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Irrrumpe la magnífica canción de Moby. Ello significa que Jason Bourne vuelve a salirse con la suya. Que acaba la película mientras él escapa, ni satisfecho ni preocupado ante lo ocurrido, como un dandy del género de acción, uno que para atesorar su distinción no necesita de la indumentaria impecable de otros emblemáticos espías, pues él es en lo exterior desaliñado, y le basta su mirada sobria y su silencio reflexivo, su cuerpo esculpido por la tragedia, para causar la impresión aristocrática. Acaba la película cuando Bourne se diluye en alguna decadente ciudad europea, como un civil más, después de haberse zafado como un superhéroe del leviatán internacional de asesinos trajeados y cínicos que le perseguía. El héroe vence al Estado: qué heroísmo inigualable, qué final tan feliz. Siempre ocurre así con Jason, y por eso nos conmueve su historia, y sus películas nos sirven de catártico licor cinéfilo, porque todos nos sentimos, en cierto modo, como él, y todos quisiéramos reaccionar como él ante ese destino.
Anhelaríamos poseer sus habilidades y su audacia para poner en jaque a las jefaturas que nos gobiernan, a sus satélites o corifeos, y a los dispositivos estatales de sanción arbitraria, expolio económico o encuadramiento ideológico, y a las terminales políticas, empresariales, administrativas o laborales que esclavizan nuestra vida, convirtiendo a los pueblos en hormigueros y a las almas en pudrideros existenciales. Jason Bourne lucha por saber quién es, pues su trabajo le ha abocado a olvidar hasta los datos más elementales de su identidad, como a nosotros el progresismo nos hace vagar por el mundo como seres sin raíces, sin pasado, sin memoria. Jason es una víctima de la modernidad y del Estado, un hombre bueno que estuvo en el momento desafortunado en el sitio donde no debía, y que fue por ello abatido y devastado por una función pública que buscará implacablemente acabar con él. Las películas de Bourne nos presentan unas agencias de inteligencia estatal crudamente asesinas, maquiavélicas hasta el límite de lo demoníaco, sirvientes ciegas de una superestructura que ha olvidado ya cualquier finalidad moral a la que alguna vez se propusiera servir, quedando reducida a una sofisticada forma de piratería disfrazada o maquillada con retóricas de ocasión. Y frente a ese universo de amoralidad, se nos presenta, único y heroico, el héroe solitario, cuya convicción antigua en el servicio sacrificial (contumaz convicción que le lleva al ostracismo) ofende a los malvados y los incita casi morbosamente a liquidarle, como el tapón de una botella, que diría el mafioso ruso de The equalizer, como un bicho raro en este mundo moderno, como una pieza defectuosa que no engarza adecuadamente en el engranaje asesino del sistema.
En una escena de la última entrega, Jason acude a un informático anarquista con pinta de malasañero para desclasificar unos documentos, robados de la CIA, que han caído en sus manos. Es una secuencia prodigiosa. El anarquista posmoderno le observa con una mezcla de admiración y de miedo y, en un momento dado, le interpela: “Tú y yo deberíamos trabajar juntos, puesto que ambos trabajamos por la misma causa, desarticular las instituciones corruptas que oprimen la sociedad”. Fue un momento de guión crítico para la saga. ¿Se unirán unas películas tan admirables, pensé, a un discurso de falsa disidencia como el que acababa de evocarse? ¿Encuadrará Paul Greengrass al héroe Bourne junto a los horteras de Anonymous? Pero entonces Bourne, con sus ojos acerados, mira al tipo absurdo y le responde con acritud desdeñosa: “Tú y yo no estamos en el mismo bando”. No hubo decepción, sino confirmación: Bourne no es un nihilista, sino un patriota. Sus ideales son los que juzga traicionados vilmente por el Estado, por los servidores públicos, por todo ese entramado que estafó sus nobles aspiraciones.
Acaba la película. Y es entonces cuando languidece, en ese espacio de libertad llamado cine, en el que el inconsciente colectivo se venga con un sentido preciso y refinado de los hijos de puta, la sensación embriagante de justicia, de reparación, de belleza moral, emergiendo de nuevo la inmunda y triste realidad, en la que no existen guerreros como Jason Bourne, sino a lo sumo y, perdónenme el sarcasmo, guerreros culturales. ¡Pobres de nosotros!
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