21/11/2024 16:36
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No soy de los que cuentan sus batallitas a las primeras de cambio ―ora durante el desayuno a comensales somnolientos, ora en la sobremesa a familiares desprevenidos―, entre otras razones porque algunas de mis cuitas son públicas. Pero hoy toca.

 

Me recuerdo esposado dentro de un furgón policial (hace de esto la tira de años, cuando ni tenía aún la barba semicana), tras negarme a la identificación requerida por los agentes, quienes desde la otra punta de la concentración hicieron el recorrido con el insano propósito de tocarme las narices. Vista su actitud provocadora y chulesca (llevaba desde el principio desplegada toda una dotación antidisturbios, armados sus ocupantes de fusiles lanzapelotas, ante una veintena de antitaurinos, equipados estos con «peligrosísimos» carteles reivindicativos y en el más absoluto silencio), mi conciencia me invitó a no colaborar, y les dije con toda la serenidad que pude que el menda no iba a facilitarles la labor. La labor consistió en llevarme hasta la furgoneta sí o sí: que el menda no anda, pues se le arrastra, que para eso los polis antidisturbios no se andan con remilgos, doy fe. Convenientemente «acomodado» en mi asiento del coche oficial, comprobé enseguida que no iba a hacer el viaje solo ―acaso quisieron llenar el vehículo por compromiso ecológico–. Al poco entró Iñigo en similar tesitura. Su acomodo no fue tan sencillo como el mío, pues es grande como un oso, y se veía que allí o sobraban piernas o faltaba coche. «Nos van a dar hostias por un tubo», me espetó con una estoicismo helador. Yo le miré con una expresión mitad sonrisa mitad mueca, y le dije que no exagerase, que estábamos en el mundo civilizado y no en un país bananero. Soltó entonces Iñigo una carcajada, mientras me miraba con aire paternalista: «Kepa… la policía es igual en todas partes».

 

No se produjo la anunciada somanta. Quizá porque compartimos la zona de calabozos con Sáez de Inestrillas y sus secuaces, quienes la habían hecho más gorda, y nosotros no pasábamos de ser al fin y al cabo un par de maduritos idealistas. Unas pocas horas en aquel diáfano agujero, sórdido pero limpio, identificación, y a casita, que se enfría la sopa. 

 

La acusación policial aseguraba que había «intentado agredir a los agentes de todas las formas posibles», y que de hecho había causado desperfectos en uno de los vehículos (adjuntaban la fotografía de una goma fuera de sitio). Diagnóstico: desobediencia grave a la autoridad. La jueza instructora no les debió de creer, dado que mutó el «grave» por un más cauteloso «leve», haciendo caso omiso al «atentado a la autoridad en grado de tentativa» y al «deterioro del coche». Y digo yo que si una jueza no cree ni de lejos la versión policial redactada en el atestado, por ende considera que sus responsables están mintiendo (¿es esto legal?), con lo que la famosa «presunción de veracidad» que por defecto se asigna a los agentes del orden vale aquí tanto como un billete de tres euros. En el juicio no fue llamado a testificar ninguno de los polis que intervinieron en mi detención, y ni siquiera se me solicitó que ofreciera mi versión de los hechos. Me pregunté entonces ―y me sigo preguntando ahora― para qué demonios me hicieron perder una mañana si estaba de antemano sentenciado. Simplemente se me condenó a pagar una multa, dos mil pelillas del ala, nada que arruine, desde luego, pero llegaba entonces para algún que otro capricho gastronómico.

 

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Lo que quiero transmitirles con esta historia es que a fuerza de hostias ―también aquellas que no nos dieron― se aprende, y me refiero con ello a la ingenuidad de pensar que la policía nos defiende sin excepción, que vela por nuestros intereses tanto como por los de su propia familia, o que uno se mete por defecto a poli por querer servir a la sociedad y hacerla mejor con su presencia. Hay casos así, en efecto (quiero pensar que son amplia mayoría estadística), y yo mismo conozco de cerca algunos, que antes que polis [buenos] son amiguetes, o precisamente por eso. Pero hace ya mucho que no me trago cuentos edulcorados, y vivo en el convencimiento de que una parte ―siempre demasiado gruesa, pues en su mínima expresión ya sería escandalosa― de las fuerzas de seguridad se nutre de «polis malos». Como creo que la mayoría de quienes dan sus primeros pasos en el correspondiente cuerpo lo hacen con relativa (o absoluta) buena fe; pero el ambiente les acaba malignizando a muchos más pronto que tarde. A mí, con esos  policías concretos, sean nacionales, autonómicos o locales, siempre me asalta la duda de si acaso se metieron en ello por ser así, o si son así porque se metieron en ello.

 

Me incoan estos meses expedientes sancionadores por no portar mascarilla en lugares públicos, y de nada sirve a algunos uniformados mi explicación oral y escrita: «Me exime la ley». Pero hay quien cree que el uniforme dota en sí mismo a su contenido humano de conocimientos especiales, de forma que ignorancia y traje son como el agua y el aceite. Es lo que hay. Pero que no debiera haber, pues tengo entendido que los policías están ahí para servir a los ciudadanos, en especial si estos ofrecen toda suerte de explicaciones que aquellos ignoran, cosa inaudita por su sola condición.

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Tampoco quisiera terminar este texto en plan abuelete contestatario (bien es cierto que algo hay de cada cosa), ni con la consabida moraleja facilona. Pero déjenme que les traslade una sugerencia con toda seguridad innecesaria: no sean ingenuos, o al menos no lo sean desde la estupidez de creer lo primero que les cuentan sobre la bondad y la maldad del personal. Afrontaremos con la dignidad que merece el panorama, ataviado en lo escénico con distintos uniformes y números de placa, pero con los mismos protagonistas en lo moral: polis malos.

 

P. D.: Cada vez que el tiempo refresca, recuerdo aquel primer episodio con la policía, cuando cierto dolor sordo aparece en mi muñeca derecha al hacer un giro indebido. La [también indebida] colocación de las esposas me lesionó un tendón, y con ello bregaré para los restos. Nada incapacitante, en cualquier caso. Imagino al graciosillo de turno (¿poli malo?) pensando ahora: «Pues no la gires».

Autor

Kepa Tamames
Kepa Tamames


Escritor. Creo que, de alguna manera, escribir es no morir. Y ya si los textos se ven publicados, la creencia se convierte en certeza.He dedicado toda mi vida solidaria a la defensa de los animales (no en abstracto, sino de las agresiones humanas gratuitas),y publicado cientos de artículos de opinión, combinando por cuanto a temática animalismo con reflexiones sociopolíticas.La edad me ha moldeado, y hoy es el día que sobre ciertos asuntos no me creo de la media la mitad, mientras que de otros me creo todo y más.

Tengo publicadas tres obras: Tú también eres un animal (primera guía en español para una defensa teórica de los animales), Estigma (colección de veinticinco relatos de todo pelaje y condición) y Expediente Royuela (negrísima crónica de lo que bien pudiera ser la mayor trama mafiosa dirigida por las altas esferas del poder judicial en nuestro país).