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La fabulosa contribución de los compositores españoles al repertorio clásico y/o serio internacional todavía espera una revisión digna de tal nombre; entre tanto, el melómano bien puede ir haciendo algo de arqueología sonora… mientras la negligencia y desinterés de las presuntas instituciones “culturales” –que deberían velar por la pervivencia de este patrimonio común– insisten en derrochar ingentes cantidades de dinero en adoctrinar a la población en las más peregrinas ideologías.
Ya se sabe: hay música “clásica” española más allá de Falla, Albéniz, Granados, Turina, Mompou, Guridi o Rodrigo, pero…
Empezaremos recordando a uno de los creadores con mayor ciencia de su tiempo, Francisco Calés Pina (1886-1957), zaragozano de tendencia neorromántica, quien fuera alumno de Emilio Serrano y Tomás Bretón en el Conservatorio de Madrid. Se puede afirmar Calés Pina era uno de los más prometedores compositores españoles de comienzos del siglo XX; su primera obra de peso fue una Sinfonía (1912) muy estimable, felizmente grabada. En 1914 se hizo acreedor de la beca de la Academia de San Fernando para ir a Roma, pero ante el estallido de la Gran Guerra tuvo que renunciar a ésta (lo que fue un gran percance para su carrera… y para la música española); de este mismo año data su ópera Las sombras de un bosque, pero su impulso creativo se resentiría, lastrado por la mediocre situación de la vida musical española, lo que le llevaría a refugiarse como director de bandas militares y a ocupar como funcionario, desde 1942, la cátedra de composición del Real Conservatorio de Madrid. Su catálogo incluye, entre otras páginas, unas Impresiones sinfónicas, Poema heleno sobre Dafnis y Cloe, música de cámara, una Misa solemne y la jota para coros y orquesta A mi tierra; de vez en cuando se escuchan sus Tercios heroicos, y poco más.
El caso de José Uruñuela (1891-1963) nos recuerda que hubo un regionalismo musical vasco que no renegaba de su identidad española. Este compositor, arreglista y musicólogo, quien pasa por ser “uno de los más destacados nombres del nacionalismo musical vasco”, nació en Vitoria y gozó de cierta nombradía en vida. Sus primeras obras verían la luz en la década de 1920. Su empeño esencial es El clavecín de Bendaña, conjunto de siete piezas para piano de marcado aliento vasco, fruto de su investigación como folklorista. En un escalafón menos erudito, el pintoresquismo localista no abdica: queremos recordar a Ernesto Rosillo (1893-1968), alicantino y alumno de Conrado del Campo, quien escribió con gracia y oficio música ligera “bien escrita”, del arco que va de zarzuelas a música cinematográfica, haciendo incursiones en la revista, en la opereta, en la canción. Sus zarzuelas le ganaron el favor del público, y títulos como La serranilla (1919), Las delicias de Capua (1920), La granjera de Arlés (1922) o Paquita, la del Portillo (1936) no dirán nada al aficionado actual. Su opúsculo más recordado es el pasodoble Santander (1950).
El nombre de Joaquim Zamacois (1894-1976) todavía perdura gracias a sus manuales de música para principiantes. Chileno de origen, había nacido en Santiago de Chile, pero a temprana edad emigró junto a sus padres a Barcelona, ciudad en la que viviría el resto de sus días. Tras estudiar en el Liceo barcelonés y en la Escuela Municipal de Música, inicia su labor docente (cuyo resultado más duradero han sido los diversos tratados que, conocidos por el apellido del compositor, han tenido gran difusión entre los estudiantes de los primeros cursos de conservatorio). La labor pedagógica de Zamacois no ha encontrado equivalente en su obra como compositor, con páginas relevantes como el poema sinfónico Los ojos verdes (1920), la zarzuela El Aguilón (1928), la suite para piano Aguafuertes (1940), la Suite poemática (1955), los Villancicos castellanos (1965), etcétera.
De Juan Tellería (1895-1949) ya hemos escrito en otras ocasiones. Queremos desde aquí agradecer a María Jesús, la hija del Maestro, el reciente envío de un disco compacto con canciones de su padre de las que no teníamos noticia. Nacido en Cegama (Guipúzcoa), Tellería recibe sus primeras lecciones de solfeo y piano de manos de su tío, y tras perfeccionar estudios musicales en San Sebastián, se traslada a Madrid en 1915 para estudiar con Conrado del Campo; de esta época data su primer trabajo importante, el poema sinfónico La dama de Aitzgorri (1917), en cuatro movimientos. Zarzuelista avezado (El cabaret de la Academia, Los blasones, El joven piloto, Las viejas ricas), Tellería fue el compositor del formidable himno Cara al sol, escrito por encargo de Falange Española; esta pieza fue la que más celebridad le otorgó en vida. Para el cine escribió algunas columnas sonoras, siendo la mejor la que destinó para el excelente filme Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942). De especial elevación espiritual es su desconocida Ave María.
Otro discípulo de Conrado del Campo, Victorino Echevarría (1898-1965), estudió con Paul Hindemith y recibió influencias de Béla Bartók. Echevarría alcanza sus mejores expresiones en las obras de cámara (Música para muñecos de trapo, para cuarteto de cuerda y clarinete; Quinteto de Osiris, para cuarteto de cuerda y arpa; Obertura para un aula de música, para pequeña orquesta). Su Capricho andaluz ratifica la exquisita escritura de este maestro desconocido.
Mejor suerte ha corrido la música del burgalés Eduardo Sáinz de la Maza (1903-1982), hermano menor del también guitarrista Regino Sainz de la Maza, que escribió como éste piezas para su instrumento predilecto en un estilo neoclásico de notable inspiración española, sintetizando las influencias nacionales con otras de índole ecléctica, especialmente de signo simbolista. Su limitado pensamiento musical le incapacitaba para abordar otras formas que no fueran unas piezas breves, pintorescas, en las que empero lograba trascender la huera estampa turística, depurando con mano diestra la sustancia de sus motivos. Sainz de la Maza fue un miniaturista sutil y pulido que dejó un puñado de obras valiosas, entre las que podemos mencionar: Boceto andaluz, Bolero, Campanas del Alba, El vita, Habanera, Laberinto y Zapateado, así como la suite Platero y yo, inspirada en la homónima narración lírica de Juan Ramón Jiménez.
Una figura progresivamente olvidada ha sido la de Jesús García Leoz (1904-1953), que apenas es recordado por sus músicas cinematográficas (Bienvenido, Mister Marshall). Nacido en Olite, fue niño cantor del Orfeón Pamplonés. Tras una estancia en Argentina, a su regreso a España estudio composición con Conrado del Campo en el Conservatorio de Madrid. Epígono de Joaquín Turina, García Leoz devino uno de los más apreciados compositores españoles de su tiempo, acaso por su gran poder de captación popular. Su estética, de un conservadurismo casticista melódico y rico en apuntes folclóricos, puede explicar la clave de su en vida arrollador éxito comercial. Ganador en dos ocasiones del Premio Nacional de Música, García Leoz fue un creador infatigable, honrado y diligente; buena muestra de su oficio es su prolífica producción, en cuyo catálogo figuran una Sonata para violín y piano (1932), las Tres danzas para orquesta (1934), un Cuarteto de cuerda (1940), Homenaje a Manolete para guitarra y cuerdas (1948) y una Sinfonía en La bemol (1949) apenas difundida y que bien puede considerarse su empeño más ambicioso. Entre medias escribió un ballet y dos zarzuelas eliminadas del repertorio, La duquesa del candil (1947) y La alegre alcaldesa (1949). Sus abundantes columnas sonoras para el cine, funcionales y muy animadas, hacen de él el mayor compositor cinematográfico español de todos los tiempos; entre ellas descuellan las que firmó para algunos de los títulos capitales de la edad dorada del cine español: Las aguas bajan negras (1948), Vida en sombras (1949), Balarrasa (1950), Cielo negro (1951), Surcos (1951) o la mentada Bienvenido, Mister Marshall (1952). Falleció antes de cumplir los 50 años.
Terminaremos este artículo recordando al abulense Julián Orbón (1925-1991), compositor, pianista, profesor y crítico musical instalado en Cuba desde la década de 1930. Era hijo de un destacado pianista y estudió en el Conservatorio de Oviedo antes de marchar a Cuba, donde alcanzaría cierta nombradía en los cenáculos musicales de La Habana. Miembro del Grupo “Renovación Musical” durante la década de 1940, su estética mira sin embargo al pasado, remitiendo por más de un concepto al estilo del último Falla, pese a recibir también ciertos influjos de las músicas afrocubanas. Entre sus obras principales, adscritas a un neoclasicismo de buen cuño, figuran: Homenaje sobre la tumba del Padre Soler (1942), Sinfonía en Do (1945), Tres versiones sinfónicas (1954), Himnus ad Galli Cantum (1956), Danzas sinfónicas (1957), Concerto grosso (1958) y, sobre todo, sus Tres Cántigas del Rey (1960); su obra más popular sigue siendo la canción La Guantanamera.
La lista de ingenios olvidados de nuestra música no termina aquí, desde luego, mas esperamos que esta breve antología suscité algún interés entre el público, sea melómano o no.
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