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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Clavileño» el otro caballo del Quijote  y el «Negro» de San Fernando

  

«CLAVILEÑO»

EL OTRO CABALLO DEL QUIJOTE

 

Primero fue Pegaso, el caballo volador de la mitología griega, aquel que hizo de Belerofonte el mejor jinete de la Historia… Después fueron los caballos de La Ilíada y muy en especial aquel Janto de Aquiles, que tenía los pies más ligeros que su amo… Luego surgió el Encantado caballo negro de Las mil y una noches, que quitó el sueño al gran Leonardo y anunció la llegada de esos monstruos del aire que se llaman «aviones»…

Y ahora nos topamos con Clavileño, el segundo caballo del Quijote y uno de los grandes sueños de don Miguel de Cervantes, aquella máquina de volar que eleva al caballero de la triste figura y su escudero más allá de los reinos del gigante Malambruno…

La historia comienza en el capítulo XXXVI de la segunda parte («Donde se cuenta la extraña y jamás imaginada aventura de la dueña Dolorida, alias de la condesa de Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribió a su mujer, Teresa Panza») y es, sin duda, una de las más entretenidas de la obra inmortal, pues no en vano Sancho transmuta su espíritu y se prepara para gobernar…

 

«Por la fe de hombre de bien juro, y por el siglo de todos mis pasados los Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su pensamiento ha cabido semejante aventura como ésta…»

 

Pero ¿qué es y cuándo y por qué aparece Clavileño?… Indudablemente, Clavileño no es un caballo de carne y hueso como Rocinante, sino una «máquina» -como dice el propio Cervantes- con apariencia de caballo que vuela, planea a ras del suelo o se eleva por los aires a media altura.

 

«-Es el caso -respondió la Dolorida- que desde aquí al reino de Candaya (…aquel que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín), si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más o menos; pero si se va por el aire y por línea recta, hay tres mil y doscientas veintisiete. Es también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mismo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada a la linda Magalona: el cual caballo se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza que parece que los mismos diablos le llevan. Este tal caballo, según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestóselo a Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes y robó, como se ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien él quería o mejor se lo pagaban, y desde el gran Pierres hasta ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve de él en sus viajes, que los hace por momentos por diversas partes del mundo, y hoy está aquí, y mañana en Francia, y otro día en Potosí; y es lo bueno que el tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza llena de agua en la mano sin que se le derrame una gota, según camina llano y reposado, por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera en él.

-¿Y cuántos caben en ese caballo? -preguntó Sancho.

La Dolorida respondió:

-Dos personas: la una, en la silla, y la otra, en las ancas, y por la mayor parte estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta alguna robada doncella.

-Querría yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese caballo.

-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso; ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo; ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro; ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán; ni Frontino, como el del Rugero; ni Bootes ni Peritoa, que dicen que se llaman los del Sol; ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.

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-Yo apostaré -dijo Sancho- que, pues no le han dado ninguno de esos famosos nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.

-Así es -respondió la barbada condesa-; pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante.

-No me descontenta el nombre -replicó Sancho-; pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?

-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que volviéndola a una parte o a otra el caballero que va encima le hace caminar como quiere, o ya por los aires, o rastreando y casi barriendo la tierra, o por el medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien ordenadas…»

 

Luego, al fin y ya de noche, llegó Clavileño a hombros de «cuatro salvajes vestidos todos de verde hiedra, que traían un caballo de madera»… y Don Quijote y Sancho viven la gran aventura de sus vidas. Naturalmente, Clavileño el Alígero no levanta dos palmos del suelo ni vuela por las regiones del aire…

 

«Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo o las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que de esta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.»

 

…pues sólo se trata de un engaño más de los muchos que sufren los personajes a lo largo de la obra. Pero al final, cuando Clavileño salta por los aires («por estar el caballo lleno de cohetes tronadores») y Don Quijote y Sancho se estrellan contra el suelo «medio chamuscados» y maltrechos, de tal modo se han creído y han vivido la aventura que ni siquiera el pillo del escudero se atreve a decir la verdad. Mejor dicho, aquí Sancho sobrepasa ya a Don Quijote en imaginación y credulidad… porque hasta confiesa haber visto las siete cabras del arco celeste (las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules y la una de mezcla). 

EL «NEGRO»

 DE SAN FERNANDO

 

 

Hay tres fechas en la Historia de España que brillan tanto como el sol: la del 16 de julio de 1212, la del 29 de junio de 1236 y la del 23 de noviembre de 1248… O sea, la de las Navas de Tolosa, donde los cristianos mandados por Alfonso VIII aplastaron casi definitivamente el poderío árabe, y las de la conquista de Córdoba y Sevilla, de manos de Fernando III de Castilla, el que por méritos propios sería canonizado por el papa Clemente X un 4 de febrero de 1671.

Aquel san Fernando que fue armado caballero por el mismísimo apóstol Santiago…

 

«Había una dificultad protocolaria para la coronación: era lógico que el nuevo rey fuera caballero, que estuviera armado caballero, pero ¿quién sería el caballero que debía dar el espaldarazo? El problema se obvió con una imagen del apóstol Santiago que tenía el brazo articulado, para poder dejar así caer la espada que armaba caballero sobre la espalda del infante…»

 

Y unió por primera vez los reinos de Castilla y León, tras la sabia decisión de dos mujeres con nombre propio: doña Berenguela y doña Teresa…; las dos mujeres de su padre, Alfonso IX de León.

Aquel san Fernando, de quien la Primera Crónica General cuenta en un soberbio «castellano antiguo» lo que sigue:

 

«Et pues que este bienaventurado et santo rey don Fernando vio que era complido el tiempo de la su vida et que era llegada la hora en que había de finar, fizo traer y el su Salvador, que es el Cuerpo de Dios… Et cuando vio venir contra sí el freire que lo aducie, fizo una maravillosa cosa de gran humildat: ca a la hora que lo asomar vio, dexóse derribar del lecho en tierra, et teniendo los hinojos fincados tomó un pedazo de soga que mandó y apegar et echóselo al cuello… Pues que el cuerpo de Dios hobo recibido, como dicho habemos, fizo tirar de sí los pannos reales que vestie… Luego primeramente fizo acercar a sí Don Alfonso su fijo et alzó la mano contra él, et santiguólo et diol su bendición… Et dixol más:

-Sennor te dexo de toda la tierra de la mar acá, que los moros del Rey Rodrigo de Espanna ganado hobieron: et en tu sennorio queda toda: la una conquerida, la otra tributada… Si la en este estado en que te la dexo la sopieres guardar, eres tan buen rey commo yo… et si ganares por ti más, mejor que yo… et si desto menguas, non eres tan bueno commo yo.

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Et dando ende gracias et loores a Nuestro Sennor Jesu Cristo, demandó la candela que todo cristiano debe tener en mano al su finamiento… et demandó perdón al pueblo et a cuantos y estaban. Et baxó las manos con la candela et adórola en creencia de Sancti Espíritu. Et mandó a toda la clerecía rezar la ledanía et cantar el Te Deum laudamus en alta voz. De sí, muy simplemente et muy paso, enclinó los ojos et dió el espíritu a Dios.»

 

Pero la vida de san Fernando es también la vida de uno de los «capitanes» más grandes de la Historia Militar de la Edad Media, pues no en vano fue él quien casi echa a los moros de España y logra poner fin a la Reconquista… tres siglos antes que los Reyes Católicos.

Porque él fue quien conquistó todo el valle del Guadalquivir e hizo a este río cristiano para siempre (con la primera escuadra castellana de Ramón Bonifaz). Y seguramente hubiese sido él quien entrase en Granada de no sobrevenirle la muerte un día floreado del mes de mayo del año 1252 en Sevilla…

Pero llegados aquí, nos vamos a detener en los arrabales de Córdoba, la Córdoba califal que llegó a ser la luz de Occidente y había visto correr por sus calles a Abul Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd, Averroes, y Moisés ben Maimónides… la Córdoba que aún poseía las campanas cristianas de Santiago que Almanzor, el Victorioso, hizo traer desde Galicia a hombros de sus «vencidos». Corrían los primeros meses del año del Señor de 1236…

La Historia dice esto:

 

«Las frecuentes ausencias del monarca del campo de batalla, motivadas por la necesidad de atender el gobierno interior de los reinos, no interrumpían las operaciones militares. Así, el 8 de enero del año 1236 las huestes cristianas se apoderaban por sorpresa del arrabal de la Ajarquía, de Córdoba, haciéndose fuertes en él, y dispuestas a resistir hasta que llegaran refuerzos cristianos. Noticioso de ello Fernando III, que se hallaba en Benavente, dirigióse apresuradamente en su socorro, ordenando el inmediato apresto de las milicias concejiles para sitiar la antigua capital de los Califas. Con gran golpe de nobles y tropas llegó Fernando III a Córdoba el 7 de febrero, acampando junto al puente de Alcolea y estableciendo el sitio de la ciudad… Más de cuatro meses resistieron los sitiados, y sin esperanzas de auxilio ya optaron por capitular, lo que se verificó el día 29 de junio, festividad de los apóstoles Pedro y Pablo, a condición de que los cordobeses pudieran abandonar libremente la ciudad o quedar en ella reconociendo la soberanía del rey castellano…»

 

Lo que no dice la Historia es que san Fernando montaba ese día un espléndido y hermoso caballo Negro, el mismo que al parecer le regaló el rey de Sevilla, Ibn Hud, en la primavera del año 1235, cuando aliados ambos luchaban contra Granada. Según la leyenda fue sobre este ejemplar, oriundo por lo que se ve de las yeguadas de las marismas, sobre el que Fernando III colocó la imagen de Nuestra Señora al iniciar la «cruzada» andaluza. Y montado en este Negro entró el rey santo en el patio de los naranjos de la mezquita aquel día de junio de 1236… Luego, ya se sabe, Fernando III mandó restituir al «Victorioso» y para que quedase constancia de que la Cruz había vencido a la Media Luna.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.