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“El resurgimiento de España en todos los órdenes es la más elocuente y transcendente respuesta a la poderosa campaña comunista anti-española… Nosotros caminamos hacia la Monarquía, vosotros impedís que lleguemos a ella”
Hoy seguimos publicando los telegramas y las cartas que se cruzaron entre Don Juan y Franco en lo que López Rodó calificó como “La larga marcha hacia la Monarquía”, que se inicia nada más terminar la Guerra Civil en el 39 y continúa hasta la instauración de 1975, en la persona de Juan Carlos. Como se verá en estos telegramas y en las cartas de respuesta de Franco el pretendiente, Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, comienza a ponerse nervioso, tal vez mal aconsejado por algunos de los asesores, resentidos con el Caudillo y los consejos pidiéndole tranquilidad y paciencia, hasta llegar el momento que pueda instaurarse o restaurarse la Monarquía.
Pero pasen y lean, porque también aquí pueden sobrar los intermediamos, como le decía Franco a Don Juan.
Comenzamos con el telegrama que Don Juan envía a Franco con fecha 2 de agosto de 1943 y la respuesta de Franco con fecha 8 de agosto de 1943.
TELEGRAMA DE DON JUAN A FRANCO DEL 2 DE AGOSTO DE 1943
Lausanne, 2 de agosto de 1943
Los últimos acontecimientos de la guerra están precipitando el rumbo de los destinos de Europa, con celeridad impresionante, en el sentido previsto en la carta que dirigí a V. E. con fecha 8 de marzo Ello me impulsa a dirigirme a V. E. telegráficamente. No hay tiempo que perder si V. E., rectificando la opinión expresada en sus escritos, en las conversaciones con el Infante Don Alfonso y en manifestaciones públicas, se resuelve a contribuir a la evitación de gravísimos males para nuestra querida Patria, facilitando la incondicional restauración de la Monarquía. Es evidente que tan sólo un régimen sin tacha de partidismos durante la conflagración mundial podría hallarse en condiciones, cuando la paz llegue, de defender con eficacia los intereses legítimos de la Nación. En cuanto al problema interno, V. E. mucho mejor que yo, por estar en inmediato contacto con las realidades españolas, puede imaginar lo que habrá de ser un movimiento subversivo triunfante. Renuncio, por innecesario, a aludir a los horrores que provocaría la venganza. Sólo una manera hay de conjurar todos los peligros: la inmediata instauración de la Monarquía que, por no haber intervenido en los asuntos de España durante este trágico período, se halla capacitada de manera providencial para ejercer una acción conciliadora y constructiva dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Los acontecimientos de Italia pueden servirnos de aviso. Pensando en ellos, las Cortes instituidas por V. E. acaso pudieran ser utilizadas como instrumento en el proceso de urgente transición del régimen falangista a la restauración monárquica que V. E., tanto en público como en privado, ha proclamado repetidamente como natural desenlace de la situación política.
Es esta la suprema llamada, para conjurar el inminente peligro, de mi conciencia de español a la suya. Si nuevamente resulta en vano, cada uno de nosotros habrá de asumir, sin equívocos, su responsabilidad ante la Historia. Nuestras posiciones consignadas están en la correspondencia cruzada. V. E., como Jefe del Estado, dispone de ilimitados recursos para justificar ante el mundo su actitud. Yo, obligado a asumir en esta hora una responsabilidad histórica tan grave como la suya, carezco, por el contrario, de elementos oficiales para hacer valer la que juzgo como imperiosamente dictada por mi deber histórico en beneficio de los altos intereses de la Nación.
Así, pues, si V. E. persiste en mantener inalterables las para mí inadmisibles condiciones a que subordina el advenimiento de la Monarquía, provocando en consecuencia una ruptura definitiva, la necesidad de deslindar claramente las responsabilidades respectivas me obligaría a recurrir al único medio que las circunstancias me dejan: informar a la opinión pública con la plena exposición de los hechos.
Con el alma limpia de impaciencias personales y la mira fija únicamente en el mejor porvenir de España, saludo afectuosamente a V. E., haciendo fervientes votos porque su decisión -que aguardo con la misma inquietud inspiradora de estas líneas y le ruego sea urgente- ponga fin a la presente situación cuyos peligros se agravan de día en día.
El Conde de Barcelona
TELEGRAMA DE FRANCO A DON JUAN DEL 8 DE AGOSTO DE 1943
San Sebastián, 8 de agosto de 1943
Señor:
Cuestión tan ardua y compleja como plantea en telegrama, no encuentra en laconismo telegráfico medio adecuado respuesta a que el requerimiento me obliga. Sólo el interés supremo de España preside mi conducta en todos momentos. Los acontecimientos de Italia son consecuencia inmediata de sus grandes reveses militares, del cansancio e impopularidad de la guerra y de la crisis de virtudes guerreras. Caso de España no admite parangón. Debe al Régimen, integrado por el pueblo, el Ejército y su Caudillo en victoriosa Cruzada, el mantenerla apartada de la guerra y su resurgimiento actual.
Destrucción régimen Italia, tan celebrada por sus enemigos, puede tener catastróficas consecuencias como toda destrucción de la política de una nación.
Régimen nacional español, por sus caracteres espirituales y sociales propios, es el único que asegura a España actualmente la paz interna, justicia entre los españoles y el respeto exterior. Bajo él no tienen posibilidades ninguna clase de movimientos subversivos.
Al comunismo, verdadero peligro de Europa, no se le desarma con concesiones: yerran quienes otra cosa aseguren.
La gravedad de vuestro telegrama aconseja en servicio de la Patria la máxima discreción en el Príncipe, evitando todo acto o manifestación que pueda tender a menoscabar el prestigio y autoridad del régimen español ante el exterior y la unidad de los españoles en el interior, lo que redundaría en daño grave para la Monarquía y especialmente para Vuestra Alteza.
No obstante las diferencias de apreciación debidas sin duda a vuestro desconocimiento actual de España, es mi esperanza y mi deseo no rompáis con ningún acto una relación de tanto interés para nuestra Patria.
A Dios pido os ilumine e inspire a tiempo y os envío mi saludo leal y afectuoso.
Generalísimo Franco
Sin embargo, y antes de reproducir la nueva carta, larga, de Franco a Don Juan, surgió una carta que por su interés reproducimos. Fue la “Carta de los Generales”, que un grupo encabezados por el Teniente General Varela le envían a Franco con fecha 8 de septiembre de 1943. Esta carta:
LA CARTA DE LOS GENERALES
El día 8 de septiembre de 1943 el Teniente General Varela entrega personalmente a Franco en El Pardo esta carta:
Excelencia: No ignoran las altas jerarquías del Ejército que éste constituye hoy la única reserva orgánica con que España puede contar para vencer los trances duros que el destino puede reservarle para fecha próxima. Por ello no quieren dar pretexto a los enemigos exteriores e interiores para que supongan quebrantada su unión o relajada la disciplina, y tuvieron cuidado de que en los cambios de impresiones a que les obligó su patriotismo no intervinieran jerarquías subordinadas. Por ello también, acuden al medio más discreto y respetuoso para exponer a la única jerarquía superior a ellos en el Ejército sus preocupaciones, haciéndolo con afectuosa sinceridad, con sus solos nombres, sin arrogarse la representación de la colectividad armada, ni requerida ni otorgada. Son unos compañeros de armas los que vienen a exponer su inquietud y su preocupación a quien alcanzó con su esfuerzo y por propio mérito el supremo grado en los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, ganado en victoriosa y difícil guerra; los mismos, con variantes en las personas, impuestas por la muerte, que hace cerca de siete años en un aeródromo de Salamanca os investimos de los poderes máximos en el mando militar y en el del Estado.
En aquella ocasión la victoria rotunda y magnífica sancionó con laureles de gloria el acierto de nuestra decisión, y el acto de voluntad exclusivo de unos cuantos Generales se convirtió en acuerdo nacional por el asenso unánime, tácito y clamoroso del pueblo, hasta el punto de que fue lícita la prórroga del mandato más allá del plazo para que fue previsto.
Quisiéramos que el acierto que entonces nos acompañó no nos abandonara hoy al preguntar con lealtad, respeto y afecto a nuestro Generalísimo si no estima como nosotros llegado el momento de dotar a España de un régimen estatal, que él como nosotros añora, que refuerce el actual con aportaciones unitarias, tradicionales y prestigiosas inherentes a la forma monárquica. Parece llegada la ocasión de no demorar más el retorno a aquellos modos de gobierno genuinamente españoles que hicieron la grandeza de nuestra Patria, de los que se desvió para imitar modas extranjeras. El Ejército, unánime, sostendrá la decisión de V.E., presto a reprimir todo conato de disturbio interno y oposición solapada o clara, sin abrigar el más mínimo temor al fantasma comunista vencido por su espada victoriosa, como tampoco a injerencias extranjeras.
Éste es, Excmo. Sr., el ruego que unos viejos camaradas de armas y respetuosos subordinados elevan dentro de la mayor disciplina y sincera adhesión al Generalísimo de los Ejércitos de España y Jefe de su Estado.
Firman: LUIS ORGAZ, FIDEL DÁVILA, JOSÉ ENRIQUE VARELA, JOSÉ SOLCHAGA, ALFREDO KINDELÁN, ANDRÉS SALIQUET, JOSÉ MONASTERIO, MIGUEL PONTE.
Y ahora con fecha del 6 de enero de 1944 Franco le escribe a Don Juan una carta algo dura, porque es respuesta al parecer a una carta de Don Juan que se había perdido. Lean:
Alteza:
Por la torpeza de la persona portadora de una carta vuestra, que dio lugar a su extravío y a que cayera en manos de un agente extranjero del que pudimos rescatarla, hube de enterarme de su contenido y de la intimidad de vuestro pensamiento.
Hubiera deseado devolvérsela sin comentario, pero la gravedad que entrañan para la nación y para la suerte de la monarquía los proyectos que en ella se exteriorizan me obligan, en cumplimiento de un elemental deber, a intentar el evitar lo que había de ser irreparable.
Desde hace mucho tiempo vengo apercibiéndome de los esfuerzos que desde Lisboa y aun en la misma Suiza se hacen, sirviendo un interés extraño, para decidiros a jugar la absurda carta de la ruptura, y he podido comprobar cómo esta idea, en pugna con vuestros sentimientos naturales de nobleza y de lealtad, prende más de una vez en vuestro ánimo.
Conozco los esfuerzos de los López Oliván, de los Gil Robles y de los Sáinz Rodríguez para decidiros; cartas, viajes, jugadas desacreditadas y perdidas.
Su ejecutoria republicana o masónica debería haberlos desacreditado en vuestro ánimo; tuvieron su hora que no supieron servir ni aprovechar, y hoy, despechados, empujados unos por su pasión y otros por unos compromisos de logia, intentan servir, a costa vuestra, a la tercera España.
Tres falsedades se intentan ir grabando en vuestro ánimo: la supuesta ilegitimidad de mis poderes, una calumniosa situación de España y un pobre concepto de los españoles, para arrastraros, como consecuencia de ello, a una aventura estéril en que perderíais todo y ellos nada.
Por interés de nuestra Patria intentaré aclarároslas:
Poniendo por delante que para mí el poder es un acto de servicio más, entre los muchos prestados a mi nación, y su fin el bienestar público, he de sentar varias afirmaciones:
a) la Monarquía abandonó en 1931 el poder a la República,
b) nosotros nos levantamos contra una situación republicana.
c) nuestro movimiento no tuvo una significación monárquica, sino española y católica,
d) Mola dejó claramente establecido que el movimiento no era monárquico.
(En ello el Príncipe es testigo de mayor excepción.)
e) los combatientes de nuestra cruzada pasaron de la cifra del millón.
f) los monárquicos constituían entre ellos una exigua minoría.
Por lo tanto, ni el régimen derrocó a la monarquía ni estaba obligado a su restablecimiento.
Entre los títulos que dan origen a una autoridad soberana sabéis se cuentan la ocupación y la conquista; no digamos el que engendra el salvar una sociedad
La imperiosidad justifica, por otra parte, moral y jurídicamente la soberanía, que en este caso también viene determinada por la autoridad que se disfrutaba en la sociedad antigua.
Propios merecimientos contratados en una vida de intensos servicios, prestigio y categoría en todos los órdenes de la sociedad, reconocimiento público de esta autoridad, se dan en este caso.
Ha existido, por tanto, una previa superioridad pública. Y en la cruzada, la proclamación como Jefe Supremo del Estado por las tropas y fuerzas políticas integradoras del Movimiento y el beneplácito de toda la nación me otorga otro título indubitable. Y no dejamos el haber alcanzado, con el favor divino repetidamente prodigado, la victoria y salvado a la sociedad del caos que engendra y consolida, por muchos conceptos, ese derecho soberano.
Y aun había de ser ilegítima y falta de títulos la soberanía y la convertiría en legítima, según los más preclaros tratadistas de derecho político, el tiempo y las relaciones jurídicas que éste engendra.
Al defender esta legitimidad de soberanía sólo quiero rechazar con alegaciones tan claras y contundentes el concepto usurpador con que se pretende presentarme a vuestros ojos; pero aún hay más y es lo más importante: todo el derecho es de la sociedad que prevalece sobre el de las personas. El poder no es para el que lo ejerce, sino para el bien público, ya que no se trata de un bien privado. Se ejercita para la nación y en provecho de ella.
Por ello cuando una nación disfruta de una paz y un orden jurídico a tanta costa logrado, es condenable toda pugna que trate de menoscabar la autoridad del que ejerce el poder soberano, lo que no sólo no mejoraría la paz y la justicia social, sino que empeoraría las situación de la nación, a la que se lanzaría a la mayor de las catástrofes.
Si a esto se une, el que este poder legítimo y soberano no sólo no cierra el camino a la instauración monárquica, sino que en cuanto se ve al bien público, hacia ella generosa y noblemente camina, se explica menos el que ningún monárquico pueda intentar perturbar ese orden jurídico.
Para destruir estos poderosos argumentos era preciso calumniar a España, el falsearos sus realidades, el desconocer nuestra paz social, nuestro progreso en todos los órdenes, y el silenciar, cuando no difamar, nuestra obra de gobierno. Única forma de poder torcer vuestros nobles sentimientos y vuestros deberes con la patria.
El resurgimiento de España en todos los órdenes es la más elocuente y trascendente respuesta a esta campaña.
Y queda el tercer punto, el pobre concepto con que os presentan a los españoles.
El español medio es extraordinario en sus virtudes, apasionado y terco, muchas veces tiene un concepto más justo de la dignidad que las clases que suele llamarse elevadas. Es este pueblo español demasiado viril y sensible para que se doblegue jamás a imposiciones exteriores. Nuestra guerra de la independencia es harto elocuente.
Yo confío que vuestro buen sentido triunfe una vez más sobre las presiones de quienes intentan empujaros hacia el abismo.
Nosotros caminamos hacia la monarquía, vosotros impedís que lleguemos a ella.
Yo puedo aseguraros, que los monárquicos verdaderos están consternados con esta situación que hoy os rodea; por sentir a su patria y conocer sus realidades, no tienen otra impaciencia que la de que no gastéis ni malogréis un porvenir, aspiran a ver asegurado el régimen y la sucesión futura en vuestra persona, o ya que saben que fuera de él volvería a reinar el caos. Precisamente lo contrario de los que tratan de estorbar esa feliz contingencia, por no interesarles nuestra España, ni la monarquía, sino su república, la tercera España.
Mi deber leal es el de preveniros, que no podáis decir jamás que no os lo haya anunciado en la forma más clara.
En estos momentos, tan poco apetecibles, en que yo tengo sobre mí responsabilidades tan grandes, Vuestra Alteza, por providencial designio está carente de ellas.
¿Por qué, pues, hipotecar vuestro crédito ante los españoles y gastaros?
Yo os encarezco no os divorciéis de España; ni os desliguéis de nuestra cruzada, en la que quisisteis combatir; para la unidad de los españoles no cabe más generosidad que la que nuestro régimen viene practicando desde el primer día de la paz, otra cosa sería ofender a tanta víctima y traicionando a la patria caer de nuevo en manos de nuestros enemigos.
No hagáis caso de lo que del extranjero puedan insinuaros; las promesas a Polonia, al rey Pedro de Yugoslavia, al de Grecia, a Víctor Manuel, a Giraud y a tantos otros, se esfumaron ante las realidades. Pesan más Stalin, Tito, los guerrilleros griegos o los comunistas franceses, que los convencionalismos y las promesas a gobiernos y a monarcas.
Una nación entera, serena y dispuesta a defender su libertad y su independencia, tras esta guerra agotadora en que los demás están sumidos, es el mayor argumento y seguridad en el orden internacional. Por ello pecan gravemente cuantos atenten a esta unidad o menoscaben su prestigio.
Sobre esta porción de pequeñas cosas sólo he de deciros que yo siempre he anhelado el veros bien servido y aconsejado, y lo que repudio y condenaré siempre es que quienes os rodeen puedan comprometeros en el juego turbio de sus conspiraciones.
Que Dios os dé todas las venturas que para Vuestra Alteza y Real Familia deseo y os ampare e ilumine en todos los momentos.
Muy cordial y sinceramente Franco
Y Don Juan no tarda mucho en responder, y esta fue la nueva carta:
Carta de Don Juan a Franco 25-1-1944
Mi respetado general:
Honda inquietud y preocupación me ha producido su carta del 6 del corriente, que me escribe como consecuencia de haber leído una particular mía, dirigida a mi secretario, interceptada según V. E. me informa, por agentes extranjeros que, al parecer, han tenido la posibilidad de intervenir el servicio postal entre Irún y San Sebastián.
Meditada la lectura de su carta, produce la impresión de que V. E. cuenta con una información deficiente y tal vez inexacta que le lleva a sustentar erróneas opiniones sobre la situación interior y exterior de España. Y esa equivocada información alcanza también a lo que sobre mi modo de pensar y a las supuestas presiones de que soy objeto se refiere. Afirma V. E. que hay gentes que intentan ir grabando en mi ánimo tres falsedades: primera, la supuesta ilegitimidad de los poderes de V. E.; segunda, una calumniosa situación de España, y tercera, un pobre concepto de los españoles. Pues bien, sinceramente he de afirmarle que ese temor carece de toda base. Nadie se ha propuesto persuadirme de la ilegitimidad de los poderes de hecho que V. E. ejerce, y nunca hubiera tolerado la más mínima insinuación calumniosa sobre España ni sobre el elevadísimo concepto que tengo del pueblo español.
Pronto se cumplirán trece años de mi vida en el destierro, durante los cuales he podido conocer la situación de España y la manera de pensar de los españoles con una claridad e independencia, que difícilmente hubiera logrado de continuar en Palacio, donde tanto me hubiera costado conocer la realidad a través de la atmósfera de adulación que en todo tiempo envuelve a los poderosos. Desde hace muchos años vengo estudiando la situación de España y contrastando detenidamente los informes verbales de la casi totalidad de las personalidades políticas, diplomáticas, industriales, intelectuales, etc., que al salir de España vienen a visitarme; y afirmo a V. E. que, con unanimidad casi absoluta, todas ellas, incluso las más ligadas personalmente a V. E. y al régimen nacional-sindicalista, coinciden en sentirse gravemente angustiadas respecto al futuro de nuestra Patria; cuya situación estiman sumamente intranquilizadora. Ignoro si esas personalidades que tan oscuro ven el panorama nacional se expresan ante V. E. con la misma franqueza que ante mí, si bien es posible que la experiencia de la desfavorable acogida que V. E. reservó a los clarividentes y patriotas escritos de los procuradores en Cortes y más tarde de los tenientes generales haya contribuido á velar sus juicios.
La información que sobre la situación interior de España he obtenido en copiosas y auténticas fuentes nacionales, acrecienta la divergencia de nuestra respectiva visión sobre la situación internacional y sobre la repercusión que los acontecimientos mundiales puedan tener en nuestra política interior. V. E. es uno de los contados españoles que creen en la estabilidad del régimen nacional-sindicalista; en la identificación del pueblo con tal régimen; en que nuestra Nación, todavía no reconciliada, tendrá fuerzas sobradas para resistir los embates de los extremistas al término de la guerra mundial, y que V. E. logrará por medio de rectificaciones y concesiones, respecto de aquellas naciones que pudieran haber visto con disgusto la política seguida con ellas.
Este modo de enjuiciar el presente y el futuro es totalmente opuesto al mío y, por tanto, nuestras actitudes no pueden ser concordantes. Estoy convencido de que V. E. y el régimen que encarna no podrán subsistir al término de la guerra y que de no restaurarse antes la Monarquía, serán derribados por los vencidos en la guerra civil, favorecidos por el ambiente internacional que cada día se pronuncia más fuertemente en contra del régimen totalitario que V. E. forjó e implantó. Para impedir tan trágico futuro es preciso ofrecer a los españoles algo que no sea ni el totalitarismo de V. E. ni la vuelta de la República democrática, antesala del extremismo anarquista; y esa tercera solución la constituye solamente la Monarquía Católica Tradicional, de cuyos ideales fundamentales estaba más próxima la mayoría de los héroes y mártires que hicieron posible el Alzamiento de julio de 1936, que de las exóticas instituciones que se ha pretendido estérilmente hacer arraigar en nuestra Patria, con desprecio de la mística inspiradora de la Cruzada.
Siempre me he negado a acceder a los requerimientos escritos de V. E. para identificarme con el Estado Falangista, por estimar que ello era incompatible con la esencia misma de la Monarquía, que ha de ser genuina y absolutamente nacional y para todos los españoles. Pero he llegado al firme convencimiento de que esta actitud que he venido observando no basta para salvaguardar en el futuro los intereses de la Patria, ya que son muchos los que en España y en el extranjero interpretan mi silencio como una identificación con el régimen presente. Ello me obliga a dar a conocer a España y al mundo la total insolidaridad de la Monarquía con él. No levanto bandera de rebeldía ni incito a nadie a la rebelión. Me limito exclusivamente a hacer pública la fundamental divergencia que siempre nos separó, impidiendo así que la caída del régimen nacional-sindicalista imposibilite la restauración de la Monarquía y prive a la Patria en tan críticos momentos de sus seculares instituciones, únicas que pueden oponerse al extremismo revolucionario.
Nadie podrá, con fundamento, tachar de egoísta mi actitud, que constituye, por el contrario, un muy duro pero sagrado deber. Sólo un equivocado concepto de lo que es la Realeza puede llevarle a afirmar que en estos momentos estoy carente de responsabilidades. Las de carácter histórico que sobre mí pesan pueden concretarse por acción o por omisión; para hacer frente a ellas me veo impedido, por convicción íntima y personal, a adoptar la actitud que anuncio a V. E.
No estimo oportuna en esta ocasión la afirmación de V. E. relativa a que el régimen camina generosa y noblemente hacia la restauración de la Monarquía. Hasta hoy sólo he tenido noticia de la prohibición de toda propaganda monárquica, de los ataques en discursos y publicaciones oficiales a la Monarquía, y de los documentos conteniendo graves acusaciones para mi persona que, obligatoriamente, ha insertado toda la prensa de España.
Esperando no vea V. E. en esta carta nada ofensivo, ni siquiera molesto para su persona, para la que conservo una alta estima y aprecio, le saluda afectuosamente.
El Conde de Barcelona
Continuará
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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