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Al estallar la revolución de octubre de 1917 toda la familia imperial fue detenida por los bolcheviques. El 17 de julio de 1918 la familia imperial estaba detenida en Ekaterimburgo. Esta estaba integraba el zar Nicolás Romanov II, su esposa Alejandra Fiódorovna de Hesse-Darmstadt, y sus hijos Olga, Tatiana, María, el zaravech Alexis, y Anastasia. Aquella noche se les pidió que se vistieran, pues los iban a trasladar a un sitio más seguro. Una vez vestidos los llevaron al sótano de la casa, bajo el pretexto que querían hacerles unas fotografías. Junto a la familia imperial se encontraban el doctor Botkin, la doncella Ana Demidova, el cocinero Ivan Javitonov y el lacayo Aleksei Trupp. Minutos después entró Yákov Yurovski y un grupo de soldados. Este militar bolchevique ha pasado a la historia por lo que contaremos a continuación. Con un revólver en la mano les hizo saber que el pueblo ruso los había condenado a muerte. Sin mediar palabra disparó en la cabeza del zar y del zarévich. Sus compañeros hicieron lo mismo contra la zarina, las grandes duquesas y el personal de servicio. En un informe redactado por Yurovski se afirma que toda la familia imperial falleció aquella noche. Con las grandes duquesas hubo más problemas, pues habían escondido joyas en los corsés. Estas hicieron de escudo e impidió que las balas terminaran con sus vidas. Esto no fue impedimento para que los bolcheviques las remataran a golpes de bayoneta. Ningún miembro de la familia imperial quedó vivo aquella noche.

Este sería el final de la historia. Sin embargo, no fue así. La desinformación de los comunistas hizo creer que algún miembro de la familia imperial se había salvado. En concreto el zarévich y Anastasia. A esto se sumó que los cadáveres permanecieron bastante tiempo abandonados en el sótano mientras cavaban la fosa común. Se pensó que alguno de ellos, mal herido, consiguió huir. Aquello animó a algunos seguidores del zar. A la desinformación debemos añadir aquellas personas que creyeron ver a la Gran Duquesa Anastasia en la ciudad de Perm. El misterio se mantuvo hasta el año 1991. Aquel año las autoridades soviéticas autorizaron poder excavar la fosa común que había en un bosque cercano a Ekaterimburgo. Se pensaba que allí localizarían 11 cadáveres -los de la familia imperial y los 4 colaboradores de la familia-. No fue así. En la fosa no estaban los cadáveres del zarévich Alexis y de la Gran Duquesa Anastasia. Aquel hecho sorprendente tenía su lógica. En el informe de Yurovski se explicaba que dos cuerpos habían sido quemados. ¿Por qué? Formaba parte de la desinformación comunista. Si por casualidad el Ejército blanco -los seguidores del zar- encontraban la fosa común, quedarían confusos. Por eso dos cadáveres fueron quemados y nunca los enterraron junto con los otros. El final de la historia se prolongó hasta el año 2007. Cerca de la fosa común se encontró los restos de una hoguera y dos esqueletos parcialmente quemados. El lugar era muy parecido al descrito por Yurovski. Por fin se podía concluir que toda la familia imperial rusa había sido asesinada el 17 de julio de 1918.

La leyenda que la Gran Duquesa Anastasia había sobrevivido tomó consistencia. Era una joven de 17 años y parecía lógico que, gracias a su fortaleza, sobreviviera. Se había cambiado de identidad para no ser ejecutada por los bolcheviques. Todas estas teorías, sin una base sólida, se perpetuaron durante casi cincuenta años. Desde 1917 fueron más de 10 mujeres las que dijeron ser Anastasia. El tiempo ha demostrado que no era así. De ellas una quedó inmortalizada en la película homónima, del año 1956, interpretada por Ingrid Bergman. La conocimos como Anna Anderson, pero este no era su verdadero nombre. ¿Cuál fue el origen de esta historia?

El 27 de febrero de 1920 empezó la historia de Anna. Aquel día un policía le salvó la vida. Intentó suicidarse y estuvo a punto de conseguirlo si no llega a ser por la intervención de ese sargento. La trasladaron al Hospital Elisabeth de Lützowstrasse. No quiso decir quién era y no llevaba documentación. Las autoridades decidieron internarla en un psiquiátrico en Dalldorf. Aquel intento de suicidio hizo pensar en una enfermedad mental. Aquella mujer desconocida permaneció allí sin que nadie la reclamara. Como era de esperar una de las internas creyó reconocerla. De no haber sucedido esto ahora no hablaríamos de ella. Esa mujer pensaba que era la Gran Duquesa Tatiana. Así se lo dijo a varias personas. Para verificar lo dicho fue a verla la baronesa Sophie Buxhoeveden, que había sido dama de compañía de la zarina. No la reconoció como a la Gran Duquesa Tatiana. Aquella mujer parecía más joven. Aunque la baronesa nunca creyó que esa joven fuera una Romanov, sí que la consideraba como tal el capitán Nicholas von Schwabe y Zinaida Tolstoy, amiga de la zarina. Es más, se autoconvencieron que la joven era la Gran Duquesa Anastasia. El error del capitán puede ser natural. Ahora bien, no por lo que respecta a una amiga de la zarina que, como es de suponer, conocía perfectamente a Anastasia. Es más, si comparamos las imágenes de una y otra nos damos cuenta de que su parecido físico es nulo. No se parecían en nada.

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Así las cosas en 1922 salió del hospital y fue a vivir a casa del barón Arthur von Kleist. Este jefe de policía polaco consiguió huir a Berlín poco después de estallar la revolución de octubre. La muchacha sin nombre comenzó a llamarse Anna Tchaikovski. Podríamos decir que muchos inmigrantes o refugiados políticos rusos la ayudaron por motivos personales. ¿Cuáles? De fracasar el poder establecido por Lenin y Stalin y restaurada de nuevo la monarquía zarista, pensaban que obtendrían prebendar por haber cuidado a una hija del zar Nicolás II. El comunismo continuó y con los años decayó el interés por la joven. A esto debemos añadir otro hecho. La zarina Alexandra se llamaba Victoria Alejandra de Hesse-Darmstadt. Era hija del duque Luis de Hesse-Darmstadt y de Alicia de Sajonia-Coburgo-Gotha. Su abuela era la reina Victoria de Inglaterra. Pues bien, una de las hermanas de la zarina era Irene de Hesse-Darmstadt. Esta se había casado con el príncipe Albert Wilhelm Heinrich de Prusia. Se pacto un encuentro entre ambas. El resultado fue poco propicio para la desconocida. Su tía, la princesa Irene, no la reconoció. Tampoco otras personas que pudieron salir de Rusia la reconocieron como la Gran Duquesa Anastasia.

La joven Anna lo tenía todo en contra. Sin embargo el misterio continuaba abierto. El príncipe Valdemar de Dinamarca, tío abuelo de Anastasia, decidió pagarle su estancia en el Sanatorio Stillchhaus hasta que se descubriera la verdad. Aquella joven tenía una salud bastante enfermiza y ante la posibilidad que fuera Anastasia decidieron darle todos los cuidados básicos. Estando en el Sanatorio la visitó Tatiana Botkin. Anteriormente hemos explicado que el 17 de julio de 1918, junto con la familia imperial, habían asesinado al doctor Botkin. Este era el médico personal del zar. Tatiana conoció a Anastasia desde niña. Eran amigas. Si había alguien que podía poner fin al misterio era ella. ¿Qué ocurrió? La reconoció como Anastasia. No le dio importancia que no hablara en ruso y que no se acordara de ciertos detalles básicos de su vida. Para Tatiana Botkin aquel estado se había producido como consecuencia de su deteriorado estado físico y psicológico. Tenía su razón de ser. Había sufrido mucho. En circunstancias extremas cabe la posibilidad de sufrir amnesia. No hablar ruso era fruto del dolor que le causaron los bolcheviques. Físicamente no se parecía. Ahora bien, el dolor y el sufrimiento desfiguran los rasgos. Todo esto era más que suficiente, según Tatiana Botkin, para confirmar que Anna Tchaikovski era la Gran Duquesa Anastasia. Posteriormente veremos que el hermano de Tatiana estaba involucrado en aquel complot. Tatiana fue utilizada para poder acceder a los bienes de los Romanov. Su padre había muerto y Gleb Botkin quiso sacar tajada.

En 1927 se supo quién era aquella desconocida que había intentado suicidarse el 27 de enero de 1920. El hermano de la zarina, Ernesto Luis de Hesse-Darmstadt, contrató a un investigador privado para conocer la verdad. Las conclusiones desmentían sus orígenes imperiales. La joven era de origen polaco. Durante la I Guerra Mundial trabajó en una fábrica de municiones. Su prometido -llamado Tchaikovski- murió en el frente. Parece ser que la noticia la dejó trastornada. Cierto día se le cayó una granada de la mano. Estalló y quedó herida en la cabeza, muriendo uno de los encargados de la fábrica. Fue declarada inestable emocionalmente y la internaron en un sanatorio. Poco antes de intentar suicidarse se había escapado de él. La desconocida se llamaba Franziska Schanzkowska. A pesar de estas pruebas concluyentes la farsa continuó durante cincuenta años más.

Al año siguiente, 1928, se trasladó a los Estados Unidos. Allí fue por invitación de Xenia Leeds, una princesa rusa casada con un rico industrial norteamericano. Antes de su viaje estuvo unos días en París. Allí conoció al Gran Duque Andrei Vladimirovich, primo del zar. Este no dudo un solo instante que la joven era Anastasia. En su viaje a los Estados Unidos la acompañó Gleb Botkin, del que ya hemos hablado. Su intención era aprovecharse de Anna. Se especulaba que existía una inmensa fortuna repartida por el mundo y que la heredaría quien acreditara ser descendiente de Nicolás II. Como que no se había podido demostrar que el zar estuviera muerto, pues su cadáver no se localizó hasta 1991, los presuntos herederos podían reclamar lo que les pertenecía dentro de los primeros diez años después de su muerte. Estaban dentro del plazo previsto por ley. El negocio sería redondo. Botkin haría rica a Anastasia y él conseguiría una suculenta recompensa. Por eso buscó un abogado y bajo el supuesto que la joven era Anastasia, reclamó lo que le pertenecía. Lo cierto es que el zar sólo tenía unos insignificantes bonos depositados en Alemania. La jugada no le salió bien a Botkin y se los repartieron los Romanov. Sin embargo, no desistió en su intento y hasta su muerte, 1969, interpuso contenciosos a favor de su amiga Anastasia.

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Para que la prensa estadounidense no la persiguiera se hizo llamar Anna Anderson. En 1928 murió la madre del zar, princesa Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, y los familiares Romanov firmaron un documento en el cual declaraban que Anna era una impostora. El documento se conoce como declaración de Copenhague y entre otras cosas decía que “nuestro sentido del deber nos obliga a declarar que la historia es sólo un cuento de hadas. La memoria de nuestra querida finada sería desacreditada si permitiéramos que esta fantástica historia se extendiera y ganara credibilidad”.

En los Estados Unidos Anna Anderson fue la atracción de diversas fiestas. Allí permaneció hasta 1932. El motivo de su regreso a Alemania fue que detectaron ciertos problemas mentales que provocaban autodestrucción. Fue internada en un sanatorio. Una de sus amigas, Annie B. Jennings, una multimillonaria soltera, le pagó su traslado a Europa.

Ya en Alemania su caso volvió a ser fuente de inspiración de periódicos y cazadores de fortunas. También algunos ricos decidieron hacerle caso a una descendiente del último zar. Evidentemente los detractores no pudieron evitar sacar a la luz la falsedad de toda aquella historia. Durante años estuvo enfrentada a su supuesta familia en causas judiciales que siempre se resolvieron en contra de ella. A pesar de los años que habían pasado la posibilidad que fuera Anastasia no se diluyó. Los pocos Romanov que quedaban vivos y que habían conocido a la Gran Duquesa continuaban reiterando que era una impostora. Otros, cuya confesión fue manipulada, aseguraban que si lo era. La cuestión era mantener vivo el mito.

Así pasaron los años hasta 1968. Ese año el profesor de historia y genealogista John Eacott Manahan le pagó el billete para los Estados Unidos y se casaron en Charlottesville el 23 de diciembre de 1968. Fue un matrimonio de conveniencia. Convivían en la misma casa, pero nunca consumaron el matrimonio. A partir de ese momento la historia cambió. Murió Botkin, los pleitos se acabaron y el nombre de Anna Anderson entró en decadencia. En el más absoluto de los anonimatos vivió hasta el 12 de febrero de 1984, fecha en la cual abandonó este mundo. Pocos recordaban su historia. Su tiempo hacía años que había pasado, si es que en algún momento hubo una posibilidad de reconocerla como la Gran Duquesa Anastasia.

Seis años después de su muerte se practicó una prueba de ADN a unos restos conservados de Anna Anderson. Estas no coincidían con los restos descubiertos en la fosa común de Ekaterimburgo. El descendiente directo al cual se le tomaron pruebas para poderlo realizar fue el príncipe Felipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel II, y sobrino nieto de la zarina. Todos los restos encontrados en la fosa común coincidían. Esto significaba que los cadáveres pertenecían al zar Nicolás II, la zarina y sus hijos. El ADN de Anna Anderson en nada coincidía con el del príncipe Felipe de Edimburgo. En cambio sí coincidía con el de Karl Mancher. Este era sobrino nieto de Franziska Schanzkowska. El ADN resolvió el misterio. La Gran Duquesa Anastasia había sido asesinada el 17 de julio de 1918. Anna Anderson nunca fue una Romanov, sino una operaria de origen polaco que quedó perturbada como consecuencia de la explosión de una granada. Sus restos mortales fueron incinerados y enterrados en el castillo de Seeon (Alemania). En la placa que la recuerda se puede leer: Anastasia Manahan 1901-1984.

Autor

César Alcalá