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Antonio Pérez de Olaguer nació en Barcelona el 16 de abril de 1907. Excelente escritor, empresario y político. De actitud intachable, gran carlista, consiguió un gran prestigio dentro de la junta Regional Carlista de Cataluña. José Vives Suriá, íntimo amigo de Pérez de Olaguer, nos explicó dos anécdotas sobre él que merecen ser inscritas en estas páginas. La familia, oriunda de Manila (Filipinas), tenía algunas posesiones en esa ciudad. Por culpa de la II Guerra Mundial dichas posesiones estuvieron a punto de perderse. Ya en Filipinas Antonio Pérez de Olaguer fue a ver al abogado más prestigioso de la ciudad para que le ayudara a recuperarlas. Este se negó. Al cabo de unos días se enteró que la mujer del abogado había muerto. Le envió un ramo de flores y una nota en donde le daba el pésame. Acto seguido el abogado le contestó que aceptaba el caso y, gracias a esta actitud, la familia pudo recuperar las haciendas perdidas. En otra ocasión, en el aeropuerto de Madrid, una persona tenía la urgente necesidad de ir a Barcelona. Antonio Pérez de Olaguer, que no tenía prisa, le cedió gustoso su billete. Aquel avión se estrelló, muriendo todos sus ocupantes. Salvó la vida gracias a su gesto. Era muy común que fuera a comer a casa de la familia Vives-Suriá. En cierta ocasión le dijo a la anfitriona: “Señora, yo he dado siete veces la vuelta al mundo. He comido en todos los lugares del mundo, pero cuando mejor como es en su casa”.

En el año 1941 publicó un libro titulado: Autógrafos. En edición de lujo, el libro no fue escrito para darlo a conocer al gran público. Todo lo contrario, lo editó para su familia. Para que, aunque pasaran los años, sus familiares tuvieran un recuerdo de sus antepasados. Es un libro basado en un diario que fue escribiendo, a lo largo de su vida, su padre, Luis Pérez Samanillo. El gran amor que siempre sintió hacia su padre, demostrado en varias de sus publicaciones, queda plasmado en este libro, íntimo y personal.

La familia sufrió la persecución religiosa que sembró la guerra civil española. Dos de sus miembros fueron asesinados por las turbas revolucionarias. Luis Pérez Samanillo, nacido en Manila (Filipinas) el 14 de diciembre de 1868. El 27 de julio de 1936, al ver que saqueaban una iglesia, se encaró a los asaltantes. Aquella intervención le llevó a la muerte. No deseaba que profanaran los Santos Lugares. Nadie hizo nada por ayudarle, quizás temerosos de la muerte que les esperaba si lo hacían. Ese mismo día fue asesinado en la carretera de Cornella (Barcelona). Su cadáver fue encontrado con una gran herida en la frente y las manos cortadas. Manuel Pérez de Olaguer nació en Barcelona el 10 de julio de 1890. Al estallar la guerra civil se encontraba en La Garriga, en la casa familiar. Hombre alegre, temperamento romántico y un poco aventurero. Se dice que fue una venganza personal de una antigua criada de servicio, que juró vengar la muerte de su marido en Asturias, matando ella a “un cura, un burgués y un militar”. El burgués fue Manuel Pérez de Olaguer. Los milicianos tomaron la casa, llamada Torre del Padró, el 27 de julio de 1936. Ése mismo día fue asesinado después de haber fregado los platos utilizados por los milicianos después de comer. Se cuenta la anécdota que en el lugar donde fue asesinado, aparecía siempre una cruz de madera. Aunque los milicianos la retiraban, cuando no estaban en la casa o no estaban vigilando el lugar, volvía a aparecer. La familia levantó un sencillo monumento en aquel lugar. Su hermano, Antonio Pérez de Olaguer, insinuaba que tal vez ofreció su vida a Dios por estar soltero y por su situación personal, basándose en que le entregó un paquetito en el que había escrito que a él, a Antonio, no le pasaría nada.

Antonio Pérez de Olaguer falleció en Barcelona el viernes 29 de marzo de 1968. El escritor Federico Revilla publicó en el periódico La Vanguardia la siguiente reseña ante su inesperada muerte:

Repentinamente falleció ayer mañana en nuestra ciudad el ilustre escritor don Antonio Pérez de Olaguer. Anteayer había hecho vida normal y por la tarde, después de asistir a una misa exequial en la iglesia de San Odón, acudió, a un seminario de estudios donde impartió sus sabias lecciones. Por la noche, reunido con su familia, estuvo viendo el programa de televisión y se acostó tranquilo, a una hora en él habitual. Nada hacía presagiar el tan triste; como rápido desenlace, ocurrido como consecuencia de un infarto de miocardio, alrededor de las ocho de la mañana.

La vida de don Antonio Pérez de Olaguer transcurrió bajo el signo de una apasionada entrega al trabajo. Era director-propietario de la revista «La Familia», editada y redactada bajo un signo patriarcal y que cuenta con unos lectores asiduos desde hace más de medio siglo. Editó otras revistas, publicó una serie de libros y sus reportajes eran continuos en la prensa española. Como viajero infatigable había dado la vuelta al mundo siete veces, aunque su meta predilecta fue siempre Filipinas, en cuya nación estaba vinculado pues su abuelo fue uno de los próceres del archipiélago hispano. Allí, en Filipinas, donde tenía familia, don Antonio Pérez de Olaguer era también persona muy conocida y estimada. Habremos de recordar que al término de la última guerra mundial, ya en 1946, fue fletado el buque «PIus Ultra» que partiendo de Barcelona llevó a Manila a once españoles, entre los que figuraba el finado, quien escribió las peripecias de este buque de pequeño tonelaje que estuvo 52 días para llegar a la capital de Filipinas, después de sortear numerosos peligros en las zonas aún repletas de minas abandonadas. La pluma ágil de don Antonio Pérez de Olaguer dejó escrito, en sus amenas crónicas, un documento del viaje, que es un capítulo de la pequeña historia en las comunicaciones marítimas entre España y Filipinas, además de una visión española de la posguerra mundial, en aquel archipiélago, donde perdieron la vida varios españoles, entre ellos un hermano de don Antonio.

Hombre abierto, profundamente humano, sensible a todo sufrimiento ajeno, el señor Pérez de Olaguer dedicó parte de su vida a realizar ejemplares obras de piedad. Una de ellas, muy conocida por todos los barceloneses, era e1 esfuerzo y entusiasmo puestos al servicio del Leprocomio de Fontilles, donde anualmente organizaba dos visitas de los familiares de los enfermos, para aliviar angustias en unos y dolores aotros. Antes ya se había distinguido por su ayuda al Hospital de San Lázaro, de Barcelona, para enfermos leproso» y escribió una obra dedicada a este establecimiento.

Don Antonio Pérez de Olaguer contaba 61 años. La noticia de su muerta causó profundo sentimiento en nuestra ciudad y fueron numerosas las personalidades de las letras y las artes que acudieron al domicilio mortuorio para testimoniar su pésame a la familia. Igualmente se personó el arzobispo de Monte Numidia, doctor Modrego Casaus y miembros directivos del Tenis Turó, con su presidente don Joan A. Maragall, así como otros muchos barceloneses entre ellos un grupo de protectores del tanatorio de Fontilles que contribuían a la loable iniciativa del extinto, así como familias de enfermos albergados en dicho establecimiento.

Expresamos nuestro más sentido pésame a la esposa doña Sara Moreno Ortega, hijos don Antonio, don Guillermo, don Luis Alfonso, don Gonzalo y don Germán; hijas políticas, doña Joaquina Agustín, doña María Victoria Clavell, doña María Dolores Sala y doña María Mercedes Córdoba y demás deudos del ilustre escritor y caballero ejemplar.

También se puede ser modesto para morir: yéndose de pronto, sin avisar, con una enfermedad. Pero esta modestia no se elige. Ni se busca. Se recibe…

De Antonio Pérez de Olaguer se había dicho muchas veces que era un hombre modesto. Quizás él mismo recortase más de la cuenta su ambición para no escapar de un ideal semejante. Minimizaba sus logros: por ejemplo, solía referirse en términos pesimistas a su experiencia como promotor y director de la revista «Momento». Hoy, los intentos de «Momento» quizá hicieran sonreír a muchos. Pero en su tiempo -1951/54- fue un considerable paso adelante, una empresa llena de promesas que no se hundió por defecto en su capitanía, sino por falta de apoyo en quienes hubieran debido entusiasmarse con ella.

Antonio nunca quiso verlo así, y echaba sobra sí mismo ajenas deficiencias.

Pero este rasco suyo, precisamente por muy alabado, no es -para mí- el que mejor le define. El verdadero Antonio se encontraba en el fondo de las divergencias. Me explicaré: en esta hora que vivimos, ciertamente crítica -dicho sea en el sentido más positivo-. Antonio ha sido ejemplo de una cualidad muy poco frecuente: la serenidad.

Nuestros caminos se habían separado. Luego, comencé a ver las realidades de otro modo. Un modo que llegó a ser, en ocasiones, opuesto al suyo. Cualquier otro hubiera hecho de esta disparidad un motivo de encono: él, sin embargo, supo mantener viva, quizá más honda que nunca, una amistad que sobrevolaba las ideologías. Creo que una actitud semejante contiene inapreciables gérmenes de esperanza. Hacen falta las personas que coloquen el afecto y la comprensión por encima de las diferencias ocasionales…; que no discrepen a mandobles sino en la paz de un dialogo sincero.

¿Integristas? ¿Progresistas? Estas divisiones arbitrarias se deshielan como por ensalmo ante una personalidad como la de Antonio. Amigo de todos. Amigo.

Su mejor huella es que le añoremos igualmente…”.

 

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Por una de aquella casualidad que la vida y la providencia de Dios, aquel libro editado por Antonio Pérez de Olaguer, ha llegado a nuestras manos. En concreto el primer volumen que salió de la imprenta. Somos poseedores de un tesoro familiar. El libro se inicia con un pórtico, escrito por Antonio Pérez de Olaguer, en el cual, nos introduce en el porqué de esta edición familiar:

 

Creo obligadas unas líneas mías, a modo de pórtico, que precederán a las páginas autógrafas, sagradas, de Papá, llenas de ternura infinita, de bondad sin límites, de serenidad imperturbable y, sobre todo, de espíritu cristianísimo, de catolicismo recio, de hombría de bien… No voy a describir, y menos a la familia -a quien van destinadas estas páginas-, la figura hermosísima de nuestro Padre. También sería profanación intentar un análisis, un estudio, una crítica y aún una exaltación de esas brevísimas memorias íntimas de su vida, únicas en el mundo y que en tan poco espacio tantas cosas dicen y proclaman. Si me atrevo a trazar -temblorosamente y con lágrimas en los ojos- estas líneas, es pensando -bien lo sabe Dios- en mis hijos y en los hijos de mis hermanos, en los nietos todos de aquel santo varón y en sus descendientes, para que perdure su recuerdo y para que imiten -para que imitemos todos- su sublime ejemplo.

Por eso, con la dulzura con que se recoge una labor póstuma, yo he ordenado y recopilado páginas sueltas del libro de recuerdos de mi Padre. Y para que conserven todo su vigor, he reproducido su letra -por medio de grabados a pluma- autógrafa, tan conocida y amada de sus hijos… El frío tipo de imprenta tal vez le quite sabor y deforme un tanto su trazo fino y personal…

Pero para la familia toda de nuestro Padre, que tanto orgullo y legítima satisfacción paseó por el mundo su nombre y apellidos -Don Luis Pérez Samanillo-, esas páginas suyas constituirán una valiosísimo recuerdo sentimental. Fijan fechas trascendentes, reproducen épocas olvidadas, esculpen lecciones profundas, conservan datos culminantes…

Y, sobre todo, respiran la fragancia de la delicadeza espiritual de Papá, que si nosotros no podemos olvidar, es menester la conozcan y vivan nuestros hijos… Cuando los míos, si Dios me los conserva, alcancen la plenitud de edad, o cuando contraigan matrimonio, yo, con lágrimas como las que tantas veces he vertido al leer estas líneas, les ofreceré éste volumen para que beban en él la piedad, la resignación, la doctrina que les haga perseverar y alcanzar el Cielo, donde pido a Dios y a mi Padre que nos encontremos todos algún día… ¡Qué consejos más doctos, más prudentes, más perfectos, en las bodas de Manolo y de Pepe! ¡Qué latidos del corazón sangrante de dolor, pero desbordado de resignación cristianísima, a la muerte de nuestra Madre! ¡Qué ofrecimiento de su hijo -uno de los Antonios que me ha precedido- para que, si es preciso, muera antes de cometer un pecado mortal; y qué delicadeza la de Dios, al aceptarle ese ofrecimiento, llevándose el angelito a la Gloria! Y, ¡qué honda emoción -que pone escalofríos en el alma- al comentar un fecha -14 de abril de 1931-, que él, con presentimiento sobrenatural, juzga catastrófica para nuestra Patria, y se hinca ante el Altísimo para rogar: “Dios salve a España!”.

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Una historia brevísima de la forma verdaderamente providencial en que se ha salvado este libro…

Papá, ingenuo como los grandes hombres de bien, puro en todas sus intenciones, tenía este libro escondido en su biblioteca… Antes que llaves, antes que cerrojos o cajas de hierro, su bondad lo había ocultado detrás de otros libros…

Y yo lo descubrí… Lo descubrí y a solas lo devoré un día y otro… Me sabía poseedor de un secreto que no supe esconder en mi corazón… Y fue un día a mi hermano Paco, otro a amigos íntimos, y a Teresa y a muchos, a los que lo enseñé… Hasta que al fin no puede más y le confesé a mi Padre que había descubierto su secreto y sabía el escondite de sus memorias íntimas…

Papá sonrió con esa dulzura tan suya, con esa sonrisa verdaderamente de santo que yo vi clavada en su rostro -al recoger su cadáver-, rostro profanado y partido por los asesinos y criminales verdugos de Cristo…

Papá sonrió y nada me dijo… Nada me dijo, pero yo perdí para siempre la pista de este libro limpio, sangre y vida, dolor y gozo de la existencia mil veces bendita de mi Padre…

Luego… Luego el caos rojo, la revolución marxista, el odio desbordado y el sacrificio del mártir… ¡Era muy difícil que Papá pudiera tener una muerte mejor! A su humildad, a su virtud, a su santidad sólo Dios podía corresponder con el martirio… Para nosotros, pobres hombres indignos de muchas cosas, la prueba fue demasiado dura… Pero las luces de la fe nos obligan a reconocer que para Papá aquella fue la muerte más sublime y más santa…

Y yo, después de haber tenido el consuelo dulcísimo de haber podido besar su frente yerta y fría y sus manos atravesadas, y haberme inclinado ante su figura amada y venerable, salí por caminos inciertos a continuar mi vida en este valle de lágrimas…

Y conmigo, siempre conmigo, una obsesión: aquel libro de mi Padre… Aquel libro que su modestia ocultó -no sabíamos donde- y que era imposible, absolutamente imposible que apareciera…

Todo lo daría yo por ese libro, decía una vez y otra cuando se trataba de repartir o de recoger los objetos queridos…

Pero ni su reloj de oro, acariciado por sus manos martirizadas, ni prendas regadas con su sangre, ni joyas ni otros objetos de su pertenencia, tenían para mí el valor de ese libro autógrafo, testamento religioso y político de una vida santa…

Y he aquí que una tarde -para mí inolvidable-, al repartirnos, en cristiana hermandad, efectos salvados del saqueo rojo, mi hermana Nena, sin saber el tesoro que tenía en sus manos, me lo ofreció:

– Toma este libro, a lo mejor te interesa…

Pocas emociones como aquella… Yo no la dejé traslucir, pero la sentí en el alma… ¡Papá! ¡Papaíto mío! Tu amorosa providencia me ha hecho el mejor regalo… ¿Cómo se salvó el libro? Sólo una voluntad decidida ha podido lograr el milagro…

Y yo, heredero de lo más sagrado para mí, guardaré ese libro para que a su vez lo hereden mis hijos y lo veneren… Nadie -¡bendito sea Dios!- me lo ha discutido, aunque noblemente me lo hayan envidiado. A esa bondad de Tía Asunción, de Paco -coleccionador como yo de recuerdos sentimentales-, de mi familia toda, sólo puedo corresponder reproduciendo ese original y otros escritos de Papá, para que, si no de una manera tan directa, todos participen de este tesoro.

Y para terminar, unos datos breves que creo recordar con verdadera exactitud…

Este libro se lo regaló a Papá el célebre Padre Jesuita Víctor Van Trich. -famoso literato belga, autor de popularísimas conferencias, y bellísimos cuadros de costumbres- con motivo de hacer Papá su primera Comunión en Bélgica. Desde esa fecha, Papá escribió en ese libro los grandes acontecimientos de familia y estampó su religiosidad y su fe, dejando transparentar la emoción y la ternura de su alma purísima…

Y nada más… Que todo lo dicen las páginas que siguen… Nada más que agradecer a Dios su bondad para conmigo…

Y la seguridad plena de que si este libro se ha salvado, ha sido porque Dios, por intercesión, por ruego de Papá, así lo ha querido. Y lo ha querido porque su familia toda, presente y futura, debe conocerlo para bendecir su memoria.

Y antes de concluir yo pido que todo el que hojee este libro -como yo he aprendido en otro- termine con estas páginas mías, para que al deletrearlas rece por mi Padre, con la oración primera de nuestra Religión santa:

Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea el tu nombre. Vénganos el tú Reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos de mal. Amén.

¡Descanse en paz, Papá, y que en el Cielo nos encontraremos todos! Antonio. Barcelona, 23 de noviembre de 1939”.

Después de esta profunda y sentida presentación, de este acto de fe hacia un Padre, pocas palabras podemos nosotros decir. Por qué en el mundo actual en el que nos encontramos, tan carente de valores y de espiritualidad, palabras como las de Antonio Pérez de Olaguer nos deben hacer reflexionar y pensar si vale la pena transitar en un mundo lleno de mediocridad y de superficialidad o, por el contrario, podemos hacer alguna cosa para cambiar, aunque mínimamente, a las personas que nos rodean, a la gente que nos envuelve. Tal vez sea una utopía pero, es preciso soñar para no acabar loco o, tal vez, para no acabar sin fe en el hombre.

Foto: Luis Pérez Samanillo

Autor

César Alcalá