29/11/2024 12:23

La masa social sigue siendo la principal causante de los males de la patria, esos vicios que ya denunciaban los intelectuales de hace más de un siglo. Y ya se sabe que un pueblo de ovejas engendra un Gobierno de lobos. La abulia cívica, o la indiferencia, o la ignorancia culpable, esas actitudes que originan el desentendimiento plebeyo de los asuntos públicos, es el primer obstáculo contra el que debe luchar todo servidor público honesto, todo líder genuino. Eso y la contienda implacable contra el resentimiento y la estupidez que anidan en el ánimo de tantos seres humanos, aquellos que se gozan de que al vecino le saquen los dos ojos, aunque ellos a cambio deban de sacrificar uno de los suyos.

Porque si todos saben lo que es una persona malvada, no todos entienden que una persona estúpida es aquella que causa un daño a otra sin obtener al mismo tiempo un provecho para sí, o, incluso, obteniendo un perjuicio. Y aquí, conscientemente, muchos vienen votando a los criminales para poder ellos ejercer sus mezquinas venganzas, sus sórdidos odios, para refocilarse con el sufrimiento y el dolor ajenos, para gozar con la siembra de injusticia esparcida por quienes, alentando una naturaleza afín, son elegidos y reelegidos por su mayor capacidad para cristalizar y extender la corrupción y la violencia. ¿Y cuál es su beneficio? La miserable satisfacción de su odio, de su envidia, de su inquina contra la humanidad y contra la vida.

Por eso, en la actualidad no sólo nos hallamos ante la suicida resignación, la inercial pasividad o el sensual culto al hedonismo; también nos encontramos, más allá de la sumisión, ante la complacencia o la exhortación de los desmanes del poder, ante la primacía de lo sucio frente a lo bello, de lo abusivo e ilícito frente a lo justo. Ni a unos ni a otros, conformistas o rencorosos, les interesa la moral. No sólo la moral del alma, tampoco la moral de lo público. Y como por unos u otros motivos nadie tiene un formado sentido de lo cívico, es por lo que siguen floreciendo el crimen y la corrupción.

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La consecuencia sociopolítica de esa atmósfera de degradación se halla a la vista para todo aquél que no se coloque anteojeras al salir de su casa. Pero a las hienas que tenemos como políticos no les interesa regenerar a sus votantes, porque con un electorado como el actual ellos disfrutan de una permanencia indefinida en el poder, gracias al voto cautivo: hagan lo que hagan les seguirán votando. No hay nada más antidemocrático que esto, pero así precisamente son nuestros demócratas y así es nuestra democracia. En ella los votos no se captan ni mucho menos se merecen, se capturan y se consiguen mediante engaños, chantajes o represalias.

Aquí y ahora la clave del arco es la molicie inagotable, las voluptuosas migajas que reparten los amos y que se aceptan con fruición, como si fueran conquistas democráticas y sociales, pero que sólo son bazofias de pesebre. De lo que se trata es de tener dinero para la gasolina, electricidad para cargar el móvil, refrigerios para tomarnos un bocado y un trago cinematográficos, excusas para pedir la baja a la primera de cambio y crédito para salir los fines de semana y las vacaciones. Que mañana Dios dirá.

Aquí y ahora el valor axial es ese estatuto de mansedumbre que lleva adherido un ocio blando, un fondeadero de voluptuosidad en el que amarra cada elector su miserable falucho, hipotecado además durante varias generaciones, mientras que ignora a propósito el continuo transcurrir de los lujosos trasatlánticos propiedad de sus elegidos y reelegidos, de sus queridos criminales. Todo ello montado sobre un escenario tan falso y quebradizo que en cualquier momento puede llegar el holocausto. Como ocurrió, por desgracia, hace unos días por tierras del sur y de levante. Y como ha ocurrido en otros lugares, en anteriores y recientes ocasiones, y seguirá ocurriendo.

La actual crisis, pues, no es sólo una cuestión política o económica, no se trata sólo, con ser estos muy graves, de vaivenes financieros o codicias oligárquicas. Es algo más que corruptelas de felones. Y aunque tiene que ver con la indolencia cívica, con la insensibilidad hacia la deuda y el dinero público, que en el imaginario popular no es de nadie, pareciendo que los impuestos los pagan unos ciudadanos invisibles, es algo mucho más profundo.

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La razón de fondo es el predominio de unos valores o principios que incitan al triunfo per se, al éxito desmedido y fácil, al fraude financiero o de negocios, al odio a lo excelente y bello, a la envidia del que posee lo que le falta al envidioso, a la devoción por el goce material; desaconsejando en consecuencia la moral contraria que aboga por el esfuerzo, la probidad, la religiosidad, la iniciativa prudente y el mérito.

No sé si fue Marx quien apuntó aquello de que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa; o al revés, que viene a ser parecido. En España, después de noventa años, la catástrofe se está repitiendo, porque los pueblos a menudo olvidan sus propios errores. Los españoles llevan casi cincuenta años jugando con fuego, apostando por la casta partidocrática equivocada, por facciones chulescas, abusivas y desleales a sus intereses ciudadanos y a los de la familia y de la patria. Y si se siguen mostrando incapaces de superar su propia miseria como pueblo hoy frustrado y de arrojar al vagón de los sobejos a quienes les están robando y matando, las gotas frías, las pandemias, los genocidios y las hecatombes de todo tipo continuarán sucediéndose hasta la exterminación convenida, programada e iniciada por sus victimarios.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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