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Ahora que celebramos el cumpleaños de la persona más relevante que haya existido jamás -cuyo nacimiento cambió la historia de la humanidad, pese a que asistimos a la persecución de la religión y pese a que creer en Dios parece cosa de ignorantes- (y paradojas de la vida, lo celebramos sin que pueda saberse cuándo nació con exactitud), quiero acordarme de él, de Jesús de Nazaret, del Hijo del Padre. Quiero hacerlo, no sólo porque no entendería mi vida sin él, sino para aclarar su existencia a aquellos que todavía hoy lo niegan (quizá por ignorancia, quizá por miedo o tal vez porque prefieren el mal), discernir esa confusión tan común que se da entre mortales mezclando el personaje histórico con el Cristo celestial y liberar de mí esa congoja que me invade, esa pena que hace más frío mi invierno por soportar el nihilismo que asola el mundo, ese laicismo exacerbado, esa incredulidad en lo espiritual y esa fe por lo material.
Ahora, en el s. XXI, amar ha pasado de moda, la moda es estar a la moda (y de moda), los corazones laten por dinero, se estremecen por ego, duele más perder la plata que la dignidad, la tradición parece no ser necesaria y el progreso lo más, ayudar al prójimo no interesa y, sobre todo, no renta… Ahora, justo ahora, hace más falta que nunca recordar a Cristo, nuestro salvador.
Intentaré hacerlo diferenciando esas dos figuras, con la ayuda de Dios (que espero me auxilie si no ando muy diestro). Comenzaré sosteniendo que hay dos referentes (dentro de la misma persona) y la mezcla de esos dos es lo que hemos aprendido a lo largo del tiempo. Veámoslo:
De un lado, tenemos una figura simple: Jesús de Nazaret, que existió en el s. I (sin lugar a dudas) y que, como personaje histórico, nace en la Edad Antigua (en un mundo grecoromano), puede entenderse en la historia universal como un hombre de profesión carpintero-artesano, hijo de José y María, discípulo de Juan El Bautista, quien lo bautizó en el río Jordán como a un rabino de corte fariseo, sin cargo alguno, que conocía el Antiguo Testamento y la ley a la perfección. Que ponía las manos y sanaba. Era un profeta, un gran teólogo, un maestro de la parábola y, por supuesto, de la palabra. Como judío y líder religioso se dedicó a predicar a los galileos y a los jerosolimitanos de la venida del Reino de Dios, aunque sin demasiado éxito (no es un Jesús triunfante). No fue hijo único, sino que además tuvo varios hermanos. No sabemos si estaba soltero, divorciado o viudo, aunque la doctrina mayoritaria afirma que nunca se casó con María Magdalena ni con ninguna otra mujer. No fundó el cristianismo, ni iglesia alguna. Tuvo doce discípulos, cuyos nombres no se conocen con exactitud, al existir cierta confusión, sin embargo, sí sabemos que representan las doce tribus de Israel restauradas. Además, Jesús era un hombre de temperamento y carácter (no el amilanado que podamos concebir), que no sólo predicó el mandamiento del amor, el amor a los enemigos y la predicación de un Dios que ama, sino que fue capaz de echar a los mercaderes del templo (látigo en mano), que le hablaba un tanto regular a su madre y que cometió delito de lesa majestad contra el Imperio romano, siendo acusado de sedicioso, al proclamar su reino. Su fin lo conocemos todos: crucificado en Jerusalén.
De otro lado, tenemos a una figura compleja y compuesta: Jesucristo, el cordero de Dios; un mesías triunfante, un Cristo celeste, divino, que sobreviene de una entidad histórica y una especulación histórica-teológica; es un pensamiento puramente humano, tal y como explicó el profesor Antonio Piñero. Jesucristo es un revelador (como el que anunció el profeta Isaías) que nos dice que Dios existe y que Dios es el padre y él es el hijo de Dios, y que, al mismo tiempo, él y el padre son uno. Que él cumple su voluntad y que él ha descendido del cielo y que él es anterior al universo. Jesucristo es Dios y, al mismo tiempo, está subordinado a Dios. Él es el camino, la verdad y la vida. Él ha venido a la tierra a rescatar al ser humano del pecado, de las tinieblas y del diablo que es opuesto al cielo y a la luz. Dios ha venido a buscarnos a través de Jesús, que es nuestro abogado. Lo más significativo de toda su obra, al menos a mi juicio, es que su muerte es una muerte redentora, expiatoria, es decir, entregó su vida en el Calvario por los pecados del pueblo de Israel, para que nosotros, los pecadores arrepentidos, los convertidos repletos de fe, podamos ser salvos. Resucitó de entre los muertos y ascendió a los cielos. Los cristianos esperamos en pie la segunda venida del Hijo del Hombre.
Nosotros, sus siervos, creemos en este segundo hombre, hecho Dios, que cambió la historia de la humanidad para siempre, pero no creemos en él porque lo hayamos decidido así, sino porque él nos eligió a nosotros. Es la teoría de la elección. ¡Feliz cumpleaños, maestro!
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