitatus», el caballo de Calígula y «Genitor», el caballo de Julio César.

«INCITATUS»

EL CABALLO DE CALÍGULA

Y llegamos a Roma, el gran imperio de la antigüedad, la madre del mundo actual, la empresa política más grande que conocieron los siglos. Aquella Roma que a fuerza de coraje llegó a dominar los territorios que hoy ocupan Italia, Francia, Bélgica, Holanda, parte de Alemania, Inglaterra, España, Portugal, Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Israel, Líbano, Siria, Turquía, Grecia, Yugoslavia, Bulgaria, Rumania, Suiza, Austria, Hungría, la Rusia del mar Negro (incluida Crimea), Persia, Albania, más todas las islas del mar Mediterráneo (que con razón llamaron Mare Nostrum) y los mares Egeo, Negro y Rojo.

 

¿Cómo? ¿Cómo -se preguntan aún los historiadores- pudo formarse un imperio tan grande partiendo de una pequeña ciudad que sólo ocupaba una de las siete colinas de la Roma de hoy…? ¿Qué tenían o tuvieron aquellos primeros romanos para vencer y dominar a todos los pueblos conocidos…? Naturalmente, responder a estas interrogantes sería labor de mucho tiempo y muchas páginas, y apartarse del objetivo de esta obra. Pero no cabe duda de que una de las armas que se emplearon en tal colosal obra fue la «caballería», es decir, el caballo. Aunque los romanos, y esto sería tema de estudio, nunca fueron especialistas en caballería, ni fue ésta el eje de sus ejércitos, pues Roma confió siempre más en sus famosas legiones (o sea, en su infantería) que en sus «jinetes».

Sin embargo, Roma hizo del caballo su animal predilecto, y de las carreras de caballos su deporte favorito. Tanto que todavía se conservan largas listas de caballos famosos -como los de Tusco y Victor– y los nombres de numerosos «promotores de carreras». Dion Casio llega a asegurar que el Circo Máximo en realidad era un gran hippodromus donde se enfrentaban las distintas facciones o bandos: los blancos, los rojos, los verdes y los azules … (A este respecto recomiendo la lectura de La sociedad romana, de Friedlaender.)

Pero de todos los caballos de Roma, incluyendo el de Julio César, el más famoso, sin duda, es el del emperador Calígula, y de él y de su dueño vamos a hablar en este capítulo.

Cayo César Augusto Germánico, que éstos eran los verdaderos nombres de Calígula, fue el segundo de los llamados «emperadores locos» (los otros fueron Tiberio, Claudio y Nerón) y reinó desde el año 37 al año 41 de nuestra era cristiana. Bueno, en realidad su reinado, como su propia vida, no fue más que un período de terror y locura, algo increíble si se admiten como válidas las cosas que de él se cuentan, desde Suetonio al biógrafo Gerard Walter, pasando por Casio, Tácito, Monsem, Kovaliov, Séneca, etcétera. Pero ¿qué podía esperarse de un jovenzuelo que antes de vestir la toga ya había tenido relaciones sexuales con sus tres hermanas, Agripina, Drusila y Julia?

Muchas, muchas barbaridades podían contarse de Calígula -como lo hizo Albert Camus en su famosa tragedia- y, sin embargo, aquí sólo nos vamos a referir a su caballo y lo que hizo con el noble animal.

Se llamaba Incitatus, es decir, «Impetuoso», y al parecer era de origen hispano, lo cual no sorprende, pues Roma importaba cada año de Hispania alrededor de diez mil caballos. «Los caballos hispanos -escribiría años más tarde Simmaco a Salustio- son de gran alzada, buenas proporciones, posición erguida y cabeza hermosa. Como caballos de viaje son duros, no enflaquecidos. Son muy valientes y veloces, no haciendo falta que se les espolee… Tienen el pelo liso, corren mucho y son poco apropiados para ir al paso por su genio y coraje.»

Calígula, por lo visto, llegó a adorar a la noble bestia hasta el punto de que -según Suetonio- mandó construir para él una caballeriza de mármol y un pesebre de marfil… y más tarde una casa-palacio con servidores y mobiliario de lujo, para que recibiese a las personas que le mandaba como «invitados».

 

«También se cuenta -termina diciendo Suetonio en su Vida de los doce Césares– que había decidido hacerle cónsul.»

 

Claro que en este caso la historia se queda corta, porque Calígula llegó más lejos en su pasión por Incitatus. La leyenda asegura que el joven emperador, inclinado por el bando verde, comía y dormía en los establos, junto al caballo, los días de carreras… y, para que nadie ni nada turbase al equino, ya desde la víspera decretaba el «silencio general» de toda la ciudad bajo pena de muerte a quien no lo respetase.

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Se cuenta que en una de aquellas carreras, a pesar de todo, perdió Incitatus y que Calígula no pudo contenerse y mandó matar al osado auriga, pero diciéndole al verdugo aquello de «mátalo lentamente para que se sienta morir».

 

«Los hombres lloran porque las cosas no son lo que deberían ser… El mundo, tal como está, no es soportable -dijo en otra ocasión-, y eso lo sabe mejor que nadie Incitatus … ¿Por qué mi caballo, que es más inteligente y más noble que todos vosotros, no puede ser igual vosotros?»

GENITOR

EL CABALLO DE JULIO CÉSAR

 

Por Suetonio sabemos que «César era un hombre muy versado en las armas y un consumado jinete, resistente a la fatiga más allá de lo verosímil. En la marcha del ejército iba delante, algunas veces a caballo, más a menudo a pie con la cabeza descubierta, ya hubiese sol o lluvia; cubría muy largas etapas con una increíble rapidez, sin bagaje, en un vehículo de alquiler, recorriendo cada día unos cien mil pasos; si le detenían unos ríos los cruzaba a nado o sostenido por odres hinchados, de manera que a menudo llegaba antes que sus mensajeros».

Pero, sobre todo, que «hacía uso de un caballo extraordinario, casi con pies de hombre y con pezuñas hinchadas a manera de dedos, el cual nacido en su casa, habiendo los arúspices predicho que su dueño tendría el imperio del mundo, lo alimentó con gran cuidado y fue el primero en montarlo, al no consentir ningún otro jinete; más tarde hizo levantar incluso una estatua de éste delante del templo de Venus Genetrix».

Por su parte, Plutarco escribe que «el correr a caballo le era [a César] desde niño muy fácil, porque se había acostumbrado a hacer correr a escape un caballo con las manos cruzadas a la espalda» y que se ejercitaba dictando cartas a dos escribientes a un tiempo «mientras caminaba a caballo».

Jerome Carcopino, uno de sus mejores biógrafos, al describir la campaña de Ga­ licia -tras desembarcar en Brigantium (La Coruña) con un ejército de 15.000 hombres- dice que «los soldados testimoniaban un verdadero culto a aquel general que, sin pérdidas demasiado costosas, les procuraba victorias importantes y que… cuidaban, con recogida y piadosa admiración, el caballo de su general, indomable para todo otro que no fuese su jinete: caballo de cascos alargados, como pies humanos, sobrenatural Bucéfalo del segundo Alejandro».

Y Dion Casio cuenta que César tenía la costumbre de retirar los caballos del campo de batalla cuando ésta entraba en una fase peligrosa, empezando por el suyo, para que sus soldados no pensasen bajo ningún concepto en la retirada. En un momento de su gran Historia cuenta que, en la batalla de Munda, César vio las cosas tan mal que se tiró de su caballo y luchó como un legionario más… (Por cierto, que fue en Munda donde César ganó definitivamente su «reino» y donde pronunció la famosa frase que define su vida militar: «In Farsalia pugnavi pro victoria; in Munda, pro vita mea» [«En Farsalia luché por la victoria; en Munda, por mi vida»].)

Pero la verdad es que ninguno de los historiadores romanos ni los modernos especialistas en Roma (Momsem, Piganiol, Daimon, Carcopino, Walter, etcétera)… ni el propio César en sus obras propias (Guerra de las GaliasGuerra civilSobre la analogíaEl viaje) o ajenas (La guerra de África y La guerra de España) se refieren a un caballo concreto, por lo que es de suponer que César -como Alejandro Magno, como Aníbal y como más tarde Napoleón- usase más de uno en su incesante batallar por todo el mundo conocido de entonces, pues no hay que olvidar que César luchó en el Asia Menor, en África, en Francia, en Suiza, en Alemania, en Inglaterra, en Grecia, en España y, naturalmente, en Italia.

Sin embargo, parece ser que ese caballo del que nos hablan Suetonio y Plutarco se llamaba Genitor -o sea, «creador», «padre» o «productor»- y que César lo llamó así en recuerdo de su padre muerto, cuando tan sólo tenía él catorce o quince años. Lo cual no es disparatado si se piensa que al templo que mandó construir para Venus le puso de sobrenombre Genetrix, en recuerdo de su madre. Aunque, a decir verdad, en lo referente a nombres hay que poner en cuarentena hasta el de César, pues se cuenta que a Cayo Julio le añadieron lo de César porque así llamaban los cartagineses a sus elefantes.

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El hecho es que con ese caballo de «pies de hombre» fue con el que pasó el Rubicón cuando la noche del 12 de enero del año 704 del viejo calendario o la del 17 de diciembre del año 50 a. C. del calendario «juliano» se decidió por la guerra civil y la conquista del poder. También es histórico que antes de pronunciar su «Alea jacta est» («la suerte está echada») César dejó libres varias decenas de caballos, que le precedieron en su paso del río.

Todavía no había conocido a Cleopatra. Eso sucedió después de Farsalia y cuando llegó a Egipto en persecución de Pompeyo el Grande. Entonces parece ser que la famosa reina le regaló una hermosa yegua, de origen sudanés o arábigo, que a su vuelta a Roma causó verdadero impacto. Con esta yegua fue con la que hizo el rapidísimo viaje que le trajo a España el año 45 a. C. (diecisiete días desde Roma a Porcuna) y la que montaba el día de la batalla de Munda, cuando tuvo que luchar por su vida. Naturalmente, tampoco se sabe a ciencia cierta qué nombre le puso a esta yegua, pero inscripciones halladas en la provincia de Córdoba hacen suponer que fue el de Spalis, aunque para Menéndez Pidal Spalis sólo fuese el nombre de una ciudad desaparecida que debió de estar muy cerca de los Campus Mundensis (hoy Llanos de Vanda) y junto al río Carchena, que tanto se cita en la Guerra de España.

En cualquier caso, lo que sí está claro es que César fue un gran jinete, que tuvo buenos caballos y que a lomos de un equino realizó la gran obra de su vida. Porque también está claro que Roma alcanzó el cénit de su gloria y su poder con Julio César, el político más grande de su tiempo y el único general de la Historia -con Alejandro Magno- que nunca conoció la derrota, a pesar de haber luchado en más de mil batallas… y a pesar de que la caballería romana fue la parte más débil de aquellos ejércitos que asombraron al mundo.

Aquel César a quien William Shakespeare hace decir en su conocida tragedia:

 

«¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez! ¡De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo! ¡Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá!»

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.