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Cómo sé que muchos de los españoles de bien que el 4-M van a acercarse a votar pensando que las elecciones son simplemente para cambiar o no los dirigentes de Madrid, me complace reproducir hoy dos cartas del escritor y poeta Agustín de Foxá que escribió a su familia en aquellos primeros días de la Guerra y antes de escapar de Madrid. Me parece interesante que los votantes de hoy vayan a votar sabiendo que está en juego mucho más que, incluso, la pandemia, los impuestos o la seguridad en las calles… que en esta ocasión lo que van a decidir en las urnas es si Madrid y España van a seguir siendo una Democracia o se va a imponer un Régimen comunista… ¡y quién crea lo contrario se equivoca! Porque el comunismo de hoy no es como el de ayer de Lenin y Rusia, el comunismo de hoy es como la tinta del calamar, que sin armar ruido, a veces haciéndose pasar por hombres pacíficos, se va infiltrando en todas las Instituciones del Estado, y antes en las familias, en las empresas y en la enseñanza hasta que tienen el Poder total en sus manos.

Entonces se quitan las caretas y aparece el verdadero comunismo.

Pero, lean ustedes las cartas de Agustín de Foxá y verán que no miento.

Primera Carta

SOBREVIVIR EN MADRID

(VERANO DE 1936)

Madrid, 21 de julio de 1936

Queridos padres y hermanos: Os escribo después de haber pasado uno de los días más horrorosos de mi vida. Desde las cinco de la madrugada hasta las nueve de la noche, es decir, durante dieciséis horas, hemos estado sometidos a un fuego intensísimo de fusilería. Todo el día han estado pasando camiones con milicias comunistas erizadas de fusiles. Pasaban obreros con correajes y cascos de soldados encontrados en los despojos del Cuartel de la Montaña. Aquello era un montón de ruinas. Decían que el patio estaba sembrado de cadáveres. Allí han muerto más de quinientos hombres. A media mañana las milicias se dirigieron hacia el Pacífico. Se oía hacia la basílica de Atocha un lejano cañoneo.

La emoción era terrible. Pasaban las ambulancias con heridos y el ruido de los disparos era ensordecedor. Nos mandaron abrir todos los balcones. Comí en el piso de los porteros. A media tarde aumentó el tiroteo. Hacia las cuatro paró un camión de la CNT en el portal de casa. Me acordé de mamá y del espanto que hubiera sentido al ver invadir aquellos milicianos, vestidos con monos de mecánico, armados con fusiles y pistolas, el portal de nuestra casa diciendo que desde ella se había tirado. Yo y el ama, que estuvimos bastante heroicos, bajamos la escalera y les salimos al encuentro convenciéndoles de que no se había tirado. Cuando estábamos abajo, de las casas de enfrente surgió un violento tiroteo. Cayó una bala entre Deogracias y nosotros. Deogracias no se movió de la puerta, excitando la admiración de los mismos milicianos, que a viva fuerza lo retiraron. Durante diez minutos estuvimos sufriendo el fuego, pues no quisimos subir al piso para que si volvía a surgir sin sus jefes poderles calmar. Un obrero, sin embargo, me dijo mirándome fijamente: «A lo mejor estamos aquí en la boca del lobo». Sé que el niño de la Ascensión y un carbonero dijeron que esta era una casa sospechosa.

Como arreciaban los disparos, los milicianos, desde nuestro portal, hicieron fuertes descargas contra la casa de enfrente. De pronto alguien opinó que tiraban desde el tejado de la iglesia. Inmediatamente acordaron quemarla. Del depósito de un camión sacaron unos cubos de gasolina. Diez minutos después un humo denso invadía, como una niebla, la calle de Atocha. Hacia las ocho decreció el tiroteo. Vi pasar un muerto en un camión. Las llamas de la iglesia se reflejaban en los miradores de las casas de enfrente. Pasaron motos con guardias civiles con el puño en alto. Con ruido de chatarra cruzaron dos tanques atados con cadenas. Los milicianos llevaban correajes nuevos, de soldados, conquistados en el cuartel. Había más de dos mil muertos. Cerró triste la noche, entre tiros aislados y las sirenas lúgubres de las ambulancias. Todos los vecinos vinieron a hablarme, porque ya caían chispas encendidas en el patio.

Mandamos echar cubos de agua al interior y empapar las paredes. Era tremendo. En la noche se veía la inmensa hoguera y las brasas caían como una lenta nevada.  Una de ellas lo hizo en las obras de la sedería de la esquina y prendió la paja. Echaron cubos de agua y la apagaron. Pero los milicianos prohibieron que se volvieran a asomar. La gente, en la calle, esperaba a que se desmoronara la cúpula. El humo era asfixiante. Me acordé de la pobre cúpula, tan cuidadosamente arreglada por el párroco. Los pájaros, que antes volaban chillando alrededor de la Cruz, volaban enloquecidos sobre el humo.

Cerró la noche entre disparos aislados. Bajé a la tertulia del sastre donde las mujeres sollozaban. El resplandor del fuego enrojecía la calle y los cristales. Ya sería ceniza San Nicolás y el San Rafael de la antigua Juventud Católica.

Cené y me acosté. Caían chispas en el patio y volaban leves papeles carbonizados. Pensé que alguno de ellos sería mi partida de bautismo o la de Ignacio. De madrugada todavía se oyeron unos tiros.

Abrazos.

Agustín

 

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Segunda Carta

“Estuve a punto de ser fusilado”

No ha quedado un cura ni una iglesia. La nuestra ardió en los primeros días. En la iglesia de San José han vestido al Niño de la Bola de miliciano; en Santa Cruz hay un centro gastronómico. Es todo un símbolo del marxismo materialista; sacos de patatas y jamones en los altares de los arcángeles. En la iglesia del Carmen se exhiben las momias de los frailes en posición obscena sobre las de las monjas.”

Guéthary, 12 de septiembre de 1936

Querido Jaime: Al fin he pasado la frontera después de 48 días de infierno en Madrid.

El día 21 de julio estuve a punto de ser fusilado. Eran las cuatro de la tarde cuando oí gritos y blasfemias en la escalera y empezaron a golpear la puerta con las culatas. Di orden al ama que abriera y entraron ocho facinerosos que me apuntaron. El jefe me puso el revólver en el pecho y dijo que me habían visto disparar por el balcón y que iba a ver lo que me pasaba. Cuando estaba en esta situación trágica subió una mujeruca desgreñada, con un lazo rojo, gritando: «Este es, camarada, yo lo he visto». Naturalmente me di por muerto.

Afortunadamente llevaba mi nombramiento de cónsul en Bombay con la firma de Barcia, y les dije que yo era un escritor que había conocido a Barcia en la redacción de El Liberal y que se me daba aquel sueldo de 75.000 pesetas para premiar mis servicios al Frente Popular. Aquello les impresionó algo y empezaron un registro que duró cuatro horas. Figúrate mi espanto cuando llegaron a nuestro cuarto y vi que sobre el armario quedaban unos cien «No importa» y otros folletos de Falange. Si los llegan a encontrar a estas horas tu honorable hermano estaría criando malvas en el húmedo terreno de la Casa de Campo.

La vida en Madrid es espantosa. Ya han fusilado a más de 12.000 personas. Aparecen los cadáveres en las tapias del cementerio, en los alrededores de la plaza de toros de Tetuán, en los altos de Maudes y en la Moncloa, como en 1808. Se oye comúnmente decir «ayer en el solar de al lado de mi casa aparecieron dos. Debían ser señoritos porque tenían los dientes de oro». En la pradera de San Isidro, las hijas de los chisperos y las manolas acuden a las cuatro de la mañana para ver los fusilamientos rodeadas de sus críos. Cuando el reo dice una frase arrogante, le aplauden como si diera una bella verónica. Al hijo de Güell le dieron una gran ovación porque murió gritando «Viva Cristo Rey». A los cobardes les silban como a los toros mansos.

Se han apoderado de todos los palacios y los han convertido en radios comunistas o en ateneos libertarios. En el Círculo de Bellas Artes funciona la gran checa roja (qué bien vendría una bomba de aviación). Un tribunal grotesco, en mangas de camisa —risotadas y cajas de cerveza—, juzga sobre la vida y la muerte en medio de un bazar de hogares violados (allí alfombras, armas antiguas, joyas, mantones de Manila y Cristos de marfil).

Las primeras noches todos los grandes palacios tenían encendidas las arañas, como si dieran un gran baile trágico.

Por las calles los coches de la FAI, terribles, ocupados por bandidos, flameando la bandera pirata, roja y negra, sobre los faros.

Me he mudado cuatro veces. Unos días los pasé en casa del tío Juan hasta que una madrugada vinieron por él. Fue una salida trágica a la luz verdosa del alba entre grupos que nos daban el alto y en un coche de la policía. Lo detuvieron porque un amigo estúpido de Córdoba dijo, por radio, que se comunicara al número de su teléfono que la fábrica de esmaltes funcionaba normalmente. Creyeron que esto era una clave. Estuvo un día, y como las milicias habían metido pistoleros entre los detenidos, pasaron una noche de horror esperando el tiroteo. Muchos se confesaron con los curas que había detenidos. Al fin lo soltaron y ahora está con tía Sara y José Luis en casa de la tía Martina.

Allí viví también unos días logrando hacer una especie de ficción jurídica, pues conseguimos que a José María le dieran en el Ministerio un carnet de agregado diplomático, con lo cual izó la bandera argentina y puso la placa de la Embajada. Una noche, sin embargo, las milicias tirotearon su coche y quisieron asaltar el hotel. Mientras pugnaban por entrar, yo telefoneé a la Dirección de Seguridad y al encargado de negocios argentino. Al fin les convencieron y nos dejaron.

Hace veinte días una radio comunista se incautó de la casa de Atocha. Llevaron a Bellas Artes las joyas de mamá y armaron la gran juerga emborrachándose con el vino de Lanciego. Subieron unas putitas (llamadas enfermeras o milicianas) a las que vistieron con los trajes de noche de mamá. Uno de ellos se puso mi uniforme diplomático y bailó con él. Luego se acostaron con ellas en nuestras camas. Aún siguen allí; han abierto todos los armarios, leído todos los documentos y, hace poco, se incautaron también de la casa de Ibiza.

Iban a matar a papá y a uno de nosotros. Se hartaron de decir que ya sabía aquel marqués lo que se hacía al irse al extranjero, porque tenían una ficha terrible contra él y uno de sus hijos, que era fascista.

Los últimos días dormí en el Ministerio. El aspecto de Madrid era trágico, por miedo al bombardeo. Los faroles de gas estaban pintados de azul, así como las luces de los tranvías. Al atardecer venían los aviones. No te puedes imaginar lo que ha contribuido esto a bajar la moral del pueblo. Lo importante es que se intensifique. Los sitios mejores de bombardeo serían la plaza de toros de Tetuán, el Círculo de Bellas Artes, el palacio de Villapadierna, frente a Correos, y el Teatro de la Ópera, donde han almacenado enorme cantidad de explosivos.

No ha quedado un cura ni una iglesia. La nuestra ardió en los primeros días. En la iglesia de San José han vestido al Niño de la Bola de miliciano; en Santa Cruz hay un centro gastronómico. Es todo un símbolo del marxismo materialista; sacos de patatas y jamones en los altares de los arcángeles. En la iglesia del Carmen se exhiben las momias de los frailes en posición obscena sobre las de las monjas.

Hay, al día, de ochenta a cien fusilamientos.

Necesito que me hagas un favor. Ya sabes que, antes de la revolución, me destinaron a Bombay. Después me dejaron «en comisión» en el Ministerio y últimamente, encontrándome muy en peligro, pedí al ministro que me dejara marchar a mi puesto. No puedes figurarte las intrigas que he hecho. Al fin me trasladaron a Bucarest y gracias a esto he podido salir de Madrid, vía Valencia-Barcelona.

Ningún diplomático de Madrid ha presentado la dimisión. Hacer esto, en aquel infierno, era ser condenado a muerte. Al salir seis de Madrid, los compañeros nos exigieron palabra de honor de no dimitir, ya que ellos quedaban de rehenes. No podemos, por tanto, dimitir, pero es necesario que hagas llegar a la Junta de Burgos que de esos seis, cuatro, cuyos nombres daré oportunamente, vamos con el decidido propósito de boicotear por todos los medios al Gobierno de Madrid. Únicamente dimitiríamos si se nos mandara comprar armas.

Ten cuidado con esta carta, no sea que te comprometa. Si es necesario, quémala. Ten mucho cuidado. Escríbeme al Hotel Guetharia. Aquí me enteré por monsieur Silvent de tu paso hacia España. Ten mucho cuidado y piensa que papá está enfermo, que eres su favorito y que cualquier herida que tuvieras a él le mataría. Ricardo ha corrido un terrible peligro. Yo lo saqué de su casa y lo llevé a la Embajada de la Argentina, donde está tranquilo. Han fusilado al padre Miguel, de los marianistas, y a los dos hermanos de Andrés Sáenz de Heredia. Supongo que Campos será uno de los héroes del Alcázar.

¿Se sabe algo de José Antonio? Voy a intentar ir a Lisboa antes de llegar a Bucarest.

Dale un fuerte abrazo al tío Felipe; sus requetés se han portado en Irún.

Escríbeme largo y tendido sobre lo que pasa por ahí y dame noticia de los amigos. Mi impresión es que el triunfo militar es indudable. Ten mucho cuidado; cumple, pero no hagas tonterías.

Un fuerte abrazo.

Agustín

D. Los otros diplomáticos afectos son: Ramón Sáenz de Heredia, R. Martínez Artero y Ángel Sanz Briz.”

 

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Y ahora, queridos amigos madrileños, ya podéis ir a votar en libertad.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.