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Me costó admirar – siquiera apreciar – a Indurain, lo admito. En mi bilbaína puericia, el ciclismo sobre todas las cosas, Perico era Dios. El resto, pálidos, palidísimos reflejos. Con el tiempo, Miguelón devino grande. Con el navarro de Villalba aprendí indeleble lección vital: todo – repito, todo – era una cuestión de dolor. El ciclismo, más que el fútbol (con dolor, cómo no, contradiciendo a mi admirado Albert Camus), metáfora, diríase insigne alegoría de la vida, de la puta vida, con sus golpes y zarpazos y dentelladas siempre omnipresentes. De eso trataba la vida, sin duda, soportar esas dentelladas de inmenso dolor, sin rendirse ni bajar la guardia. Ese itinerario, esa feraz senda del dolor a la que solía aludir Miguel, es el gran recoveco de su excelente carrera, tanto o más que sus conocidas y asombrosas condiciones físicas.
Etapón
Tórrido 19 de julio de 1991, camino de tres decenios. Perico era nuestro hombre. Tras tres podios consecutivos, obteniendo el maillot amarillo en el 88, algunos intuíamos pletórico al segoviano. Pero he de recordar significativo detalle: aquel fue un Tour muy extraño, extrañamente «suave», donde casi toda la dureza se hallaba coagulada en su etapa reina: desde Jaca al enclave de Val Louron, paraje raramente frecuentado por el Tour, brumosamente diluido entre fascinantes riscos y macizos y colosos montañosos.
232 kilómetros, 6000 metros de desnivel y un continuo y hadal diente de sierra. El infierno en la tierra. El Portalet, prosiguiendo con el Aubisque, el Tourmalet, el Aspin y final en Val Louron. Quinteto de majestuosos puertos. Pero no fue Pedro Delgado, sino Miguel Indurain pondría quien pondría el citado santuario de Val Louron en el mapa, en la historia, en nuestros imborrables recuerdos.
El relevo en Banesto: de Perico a Miguel
Había escapados. Conti, Chozas, Pensec entre otros, el primer gran golpe viene del grandísimo Greg Lemond, a diez de la cima del Tourmalet. Con tres tours en la mochila, el yanqui juega a ser Hinault, dando el zarpazo lejos, como hizo un lustro antes El Caimán. Sabiéndose el californiano, en su fuero interno, bastante inferior al gabacho, yerra atacando, anhela intimidar, macho alfa de la manada, pero el siempre saburdin – sagaz pececillo que arriba al Cantábrico entre los meses de mayo a julio – y astuto Claudio Chiapucci, que era muy de entrar en el trapo, entró, vaya si entró, hasta el hondón. Y luego el resto de la tropa. Pólvora mojada, el imperturbable yanqui había despilfarrado cartuchos que le iban a ser muy necesarios durante el resto de la infernal etapa.
Arriba, donde se erige el Gigante Octave ( el Gigante Tourmalet recuerda la gesta del grandísimo Octave Lapize cuando hace más de un siglo lo coronó cuando su cúspide estaba preñada de zascandiles osos silvestres), rematan ocho, aunque con sensaciones muy diferentes.
Mientras, el relevo, testigo mudo e invisible, imperceptible y silentemente, se había dado por fin en el Banesto de José Miguel Echávarri. Indurain vuela. Perico no está con los mejores. Lemond, tras su derrochador derrape, tampoco. Ni Luc Leblanc, habiendo salido líder de la general en la localidad oscense. Perico atrás, Lemond en apurado trance, el llorado Laurent Fignon, también. Charly Mottet, descuajeringado. Pascal Richard, ido. Eric Boyer, alucinando. Lucho Herrera, colapsado. Marino Lejarreta, non zaude? Ekintzan falta dena: intuizioa.
Relevo generacional: la quinta del 64
Tras la generación de los 60, deviene el mesiánico instante de los chicos del 64. El curso del 60 se había batido paulatinamente en retirada. LeMond perdió 7 minutos, Perico más de 14. Sólo Fignon resistió. Indurain, mientras, apura el filón del ascenso del Tourmalet, dando definitivo jaque mate: el mejor descenso de la historia. Junto a Chiappa, colosal escalador.
Otro italiano, Gianni Bugno, en el ínterin, aguarda absurdamente instrucciones del coche del Gatorade, mientras ignora estúpidamente la rueda de ambos. Sin el error táctico del Tourmalet, al no seguir las ruedas de Miguel y Chiappa, estimo que mi admirado Gianni sí hubiese tenido sus razonables opciones de ganar ese Tour. Se arrepentirá de por vida. Faltaban 45 kilómetros para meta.
En ocho kilómetros finales del glorioso descenso del Tourmalet, sorteando curvas, a sorprendente velocidad, Induráin llegó a sumar más de cincuenta segundos de ventaja. Su táctica fue la mejor, tal vez la única posible, incluso plausible y la más eficaz: no conceder un solo kilómetro de consuelo al rival.
El Tourmalet, mito
La eximia montaña había fraccionado el gran pelotón en decenas de minúsculos grupúsculos. Cada corredor tuvo oportunidad de irse situando según la medida de sus fuerzas, muy escasas, y el temple de su carácter, aconteciendo en nítida bancarrota. Pero nadie pudo en tan agonizante santiamenes abusar de la táctica ni disimular. Con el ciclismo, en semejantes etapas, imposible el fingimiento. De esa manera, Miguel esperó a Chiapucci, que saltó al iniciarse las rampas del siguiente coloso, el Aspin, para colaborar en la óptima consumación de la escapada. Chiappa era el compañero ideal para un éxodo semejante. El del inicio de la gloria de Indurain.
Induráin se coronó como el nuevo líder del ciclismo español. Y mundial. Gano ese Tour y otros cuatro más. Bugno tomó los poderes como su futuro y tenaz enemigo (Chiappa devenía irredenta y ruinosa calamidad en las contrarreloj). Ambos necesitaron ese memorable 19 de julio del noventa y uno la venia del Aubisque, el Tourmalet y el Aspin, roquero trío de crestas que forman la Gloriosa Tetralogía de los Pirineos (no se subió el Peyresourde, donde por otra parte Perico se hizo grande, verbigratia: El loco del Peyresourde, bautizado el castellano por los buenos gabachos). El resto, hamletiano silencio.
Hay golpes en la vida, tan fuertes
Reitero, la nobleza de Indurain, el dolor. No tanto poseedor de grandes cualidades innatas, sino principalmente de argamasado y concentradísimo dolor. Puro y simple dolor. Sus demarcaciones. Sus puntos de no retorno. Hay un punto en el dolor…que distingue a unas personas de otras. Las hace inevitablemente mejores o peores. El dolor prolongado, inextinguible, paroxístico, que anonada los sentidos pero dignifica como atletas y como hombres. Algo que jamás concebirán aquellos que no se enardecen con el deporte. Ni con la propia vida. Mejor así.
El dolor, el único secreto consiste en saber quién va a soportar durante más tiempo un dolor perpetuado, penetrante, afilado. El grado de avenencia con el dolor principia a germinarse, a esculpirse, cual una efigie de difuso légamo entre diestros pulgares. Son recatados artesanos del propio e innegociable sufrimiento. Miguel Indurain Larraya, pues.
En fin.
Autor
- Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.
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