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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Babieca» el caballo del Cid.

«BABIECA»

EL CABALLO DEL CID

«Enbio por sus parientes e sus vasallos, díxoles cómo el rey le mandava salir de toda su tierra e que le non clava de plazo más de nueve días, e que quería saber dellos quáles querían ir con él o quáles fincar.

e los que conmígo fuéredes

de Dios ayades buen grado,

e los que acá fincáredes

quiérome ir vuestro pagado …»

 

Así comienza el Cantar de Mío Cid y ello quiere decir, naturalmente, que ya ha llegado la hora de hablar del caballo más famoso de la Historia de España. Un nombre que cualquier niño español sabe y ha sabido siempre como por «ley natural»… Se llamaba Babieca y su dueño, Ruy Díaz de Vivar «el Cid Campeador».

Pero con Babieca llega algo más que un caballo… por eso, y contando de antemano con el beneplácito de los lectores de este libro, quiero dedicarle al menos un par de capítulos. Babieca es, por excelencia, el caballo español y el símbolo de toda una época… como el Cid Campeador lo es de toda la España de la Reconquista.

El nombre de Babieca aparece por primera vez en el canto 86 del famoso poema y lo hace en estos términos:

Mandó mío Cid a todos

los que tenía en su casa

que el alcázar guarden bien

como las torres más altas,

igual que todas las puertas,

con sus salidas y entradas;

mandó traer a Babieca,

que ha poco lo ganara

del rey moro de Sevilla

en aquella gran batalla,

y aun no sabía mío Cid,

que en buena hora ciñó espada,

si sería corredor

o dócil a las paradas …

 

Lo que demuestra el origen del increíble animal y su naturaleza árabe, puesto que «árabes» eran los caballos de las yeguadas de las marismas del Guadalquivir.

Posteriormente, el poema dice:

El que en buena hora nació

tampoco se retrasaba:

sobregomela vestía

de seda y larga la barba;

ya le ensillan a Babieca

que enjaezan con gualdrapas

montó mío Cid en él,

y armas de fuste tomaba.

Sobre el nombrado Babieca

el Campeador cabalga

emprendiendo una corrida

que a todos parece extraña;

cuando la hubo terminado,

todos se maravillaban.

Desde aquel día, Babieca

se hizo famoso en España…

Cuando acabó la corrida

el Campeador descabalga,

y se va hacia su mujer

y hacia sus hijas amadas …

 

Lo que nos lleva casi en directo al mundo «caballeril» de la época, ya que ahí se habla de gualdrapas, armas de fuste y corridas…, es decir, de la costumbre que había de recubrir los caballos para las fiestas y los torneos de una especie de gualdrapas con flecos y labores y aun con cascabeles. Las armas de fuste eran de madera, propias para el juego de armas, aunque más ligeras y menos peligrosas que las de verdad.

La corrida del caballo era un ejercicio caballeresco que servía de «entrenamiento» a los caballeros en tiempos de paz o incluso como preámbulo de la batalla… y correr el caballo era ejercitar al noble animal en los movimientos más o menos violentos del arte de la guerra.

El Cid realizó una de estas «corridas» en Toledo, tras la celebración de una sesión de Cortes, y a petición del propio monarca. Por supuesto, es el pasaje cumbre de Babieca en el poema y una de las imágenes más bellas que hayan podido escribirse sobre el caballo. Tan bella que no me resisto a reproducirla en castellano antiguo y en su versión moderna (so pena de volver luego al curso normal del relato):

«El Cid remetió entonçes el cavallo, e tan de rezio le corrió, que todos se maravillaron del correr que fizo.»

 

El rey alço la mano,

la cara se santigó;

«Yo lo juro

par sant Esidre el de León

que en todas nuestras tierras

non han tan buen varón».

Mio Çid en el cavallo,

adelant se llegó,

fo besar la mano

a so señor Alfons;

«Mandástesme mover

Babieca el corredor,

en moros ni en cristianos

otro tal non ha oy,

yo vos le do en don

mandédesle tomar, señor».

Essora dixo el rey:

«Desto non he sabor:

si a vos le tollies, el cavallo

non havrie tan buen señor.

Mas atal caballo cum ést

pora tal commo vos,

pora arrancar moros del canpo

e seer segudador;

quien vos lo toller quisiere

nol vala el Criador,

ca por vos e por el cavallo

ondrados somo’nos».

 

Lo que traducido al castellano de hoy quiere decir:

«El Cid espoleó entonces el caballo, y tan reciamente le hizo correr que todos se maravillaron de aquella carrera.»

 

El rey alzando la mano,

la cara se santiguó:

«Yo juro ahora por san

Isidoro de León,

que por todas nuestras tierras

no existe tan buen varón».

Mío Cid con su caballo

ante el mismo rey llegó

para besarle la mano,

como a monarca y señor:

«Me mandaste hacer carrera

con Babieca el corredor,

caballo así no lo tienen

moros ni cristianos hoy,

yo os lo entrego, rey Alfonso,

servíos tomarlo vos».

Entonces, dijo así el rey:

«Eso yo no quiero, no.

Que al tomarlo yo, el caballo

perdiera tan buen señor.

Este caballo, como es,

tan sólo es digno de vos,

para vencer a los moros

y ser su perseguidor;

quien quitároslo quisiere

no le valga el Creador,

por vos y por el caballo

muy honrados somos nos».

 

¿Se imaginan ustedes la escena? ¿Se imaginan ustedes al Cid montando a Babieca ante toda la Corte y «caracoleando» al son de las trompetas…? Bueno, pues de Babieca, del Cid y de los caballos medievales seguiremos hablando en páginas siguientes… porque difícilmente podría entenderse la Reconquista sin la presencia de los caballos. 

VIDA Y HAZAÑAS DE BABIECA

Antes de proseguir el relato de Babieca conviene recordar que tanto los reyes como los nobles y los caballeros de la Reconquista usaban habitualmente dos tipos de caballos: los llamados palafrenes, que eran «los caballos de camino y de lujo» que se utilizaban para ir de viaje o en la aproximación al campo enemigo, y los caballos de armas, que eran los que se empleaban en las batallas. Los primeros eran, al parecer, animales de contextura recia y ánimo tranquilo…, probablemente del tipo «percherón», «asturcón» o «navarro» (cabeza fina de cara recta, ojos inteligentes y muy separados, grandes ollares, cuello fuerte y crestado, amplia cavidad torácica, ijares consistentes, cuartos traseros redondeados e inmensamente fuertes, patas de longitud media, resistentes y musculosas, movimientos excelentes y gran peso y presencia). Los segundos, muy al contrario, eran caballos de gran tamaño y especialmente seleccionados por su fuerza, su resistencia y su velocidad en la carrera. Seguramente, de origen «árabe», pues no hay que olvidar -y así puede leerse en el Cantar de Mío Cid­ que durante muchos siglos el mejor botín que un cristiano podía tomar de un árabe era su caballo… y caballos el mejor regalo o «presente» que el caballero podía hacer a su señor. Como lo demuestra el propio Cid, ya en el canto 40 del poema, y tras la batalla de Calatayud, enviando al rey de Castilla un «presente» de treinta caballos:

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Oid, Minaya,

sodes mio diestro braço!

D’aquesta riqueza

que el Criador nos a dado

a vuestra guisa

prended con vuestra mano.

Embiar vos quiero

a Castiella con mandado

desta batalla

que avernos arrancado;

al rey Alfons

que me a ayrado

quierol enbiar

en don treinta cavallos,

todos con siellas

e muy bien enfrenados,

señas espadas

de los arzones colgando.

 

Posteriormente el Cid haría varios «presentes» más a su rey y siempre con caballos tomados de los árabes. Tras la toma de Valencia dice:

 

Si a vos plugiese, Minaya,

y no os pareciese mal,

mandaros quiero a Castilla,

donde está nuestra heredad,

y a nuestro rey don Alfonso,

que es mi señor natural,

de todas estas ganancias

que hemos hecho por acá,

quiero darle cien caballos,

ídeslos vos a llevar;

por mí, besadle la mano,

y firmemente rogad

que a mi mujer y mis hijas,

que en aquella tierra están,

si fuera su merced tanta,

ya me las deje sacar…

 

Después le mandó otros doscientos para que el rey no piense mal «del que en Valencia manda».

Por todo ello bien puede decirse, pues, que los caballos de armas de la Reconquista española fueron caballos de origen árabe y que es en esos siglos cuando de verdad nació el pura sangre hispano-árabe, por la constante mezcla y los cruces que tuviera quedarse entre las razas provenientes del norte y las del sur.

Así era Babieca… un pura sangre hispano-árabe de los pies a la cabeza o de la cabeza hasta el rabo… como el mismísimo Cid observa tras la batalla de Cuarte:

 

Desde Cullera volvió

mío Cid el bienhadado,

muy alegre de lo que

por los campos capturaron;

vio cuánto vale Babieca

de la cabeza hasta el rabo…

 

En otro lugar del Cantar el poeta narra la batalla contra el rey moro Búcar y la gran carrera de Babieca de cara al mar… por cierto, que es en este pasaje donde aparece el verso que después han citado todos los especialistas o escritores de caballos, aquel donde se llama a Babieca «el caballo que bien anda»:

 

El que en buen hora nació

[dice el poema]

sus dos ojos le clavaba,

embrazó el escudo y luego

bajó el astil de la lanza,

aguijoneó a Babieca,

el caballo que bien anda,

y fue a atacarlos con todo

su corazón y su alma.

 

Fue, además, el día que ganó su famosa espada Tizona y, sin duda, una de las batallas más duras y sangrientas entre moros y cristianos, ya que las huestes de Búcar triplicaban dicha jornada a las del Cid… en tal medida que Alvar Fáñez no dudó en decir que «esta batalla que empieza es el Señor quien la hará», dando a entender que la suerte de sus vidas estaba en manos de Dios.

Sin embargo, los del Cid ganaban la batalla, aunque en el campo quedasen miles de «caballos sin caballeros» y cientos de cabezas con yelmo rodando por el suelo. «Siete millas bien cumplidas se prolongó el pelear», dice el poema, antes de que don Rodrigo se plantase ante el rey Búcar y se produjese esta escena:

 

Mio Cid Campeador

a Búcar llegó a alcanzar:

-Volveos acá, rey Búcar,

que venís de allende el mar,

a habéroslas con el Cid

de luenga barba, llegad,

que hemos de besarnos ambos

para pactar amistad.

Repuso Búcar al Cid:

-Tu amistad confunda Alá.

Espada tienes en mano

y yo te veo aguijar:

lo que me hace suponer

que en mí quiéresla probar.

Mas si este caballo mío

no me llega a derribar,

conmigo no has de juntarte

hasta dentro de la mar.

Aquí le repuso el Cid:

-Eso no será verdad…

 

Entonces -prosigue el poema- ambos contendientes se lanzaron al galope tendido y en una carrera mortal. Delante va el árabe («Buen cavallo tiene Búcar e grandes saltos faz»); detrás, el cristiano («mas Babieca el de mio Çid alcançándolo va»)… hasta que a tres brazas del mar don Rodrigo alcanza y mata de un solo tajo al rey Búcar.

Por lo que se deduce que Babieca no tenía rival en cuanto a velocidad ni en cuanto a fuerza y resistencia.

Aquí hay que poner punto final a este capítulo. En el siguiente les hablo de los últimos días del Cid Campeador y de aquella batalla que, según la leyenda, ganó Babieca después de muerto el héroe.

LA ÚLTIMA BATALLA DE BABIECA

«Si quisiéramos esculpir al Cid -escribe el maestro Azorín en su libro La cabeza de Castilla– tendríamos que hacer varias cosas. Comenzaríamos por leer -volver a leer- La España del Cid, de don Ramón Menéndez Pidal [la mejor fuente de información en cuanto se refiere al héroe, añado yo]… Volveríamos a leer el poema como cosa fundamental… Daríamos un repaso ligero a los poetas franceses que han cantado al Cid… Nos remansaríamos con gusto en el poema Zamora, de Georges Ducrocq… Tendríamos que ver también en la escultura, en la pintura, en el dibujo las obras que pudieran imbuirnos; tal vez para los momentos de dolor en el Cid nos dijera algo el rostro noble del Laocoonte, en el Vaticano… No dejaría de inspirarnos el Moisés, de Miguel Ángel… Y nos embriagaríamos con La leyenda del Cid, de Zorrilla, o el gran realismo de Quintana…»

Y, sin embargo, nadie se acuerda de Babieca, el caballo que bien anda, tras la «corrida» que hace el Cid a petición del rey don Alfonso. O al menos no se acuerdan los historiadores…, incluyendo al anónimo autor del Cantar de mío Cid, seco y conciso en sus últimos versos, aunque se trate de la propia muerte del personaje (Dejó este siglo mío Cid, / que fue en Valencia señor, / día de Pentecostés; / ¡de Cristo alcance el perdón! /Así hagamos nosotros, /el justo y el pecador).

¿Qué fue de Babieca durante los últimos años del Cid? ¿Es cierto que sobrevivió a su dueño y que fue él quien le hizo ganar esa batalla póstuma de la que hablan las leyendas…? Y más aún, ¿cómo era, cómo fue realmente aquel gran animal que asombraba a propios y extraños?

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En primer lugar hay que ratificar varios hechos: que el Cid muere el verano del año 1099, que tan sólo dos años después Valencia aparece cercada por un impresionante ejército árabe y que el rey don Alfonso manda abandonar la ciudad levantina en mayo de 1102, tras haber roto el cerco y salvado a doña Jimena y los restos del Cid y su «reino». Ya que los «hechos» encuadran y enmarcan las leyendas. Menéndez Pidal escribe al llegar a este punto:

«El emir Al-Muslimín Yúsuf, que siempre pensaba en recobrar la ciudad del Campeador, mandó contra ella, con un fuerte ejército, al general Lantuna Mazdalí, gran sostén de la dinastía de Ben Texufín. Mazdalí cayó sobre Valencia a fines de agosto de 1101, y la tuvo en apretado cerco durante seis meses, combatiéndola de todas partes… Jimena sostuvo el cerco hasta ver agotados sus recursos, y entonces envió al obispo Jerónimo en busca de Alfonso para pedirle auxilio y entregarle Valencia…»

Pues bien, uno de estos «recursos» de Doña Jimena fue, al parecer, y cuando el cuerpo del Cid aún no había recibido sepultura, el «sacar a combate», sobre Babieca, naturalmente, el cadáver del héroe. ¿Cómo? Esto no es irracional si se tienen en cuenta tres cosas: 1) que la «silla de montar» que utilizaban los castellanos tenía un cierto respaldo posterior y como una agarradera alta en su parte delantera, lo cual, y más si ambas partes se prolongan hacia arriba, hacía que las posaderas del jinete quedasen bien ajustadas y firmes… En el canto 57, el que narra la arenga del Cid antes de la batalla contra el conde de Barcelona, Ramón Berenguer II el Fratricida, don Rodrigo dice:

 

Nos seguirán si marchamos;

aquí sea la batalla:

cinchad fuertes los caballos

y vestíos de las armas.

Ellos vienen cuesta abajo,

y llevan tan sólo calzas,

van sobre sillas coceras

y las cinchas aflojadas;

nosotros, sillas gallegas

y botas sobre las calzas.

 

2) Que Babieca estaba domado y adiestrado muy especialmente para la guerra y sobre todo por y para el Cid…, lo cual admite la verosimilitud de la leyenda, pues no puede olvidarse que aquellos animales «de guerra» estaban sometidos diariamente a un entrenamiento contumaz y duro, y 3) que la fama de «invencible» del Cid había comido el «coco» a los árabes, hasta el punto de que ni siquiera la nueva táctica guerrera de Yúsuf (el uso de elefantes, como Aníbal, y la caballería ligera) pudo con el héroe y su «arte militar».

Bien, el hecho es que aquella victoria póstuma del Cid pasó a la leyenda y que los juglares la cantaban por los caminos de Castilla cien años más tarde… sin olvidar, ellos no, al gran Babieca. Porque hablar del Cid sin mencionar a Babieca era, es aún hoy, tan absurdo como hablar de Alejandro y silenciar a Bucéfalo.

Pero ¿cómo era Babieca? ¿Negro azabache como lo pintan unos? ¿Blanco armiño como lo representan otros? Un poeta dice que «era blanquecino como el lucero a la hora en que se eleva el sol» y «orgulloso como el relámpago». Ben Jafacha (1058-1138) escribe estos versos que bien pudieran estar dedicados al equino más famoso de su tiempo. 

«Era un caballo alazán con el cual se encendía la batalla como un tizón de coraje. Su pelo era de color de la flor del granado; su oreja, de la forma de una hoja de mirto.

Y, en medio de su color bermejo, surgía en su frente una estrella blanca, como las níveas burbujas que ríen en el vaso rojo de vino.»

En mi criterio, y dado su origen andaluz, tuvo que ser un bello ejemplar de la mezcla berberisco-teutón-ibérico que Almanzor ensayó en las yeguadas del Guadalquivir bajo… y que se estabilizó más tarde en forma de «caballo español». «Los musulmanes enseñaron a los españoles -escribe la experta Carolina Silver- a ejercer la crianza selectiva, ya que los caballos de tipo germano-español poco podían hacer ante la fantástica agilidad de los ejemplares árabes y berberiscos. Hacia el siglo XV, en tiempos de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, el caballo español se convirtió en un animal de batalla al recibir infusiones de sangre oriental. De entonces en adelante, los caballos españoles de tipo «andaluz» se esparcieron por toda Europa, donde contribuyeron decisivamente en la mejora de muchas razas.»

«¿Es un corcel lo que ha pasado ame mis ojos o una estrella fugaz, que cruzó rápida como el relámpago encendido por la tormenta? -se preguntará más tarde Ben Abi-I-Haytan, de Sevilla, ante otro noble alazán de las marismas, para responderse a continuación-: La aurora le prestó su disco como velo y huyó con él, pues le convino a maravilla. Siempre que corre es porque piensa que la aurora viene a reclamarle el préstamo; pero la aurora no le da alcance. Cuando se lanza contra el enemigo, los luceros se cansan de seguirlo y las nubes le pierden el rastro…»

Una cosa está clara: Babieca es, sin duda, el caballo de España…, aunque haya que decir de él como el poeta dijo del Cid: «¡Dios, qué buen caballo, si oviese habido buen escritor!».

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.