25/09/2024 22:15
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Toda obra humana tiene su afán y su propósito, y de ahí deberíamos de partir no sólo para entender, sino para analizar en su justa medida la realidad nacional e internacional que a partir de mediados de la década de los años setenta del siglo pasado ha venido degenerando a una enorme velocidad. Velocidad que nos alerta no sólo de que las bases ya estaban puestas -como de sobra sabemos por el estudio de la historia-, sino que el proceso estaba suficientemente madura para darle su impulso final.

Todo está escrito y se nos dijo. Que nadie se engañe ni coja de sorpresa. La Historia de la humanidad ha venido estando marcada por una serie de acontecimientos que como signos han venido anunciando su final. En este sentido, y en la hora presente, la GRAN PREGUNTA sería… ¿Estamos viviendo ya el final de esos signos que como pruebas fehacientes han marcado la historia de la humanidad y la marcarán hasta su final? Esta es la cuestión a analizar, querido amigos, porque aunque estos signos que anuncian acontecimientos están celados por el velo del misterio, no es menos cierto que se nos anuncian… (Mt 16:3). 

¿Acaso no son signos la cultura de la muerte que se ha impuesto en el mundo occidental cristiano? ¿No lo es la apostasía a la fe católica, base cultural de occidente? Y si hablamos de la deconstrucción antropológica, ¿qué podemos decir? Todo se nos muestra muy claramente. Centrémonos, entonces, en la perdida de la fe en España, base de todo ese destrozo del que hablamos.

Aunque los que nos declaramos católicos somos mayoría (58%), sólo un 22% acude a misa o se confiesa, mientras los agnósticos o ateos son casi un tercio de la población española, según el CIS. El dato con ser alarmante lo es más si consideramos que es en las regiones de España donde se desarrolla imparable el separatismo (Cataluña y Vascongadas), donde se da el porcentaje más alto de no católicos o de anticatólicos respecto al resto de España. Con lo que la chusma separatista cumple perfectamente el binomio: antiespañol = anticatólico. Y en esta situación crecen los evangelistas y musulmanes. Con toda propiedad se puede decir que España ha dejado de ser católica.

¿Cuál puede ser su explicación? Apuntemos algunas consideraciones al margen de diferenciar el cambio histórico que se ha dado en el mundo occidental, y muy principalmente en España, que ha venido añadiendo argumentos al proyecto de deconstrucción del orden cristiano, conculcando la misma la Ley Natural.

No tendríamos una visión plena si no nos centrásemos en lo que supuso el desarrollo argumental del Concilio Vaticano II, que introdujo cambios fundamentales en los fundamentos de la Iglesia, tanto a nivel doctrinal, filosófico, teológico, ritual, litúrgico y costumbrista, que no pudieron rectificar plenamente los pontificados de san Juan Pablo II y Benedicto XVI, y que con el argentino Berglogio se han agudizado. Cambios que han ocasionado un profundo y terrible destrozo en la Iglesia. Y dentro de ese destrozo al que nos referimos, constatemos dos aspectos fundamentales del mismo.

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En primer lugar, se instituyó como máxima de caridad fundamental la unión de las Iglesias, lo que se llamó “la reunión con los hermanos separados”, confundiendo –y para muchos de nosotros deliberadamente- el exacto sentido que tiene el Ecumenismo, cuyo aporte fundamental es la conversión de la mente y el corazón a Cristo, Hijo unigénito de Dios Padre, y Rey y Señor de la Historia al que todo se debe como ÚNICO Redentor y Salvador. Ecumenismo que hoy llega al extremo inaudito de celebrar con musulmanes, budistas y con toda clase de tribus como recientemente ocurrió en el mismo Vaticano, celebrando a la “madre tierra”. De esta forma el Concilio Vaticano II rompía con veinte siglos de Tradición católica y con el sentido apostólico de la Iglesia. Y en segundo lugar, por la libre interpretación de la Biblia que a tantos errores de interpretación llega, y que hoy llega al extremo de querer cambiar palabras, dichos y expresiones del Señor, recogidas por los evangelistas por el simple hecho de considerarse ofensivas con la corrección que impone este tiempo: prostituta, leproso, pecador, cojo, ciego, recaudador de impuestos, adultera, sodomita y demás palabras, términos y expresiones que son consideradas ofensivas por la sociedad más depravada de la historia.

Vivimos un profundo oscurecimiento de los espíritus, con una manifestación muy clara: la ignorancia, no sólo de las verdades sobrenaturales sino de las mismas verdades naturales. Esto debe obligarnos a reflexionar sobre el hombre y la historia, pues de otra forma caemos en la incertidumbre agónica existencialista. Incertidumbre que choca con la certeza y la autoridad de la Verdad que es Cristo; incertidumbre que ha llegado a la misma cúspide de la Iglesia cuando lo que más necesitamos es seguridad y criterio. Seguridad y criterio para darnos cuenta que fidelidad, progreso, verdad e historia no son realidades en conflicto en relación a la Revelación, ya que Jesucristo, siendo Verdad increada es también el centro y el cumplimiento de la Historia, a la que conduce “a la verdad plena” (cfr. Jn 16, 17).

Ahora bien, el Señor siempre nos interpela, y toda la vida del cristiano debe ser manifestación de la fe que hemos depositado en Él, como Señor y Maestro. No hay ningún aspecto en nuestra vida que no pueda ser iluminado por esta fe: “El justo vive de la fe” (Rom 1, 17). De ahí que, cuando falta esta unidad de vida y se transige con una conducta que no está de acuerdo con la fe, la fe necesariamente se debilita y corre el peligro de perderse. Por eso dos aspectos debemos tener muy claros: la necesidad de la perseverancia de la fe y la obligación de difundirla porque hemos recibido el don de la fe para propagarlo (Mt 5, 15-16).

El paralítico de la piscina de Siloé que nos narra el Evangelio es un claro ejemplo de lo que está ocurriendo en Europa, y en España principalmente, donde la deriva del Modernismo con su panorama desalentador y angustioso está llegado a su cénit. Así, abandonada la aplicación de la fe que se constituye sobre el fundamento de los Apóstoles, la predicación de los Santos Padres y el Magisterio perenne de la Iglesia, que con su palabras y sus testimonios nos trasmiten la verdad de Cristo, lo que ha venido es la revolución. La revolución, que a través de un programa fabricado con eslóganes publicistas y engañosos compromisos de felicidad ha generado una enorme crisis en el orden social de las naciones europeas, y un daño moral a la conciencia de los ciudadanos, hasta el punto de que hoy las políticas que se impulsan propician la deconstrucción del mismo orden natural: aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, investigación con embriones humanos, feminismo radical, ideología de género, destrucción de la unidad de las naciones… Una deconstrucción que ya se admite de forma parcial o total so pretexto de liberar al individuo de las condiciones de la existencia establecidas por Dios. Siendo de esta forma que de lo que se trata es de eliminar la civilización cristiana.

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Europa, y España de modo especial, necesitan una transformación radical en el modo de enfocar y enjuiciar las realidades terrenas. Por eso hay que vencer la voluntad desviada que ha propiciado la falta de formación en muchas conciencias hasta el punto de rechazar las normas dictadas por Dios, y casi arrumbarlas. Necesitamos formar nuestra conciencia para iluminar el mundo con la luz de Cristo sin distorsiones ni interpretaciones subjetivas. Porque está muy claro lo que Él nos dice: (Jn 15-16:4).

Cuidado, pues, para que en el Día del Juicio Final no tengamos como testigo de cargo al paralítico de la piscina de Siloé que nos acuse de no haberle ayudado a salvarse. Sería horrible porque ya no tendríamos tiempo de enmendar nada.

Dicho lo dicho, cuando alguien llega a esta firme convicción ya no tiene más que decir, salvo denunciar todo aquello que posibilita por acción u omisión la destrucción de la civilización cristiana. Y no siendo periodista ni historiador, cumple con lo que tuvo que decir. 

 

                                                ¡NADA SIN DIOS!                                    

 

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Pablo Gasco de la Rocha