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Valle-Inclán  dijo de él: “Quítenle al Teatro de Muñoz Seca el humor, desnúdenle de caricatura, arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia, y seguirán ante un monumental autor de teatro”.

Pues yo digo que si algo hay que destacar en su obra, e incluso en su vida, es el ingenio. Porque nadie, ninguno de los escritores de las cuatro generaciones que coinciden en su tiempo, tuvo su ingenio. La obra de Muñoz Seca podrá ser valorada o criticada por muchos aspectos, pero nadie, ni sus enemigos frontales, pudieron negarle su ingenio. Muñoz Seca no sólo tiene la gracia del andaluz o la de los saineteros humoristas madrileños, sino un don especial para saber reírse de todo, hasta de sí mismo. Es puro humor que ve y se ríe de los que lo demás no ven, que intuye lo que lo demás no intuyen y además domina tan magistralmente la métrica que hasta cuando habla sus palabras le salen en verso.

De ahí que hayan circulado y sigan circulando anécdotas ciertamente ingeniosas unidas a su vida. Valga como botón de muestra ésta que se cuenta de él.

Parece ser que el escritor tenía desde sus primeros años en Madrid un gran aprecio a un matrimonio que trabajaba, ella y él, en el edificio en el que vivía. La mujer falleció un día y poco después también lo hizo el marido. Entonces, cuando D. Pedro y su mujer, María Asunción Ariza Diez de Bulnes, se acercaron a darle el pésame a un hijo del matrimonio y éste le pidió que le redactara un epitafio para honrar la memoria de sus padres y el dramaturgo, allí mismo, y desde lo más hondo de su corazón por el afecto que procesaba al matrimonio, escribió:

Fue tan grande su bondad,
tal su generosidad 
y la virtud de los dos 
que están, con seguridad,
en el cielo, junto a Dios

 

 

A los pocos días Muñoz Seca recibió una carta del Arzobispo de Madrid en la que se le pedía que cambiara los versos puesto que nadie podía afirmar de manera tan categórica que el matrimonio estuviera ya en el cielo… y con el ingenio que le caracterizaba tomó la pluma y reescribió.

Fueron muy juntos los dos, 
el uno del otro en pos,
donde va siempre el que muere.
pero no están junto a Dios
porque el obispo no quiere.

 

 

 

 

Pero no paró ahí la cosa porque pasado un tiempo recibió una nueva carta de la Curia en la que le recriminaban la burla y le pedían una rectificación, pues decían que no dependía del obispo que el matrimonio fuera al cielo o no… y D. Pedro, otra vez sin inmutarse ni molestarse, rehízo sus versos y escribió estos:

Vagando sus almas van, 
por el éter, débilmente.
sin saber qué es lo que harán,
porque, desgraciadamente,
ni Dios sabe dónde están

 

 

 

 

Naturalmente, el señor Arzobispo y la Curia ante tanto ingenio, ya no se atrevieron ni a contestar.

¡Este era Don Pedro Muñoz Seca!… Seguro que ni el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha habría llegado a estos niveles. Y ese ingenio es el que prevalece en toda su obra y hasta en su vida. Porque famosa es también la anécdota que cuentan de sus últimos momentos y ante el pelotón de fusilamiento que acabaría con su vida. Es verdad que sobre esta anécdota hay distintas versiones, (incluso se dice que fue un invento de alguien) pero para no inclinar la balanza reproduzco dos de ellas.

La primera, que fue la que mas circuló nada mas caer en Paracuellos del Jarama, cuenta que una vez que el escritor se vio ante el pelotón de fusilamiento y que era su último momento les dijo a los que ya le apuntaban con las armas: “Ojo, podréis quitarme el reloj de mi muñeca, la cartera o las monedas que levo encima y las llaves, y hasta la vida. Pero hay una cosa que no podréis quitarme, por mucho empeño que pongáis: El miedo que tengo ahora mismo”.

La otra versión es que llegado el momento fatal lo que dijo fue: “Ayer os dije que me lo podíais quitar todo menos el miedo que siento… pero hoy os digo que sois tan hábiles que hasta el miedo me habéis quitado. Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades”.

Y ya solo le quedó tiempo para decir mientras las balas lo acribillaban: “¡Viva España y viva el Rey!

Pero ¿quién era realmente Pedro Muñoz Seca? Llegados aquí me van a permitir que encierre su vida y su obra en tres actos. En el primero se resume su vida personal y profesional. En el segundo sus relaciones con la República y en el tercero la Guerra Civil y su muerte. Y como en cualquier obra de teatro los tiempos y los espacios están marcados. Sólo baste saber que por encima de todo Muñoz Seca fue una buena persona, un buen padre, un buen católico, un gran patriota y un hombre serio (aunque se pasara su vida haciendo reír a los demás).

ACTO PRIMERO

Pedro Muñoz Seca nació en el Puerto de Santa María (Cádiz) el 21 de febrero de 1879 (también esto se lo tomó a broma y se puso como fecha de nacimiento el año 1881 solo por ser capicúa) y fue el cuarto de los diez hijos que tuvieron sus padres, el matrimonio formado por José Muñoz Casari y María Seca Miranda. Los Muñoz Seca constituían una familia de gran tradición religiosa que gozaba de una acomodada situación social, dado que el padre era un abogado de gran prestigio en el Puerto. Los primeros estudios los realiza en el Colegio San Cayetano y los estudios secundarios en el colegio San Luis Gonzaga, de la compañía de Jesús, donde tiene como compañeros a los poetas Juan Ramón Jiménez y Fernando Villalón. También tiene de vecino a Rafael Alberti (el que le traicionaría años después). Después, ya en la Universidad de Sevilla, obtendría los títulos de Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras. Pero, no sólo se dedica a estudiar sino que ya escribe sus primeras piezas teatrales (“República estudiantil”, “El Señor de Pilili” o “Las Guerreras”).

En 1904 el joven Muñoz Seca se traslada a Madrid, con 250 pesetas en el bolsillo y un doble objetivo: realizar los cursos de Doctorado en Derecho y triunfar como autor de teatro. Sin embargo, aquellos comienzos no fueron fáciles y para mantenerse dignamente tuvo que emplearse como pasante en un despacho de abogados y dar clases de latín, griego y hebreo. Aunque ya ese mismo año estrena en el Teatro Lara, con gran éxito, “El Contrabando”. Fue su primer estreno en Madrid y lo que le decidió a dedicarse por entero al teatro. En 1908 consigue entrar, por oposición, en la Comisaría General de Seguros, dependiente del Ministerio de Fomento, lo que le permite disfrutar de una situación económica estable. Ese mismo año contrae matrimonio con Asunción Ariza Diez de Bulnes, una bellísima joven de origen cubano con quien tuvo 9 hijos, una de las chicas, que  se casaría mas tarde con Luis Ussía, II Conde de los Gaitanes, seria la madre del periodista y escritor Alfonso Ussía.

Murió en 1936, a los 57 años de edad y con más de 230 obras escritas y estrenadas, muchas de ellas con el sevillano Pedro Pérez Fernández como coautor.

ACTO SEGUNDO

Escenario: Madrid. Segunda República.

Cuando llegó el 14 de abril de 1931 Pedro Muñoz Seca era ya un hombre famoso, aplaudido y festejado. Sobre todo tras el éxito histórico que tiene con “La venganza de Don Mendo” en 1918, una parodia del Tenorio de Zorrlla que provoca la hilaridad del público y que desde su estreno pasó a ser un clásico en la programación de las Compañías. “Don Mendo” no tiene nada que envidiar a “Don Juan”. Tal vez por ello todavía hoy ambas obras van unidas como dos hermanos siameses. En ese momento de la proclamación de la República tenía en cartel tres obras y era tan celebrado como los hermanos Álvarez Quintero, Benavente o Lorca. Su teatro había calado tan hondo entre el pueblo llano y la Clase Media que sus estrenos eran verdaderas fiestas populares y por ello los empresarios se disputaban sus obras y ¡cosa increíble! hasta le adelantaban dinero antes de entregar sus originales. Es verdad que la critica la tuvo siempre en contra, salvo excepciones (Valle-Inclán, Unamuno, Azorín, Benavente y Ortega aplaudían su teatro) y hasta llegaron a decir que sus obras eran “astracanadas”, lo que, sin embargo, no disgustaba al autor, ya que según él la “astracanada” era una mezcla de ironía, parodia y sátira y que su único objetivo era hacer reír y divertir al público. Era el teatro del absurdo, el mismo que con otros objetivos venía haciendo Valle-Inclán con sus “esperpentos”. Pero entre risas y risas en todas las obras de Muñoz Seca y sus coautores había siempre mordaces críticas políticas y sociales intercaladas, lo que daba lugar a que unos (los políticos, los Gobiernos y las clases sociales altas se molestaran) y otros (el pueblo) se lo pasaran en grande.

Naturalmente no se iba a ir la República de rositas, y ya el mismo año 1931, recién aprobada la Ley de Reforma Agraria estrenó “La OCA” (siglas de la “Libre Asociación de Obreros cansados y aburridos”), donde deja claro su desacuerdo con la República y hace una sibilina critica del comunismo y el igualitarismo. Las expropiaciones forzosas a los terratenientes y los repartos de tierras a los jornaleros son motivos de una verdadera parodia jugando con la realidad que se vive y el público se carcajea y aplaude a rabiar cuando uno de los personajes dice:

León.— No. El sistema propende a ensanchar los derechos del individuo a costa de los derechos de los demás; pero como cada uno se ensancha a costa del otro, y el otro a costa del otro, y el otro del otro, pues al final (En latiguillo.) todos ensanchados, todos libres, todos manumitidos, todos felices, todos iguales, i ¡ sí I !

Urbano.— ¡Valiente lío!

León.— (Despectivo, como antes.) ¡Pobre hombre!

Agustina.— ¡Eso! ¡Pobre hombre! (A León, entusiasmada.) ¡Sigue, pico de oro!

León.—(Tomando ritmo oratorio.) ¡Guerra al Estado! ¡Guerra a la Sociedad! ¡No hay Estado, no hay Sociedad! Yo soy mi Estado, tú eres tu Estado. Yo mi Sociedad y tú, tu Sociedad. ¡Todo el mundo suelto, cada uno a lo suyo, allá ca uno, y el que venga atrás que arree!

Agustina.— (Entusiasmadísima.) ¡Y sin haber ido nunca al Ateneo!

León.— (Con alientos ciceronianos.) ¿Porque qué es el colectivismo? ¡Organizaciones de manadas, porque el hombre tiende a la piara! ¡Y piarismo no! La máquina, del obrero que la fabrique; el palacio, de quien lo edifique; el pan, de quien lo amase; el dinero, de quien lo acuñe; la tierra, de quien la labre, ¡Pero nadie ayude a nadie; nadie trabaje para nadie! Que cada uno se las busque como pueda y ¡tira p’alante! (A Carlos.) Qué: ¿está usté de acuerdo conmigo?

Carlos.— Estoy de acuerdo con los que protestan contra las injusticias sociales; con los que están ya hartos, aburridos, cansados de ellas. Porque…

León.— ¡Alto ahí, que acaba usté de dar en la yema! Por eso al partido que yo he fundado le llamo «La Oca», que así, en globo, no dice nada; pero descompóngalo usté por letras. «¡La Oca!» ¡Ele, a, o, ce, a! ¡Libre Asociación Obreros Cansados, Aburridos!

Urbano.— ¿Pero tú de qué estás cansado? ¿No comprendes, imbécil, que si triunfa la idea tendrás que trabajar?

León.— Mira, no seas pesimista. También nos tenemos que morir y nadie se acuerda de eso. (A Carlos) ¿Digo bien?

Pero, por su interés y su gracia (a pesar de los 86 años transcurridos la sigue teniendo) me permito reproducir algunas escenas de la obra:

 

ACTO PRIMERO

(No hay nadie en escena al levantarse el telón. Por la puerta de la calle entran, con ciertas precauciones, CURRO y 8ARABIA, dos obreros de alpargatas y gorra. A una legua se ve que estos dos odreros, a más de no tener trabajo, no tienen tampoco vergüenza.)

Sarabia.— No hay nadie, tú.

Cuero.— Mejón.

Sarabia.— ¿Qué vas a hasé?

Curro.— Llamá a mi hermana, que está aquí de mosa. (Se acerca hacia la derecha y silba suavemente el «Himno de Riego».) Ahora nos dirá ella si han picao o no han picao y si hay comía o no hay comía. Ya viene.

Liberta.— (Por la primera derecha, escoba en ristre.) ¿Eh? (Miedosa y bajando la voz.) ¿También hoy, Curro? ¡Curro, que me vas a perdé, Curro!

Curro.— (También a media voz.) Calla la boca ya, saboría, que hoy no vengo a pedirte na. Venimos a hacerte una pregunta.

Liberta.— Pos aviva y sar de naja, por tu salú ; que no te vean.

Curro.— Ascucha: ¿han encargao hoy de la jascíenda de Parrasola una comía pa treinta?

Liberta.— Sí.

Curro.— ¿Y la están hasiendo?

Liberta.— Sí.

Sarabia.— ¡Ole !

Curro.— ¡Superió! Güeno, pos na má. Condió.

Liberta.— ¿Pero qué pasa, Curro? ¡Por tu salú!

Curro.— (Bajando aún más la voz.) ¡Que esa comía va a Se pa nosotros I

Liberta.— (Aterrada.) ¡Ojú!

Curro.— Habemo acordao los sin trabajo comé bien ca día en un sitio, y pa no caé d’improviso aonde no haiga de qué, se nos ha ocurrió encargá antes, con el aqué de una boda o de un bautizo…

Liberta.— ¡Ojú!

Curro.— Güeno; tú a callá, ¿eh? Ya sabes cómo las gastamos.

Liberta.— ¿Pero por qué no pidéis las cosas de güena manera?…

Curro.— Mujé, eso no tiene grasia.

Sarabia.— Ni da resurtao tampoco.

Liberta.— ¿Y por qué no pidéis trabajo?…

Curro.— ¿Trabajo? ¿Mandando nosotros vamos a trabajá nosotros? ¡Ay, qué grasia! ¿Trabajá nosotros pa que otro engorde? ¡Quia, mujé! Nosotros sernos de «La Oca». En lo ajeno que trabaje el obispo, Estamos mejor de obreros paraos. Que te diga éste,

Sarabia.— Ya lo creo. ¡Y si nos dejaran entrá en er sine por las noches!… Pero er tío der sine se empeña en que hay que sacá la entrá, y eso va a tené también que acabarse. A ese vamos a tené que darle una lersián…

Liberta.— ¡Ay, dirse por Dió ! Que si les ven a ustés conmigo…

Curro.— Sí: hala…

Sarabia— (Husmeando.) ¡Compare, qué bien güele!

Curro.— Hoy nos vamos a hinchá. De aquí a luego. {Se van los dos por la puerta de la calle.)

Liberta.— ¡Ojú! Lo contento que estaba el amo con los treinta cubiertos, y pué que se lleven hasta los cubiertos. En fin, a mí… (Cantando y arreglando los papeles de la mesa.) «Soldadito español… pan, para ban pampán… Soldadito valiente… Pan parabán…»

Urbano.— (Dueño de la fonda, hombre de cincuenta años y con cara de muy poquitas relaciones sociales, entra en escena por el corredor de la derecha gritando como un energúmeno y proporcionando a Liberta un susto que le quita la respiración.) ¡Liberta!…

Liberta.— ¡Ay! ¡Ya…, ya…, ya me callo!

Urbano.— ¡Largo de aquí!

Liberta.— Sí, señó ; sí, señó. (Recoge la escota y unos periódicos viejos.) (A ve si chillas luego cuando vengan los paraos…)

Urbano.— ¡Vamos!

Liberta.— Sí, señó. (Haciendo mutis por la primera izquierda cantando inconscientemente.) «Soldadito español…»

Urbano.— ¡Libertaaaaaa!

Liberta.— (Dando un salto y desapareciendo casi de cabeza.) ¡¡Ay!!

(Mientras tanto, por la puerta de la calle ha entrado DOÑA AGUSTINA, la mujer de Urbano. Es una jamona de buen ver. Viene como de misa, y mientras habla va dejando sobre la mesa el velo, el rosario, etcétera, etc.)

 Agustina.— Pero, hombre, deja cantar a la muchacha, que le das cada grito que la sincopisas.

Urbano.— ¿Que la deje cantar? ¿Pero es que no se va a cumplir el reglamento de la fonda? Yo he hecho un reglamento porque la vida y sus cosas deben estar reglamentadas y metodizadas, y el reglamento dice (Leyendo en un librito que ha sacado del bolsillo): “De cuatro a cinco, lavado, planchado y cante de criados.» ¿No es bastante una hora para los desahogos líricodomésticos? ¡Quita de ahí ese velo, mujer! La mesa no es para poner velos.

Agustina.— (Quitándolo.) ¡Vaya, hombre!

Urbano.— Y esa silla…, ¿qué porra hace ahí esa silla? ¿No es su sitio al lado del sofá?

Agustina.— (Poniéndola.) Sí, hombre, sí.

Urbano.— ¿Quién ha colgado el plumero en el perchero? (Lo quita.) ¿Es que ya se ha caído el clavo número seis que hay debajo de la escalera con su letrero, que dice: «para el plumero»? (Dando un grito.) ¡Liberta!

Liberta.— (Dentro.) ¡Si estoy callá!…

Urbano.— Que vengas, digo.

Liberta.— (Apareciendo por donde se fue.) Mandusté.

Urbano.— (Dándole el plumero.) Esto a su sitio.

Liberta.— Sí, señó.

Urbano.— ¿Sabes cuál es su sitio?

Liberta.— No, señó.

Urbano.— ¿Pues dónde lo ibas a poner?

Liberta.— En cualquier sitio.

Urbano.— (Hecho una furia.) ¡¡¡No!!!

Liberta.— (Asustada y huyendo.) ¡¡Ay!! (Mutis por donde apareció.)

Urbano.— (Echándose mano al vientre y arqueándose.) ¡Ay! ¡La punzada! ¡El hígado!

Agustina.— Vaya por Dios… (Acercándole una silla.) Siéntate.

Urbano.— (A gritos.) ¡No! ¡Esa no es mi silla!… ¡Ay, que me muero !

Agustina.— ¿Pero que más te da morirte en una silla que en otra?…

Urbano.— ¡Mi silla! ¡Aquella! ¡Esa! ¡Aquí! (Agustina obedece rápida las indicaciones de Urbano.) ¡Así! (Se sienta.) ¡Pero si esto no puede ser!… ¡¡Si no puede ser!!

Agustina,— ¿Pero qué no puede ser, Urbano?

Urbano.— ¡Que no es la hora de la punzada! ¡Que ya hasta el hígado se me salta el reglamento a la torera!

Agustina.— (Cariñosa.) ¿Quieres que te haga un té?

Urbano.— ¿Té a las doce del día? ¡¡No!! ¡¡Aunque me muera!! ¡El té es de cinco a seis, y no hay más que hablar! Ya se me pasa. Y no me volverá a pasar, porque aquí hasta el hígado tiene que andar más derecho que una vela.

Agustina.— ¿Por qué dices eso?

Urbano.— Porque me vuelve loco el desbarajuste y el manga por hombro que hay en esta casa. No sirves, Agustina; no sirves. Como maestra elemental serás una antorcha, y ojalá no hubieras clausurado la escuela; pero como fondista consorte eres una birria. Ya ves, un día que nos encargan un banquete de treinta cubiertos, y en vez de aplicarte al trabajo te vas a la iglesia.

Agustina.— A dar gracias al cielo por el favor, porque este banquete va a redimirnos este mes.

Urbano.— Bien, sí; pero el reglamento de la fonda…

Agustina.— Mira, el reglamento de la fonda dice en su artículo onceno que a las siete de la mañana me tienes que dar dinero para la compra, y hace una semana que no me das ni un gordo.

Urbano,— ¿Y quién tiene la culpa de que yo no pueda cumplir este pequeño detalle matutino? ¿Quién, sino tú, que te encontraste una fonda en marcha reglamentada y la has convertido en un fonducho sin orden ni concierto?

Agustina,— Te perdono esa necedad porque sé que te la dicta tu infarto del hígado. Demasiado sabes tú que a la fonda lo que la sucede es que estaba antes al borde de la carretera y raro era el turista que no parara aquí y soportara el desplume, aunque luego saliera cantando. «En Cigüeñales, por un café diez reales.» Pero desde que desviaron la carretera y pasa a dos kilómetros del pueblo, comprenderás que hace falta ser muy… turista para pararse en medio del campo y preguntarle a un pastor: «Oiga, ¿por dónde se va a esa fonda que le llevan a uno diez reales por un café?»

Urbano.— De tocios modos, esto es un desbarajuste, y desde hoy vuelvo a tomar las riendas del negocio. Y lo primero que voy a hacer es poner en la calle a tu hermano y a su hija. Huéspedes honoris causa, no.

Agustina.— ¿Que vas a echar a mi hermano y a mi sobrina?

Urbano,— Y a tu padre que resucitara. ¡Pues no faltaría más! (Llamando.) ¡Adela!… ¡Sobrina!…

Agustina.— ¡Un día que debías estar contento! ¡Con un banquete que nos puede dejar cien duros!… Y todo es el hígado. ¡Dichoso hígado!

Urbano.— (Viendo entrar por la primera puerta de la izquierda a ADELA, una chica muy mona, pero muy pava, pavísima, excesivamente corta de genio: la vista taja, los ademanes monjiles, pacatísima; una birria de niña.) (¡Para hígado el de ésta! ¡Angelito!)

Adela.— Hola, titita… Hola, titito. Papaitito se está levantando.

Urbano.— (Remedándole.) ¿A estas horititas? ¡Caray, qué gandulitito!…

Adela.— (Un poco asustada.) ¡Ay! ¿Qué pasa?

Urbano.— ¿Cómo qué pasa? ¿Cuánto tiempo lleváis aquí en la fonda?

Adela.— No sé… Yo creo que va para medio añito.

Urbano.— Pues se acabó la brevita.

Adela.— ¡¡Tita!!

Urbano.— ¡Ni tita, ni tito, ni carambita, ni garabito!  Dile a tu padre que quiero hablar con él. Yo voy a ultimar los detalles de la mesa. Quiero que haya flores abundantes y que los entremeses estén bien presentados. Además voy a poner a la vista buenos vinos y varias clases de aguas minerales, por si pican. A peso de oro los voy a cobrar. (Consultando su reloj.) ¡Ah!, y me pondré también el «chaquet»; es la hora que marca el reglamento. (Haciendo mutis por el corredor de la derecha.)

Mucha presentación, mucha etiqueta,

y á quien pida un sifón, cuatro pesetas.

(Vase.)

Agustina,— (Viéndole ir.) ¡Qué manía de reglamento!… Hasta para los más secretos detalles de nuestra vida interna tiene traza- dos los minutos precisos. Y ni uno más ni uno menos.

Adela.—Bueno; pero, titita…

Agustina.—(Viendo que se adre la última puerta de la isquierda.) Calla, que sale nuestro único huésped,

Carlos.—(Simpático treinticuarentón : hícen tipo, Men portado; vamos, el galán. Entrando por la puerta indicada con un papel en la mano.) Buenos días, señora… Bueaos días, Adelita.

Agustina.—Buenos días, don Carlos.

Adela.—Buenos días.

Cáelos.—Parece mentira que un contable tan ilustre como su marido de usted me haya presentado hoy esta cuenta.

Agustina.—{Ingenua.) ¿Qué le pasa a la cuenta?

Carlos.—Hombre, que ocho y siete son quince, y no diez y nueve ; que ocho y cuatro son doce, y no quince, y nueve y seis, quince, y no diez y siete. De modo que el total es trescientas se- tenta y dos, y no cuatrocientas quince, como aquí resulta.

Agustina.—{Recogiendo la cuenta.) Traiga. Es raro que Urbano se haya equivocado de esta manera. Y es que algunas veces suma en globo…

Carlos.—Sí ; pero yo resto con paracaídas. ¿Y qué, Adelita, cómo van esas lecciones?

Adela.—^Poquito a poquito… Y usted, ¿cómo lleva sus investigaciones?

Carlos.—Muy bien. Estoy encantado. Cada día encuentro alguna cosa interesante.

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Agustina.—Bien le pagarán a usted sus estudios…

Carlos.—¡ Oh, casi nada ! Esto de la arqueología es una afición de ricos, y aunque yo no lo soy trabajo por amor al arte. Bien es verdad que la alegría de descubrir un vestigio árabe o romano lo compensa todo, y cada vez me afirmo más en la idea de que en este pueblo se vive sobre una antigua colonia romana : ¡ la famosa Vitélica Augusta ! Sin duda, una erupción volcánica cubrió templos y palacios, y creo que estoy a punto de determinar el sitio por donde hay que empezar las excavaciones.

Pero hubo otra escena de la obra en la que ya se “pitorrea” de la Reforma Agraria. Es al comienzo del Segundo Acto:

ACTO SEGUNDO

(Al levantarse el telón no hay nadie en escena. Al poco por el foro entra AGUSTINA, que viste y calza con la sencillez de una campesina cualquiera, y arrastrando un azadón y dando muestras de mortal cansancio, se deja caer en un sillón. Tras Agustina viene LIBERTA, también cansadísima, con un rastrillo a rastras, que se apoya en el quicio, jadeante. Entra y se sienta en una silla.)

Agustina.— ¡Ay, no puedo más!… ¡Maldita sea la hora en que repartieron la tierra y mi hermano, que así se lo coma la tierra! ¡Muera la tierra! ¡Desde hoy, en cuanto me enfade, en vez de decir esa cosa fea que se dice de la mar la voy a decir de la tierra!… Y es que el trabajo del campo no es para señoras.

Liberta.— (Tirando el rastrillo.) Sí, señora, ¡Maldita sea la oca y quien la inventó en el mundo!

Agustina.— (Débilmente, sin moverse.) ¿Qué, Liberta; muerta?

Liberta.— Muerta y hecha la…

Agustina.— ¿Eh?

Liberta.— La autosia.

Agustina.— ¡Ah!… Creí que ibas a decir lo que estaba yo pensando. No, si ahora me explico yo el por qué habla tan mal la gente que labra la tierra; porque es que esto de tener que cavar la tierra, coa lo dura que está la tierra!…

Liberta— ¿Ah, pero usted no lo sabía?… ¡Anda, esta!…

Agustina.— ¿Yo qué iba a saber?… Yo lo único que sabía de la Tierra es que es achatada por los polos y ensanchada por el Ecuador.

Liberta.— ¿Y eso qué es?

Agustina.— Que el mundo tiene la forma de una naranja y da vueltas.

Liberta.— Vamos, usted es tonta…

Agustina.— ¡Liberta!…

Liberta.— Tonta o que con los suores y mareos que le dan cavando se le han revuelto los sentios.

Agustina.— (Abandonándose, desmadejada.) Bueno, mira, lo que quieras. ¡Ay!

Liberta.— (Idem.) ¡Ah!…

Agustina.— (Tras una breve pausa, sin moverse ni abrir los ojos.) ¡Liberta!

Liberta.— (Idem.) Señora…

Agustina.—(Idem..) Tráeme un poco de agua.

Liberta.— (Idem.) Como no levante usted er jopo y vaya por ella…

Agustina.— ¿Pero es que no me vas a obedecer?

Liberta.— No, señora. Yo no soy criada de usted ni de nadie; ya nadie le trabaja a nadie y ya no hay criadas. Acuérdese usté de lo que firmamos; todas semos iguales.

Agustina.— ¡Semos! Somos, bestia.

Liberta.— Sí, señora: somos bestias.

Agustina.— ¡Iguales! De modo que tú, que confundes la «ele» con la «erre», la «be» con la «uve», la «ese» con la «ce» y la «jota» con… ¡con el tango!, quieres ser igual que yo, que tengo mi título de maestra de escuela, conozco el castellano a la perfección, como es mi obligación, y estoy aprendiendo el catalán, por si acaso, ¡Bueno estaría! En todo caso seríamos iguales ante la tierra.

Liberta.— Pues ahí es donde no semos iguales, ya ve usté; porque a mí, con mi cacho e tierra por delante, cava que te cava y venga meneo, no me gana usté ni su consu. ¡Y si no, ahí están sus tierras de usté y las mías: ¿a ve cuáles están más adelantás?

Agustina.— Es que las mías son más pedregosas y cantalinosas.

Liberta.— Que tiene usté muchos kilos y esa es la cosa; porque usté se agacha y con er jilo que ya lleva usté de lo que usté pesa, ¡jim! da usté er primer gorpe mu bien dao,  y mete usté el azadón hasta er mango; pero para tirá de él y sacarlo, pone usté una cara de moribunda… (Jadeando.) y hace usté un ja-ja-ja-ja… que mira una pa la vía pensando que viene er tren.

Agustina.— Sí, hija, sí; me da un asma que me muero. ¡Y luego icen que el campo es sano!

Liberta.— El otro día la vi a usté descansando sentá en un terrón.

Agustina.— No era descansando. Es que era un terrón que no lo partía un rayo y por eso me senté encima con todas mis ganas.

Liberta.— ¿Y qué?

Agustina.— ¡Que le pude! ¡Lo que era un montículo se convirtió en un hoyo! Como que ahora voy a ensayar un sistema de cultivo muy descansado. Como el caso es remover y desmenuzar la tierra, pues voy a ver si sentándome aquí y allá y recalcando la hago cisco.

Liberta.— Pa gracioso lo que hase er cura. ¿Usté no sabe lo que hase er cura con lo que l’ha tocao? Pues que se va allí de paseo, y como er que no quiere la cosa va haciendo bujeritos con er bastón y está dejando su cacho de tierra que parese bordao a bodoques.

Agustina.— Pues mira, no está mal pensado y es muy cómodo: luego se echa en cada agujerito su granito, con mucho cuidadito…

Liberta.— (Remedándola.) Vienen los pajaritos, Ven los abujeritos, meten los piquitos y se llevan los granitos… No, señora; lo mejor…

Agustina.— ¡Ay!, lo mejor es que la labren a una la tierra los ángeles como se la labraron a San Isidro y como se la están labrando ahora a Juan Agote. ¡ Mira que se tenía bien callado Juan Agote lo de que era un santo!… ¡Santigúate, Liberta!

Liberta.— (Aterrorizada.) ¡Sí, señora; sí, señora!… (Se santifica.)

Agustina.— (Santiguándose también.) ¡Qué prodigio! No hay noche que no le labren. Más de ochenta metros le han cavado los ángeles esta noche pasada…

Liberta.— Sí, señora ; acabo de verlo. ¡Y qué manera de cavá y de ajondá!… ¡Qué bárbaros!

Agustina.— ¡Muchacha, que son los ángeles!

Liberta.— ¡Ay, es verdá!… (Santiguándose y entredientes.) «Con Dió me acuesto, con Dió me levanto.»

Urbano.— (Por el foro. Trae al hombro una azada y un pico.) ¿Y esto es el igualitarismo? ¡Esto es el suicidismo, que no es lo mismo! Esto es el sistema de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como, ¡y a mí no! Urbano Cortés y Ariza, ni se lo come ni se lo guisa. ¡No sudo más! (Soltando las herramientas.) ¡Lo que pesa esto!…

Agustina.— ¡Pesa mucho una azada!

Urbano.— Y ésta más, que es azada y pico; porque yo, con arreglo a mi método; antes de azadonear, picoteo. Cultivo reglamentado: pico un poco con el pico poco a poco — no tan poco: ¡dejo el pico a la una y pico! — cavo un poco, vuelvo al pico, y otro poco con el pico poco a poco… ¡y vengo hecho migas! (Dejándose caer en una silla.) Está visto que aquí no hay más que dos caminos: o ser un santo como Agote… (Incrédulo) que ya veremos eso…

Agustina.— ¡Urbano!

Liberta.— ¡Señorito!…

Urbano.— O ser un sinvergüenza como tu hermano el apóstol, que el muy canalla tampoco ha dado todavía un golpe de azadón y tiene la cintura virgen. Porque como a su niña le ayuda el idiota del arqueólogo, que es tonto, él ha embaucado a la pobre muchacha que, como es tonta también, mientras don Carlos le trabaja a ella, ella le trabaja a su padre, ¡Hay cada Guzmán el Bueno por ahí!… (Palpándose la cintura.) ¡Qué lumbares tengo!… Los tengo los dos que… ¡uf!…

Agustina.— ¿Qué te sucede?

Urbano.— (Quejándose.) Que tengo dos lumbares…, tengo dos lumbares… el uno como acorchado, y el otro como tú sabes.

Agustina.— ¿Pero es que tienes humor para bromas ?

Urbano.— (Quejándose.) ¡Sí!…, sí…, bromas… ¡Ay!… A ver: que me calienten un poco de café con leche.

Agustina.— (Sin moverse.) Ya lo has oído. Liberta.

Liberta.— (Idem.) A la otra puerta,

Agustina.— Ya la oyes, Urbano, dice que no quiere.

Urbano.— (Con voz doliente y suplicante.) ¿Y tú, Agustina?

Agustina.— (Idem.) Regular, muchas gracias.

Urbano.— ¿Qué quieres darme a entender?

Agustina.— Que en este régimen nuevo el que quiera café con leche que se lo eche.

Liberta.— Y que le aproveche.

Carlos.— (Que entra con ADELA por el foro.) ¿A que no saben ustedes de dónde traigo a ésta? Pues que la he sorprendido trabajando en las tierras de su padre…

Urbano.— ¡Noticia fresca!

Agustina.— Eso todos los días.

Liberta.— (Riendo.) ¡Anda éste!…

Carlos.— (A Adela.) Ah, pues eso si que no, «rica’. Yo, ya lo ves, te aro, te cavo, te bino, te escardo (Echándose mano a los riñones) y me parto los riñones por ti, con muchísimo gusto; pero que yo te ayude a ti para que tú ayudes a tu papaíto…, ¡caramba!…

Adela.— ¡No seas malo! ¡Pobre papaíto!…

Carlos.— Nada, nada. El que es el apóstol de este nuevo sistema social debe trabajar más que nadie para dar ejemplo. (A todos.) ¿Verdad ?

Urbano.— ¡Pero no sea usted «púber»! ¿Usted a visto que sude Manca ningún «líder»? Sudamos usted y yo, y ésta, y ésa, y la otra…, en fin: los afiliados, los canelos convencidos, que somos los que nos partimos la tabla del pecho por sacar el programa adelante; pero el jefe…, el jefe siempre ha sido uno que dice: de frente, march!…, y él se queda atrás y a caballo.

Liberta.— ¡Hombre, le voy a calentá a usté er café con leche, porque me ha hecho usté gracia! (Se levanta con grandes trabajos.)

Urbano.— ¡Dios te lo pague!

Pues si tiene su gracia. Por tanto no debe sorprender que la noche del estreno, al bajarse el telón, el público asistente, aplaudiera rabiosamente e hiciera que los autores salieran a saludar ¡diez veces!… Y que Pedro Muñoz Seca fuese llevado a hombros hasta su domicilio. Muy pocas veces había sucedido esto en Madrid, donde aun se recordaba la noche del estreno de “Electra” cuando más de 5.000 madrileños con antorchas llevaron a Galdós hasta su casa o la de Jacinto Benavente y “Los intereses creados”.

Tampoco sorprendió la reacción de las Izquierdas, especialmente la del PCE, que a partir de “La OCA” le declaró la guerra, porque los comunistas se dieron cuenta enseguida que “La OCA” era un torpedo lanzado contra la ley de Reforma Agraria y la República, con más peligro incluso que el “No es esto, no es esto” de Ortega y las soflamas de los políticos de las Derechas. Pues los propios trabajadores y jornaleros del campo se veían reflejados y lo que veían no les gustaba… y es que vista la Reforma como se la hacía ver Muñoz Seca, con ironía y entre bromas, era un engaño y comenzaron a no estar tan de acuerdo con el igualitarismo y el Marxismo. Una guerra que iría a más cuando un año más tarde estrenó “Anacleto se divorcia”, (una sátira contra el divorcio) o con “Marcelino fue a por vino” y “El gran ciudadano”, donde ya se reía de la República a cara descubierta.

Sin embargo, no se explica que la crítica, con alguna excepción, estuviese contra él y maltratara sus obras. Aunque eso tenía su explicación, al menos así lo entendí tras escuchar un día a dos periodistas que vivieron en primera fila el Madrid republicano.

Por traer luz a algo tan raro me van a permitir que les cuente la conversación que un día tuve con Eduardo de Guzmán, por los años 30 Director de “La Tierra” y luego de “La Libertad”, las dos publicaciones anarquistas controladas por la CNT, y Adolfo Lucas Reguilón, el último guerrillero de España y colaborador de prensa de la embajada rusa. A los dos los tuve como columnistas en “El Imparcial” los dos años que estuve como Director y con los que llegué a tener una buena amistad.

Un momento, Eduardo, un momento ¿qué es eso del «síndrome Romanones»?
Ja, ja, ja… no me digas, Director, que no sabes lo que fue el «Síndrome Romanones».
Pues, no, no lo sé. Sé lo que se cuenta de Romanones cuando quiso ingresar en la Real Academia y sé lo que se contaba de la compra de los votos, pero lo del «síndrome» nunca lo había oído.
Como se nota que no viviste aquellos años de la República…pues te lo voy a contar…es mucho más gracioso que lo de la Academia y la compra de los votos, que las dos cosas son verdad. Lo del «síndrome» vino después. ¿Por qué crees tú que siendo un fullero, un pillo, un golfo y encima cojo, como era, tuvo siempre a la Prensa de su parte? ¿Sabes lo que se inventó en los años anteriores a la Dictadura?… Como sabía, porque también él había tenido diversos periódicos, que los periodistas estaban siempre lampantes y hasta muertos de hambre, la mayoría no tenían sueldo fijo y se las veían para cobrar las colaboraciones, el muy pillo hizo saber a los «plumillas» que al que escribiese a su favor les pagaba y, claro está, había hostias por echarle piropos cada vez que intervenía en las Cortes. Porque no sólo pagaba por líneas sino también por adjetivos.
No me digas
Pues, te lo digo…y es más, hasta los adjetivos tenían su valor. Por un «bien» seco pagaba menos que por un «espléndido», y no me digas por un «genial».
¡Qué barbaridad! ¿Y eso le funcionaba?
¿Cómo que si le funcionaba? Vete a la Hemeroteca y te buscas los periódicos del día que intervino en el Congreso para defender al Rey en plenas Cortes republicanas… ¡y ya verás!… Ni Dios que hubiese bajado del cielo…Aquel día creo que se gastó media finca.
Bueno, el Conde pagaba a los que hablaban bien de él, sólo a los que hablaban de él -intervino Adolfo Lucas Reguilón, que había sido Redactor de «Mundo Obrero» esos años- cosa que no era nueva, pues ya sabéis lo que pasaba, y pasa, en el mundo del toro y en el mundo del teatro. Lo malo es que el «síndrome» del Conde lo copiaron otros y no sólo para que hablasen bien de ellos, sino también, y a veces pagaban más, por lo que escribiesen contra otros… y ya puedes ir buscando Adjetivos en el diccionario de la Real Academia, que entonces todos eran pocos.
Oye ¿y en el teatro también funcionaba lo del Conde?
¿En el teatro?. Más que en ningún sitio. Ten en cuenta que en los años 30 había más de quince teatros en Madrid, lo que quiere decir que había una competencia feroz y que los empresarios se la jugaban cada día, porque en los toros las figuras no torean todos los días, pero en el teatro sí… y no bastaba con que triunfaras tú, tenías que triunfar tú y que fracasaran otros. Así que iban a muerte unos contra otros y todos contra todos. Las malas críticas se pagaban a precio de oro.
Ojo, pero también pagaban los Partidos, aunque estos como nunca tenían un duro lo que hacían es que se conquistaban a los periodistas y los hacían inmediatamente militantes e incluso a muchos diputados– agregó Lucas Reguilón.
Bueno, famoso se hizo lo de la Embajada de Rusia. Porque allí, y lo puedo decir con certeza, ya que mi Redacción estaba justo al lado –dijo Eduardo de Guzmán – hasta se abrió una oficina de «colaboraciones». Y bien que recuerdo a mi amigo Vladimiro.
¿Quién era Vladimiro?
El que pagaba. Un ruso muy simpático, más listo que el hambre. A quien no había quien le colara un gol, aquel cuando llegaba el que iba a cobrar su «colaboración», ojo, que a veces no iba ni el interesado y mandaba a la mujer, cogía la «cuenta» y no soltaba un real hasta que no contaba las líneas y los adjetivos, sólo entonces pagaba y lo más que decía era «¡Españoles, muertos de hambre!».
Bueno, yo recuerdo bien «el caso Muñoz Seca» -interrumpió Lucas Reguilón.
¿Qué pasó con Muñoz Seca?
Fue a raíz del estreno de “La OCA” en el teatro de “LA Comedia”, el día 24 de diciembre de 1931 (justo la Nochebuena), aquella noche que llevaron en volandas al gaditano hasta su casa. Uno de los estrenos más sonados de la República, bueno también fueron muy sonados los de «El divino Impaciente» de Pemán y los de «Bodas de Sangre» y «Yerma» de Lorca. La obra, entre cachondeo y cachondeo y risas y carcajadas le daba tal palo a la Reforma Agraria que habían hecho las Izquierdas, que el PCE montó en cólera y fue a por el autor. Así que la Embajada rusa sacó la fábrica de hacer billetes y hasta triplicó el precio de los adjetivos en contra. ¡Joder, y cómo puso la crítica a la famosa «OCA»!
Sí, eso lo recuerdo – añadió Adolfo – porque hasta Vladimiro me preguntó por el tal Muñoz Seca.
Ea, Director, así se escribe la Historia
¿Comprendes ahora por qué dejé de ser anarquista?
Y yo comunista.
A mí me dio asco el periodismo y me marché a mi pueblo de Piedralaves. Luego, eso sí, ya durante la guerra, pegué más tiros que el capitán Líster de Machado, y no contento con eso después del desastre del 39 me eché al monte y me hice guerrillero, el último guerrillero de España. ¡Gilipollas!
Pero, si quieres saber más del “Síndrome Romanones” vete un día a la Hemeroteca.

(Bueno, pues por entonces, año 79, no me fui a la Hemeroteca, pero, ahora al ponerme a escribir sobre Muñoz Seca para esta obra, si lo he hecho y la verdad es que entre las críticas que he leído se palpa el “Síndrome Romanones”. Veamos.

En “El Socialista”, un tal Boris Bureba califica la obra de simple, cansada y dice que parece que al autor “le molesta que los obreros se vean en la necesidad de exponer y defender sus reivindicaciones, que haya un problema arduo como el de la tierra, que existan obreros parados”. Para el crítico de “Ahora” los autores, más que hacer un retrato del campo andaluz lo que están buscando es el éxito, el negocio: “bien pensado – escribe – no aspiran a dejar para la posteridad un documento que sea a modo de una aportación sobre ese aspecto de los conflictos económicos que conmueven al mundo. Seria demasiada crueldad. Se conforma, en orden a la economía con el éxito de la permanencia de la comedia en los carteles”. Más duro el cronista de “El Debate” que dice que, a pesar del buen tono del inicio de la obra “pronto se pierde el tino y la limpieza inicial y todo se achabacana, se ordinariza y embastece de manera deplorable”. Según “ABC” hay por parte de los autores un claro deseo de situar la obra en un contexto de enfrentamiento entre dos visiones del país, supuestamente incompatibles, en una especie de caricatura de las dos Españas que poetizara Antonio Machado, como queda demostrado cuando una de las protagonistas entra en escena silbando el “Himno de Riego” y otra  cantando “Soldadito español”. El crítico Demetrio Estebanez critica la deformación esperpéntica de personajes y situaciones, que es la base del “Astracán”, subgénero literario de difícil definición relacionada casi exclusivamente con el teatro producido por Muñoz Seca y sus colaboradores: “El astracán –escribe- es una mezcla de juguete cómico y de melodrama humorístico degradados, al servicio de la pura evasión y de la carcajada, pero también de actitudes e ideas conservadoras. Todo ello, a través de un tratamiento paródico y caricaturesco de personajes, costumbres y realidades sociales, políticas (más raramente) y culturales, del presente o del pasado (…) Este tipo de obras es de muy escasa calidad estética y, en su tiempo, contribuyó a la desorientación de cierto público lastrado por la banalidad y la chabacanería”.

Sin embargo, hubo otros diálogos que dolieron a  “Mundo Obrero”. Por ejemplo, el que mantiene uno de los jornaleros con el aristócrata:

Carlos.__ Pero entonces, ¿ustedes que quieren?

Conrado.__ Lo de antes, Don Carlo. Remoloneá, no trabajá y cobrá.

Porque eso era el fondo de la cuestión, que los jornaleros del campo lo que querían no era un reparto de tierras, lo que querían era el cambio de la tortilla, quítate tú para que me ponga yo. Los pobres de amos y los ricos de jornaleros. Pero ¿trabajar? De eso nada. Y ese fue el triunfo del gaditano, que vio lo que los políticos no veían. De ahí sus éxitos apoteósicos. Pero, la guerra fue en aumento y las críticas a peor (ojo, que cuanto peores eran las críticas mayores eran los éxitos de público). En 1932 tras el estreno de “Anacleto se divorcia” un tal L.B. escribía en “Ahora”: “A nosotros todo el contenido de la obra nos parece deleznable, viejo, no importa que el tema sea actual en nuestro teatro, porque es vetusto, manido y rancio hasta dejarlo de sobra, torpe, chabacano y hasta desmedido en las licencias permisibles”.

Y así fueron estrenándose una tras otra. Éxito de público, críticas feroces.

Aunque no me resisto a reproducir el comentario del anónimo crítico de “El Socialista” al día siguiente del estreno de “La voz de su amo”.

“En cuanto que el señor Muñoz Seca resolvió defender la causa monárquica, nosotros comprendimos que surgiría la contrarrevolución y que la República quedaría desvanecida. Se han dado más de cien razones para explicar con algún fundamento el resultado de las elecciones para el Tribunal de Garantías constitucionales. Todas artificiosas y absurdas. Nadie, a no ser nosotros, se atreverá a decir la verdad. Y la verdad es que este hecho se registra como consecuencia de una obra del señor Muñoz Seca. (…)

Dos obras más como la de anoche, y Lerroux será arrastrado por las calles. Nadie podrá impedirlo. El señor Muñoz Seca parirá de nuevo a la monarquía. La lleva en su vientre porque un día fue traspasado como el rayo del Sol traspasó el cristal. Si queremos que aborte habrá que darle aceite de ricino. Aunque nos llame fascistas”

 

¡Aceite de ricino!… ¡Y eso en 1933! ¿No era un anticipo de lo que harían con él después en Paracuellos del Jarama?)

ACTO TERCERO

Escena 1ª: Cárcel de San Anton

Escena 2ª: Paracuellos del Jarama

Escena 3ª: Fiesta Alberti- Palacio de Heredia-Spínola

Confieso que al llegar a estas alturas, y después de haber leído casi todo lo que se publicó y se ha publicado sobre la detención y el asesinato de Muñoz Seca, he dudado cómo redactar el contenido de este tercer acto de la tragedia. Porque hay testimonios directos que son más reales que lo que pueda inventarse cualquier escritor de hoy.

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Una cosa está clara, que el 18 de julio de aquel terrible año 36 se puso en marcha la vorágine de la tragedia que fue la Guerra Civil y como en las tragedias griegas los hechos se precipitan inevitablemente hacia el fin marcado por los dioses.

El 18 de julio le coge a Muñoz Seca en Barcelona, donde se había trasladado con su mujer para el estreno de su obra “La tonta de la tiza”, la noche anterior y naturalmente allí viven los enfrentamientos de los militares sublevados con las izquierdas revolucionarias. El matrimonio, por la prudencia de la supervivencia, dejó el hotel donde se hospedaban y se “esconden” en casa de unos amigos. Aun así, y cuando ya la sublevación ha fracasado, lo detienen como hombre peligroso para la República y en Barcelona permanece unos días, hasta que haciendo uso de su situación de funcionario del Ministerio de Fomento, consigue que las autoridades triunfantes (anarquistas, comunistas y nacionalistas) lo envíen a Madrid. Así es que escoltado por dos policías lo suben al tren hasta Valencia, primera escala del viaje (por cierto, y según Ussía, el nieto, hasta tuvo que pagarles de su bolsillo a los policías el viaje y el hotel donde se hospedaron), donde permanece también varios días. Al llegar a Madrid lo llevan directamente a la Cárcel de San Antón, una de las cinco que el Gobierno había abierto ante la riada de detenidos (aparte de estas cárceles, digamos “oficiales”, ya estaban abriendo sus puertas las famosas “checas”, donde los comunistas iban a desarrollar su tétrica visión de la Guerra).

¿Y cómo vivió aquellos dos meses largos el triunfante gaditano en la cárcel de San Antón? Llegados aquí creo que no hay mejor respuesta que el relato que Alfonso Paso escribió en 1977 y que reproduzco integro:

ESCENA 1ª

Hay un recuerdo imborrable que me viene ahora al corazón porque de la mente no se ha separado jamás. Mi padre intentó por todos los medios  salvar a Pedro Muñoz Seca, que estaba internado en la cárcel de San Antón de Madrid. Mi padre publicó un artículo en el recién aparecido Diario por entonces, al término de la guerra, «Madrid». El artículo se titula «Con Muñoz Seca en la cárcel de San Antón», y mi padre relata el dramático encuentro que tuvo allí con nuestro gran autor cómico. Venía de intentar una entrevista con Marcelino Domingo y con el propio  Martínez Barrios, pero las cosas estaban graves para la República. Al fin, un poeta comunista llamado Pedro Luis de Gálvez consiguió un permiso para que mi padre visitara a Muñoz Seca en la cárcel de San Antón. Ya he contado como acompañé a mi padre y como salí conturbado y lleno de miedo de pensar que algo así pudiera sucederle al autor de mis días. Pedro Luis de Gálvez, a quien mi padre apodaba: «El Capitán Saltatumbas» iba con un pistolón pegado a la cintura  y se había dado un par de visitas por mi casa al tanto de una obra dramática que quería estrenar y que pretendía que mi padre arreglase.

Estábamos en la cocina de Apodaca, mi madre, mi hermana Juana y yo, comiendo puré de lentejas con pan frito. Entró el Capitán Saltatumbas preguntando por mi padre y como quiera que don Antonio no estaba se sentó a hacer tertulia y a mirar tan menguado alimento. Mi hermana masticaba ruidosamente el pan frito y de pronto, Pedro Luis de Gálvez sacó el pistolón, apuntó a mi hermana y dijo:

― Como sigas haciendo ese ruido te mato.

Juana se quedó helada y yo me llevé a Pedro Luis de Gálvez al despacho de mi padre para evitar mayores males.

Enterado mi padre de lo ocurrido cuando vino, y habiendo abandonado  la casa el Saltatumbas, tuvo una violenta escena con él a la que puso fin, meloso y bajuno, el tal Pedro Luis de Gálvez, diciendo:

― No te pongas así Antonio, que te voy a dejar ver a Pedro.

Aprovechó mi padre la ocasión y con ese antecedente llegamos a la cárcel de San Antón en octubre de 1936, sin que pudiera precisar la fecha exacta. Yo ví a a don Pedro tranquilo, irónico, mientras que el otro Pedro, Luis de Gálvez, ordenaba a los milicianos:

― A este que no me lo toque nadie. A Muñoz Seca no lo mata nadie más que yo.

Muñoz Seca protestaba:

― Es un honor, Pedrito. Es un honor.

Mi padre habló largamente con don Pedro. Se quejaba el autor cómico de su úlcera de estomago y suplicó a mi padre que no le abandonasen nunca en la cuestión de las medicinas. Como el frío se echaba encima le pidió también unos calcetines de lana caso que por otra parte había pedido ya a su familia. Mi padre le mostró los que llevaba  puestos y le dijo:

¿Te abrigarán estos?

― Un poco más.

Mi padre se quitó los calcetines y se los entregó allí mismo bajo la supervisión del Saltatumbas con el que se encaró diciendo:

― Si algo le pasa a Muñoz Seca tu tendrás la culpa y lo pagarás muy caro. La República no puede permitirse estas cosas.

Pedro Luis de Galvéz fantocheó delante de los dos autores. No se cuantas cosas dijo. Lo que si es bien cierto y esto lo tengo grabado en la mente es que dijo que la República contaba bien poco y que eran los comunistas los encargados de sentar la justicia a partir de aquel momento.

― Si quieres que Muñoz Seca siga vivo habla con Orden Público y con Carrillo que es quien lleva todo esto.

Mi padre, viejo republicano, a la salida de aquel emocionante encuentro, llamó desde mi casa a Diego Martínez Barrios. Me parece que le estoy oyendo hablar.

― Si eres inteligente, Diego, si lo somos, no podemos permitir que un escritor esté en la cárcel. Eso mancha a la República.

Cuando colgó el teléfono aseguró a mi madre, conmigo delante, que Martínez Barrios iba a hablar con Carrillo. La cosa no se me ha olvidado nunca  porque yo asociaba el nombre de Carrillo a un vecino de la casa y mi padre me tuvo que sacar del error. Repito textualmente sus frases:

― Ese es capaz de todo con tal de hundir a la República, pero si Diego quiere…

Días después de lo que estoy narrando comunicaron a mi padre la muerte de Muñoz Seca. Santiago Carrillo Solares se acordará  seguramente de un viejo republicano que quiso romper su carnet de número muy bajo, en la calle Mayor, delante de Unión Republicana, por la muerte de Muñoz Seca, de la cual es responsable, mientras no se demuestre lo contrario, el Carrillo Solares a quien hay que aplicar la acusación por delito tipificado de genocidio y atentados contra la humanidad.

Pero, si los meses de septiembre y octubre fueron “algo tranquilos”, a pesar de la angustia, la mala comida y los malos tratos, la cosa cambió de manera radical al llegar noviembre, porque la situación política había cambiado radicalmente. El Gobierno entero y hasta el Presidente de la República habían tenido que huir a Valencia ante el temor de que las tropas de Franco, que ya estaban en el Manzanares y en la Ciudad Universitaria, entrasen en Madrid y los cogieran prisioneros a todos. Madrid quedó en manos de una Junta de Defensa que presidia el General Miaja, con el único objetivo de evitar la caída, que seguramente hubiese sido el final de la Guerra. Pero, esta extraña situación (así lo contaría años después el Propio Miaja en su exilio de México) dio lugar a unos hechos incuestionables, ya que Miaja, con el Teniente Coronel Vicente Rojo a su lado, se dedicó especialmente al tema militar y como el Ministro de la Gobernación, el socialista Ángel Galarza, estuviese en Valencia, el Poder Real quedó en manos del Comisario de Orden Publico y Seguridad, Santiago Carrillo Solares, a la sazón Secretario General de las Juventudes Unificadas (J.J.U.U.). y fue Santiago Carrillo quien decidió, en una primera instancia sacar de Madrid a todos los presos y llevarlos al lugar más alejado para que en caso de que los franquistas entrasen en la capital no se pudieran sumar a ellos… y luego, ante los inconvenientes que el traslado de más de 20.000 personas significaba la Comisaria de Orden Púbico decidió una “solución determinante” (que no era otra cosa que el fusilamiento de los detenidos).

Y el 7 de noviembre empezaron las “sacas” y apareció Paracuellos del Jarama. Cada noche los milicianos que custodiaban las cárceles leían los nombres de hasta 200 presos que eran los que tenían que “viajar” a la mañana siguiente (en los autobuses, de hasta dos pisos, de la empresa municipal) y que eran llevados directamente a Paracuellos, y allí se ponía en marcha la trágica máquina de la muerte instantánea.

Muñoz Seca oyó su nombre la noche del 27 de noviembre y ya no tuvo dudas del fin que le esperaba. Tal vez sería esa madrugada cuando le escribió a su mujer la última carta de su vida (en sus meses de cárcel le escribió tres cartas y 47 postales):

Queridísima Asunción: sigo muy bien. Cuando recibas esta carta, estaré fuera de Madrid. Voy resignado y contento. Dios sobre todos. Llevo una muda de repuesto.

Voy muy tranquilo sabiendo que todos estarán bien y que tú seguirás siendo el ángel bueno de todos. El mío lo has sido siempre y, si Dios tiene dispuesto que no volvamos a vernos, mi último pensamiento será siempre para ti.(…) Siento proporcionarte el disgusto de esta separación pero, si todos debemos sufrir por la salvación de España y ésta es la parte que me ha correspondido, benditos sean estos sufrimientos. Te escribo muy deprisa porque me ha cogido la noticia un poco de sorpresa. Adiós, vida mía. Muchos besos a los niños, cariños para todos y, para ti, que siempre fuiste mi felicidad, todo el cariño de tu Pedro

Esclarecedora y emocionante carta. Porque de su texto se desprenden varias cosas, el amor a su mujer y a su familia, el amor a España (por la que dice que hasta merece la pena la muerte) y su fe católica inquebrantable… ¡y su falta de odio! Acepta la realidad y con gran serenidad se dispone a la muerte.

Al llegar aquí, y aunque sea tétrico, me van a permitir que les reproduzca el relato que hizo después de la guerra Gregorio Muñoz Juan, un habitante de Paracuellos:

ESCENA 2ª

 “A primera hora de la mañana volvió a trabajar al “Arroyo de San José”, y vio como alrededor de las once, llegaban siete autobuses de dos pisos y otros tres de un piso, todos ellos de los del servicio público en Madrid, abarrotados de presos, atadas las manos a la espalda. Oyó comentar entonces que todos los presos procedían de la Cárcel de San Antón. Pararon los vehículos al lado de la zanja número 4, por su lado Sur.- Los milicianos que iban de escolta, fueron sacándolos en grupos de 20 a 25 presos, que colocaban en fila junto a la zanja abierta, de espaldas a ésta, y desde unos seis metros de distancia, les hacían con sus fusiles fuego de frente. El penúltimo de los fusilados en aquella expedición fue Don Pedro Muñoz Seca, a quien mataron a muy pocos metros de distancia donde cavaba el declarante, en el extremo Oeste de la fosa número 4.- Como conocía de vista a este tan popular autor, prestó el testigo toda su atención a sus últimas instantes, y le vio caminar con ademán tranquilo los veinte metros que le separaban desde el autobús al punto dónde fue muerto, y al pasar junto a los cadáveres de los recién asesinados, decía: “Ahí va el último acto de la escena; hasta al morir, con la sonrisa en los labios. Este es el último epílogo de mi vida”.- Al acabar estas palabras recibió los tiros mortales. Oyó cómo muchos de los asesinados aquella mañana antes de morir, proferían, entre otras, estas expresiones: unos, “¡Os perdonamos de todo corazón, asesinos!”; otros “Nos matáis porque somos católicos y personas de orden”. Casi todos morían gritando: “¡Arriba España!”, “¡Viva Cristo Rey!”. Vio también aquella mañana como descendieron juntos, para ser matados, un señor alto, de luto, y sus dos hijos; aquél pidió permiso para hablar con ellos y, obtenido de los milicianos, los tres se salieron de la fila y empezaron a hablar en voz baja, juntas las tres caras. A los pocos instantes se acercaron dos milicianos y les gritaron: “Andad para alante”. El padre apartó de sí, en un rápido movimiento de hombros, a sus dos hijos, quedando los tres frente a sus verdugos, al tiempo que el anciano gritaba: “¡Fuego!” y, en el acto, caían los tres muertos.- Aquella tarde y en la mañana del día siguiente, enterraron los varios centenares de presos matados en esta expedición, que recibieron tierra en la zanja número 4 (al Oeste de los enterrados de la víspera y casi hasta el extremo Oeste, pues sólo quedaron unos tres metros de este lado sin tapar entonces); otros muertos de esta expedición fueron inhumados en la mitad Este de la zanja número 5; los restantes recibieron sepultura en diversas pequeñas zanjas que de días atrás estaban abiertas por la parte Oeste de las zanjas números 5 y 6 y no a gran distancia de éstas. Se fijó mucho en dónde enterraban a MUÑOZ SECA y, sin temor a equivocarse, puede señalar con precisión el punto de la zanja número 5 en que yacen sus restos

ESCENA 3ª

Para esta escena solo he tenido que rebuscar en mi memoria y en mi archivo particular, porque entre los cientos de “papeluchos” que he encontrado figura uno que ya había olvidado. Se trata, y es sólo una página, del texto para un Informe que Eduardo de Guzmán me había entregado en 1981 para publicarlo en el “Heraldo Español”, la revista que yo fundé y dirigí entre 1980 y 1982. El título de aquel Informe era LAS FIESTAS DE RAFAEL ALBERTI, en el que repasaba algunas de las fiestas-banquetes que organizaban Rafael Alberti y su compañera María Teresa León en el Palacio de los Marqueses de Heredia-Spínola, en la calle Marqués del Duero 7 de Madrid, donde vivían, desde su regreso de su último viaje a Moscú como Secretario de la “Alianza de Escritores Antifascistas”, que ya estaba organizando el II Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia que se celebraría en 1937, y donde Alberti montó la redacción de “El Mono Azul”. Por aquel palacio pasaron también León Felipe, Vallejo, Emilio Prados, Hemingway, Dos Pasos, Neruda y otros escritores cuando pasaban por Madrid. Aquellas fiestas se hicieron famosas por lo bien que se comía (en una de aquellas fiestas fue donde se produjo el encontronazo de Miguel Hernández con María Teresa León que relatamos en otro lugar de esta obra).

Aquella noche del 28 de noviembre el motivo de la fiesta era un homenaje a las Brigadas Internacionales que ya se habían incorporado a la lucha y de momento habían conseguido frenar a las tropas de Franco. Naturalmente allí estaban esa noche la flor y nata del PCE, los escritores afines, los mandos militares comunistas y anarquistas, el Embajador ruso y algunos altos cargos de la embajada y ¡cómo no! los influyentes Iliá Ehrenburg, el escritor, y el gran comisario Mijail Koltsov, el hombre de Stalin en Madrid durante la Guerra Civil española.

Durante la cena, en el gran salón del Palacio, se sirvieron los manjares que acompañaban siempre a Alberti: caviar, filetitos de langosta, colas de cigalas, “pescaito frito”… ¡y jamón! Curiosamente los españoles se ponían “moraos” de caviar y los rusos y extranjeros de jamón.

A los postres Rafael Alberti tomó la palabra y tras agradecer a los jefes de las Brigadas que ya estaban participando en la batalla de Madrid, el general soviético Kléber y el húngaro Maté Zalka “Lukacs”, y el líder comunista francés André Marty, leyó, con la voz profunda que siempre tuvo el del Puerto de Santa María, un poema que le dedicaba a los brigadistas y que decía:

A las Brigadas Internacionales

Venís desde muy lejos… Mas esta lejanía
¿qué es para vuestra sangre que canta sin fronteras?
La necesaria muerte os nombra cada día, 
no importa en qué ciudades, campos o carreteras.

De este país, del otro, del grande, del pequeño, 
del que apenas si al mapa da un color desvaído, 
con las mismas raíces que tiene un mismo sueño, 
sencillamente anónimos y hablando habéis venido.

No conocéis siquiera ni el color de los muros
que vuestro infranqueable compromiso amuralla. 
La tierra que os entierra la defendéis seguros, 
a tiros con la muerte vestida de batalla.

Quedad, que así lo quieren los árboles, los llanos, 
las mínimas partículas de la luz que reanima
un solo sentimiento que el mar sacude: ¡Hermanos! 
Madrid con vuestro nombre se agranda y se ilumina.

Al terminar Alberti y cuando aun duraban los aplausos tomó la palabra André Marty, quien en un francés chapurreado de español dio las gracias en nombre de las brigadas y pidió un brindis ¡por la República española!

Pero, no había terminado la cena, y cuando ya rusos y españoles se llenaban de Vodka, entró el joven Santiago Carrillo, que venía rodeado de su guardia pretoriana y con cara sonríente y entre saludo y saludo se dirigió a Alberti y le dijo algo al oído. Entonces Alberti pidió silencio, tocando con un tenedor la copa de cristal que tenía en las manos, levantó su voz y dijo:

Señoras y Señores, compañeros, camaradas, mi joven amigo Santiago Carrillo, Nuestro Delegado de Orden Publico y Seguridad, me acaba de comunicar que hoy ha muerto uno de nuestros mayores enemigos, el católico, monárquico y fascista Pedro Muñoz Seca. ¡Son gajes de la Guerra!… el mes pasado ellos acabaron con nuestro admirado y grandísimo Federico, Federico García Lorca, y hoy le ha tocado el turno a uno de ellos. ¡Donde las dan las toman! Ahora dirán que somos unos asesinos ¿y ellos? ¿Qué son ellos? Con una diferencia, que ellos sabrán donde cayó y ha sido enterrado “su” escritor y nosotros no sabemos dónde reposan los restos del nuestro. Pero nosotros venceremos y más ahora que ya están con nosotros los Internacionales… porque la Razón y el Derecho están de nuestra parte… ¡Tampoco pierde mucho el teatro!… ¡Viva la República! ¡Viva Rusia! ¡Viva Stalin!

Y aquello sí que fue ya una fiesta. No, Alberti no quiso salvar a Muñoz Seca, su paisano y vecino  del Puerto de Santa María. ¡Y pudo salvarlo!

Si se sabe, lo dijo en sus declaraciones al finalizar la Guerra el tal Gregorio Muñoz Juan, que esa misma mañana del 28 de noviembre Santiago Carrillo visitó Paracuellos del Jarama.

 

EPILOGO. LA CENSURA FRANQUISTA Y MUÑOZ SECA

¡Ay!, pero si el “viacrucis” de Muñoz Seca acabó en Paracuellos no le sucedió lo mismo a su obra. Porque al finalizar la guerra en el 39 y cuando las compañías de teatro quisieron reanudar su actividad se encontraron con un  muro, con el lápiz rojo de la censura que imponía el Nuevo Régimen a todo lo que se fuese a publicar o representar. Ni una, ni una sola, de las obras de Muñoz Seca que quisieron representarse en los años 40 pudo hacerlo sin tener que retocar o suprimir muchas páginas. Tal vez porque en ellas había al menos tres cosas que no gustaban a los censores: las referidas a la Iglesia (aquella Iglesia, que había hecho una Cruzada de la Guerra, tenía tanto Poder que no permitía crítica alguna, aunque fuese en tono humorístico), cualquier palabra, frase o escena que encumbrase la Monarquía (ya se sabe que Muñoz Seca fue siempre monárquico e incluso amigo de Alfonso XIII, ¡si hasta estuvo en la boda de Don Juan, el Conde de Barcelona el año 1935!) y tampoco podía mencionarse la palabra República ni nada que pudiera favorecerla.

Y como muestra de cómo actuaban los censores les reproduzco la respuesta que le dieron al empresario Valeriano León, que entonces regentaba el Teatro Maravillas, cuando pidió permiso para representar la obra “Marcelino fue por vino”, uno de los mayores éxitos de su vida:

Lamento comunicar Vd. que, aun reconociendo los valores circunstanciales de la obra, valiente, satírica, cómica, de análogas características, en resumidas cuentas, a muchas otras con las que el autor combatía la república con una hombría y dignidad que le costaron la vida, […] Quizá con una profunda refundición de la obra objeto de estudio, derivando su motivo cómico hacia cuestiones no políticas y suprimiendo de la misma alusiones a partidos, personalidades y querellas de carácter social, ya felizmente superadas, pudiera autorizarse su representación. A su criterio someto la posibilidad de este arreglo”.

Y aquí termino. Pero lo quiero hacer con las palabras de Valle-Inclán que comencé estas páginas:

Quítenle al teatro de Muñoz Seca el humor, desnúdenle de caricatura, arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia, y seguirán ante un monumental autor de teatro”.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.