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Si “hacer historia es componer elegías” (Díez del Corral), quizás este momento de ocaso del cine sea el adecuado para comenzar a crear una teoría y una crítica cinematográfica rigurosas como la que han ensayado en el ámbito hispano Eugenio Trías o Ángel Faretta. En el fondo, se trataría solo de actualizar el estudio clásico del mito allí donde ha tenido su mayor cristalización a lo largo del siglo XX: en el cine: “El mito es el sueño que precede a la vida; su revelación se confunde con la aparición del lenguaje y de él se vale el hombre para legitimar su estirpe, divinizar el origen de su historia y situar la clave de su cultura” (Aquilino Duque). Una sociedad sin arte, sin mito, sin cine, es una sociedad desarraigada. El futuro del cine es, en la frontera de su desaparición, su propio pasado abierto para nosotros.

Si el arte moderno se caracteriza por una ausencia total de significado, entendemos que romántico es todo aquel que quiere volver a un estadio previo donde el arte era pleno en significado. El romántico es, entonces, un reaccionario. Se define por la tradición a la que pertenece, dado que “lo que no es tradición es plagio” (Eugenio D´Ors). Que el futuro del cine pertenezca al pasado no debe confundirse ni con el inmovilismo ni con la falta de evolución, pero sí que descarta toda idea de un supuesto progreso junto con el concepto mismo de vanguardia. Sirve, entonces, para el cine lo dicho por Eliot para la literatura: “Toda la literatura tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo”. El cine, de Griffith a Scorsese y pasando por Ford o Coppola, transcurre en un tiempo único. El cine ha sido siempre un vehículo de transmisión ideológica y, desde su invención, es el lugar en el que tiene lugar la lucha por el imaginario colectivo (Edgar Morin). Como dice Agapito Maestre, “el cine nos ayuda a penetrar la opacidad de la realidad, y en este sentido es un arte imprescindible para comprendernos. Ver películas es una forma de sobrevivir con dignidad”. Ver películas es una forma de actualizar los mitos atemporales del hombre.

El cine contemporáneo, sin embargo, adolece de una liquidez evidente en tres ámbitos fundamentales: sus espectadores, su porvenir y sus propuestas. Las razones de esta decadencia están en la irracionalidad y relativismo de un tiempo embrutecido e ignorante, sustentado en el nihilismo. Recordemos que “en los mitos está la razón última de la realidad y de la vida” (Ignacio Gómez de Liaño). Y que la realidad es el mayor mito jamás concebido.

El cine es un arte sintético que aúna música, pintura y literatura; que reconcilia técnica y poesía a través de una puesta en escena simbólica mediante la cual retoma mitos intemporales. Su análisis debe rotar sobre tres ejes: narración, tiempo-imagen y discurso. Además de esto hay una serie de elementos (colores, montaje) y de valores estéticos característicos en toda obra así como unas circunstancias socioeconómicas, históricas y psicológico-biográficas que deben ser tenidas en cuenta tanto en el caso de quien realiza la película como en la sociedad y el público que la recibe.

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El cine es arte, es técnica, es un oficio reservado a artesanos, sí, pero también requiere de mecenas como las grandes obras del Renacimiento (no así el arte moderno, que vive de las subvenciones estatales). En definitiva, el cine también es industria. Y lo es de una forma mucho más evidente y relevante que otras artes de otras épocas. Por eso, un análisis riguroso del cine como arte no puede obviar la importante faceta que la industria representa dentro del mapa general de ese producto complejo al que llamamos cine. Esta evidencia descarta la existencia de un cine «de autor»: no hay una autoría única en el cine como sí la hay, por ejemplo, en la novela, a pesar de que intervienen correctores, editores y publicistas en su producción. Sin el escritor no habría libro, pero sin el director, el guionista o el productor (las figuras sobre las que ha descansado el término «autoría» en diferentes momentos), seguiría habiendo iluminación, montaje, actuaciones, banda sonora, localizaciones, etcétera. Si no entendemos el cine como industria, como producto colectivo; y como arte, como actualización del mito; sencillamente no entendemos el cine.

Hasta que llegó la obra de David W. Griffith, el cinematógrafo había expresado dos posibilidades: el teatro filmado y el ilusionismo de salón. Griffith, un Homero sureño, había escenificado el concepto de lo que hoy entendemos como cine que cristalizaría en un intento de obra de arte total: confluencia y superación de las demás artes. El devenir del cine quedaba trazado. Ángel Faretta, a cuyo concepto de cine me remito, define al mismo como un arte fantástico a la par que expresionista por naturaleza. Siempre ha tenido algo de quimérico guiñol, el cine, al que le llegó la lírica y la técnica narrativa importada de la ficción novelesca decimonónica de la mano de Griffith. Solo en esa sucesión de 25 fotogramas por segundo queda fielmente transcrito el lenguaje de los sueños. Solo el cine puede «esculpir en el tiempo», porque es el único medio capaz de aunar espacio y tiempo; un medio nacido del siglo en el que se descubrió que el espacio es tiempo, y que el tiempo es relativo.

En toda narración hay trama y argumento; acción y discurso; un primer nivel de historia y otro más elevado. Con esta clave (llave), distinguimos tres tipos de cine: uno plano que es solo entretenimiento; otro alegórico que tiene una interpretación cerrada; y otro simbólico cuya interpretación permanece siempre abierta. Este último cine permite a su espectador —aquel que anula su presente lo que dura el metraje— volver a la realidad de la forma en que Teseo: vencedor de la muerte, aunque sea en el instante de cruce —la vuelta— entre realidad y ficción. Solo este espectador “autoconsciente” (según Faretta, “saber que se sabe y saber qué se sabe”, es ser autoconsciente), merece tal nombre. En cuanto a las obras “de género” —el péplum, terror, noir, fantástico, western, ciencia-ficción, melodrama y thriller— son las que mejor proponen la primera historia y, así, mejor disponen la segunda historia, puesto que han de respetar la expectativas del espectador en forma de convenciones que, precisamente, delimitan el género y que bajo ningún término se deben defraudar.

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El cine es el sueño de otros hecho nuestro; fuego sin incendio; nieve sin caída; huracán congelado; es luz que hiende la oscuridad, música que resuena sobre un hondo silencio. Quién sabe si no fue en ese silencio, en esa oscuridad, que aquel Homero sureño, de nombre Griffith, aquel perdedor nacido con el estigma de los derrotados, ese hombre sin hogar congénito ni patria sin consumir, sin pretérito ni porvenir, estuviera incubando la inocencia de la primera mirada al tiempo que veía desfilar ante sus ojos las sombras del primer cine. Sombras que miramos, sombras que nos miran. Bellas sombras. Con Griffith, con los primeros cineastas, con esos hijos bastardos, solitarios sin esperanza, habitantes de la intemperie, condenados a muerte sin delito, futuros olvidados; con ellos, digo, nació la primera mirada que acabó de contarlo todo ya y a la que deberá remitirse todo amante del cine —y, por tanto, bastardo también— y que debería recuperar todo aquel que quiera hoy hacer cine, con la humildad de quien sabe que está todo contado. Que lo ha estado siempre. Nosotros los bastardos hemos sido arrojados al mundo sin elección y nada más nos ha acogido el mundo de la imaginación, recogidos por el cine, que ha sido nuestro Paraíso Perdido; lo mejor de nuestra vida y nuestra auténtica vida: lo demás ha sido puta supervivencia. En el cine hemos sido libres y hemos amado; en el cine hemos proyectado nuestras pérdidas, que han sido tantas y tan insondables como la nada —el vacío en el que se desliza el yo—, que se prestan a disimular. Somos nada: todo eso. Reos sin exoneración del gobernante ni absolución del sacerdote. De Griffith en adelante. Sin amaneramientos. Sin consuelo. Está en el Barroco la idea de que “la vida es sueño”. Fantasmagoría. Sombra. ¡Qué feliz hallazgo, el cine!