21/11/2024 14:49
Getting your Trinity Audio player ready...

Ante las decisivas elecciones de febrero de 1936 IMPORTANTE PASTORAL DEL CARDENAL PRIMADO DE ESPAÑA
     «El interés puramente político jamás podrá ser preferido al interés religioso para el católico»
           
         «Los derechos del hombre no pueden pasar por delante de los derechos  de Dios»

 
«España, nuestra Patria, y el Catolicismo, nuestra Religión, han estado siempre tan unidos que son como una sola cosa»

 

                    Por su interés y actualidad  «El Correo de España» reproduce hoy la famosa Pastoral que el Cardenal Arzobispo de Toledo y Primado de España, Don Isidro Gomá y Tomás, hizo pública el 24 de enero de 1936, cuando estaban convocadas las elecciones que iban a resultar decisivas del 16 de febrero que dieron el triunfo al Frente Popular.

  

 

NO hace muchos días, el Cardenal Primado de España, Arzobispo de Toledo, estuvo en Roma visitando al Sumo Pontífice. Los medios de comunicación, siempre prestos a servir a sus lectores la noticia, silenciaron esta información e, incluso, la manipularon. La verdad resplandeció al fin, como siempre, tarde o temprano, ha de suceder. El hecho nos ha traído a la memoria la visita que en enero de 1936 realizó a Roma el Cardenal Gomá, también Arzobispo de Toledo y también Primado de la Iglesia española. A su regreso, publicó la siguiente pastoral «sobre cuestiones de actualidad» que hemos recogido para nuestros lectores del libro «Los documentos de la primavera trágica», parte de una colección de estudios contemporáneos, preparada por la Sección de Estudios sobre la Guerra de España, de la Secretaría General Técnica del Ministerio de Información y Turismo, editado en 1967, con selección de notas del historiador y periodista don Ricardo de la Cierva.

No hace falta ser un lince para darse cuenta de cuál es la intención del Cardenal Primado. En la nota que precede a la pastoral, de manera diáfana, se dice. Y basta leer esta pastoral para ver cuáles son las indicaciones de una Iglesia que sabía señalar el camino de sus hijos sin equívocos, sin doblez, sin fines políticos. Y es pura coincidencia que sea hoy el Cardenal Primado, don Marcelo, quien desde Toledo, como el Cardenal Gomá, ilumine con mayor claridad los pasos que hemos de dar hoy los católicos en situaciones tan parecidas como la que vivió el autor de la Pastoral y la que vivimos hoy los españoles.

 

El cardenal Gomá vuelve de Roma. Es evidente, tras este documento, la misma mano que estaba destinada a trazar la famosa Carta Colectiva de 1937. Pero ahora, en estos momentos que se iban, ¿comprenderían los católicos un estilo tan numeroso, tan romano, tan incitante a leer entre líneas? No sé si en enero de 1936 había tiempo de leer entre líneas. Pero es evidente que bastantes católicos votaron al Frente Popular. ¿Lo prohibía esta Pastoral? Entre líneas, desde luego.

 

Pastoral del Primado a su regreso de Roma sobre cuestiones de actualidad.

Primacía de los derechos de Dios en la sociedad, unión para su defensa, sacrificio de todos en aras de estos principios, caridad cristiana, criterio sobrenatural, oración y penitencia. Respeto a los derechos de la Iglesia, saneamiento de la escuela, santidad de la familia, los tres objetivos primordiales. «Nos hallamos quizá no sólo ante una delicada situación política, sino en uno de estos recodos imprevistos que ofrece a veces la historia de los pueblos». Unión de los católicos «antes que todo», «sobre todo», »con todos», y «a toda costa».

Después de mes y medio de ausencia. Nos hallamos otra vez entre vosotros, carísimos diocesanos. Ya lo anhelábamos, porque esta Iglesia de Toledo es una porción que, por la gracia de Dios y la benevolencia de la Santa Sede, tenemos señalada a nuestra actividad pastoral, y porque «Dios sabe cuánto afecto os profesamos en las entrañas de Jesucristo», en frase del apóstol. También vosotros anhelabais el día de nuestra llegada, a juzgar por las manifestaciones de clamoroso júbilo con que nos recibisteis a nuestra llegada a esta ciudad querida.

Es la bondad de la Santidad de Pío XI, bien lo sabéis, y el amor que a nos y a esta gloriosa sede profesa y que ha causado nuestra ausencia. A Roma fuimos, llamados por el Papa, para ser creado cardenal de la Santa Iglesia Romana y recibir de sus manos la Sagrada Púrpura; y de la Ciudad Eterna volvemos investidos ya con la dignidad excelsa de Príncipe de la Iglesia de Jesucristo. Nos llena de confusión la simple afirmación del hecho.

Un viaje a Roma, para quien sabe entrar en la naturaleza y en la historia de la Iglesia, y conoce lo que en ella representa el Papa y la gran ciudad, centro del mundo espiritual, es siempre aleccionador y deja huella profunda en el alma. No en vano se entra en contacto con el vicario de Cristo y sucesor de san Pedro ni se convive con lo más fuerte y entrañable que nuestra religión divina tiene en el orden histórico y social. Pero cuando se va a Roma por el motivo que allá nos llevó; para ser encumbrado a lo que podríamos llamar «plano Papal »; para recibir del romano Pontífice el abrazo de la fraternidad más exquisita y encumbrada que hay en el mundo, y el anillo de esta alianza y solidaridad que une a los miembros del Colegio Cardenalicio con el vicario de Cristo y esta púrpura y esta capelo, símbolo de amor y de sangre, de abnegación y de lucha, y cuando se recibe el título de una Iglesia de Roma, quedando el cardenal vinculado de por vida y entrando por este hecho en la administración y régimen de la Iglesia universal; entonces, amadísimos diocesanos, es cuando el alma sufre una conmoción profunda y la vida se orienta y polariza hacia nuevos destinos, al tiempo que se levanta en el fondo del espíritu un anhelo incoercible de ser cada día mejor y de trabajar con mayor denuedo en la obra de la edificación de la Iglesia.

Así volveremos a vosotros, carísimos hermanos e hijos nuestros: adornado por fuera con las preseas de la dignidad a que sin méritos ningunos nos ha encumbrado el Papa; lleno el pecho de ardientes deseos de hacer a esta gloriosa Iglesia de Toledo, y adondequiera nos llame el vicario de Cristo, el máximo bien que podamos. Si esta es la ley de toda la vida sacerdotal, ¿cuánto más lo será la de quien, a más de la dignidad del sacerdocio, tiene el grado más alto de la jerarquía eclesiástica?

Al rendir nuestro viaje aquí para continuar, a lo menos numéricamente, la serie de insignes purpurados que han enaltecido nuestra sede, no podemos saludaros con otra fórmula que la tan apostólica de san Pablo: «Que la gracia y la paz vengan sobre vosotros de parte de Dios y de su Hijo Jesucristo». Evangelizador de la paz y de los bienes que del cielo nos trajo Jesús, no tenemos saludo más lleno y eficaz, porque lleva consigo el voto de que logréis todo el bien del cielo y de la tierra.

Con él acompañamos nuestra acción de gracias por las muestras de afecto y entusiasmo que hemos recibido de toda la Archidiócesis. Mucha fe queda todavía en el fondo del alma de nuestro pueblo cuando espontáneamente se produce en la forma imponente y clamorosa de nuestra entrada en la ciudad. Toledo supo coronar gloriosamente los votos de adhesión y simpatía que se nos dieron en nuestra ruta desde que entramos en España. Nos consuela sobremanera el hecho de que todas las autoridades se asociaran al grandioso triduo que nos rendían clerecía y pueblo. Más allá de las fronteras de nuestra jurisdicción, de todos los puntos de España y especialmente en los que tocaban en nuestra ruta de regreso, hemos recibido señaladísimas pruebas de alta consideración. Agradeciendo a todos estos actos de veneración y pleitesía, que son de amor a la Iglesia y de veneración a la jerarquía, lo rendimos todo ante el Supremo Jerarca de la Iglesia, de quien nos ha venido tanta dignidad.

 

Grandeza del Papa y devoción que le debemos.- Pero a vosotros, amados hijos nuestros, os debemos algo más, y queremos aleccionaros haciéndoos partícipes de los sentimientos que en nuestra estancia en Roma han embargado nuestro espíritu. En nos ha arraigado la convicción de que nada hay en el mundo tan fuerte, tan glorioso como nuestra Santa Iglesia Católica: fuerte por el nervio y el ardor espiritual que la sostiene; gloriosa por el esplendor externo de que se reviste en estos casos excepcionales.

Hemos visto al Papa -en las imponentes ceremonias de la creación de los cardenales- en la plenitud de su paternidad suavísima y entre el brillo de una corte que no cede a ninguna en pompa suave y magnífica. El marco grandioso de las aulas vaticanas y de la basílica de San Pedro, la presencia de los altos dignatarios de la nobleza de sangre y de los representantes de los países católicos de la tierra, dan a aquellas asambleas una magnificencia sin igual. Pero todo ello no es más que la brillante floración del poder y de la gloria interna del Pontificado. Ante el Papa se eclipsa toda majestad; llevado en andas, se destaca su figura sobre las multitudes enardecidas de piadoso entusiasmo; ante él se inclinan los príncipes, los nuevos cardenales le besan la sandalia; laten de amor reverencial los corazones de todos. Es que en el Pontífice Romano hay algo divino, especial y excepcionalmente divino. Vicario de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, continúa, por querer mismo de Jesús, su personalidad y sus poderes en el mundo, en la medida en que Cristo se los quiso comunicar y en la que son necesarios para continuar la obra del Hijo de Dios.

Ante el Papa vienen instintivamente a la memoria aquellas palabras del Evangelio, cuando Pedro, interrogado por Jesús sobre su persona, le responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; y Jesús le dice, a su vez, dando la fórmula de la grandeza del Papa, de su inconmovilidad y de la de su Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». «Tú eres Cristo». «Tú eres Pedro». Hay entre Cristo y Pedro una cierta ecuación. Cristo es la piedra viva y angular sobre la que descansa el edificio del mundo sobrenatural; Pedro es la otra piedra, que, fundada por Jesucristo y solidarizada con El, soporta el peso ingente de dignidad, de poder, de inconmovilidad inmortal que se requieren para continuar en el mundo la obra salvadora de Jesucristo. Inútil fuera buscar en la historia de los siglos una institución unipersonal de tanto poder y dignidad como la del Papa. Por lo mismo que es el apoderado de Jesucristo, el Pontífice Romano es cabeza visible de la Iglesia, centro y nudo vital de la espléndida Jerarquía católica: Padre universal en el orden espiritual y soporte de esta magnífica construcción sobrenatural, la Iglesia, instrumento y medio único de salvación de los hombres, en el orden temporal y eterno. Porque el Papa es el oráculo de la verdad y de la justicia, sin las que no se concibe la civilización de tal nombre.

Como nos, venerables hermanos y amados hijos nuestros, hemos sentido robustecer nuestra devoción al Papa, así os exhortamos a que le reservéis lugar de preferencia en vuestro pensamiento y corazón. Amadle y seguidle. Amadle con amor análogo al que tenéis a Jesucristo, porque el Papa, como decía el campesino romano, es «Cristo in terra». Como Jesucristo es cabeza visible de la Iglesia, que la gobierna y rige desde el cielo, así el Papa es su cabeza visible, que en nombre del Hijo de Dios la rige. Y seguidle, de pensamiento y corazón, y obedecedle como se obedece a un padre y a un maestro, porque Padre y Maestro es de todos; como obedecen las ovejuelas a su pastor, porque Jesucristo le instituyó Pastor espiritual del mundo: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». La devoción al Papa fue siempre nota distintiva del pueblo español: conservemos este blasón, que lo es de auténtico catolicismo. Desconfiemos del de aquellos que, aun reconociéndole la primacía que le concedió Jesucristo en orden al magisterio y régimen de la Iglesia, le regatean algo de lo que no entra en el ámbito estrictamente dogmático, aunque se refiera al ordenamiento del pensamiento y de la vida cristiana.

 

Amor y obediencia a la Iglesia.- A estos sentimientos de amor y obediencia al Papa quisiéramos se juntara un santo enamoramiento de la Iglesia y de todas sus cosas. Nos vivimos, durante nuestra estancia en Roma, en medio del fausto con que la Liturgia y el protocolo de la Curia romana han rodeado la creación de los cardenales, horas de meditación por lo que adivinábamos en el fondo de tanta grandeza exterior. Ceremonias imponentes; mensajes solemnes a los nuevos cardenales; movimiento diplomático; recepciones y agasajos en las embajadas de los Estados católicos; desfile de lo más representativo de la ciudad -que encierra a su vez lo más representativo del mundo en el orden religioso y político- en las »visitas de calor» que se hacen al cardenal nuevo en su domicilio, etc. Todo esto es como el aparato externo con que la Iglesia, óptima pedagoga, ha rodeado uno de los actos más importantes de su vida, que es la renovación del Colegio Cardenalicio. Sabe la Iglesia que este lenguaje de cosas entra en no poco en la formación de las ideas. Esta misma publicidad, que por la Prensa se ha dado a aquellos actos grandiosos ha sido como el resonador que ha llevado a todo el mundo la voz de Roma durante aquellos días. Y el mundo ha podido darse cuenta de que la creación de los cardenales tiene capital importancia en la constitución de la jerarquía y en el régimen espiritual del mundo.

Pero esto es lo externo, amados diocesanos. Lo que produce esta explosión fastuosa de las solemnidades del culto y del protocolo es la fuerza acérrima que se esconde en el seno de la Iglesia romana. Son estas tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, «‘los grandes luminares de Roma», como los llama san León, que con su sangre fundaron aquella Iglesia, cabeza y centro de las del mundo. Son estos lugares del martirio de los »príncipes de los apóstoles», como los llama la Liturgia; este hoy que, san Pedro in Montorio, señala el sitio donde fue plantada la cruz de san Pedro, y esta iglesia de las «Tres Fuentes», donde dice la tradición fue decapitado san Pablo. Son estas basílicas, tan llenas de tradición, en las que se vive el recuerdo de las primeras generaciones cristianas. Este cúmulo de historia, de tradiciones venerandas de reliquias, de lugares santificados por las vidas heroicas de los primitivos tiempos del cristianismo; ese coliseo, testigo de la más grande epopeya de amor a Dios por sus criaturas, porque es el receptáculo inmenso de la sangre de millares de mártires cristianos; estas catacumbas, ciudades subterráneas de héroes de la fe de la que puede decirse que son la tierra en que, en frase del Evangelio, «fue echada la semilla del trigo para que se consumiese y diese la vida» a esta otra ciudad de arriba que a los tres siglos de persecución extendía sus magnificencias bajo el sol de la paz y que debía ser el centro de la religión y de la civilización más espléndidas de la historia. Este es el misterio de la fuerza y de la vitalidad de la Iglesia.

LEER MÁS:  Mañana 29 de octubre se cumple el 89 aniversario de la Fundación de Falange. Ni comunismo ni capitalismo: España. Por Julio Merino

Nos, amados diocesanos, oramos reiteradas veces ante las tumbas de los apóstoles y en los lugares santificados por la sangre de los mártires y nos parecía que se borraban un momento los siglos y nos encontrábamos en presencia de aquellos hombres gigantes hechos tales por la elección de Jesucristo, verdaderos atlantes que sostienen sobre sus hombros el edificio inmenso de la Iglesia, y nos sentíamos fuertes con su fuerza, activos por el impulso de su actividad apostólica, inmortales por la participación de su inmortalidad y de la Iglesia que fundaron. Y no nos extrañaba, ante aquel contacto y aquel recuerdo, la pujanza y el esplendor actual de la Iglesia, ni el peso de grandeza de su historia, porque nos hallábamos en presencia del gran milagro de la intervención personal y directa de Dios, por su Hijo Jesucristo, en la transformación espiritual del mundo.

Una amable invitación, que jamás agradeceremos bastante. Nos consintió celebrar de Pontifical en las catacumbas de Priscila el día de san Silvestre, en la basílica que este Papa edificó sobre las tumbas de tantos mártires. El lugar lóbrego: las callejas angostas, alumbradas por humildes cabos de vela; las tumbas, abiertas a lo largo y alto de las paredes, copiosas en número, reducidas de dimensión, porque los mártires eran muchos y era estrecha la ciudad subterránea; los cubículos, lugares de oración en uno de los cuales se ofició la «Tercia», antes de la misa solemne, y luego la basílica, ya a la luz del sol, sencilla y severa. Mientras atravesábamos las angostas calles revestidos de pontifical, acompañados de largas filas de clérigos de rito latino y griego, cantando irreprochablemente las melodías gregorianas y subíamos penosamente a la basílica superior, se nos antojó que éramos un pontífice sobreviviente de entre tantos como dieron allí mismo la vida por Jesuscristo, que Dios había reservado para testigo de aquella vida de dolores y de esta otra de triunfos. Per angusta ad augusta, nos decíamos: «Por las estrecheces a las alturas»; per crucem ad lucem; por el martirio de la cruz a los esplendores del triunfo. Que al fin V. H. e H. N., Dios ha querido que las grandes cosas se cimentaran sobre los grandes trabajos, y que la más grande de las cosas de la historia, la Santa Iglesia, tuviera por eje el palo de la Cruz, soporte del más profundo de los dolores.

Saquemos de aquí, amados diocesanos, una lección de vida cristiana y de apología. Entremos en este misterio de la verdadera grandeza de la Iglesia: no es más gloriosa hoy que en los tiempos heroicos, ni lo fue menos entonces que ahora. »Toda la gloria de la vida del Rey es interior», diremos con el salmista. La Iglesia es gloriosa por lo que es: porque es la obra del Hijo de Dios y el medio de salvación que Dios ha dado al mundo. En las persecuciones y en los triunfos siempre es la misma; en su historia, el dolor y la gloria forman el claro-oscuro que le dan belleza sin par entre todas las instituciones humanas. Hijos de ella, gocemos en sus manifestaciones esplendorosas, como estos días en las magnificencias de las ceremonias pontificias del Vaticano; pero no nos amilanamos en presencia de la persecución porque en ésta está la razón de su gloria externa. Un cardenal es el »cardo», «quicio» o «gozne» de la Iglesia, que ayuda a sostenerla: es una dignidad abrumadora que lleva consigo una responsabilidad tremenda; por esto sus vestidos opulentos llevan la marca de la sangre y del martirio. La púrpura es esto: color de sangre, símbolo del martirio. Cuando el Papa impone al nuevo cardenal el capelo, le dice: »Recibe este capacete encarnado, y sepas que debes defender a la Iglesia hasta el derramamiento de tu sangre»: Usque ad sanguinis effussionem.

Un amor inextinguible a la Iglesia y una conducta plenamente ajustada a su doctrina y leyes es lo que hemos de deducir de aquí: ésta es la lección de vida. La lección de apología aprendámosla en esta misma constitución e historia de la Iglesia, de la que somos hijos. En su misma entraña lleva siempre el sello de la persecución y del martirio; sus grandezas inenarrables no son más que la floración natural, dentro del sobrenaturalismo católico, de una vida macerada por el dolor y el martirio. «Si el grano de trigo no cayere en el surco de la tierra y no muriese, no dará fruto; pero lo dará copioso si se corrompiere en él». No temáis por la Iglesia ni por vosotros, hijos de ella. La Iglesia es inmortal. También lo seremos nosotros siguiendo su ruta.

 

El Papa nos habla.- Suelen los cardenales, antes del Consistorio secreto en que van a ser creados, visitar al Sumo Pontífice. Es obligada visita de cortesía, que imponen de consumo la justa correspondencia a la dignidad del Papa, que se ha fijado benévolamente en el futuro purpurado para encumbrarle a la más alta dignidad de la Iglesia y le ha llamado a Roma para las sucesivas ceremonias de la institución cardenalicia, y un deber de gratitud, porque la púrpura, aun tratándose de los personajes de más relieve por su dignidad o por sus méritos, es siempre concesión graciosa del vicario de Jesucristo. Elegit quos voluit, podemos decir con el Evangelio, los veinte cardenales recientemente creados lo fueron libérrimamente por el Papa. Cualesquiera consideraciones que le hayan movido: el prestigio de las sedes, los méritos o el valer de los candidatos, lo que llamaríamos escalafón de ascensos, todo deja íntegra la prerrogativa pontificia de la libertad de elección. Los sentimientos de la gratitud más profunda jamás cancelarán los deberes del reconocimiento que se le debe por la colación de tanta dignidad.

Por la misma razón, consumada ya la institución y con ella la gracia de la elección pontificia, y porque se requiere la licencia papal para dejar la Ciudad Eterna, a la que ha sido incardinado el nuevo cardenal, se impone otra visita antes de la salida de Roma. En una y otra la gran bondad del actual Pontífice nos retuvo lo bastante para llenar nuestra alma de luz y de consuelo.

Una conversación de un obispo con el Papa es siempre algo grave y conmovedor a un tiempo. Es cosa grave por la dignidad altísima del interlocutor y porque no llegan a aquellas alturas más que cosas graves, de doctrina, de régimen, de apostolado, de todo cuanto ataña a la dilatación del reino de Cristo en su sentido más profundo y en el plano más alto. Es momento conmovedor, porque el obispo no ignora que se halla ante el que, en definitiva, es luz y regla viva, oráculo e intérprete el más autorizado de todos los oráculos de la Iglesia. El Papa es el hermano mayor del obispo: es palabra de Jesucristo.

Cuando el divino Maestro predecía a Pedro, el primero de los Papas, las angustias y zozobras del Colegio Apostólico, del que los obispos son sucesores, le decía: «Simón, mira que Satanás os ha demandado para zarandearos como trigo; mas yo he rogado por ti, para que no falte tu fe: y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc. 22, 31, 32). El obispo, muchas veces en busca de luz, se asoma al espíritu de quien tiene los poderes del que es la luz: necesitado no pocas de apoyo y consuelo, va al Papa, que es el soporte espiritual del mundo y que tiene siempre palabras eficadísimas de consuelo para sus hermanos que con El reparten el régimen de la cristiandad. Nunca como en presencia del Papa se siente la verdad y el sosiego de las palabras de Jesús: Confirma fratres tuos.

En nuestro Papa actual, el gran Pío XI, se añaden a estas consideraciones de carácter constitucional y dogmático los prestigios incuestionables de su augusta persona. Aun prescindiendo de sus prerrogativas pontificias, el Papa actual es un hombre insigne en toda la acepción de esta palabra. Un obispo no debe adular jamás, pero debe decir la verdad. Y la verdad es que Pío XI es un hombre de cultura vastísima, de grandes ideas, de palabra sobria y precisa, de carácter finísimo, de iniciativas fecundas, todo ello dentro del plano sobrenatural que reclaman las funciones de su ministerio altísimo. Y, sobre todo, suavizado y como coloreado por esa bondad inexhausta, que es el más bello complemento del carácter y que, si es rara en los grandes hombres, les da su eficacia máxima cuando la poseen. Ahí está la historia de su Pontificado, que dejará huella profunda en la historia eclesiástica de estos tiempos y este momento, de inteligencia y de corazón a la vez, de sus copiosos escritos, llenos de luz y de unción; luz que se proyecta hasta las últimas derivaciones de la doctrina cristiana y unción que, con la suavidad del aceite, cala hasta lo más profundo de la vida humana, en todos los órdenes. Por esto la palabra del Papa actual, que cae, pausada y grave, sobre el espíritu del interlocutor, deja en él profunda e imborrable huella.

Y en las dos audiencias nos habló el Papa, entre otros temas, de dos que le son carísimos y que en los actuales momentos constituyen su preocupación más cara: de Acción Católica y de la unión de los católicos.

 

La Acción Católica.-Se ha dicho que el actual Pontífice pasará a la historia con el nombre de «Papa de la Acción Católica». Puede que sí: él la ha definido, la ha organizado maravillosamente y le ha dado un impulso que la ha centrado en su cauce, la ha hecho avanzar, en la mayoría de las naciones, con abundante cosecha de frutos de vida cristiana. Si debiéramos definir en un trazo la política sobrenatural de Pío XI en el gobierno de la Iglesia, diríamos que se ha propuesto un objetivo: la restauración de todas las cosas de Cristo; y que ha adoptado y labrado para ello, con amor concienzudo, un instrumento eficacísimo: La Acción Católica.

Nos dijo de ello en ambas audiencias lo bastante para que viéramos su pensamiento y lo adoptáramos en nuestra actuación. Nos ponderó los óptimos frutos logrados dondequiera que se implantó. Quiso saber lo que por la Acción Católica habíamos hecho. Gracias a Dios pudimos darle datos consoladores especialmente en lo que atañe a la rama de juventudes masculinas, así como esperanzas muy bien fundadas en lo que atañe a las demás ramas.

Por ello, amados diocesanos, hemos vuelto de Roma con verdadero afán de intensificar la labor de la Acción Católica en nuestra archidiócesis. Para ello requerimos en tiempo oportuno la cooperación de todos, sacerdotes y seglares, a quienes dirigimos desde ahora un llamamiento apremiante.

Voz del Papa es voz de Dios, la hemos oído, apremiante, en contacto inmediato con El. Incurríamos en gravísima responsabilidad si por nos se perdiera la eficacia del encargo pontificio.

 

Unión de los católicos.- Las cosas de España, especialmente las atañentes a la religión y a las que pueden influir en el movimiento religioso, interesan vivamente al Sumo Pontífice. Era natural que nos preguntara por ella. En su solicitud ansiosa pudimos adivinar el amor, verdaderamente de Padre que profesa a nuestra nación; no en vano, en documento gravísimo, llamó a España su «nación muy querida»; dilectissima nobis…

Para cualquiera que enfoque las cosas de España desde fuera de ella, su rasgo más saliente es el de la posición de sus fuerzas espirituales, particularmente en orden a la religión. Porque la religión, amados diocesanos, será siempre el nervio vivo de los pueblos y en ella han de refluir y de ella han de derivar todos los problemas de la vida colectiva. Aunque a un espíritu superficial no lo parezca, será siempre verdad la palabra del filósofo que dijo que la religión lo mueve todo: En todas las convulsiones de origen político se plantean como consecuencia fatal los más graves problemas de orden religioso, y los movimientos externos y de masa suelen repercutir en el sagrado fondo de las conciencias. No son necesarios sutiles razonamientos de orden filosófico cuando son tan elocuentes los hechos de la historia de todos los siglos y países y cuando en España se está haciendo de ello una dolorosa experiencia. En reciente campaña determinado sector político pudo notarse el mes pasado la rara coincidencia de todos sus personajes en un mismo objetivo, reiteradamente señalado; el laicismo de la nación y del Estado. Y el laicismo es la eliminación oficial de la religión en la vida pública.

En este plano elevado, no en el de la actual contienda electoral, que todavía no se había entablado, el Papa nos hizo algunas consideraciones sobre la necesidad de la unión de los católicos. Jefe del mundo católico, el Papa vela para que en ningún país del mundo sufran merma los valores del catolicismo, para que en todos ellos crezca y florezca la vida católica en todos los órdenes. Es obvia la consecuencia: si el peligro que la religión pueda sufrir viene del orden social y público, pública y socialmente debe evitarse la amenaza de ruina o de simple hostilidad. La forma social y pública de defensa exige la unión previa de cuantos estiman su religión y en el mismo plano en que se presentó el peligro. Los males se curan con los bienes contrarios: Contraria contrariis curantur: un conato o una campaña de pública irreligión no se contiene más que por el esfuerzo contrario de los defensores de la religión. Si el instrumento forjador de irreligión es el voto de los laicos o una convergencia de partidos políticos de profesión laica o un gobierno laico, no se puede contrarrestar la acometida, en régimen democrático, sino con la suma de los votos y de los partidos de afirmación religiosa, yendo a la conquista del poder político para la tutela de los intereses de orden religioso.

El Papa nos habló, en tesis, de la necesidad, de los objetivos, de los caracteres de la unión de los católicos. Cuando a la necesidad, la unión debe ser «antes que todo», «sobre todo», «con todos», «a toda costa».

Los objetivos deben ser principalmente tres, comprensivos de la totalidad de los aspectos o fases de la contienda político­religiosa: el respeto de los derechos de la Iglesia, el saneamiento de la escuela, la santidad de la familia.

LEER MÁS:  Sucedió tal día como hoy del año 1912. Así asesinaron a Canalejas siendo presidente del gobierno de España. Por Julio Merino

La unión de los católicos debe ofrecer tres caracteres: debe ser fuerte, abnegada generosa.

¡Hermoso programa, amados diocesanos, para ser desarrollado en un libro sobre la unión de los católicos! Se han escrito, ya de años, pero especialmente en los meses últimos, una interminable serie de artículos sobre este tema vivo, y una verdad que a todo el mundo se ofrece como cosa clara, que debe traducirse en un hecho social también claro, no logra más que una realidad escasa, si no es que los esfuerzos para la unión sean el medio para conocer mejor las razones de una desunión irreductible.

Nos, amados hijos nuestros, haciéndonos eco de la voz y de los deseos del Papa, os hacemos un llamamiento a la unión. Apelamos a vuestra conciencia católica porque, a lo menos, si en el juego de los partidos políticos, en los que suelen pesar razones de conveniencia, no prevalece la idea y el deber religioso que los aglutine y los lleve unidos a la defensa de la conciencia católica nacional, sea la conciencia individual, el amor de cada uno a nuestra religión y a nuestra Iglesia, el que os haga converger en la defensa del triple objetivo que nos señala el Papa: la defensa de los derechos de la Iglesia, el saneamiento de la escuela y la santidad de la familia.

Ello debe durar cuanto dure la hostilidad del adversario y debe traducirse en todas las formas legítimas que adopte en su ataque o en la defensa de principios o hechos contrarios a nuestras creencias.

 

El momento actual.- Esto, que vale para siempre, es decir, para mientras duren los trabajos de construcción y defensa de esta Ciudad de Dios que es la Iglesia, tiene en estos días actualidad vivísima. Coincide nuestro regreso de la Ciudad Eterna con unos momentos graves de la vida nacional. Nos hallamos, quizá, no sólo ante una delicada situación política, sino en uno de estos recodos imprevistos que ofrece a veces la historia de los pueblos: ni sabemos lo que vendrá a la otra parte. Casi un lustro de régimen nuevo no ha establecido la nave del Estado. Ni hemos logrado la paz de los espíritus, don magnifico de Dios a los pueblos, necesaria para todo avance eficaz. La convocatoria de unas elecciones generales ha agudizado la inquietud.

Aunque como ciudadano y obispo pudiésemos intervenir, proyectando la luz de los principios cristianos sobre el campo social y político en que tan encontrados intereses se agitan, no lo juzgamos prudente dada la hipertensión del momento. Sólo queremos justificar la exhortación que sigue, indicando la íntima trabazón que hay entre las cosas de la Iglesia y las de la «Ciudad», «cívitas», ligadas, por su misma naturaleza, por principios de orden moral, que entran de lleno en el campo del magisterio de la Iglesia.

Religión y patria son solidarias, amados diocesanos; también lo son sus amores. En el fondo del amor de patria, cuando es sincero y total, late siempre el amor a la religión de la patria misma, porque la religión es el origen más intimo y eficaz del amor de patria. Como la religión es protestación de fe, esperanza y caridad hacia Dios, así lo es de amor a la patria, dice Santo Tomás, nuestro Papa Pío XI eleva a la categoría de caridad, virtud esencialmente religiosa, el amor que tenemos a nuestra patria y a nuestro pueblo (Pío XI, Ubi arcano.)

Por esto, por amor de patria y de religión de la que Dios nos ha hecho ministro, y porque España, nuestra patria, y el catolicismo, nuestra religión, están tan profundamente compenetrados en la historia y en la vida de nuestro pueblo, nos atrevemos a pronunciar unas palabras de luz y de paz en estas horas de agitación política.

En la actitud política que adoptéis, amados diocesanos, no olvidéis, ni ahora ni nunca, que vuestro primer deber es salvaguardar los derechos de Dios en la sociedad. La Iglesia nada tiene que oponer a la diversidad de partidos políticos, que no son más que la proyección social organizada de los diversos criterios sobre la forma de procurar el mayor bien a la patria. En un régimen democrático, la aportación de ideologías diversas puede ayudar a la comprensión y solución de los problemas vitales del país. Queda, pues libre el ciudadano de dar su nombre a cualquiera de los partidos políticos cuyo programa no sea contrario a las doctrinas de la Iglesia sobre la sociedad y la religión. Pero esta libertad tiene su límite, no es absoluta; su tope, que la cohíbe moralmente, son los derechos de Dios y los intereses de su religión, que por su naturaleza están fuera y más altos que toda política. «Los bienes espirituales -dice León XIII en sapientia christianae­ tienen preferencia sobre los temporales; los deberes para con Dios son más sagrados que nuestras obligaciones para con nuestros semejantes; los derechos del hombre no pasan jamás delante de los derechos de Dios.» Ni el interés puramente político, añadimos, podrá jamás ser preferido al interés religioso.

Esta posición moral del hombre político con respecto a los derechos de Dios lleva consigo la exigencia de la unión de todos, cualquiera que sea el color político que los distinga, en orden a la defensa de Dios, que peligra en la sociedad. «Todos los partidos -sigue el mismo León XIII- deben entenderse para rodear a la religión del mismo respeto y garantizarla contra todo ataque. Además, en la política, inseparable de las leyes morales y de los deberes religiosos, debe procurarse, ante todo y sobre todo, servir con la mayor eficacia posible a los intereses del catolicismo. Desde el momento en que se les vea amenazados, debe cesar toda discordia entre los católicos, a fin de que, unidos en los mismos pensamientos y propósitos, vayan al socorro de la religión, bien supremo al que debe referirse todo lo demás.»

Fijaos bien: »Todo lo demás». Dios ha puesto en nuestro corazón una gradación de amor: el amor más alto y más profundo a un tiempo es el que debemos a Dios y su religión santísima: »Amarás a tu Dios sobre todas las cosas, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…» Por lo mismo, ninguno de los humanos amores, a nosotros mismos, a la familia, a la patria, sea la que fuere y concíbase como se quiera, podrá jamás importar el sacrificio del más universal, profundo y necesario de los amores, que es el que nos impone el primer mandamiento. De esta ley de la vida cristiana no puede exceptuarse, en ningún caso ni por ningún motivo, la actividad política del hombre. Lo contrario sería una prevaricación y como una apostasía práctica.

En estos periodos de agitación política es cuando sufre mayor daño la mutua caridad. No se ciñe la discordancia al puro orden de las ideas, sino que se apela a todo procedimiento para inferir daño al adversario. El periódico, la tribuna, la calle, hasta el santuario de la familia, son el teatro de lamentables discordias. Se exagera, se falsea, se calumnia; la estridencia reemplaza a la armonía social. Nos, amados diocesanos, os recordamos en estos momentos la doctrina y el deber de la caridad: «Tened los mismos pensamientos, el mismo amor, iguales sentimientos» (Philip., 2,2), en cuanto atañe al bien de la religión y a los bienes fundamentales de la patria. Nos obliga la virtud de la caridad y el bien inapreciable de la paz ciudadana. Evitad toda violencia. Respetad la libertad de quienes no piensen igual que vosotros. Pensad, con el Apóstol, que cada cual tiene su conciencia que le juzgue y que no debemos juzgar al prójimo según la nuestra.

Sobrenaturalizad siempre vuestro criterio, hasta el político, levantando todas las cosas al plano de Dios. «Hacedlo todo en el nombre de nuestro señor Jesucristo», os diré con el Apóstol. Nos tenemos la seguridad, amados hijos nuestros, de que en nuestra patria, dada la densidad del pensamiento cristiano, no deberíamos temer por Jesucristo, en las horas graves de la vida social, si en El y por El obraran todos cuantos creen en El.

Orad, amadísimos diocesanos, en estos momentos que pueden ser decisivos para los intereses de Dios y de la patria. Rogad a Dios que toque el corazón de cuantos hayan de influir en el régimen de nuestro pueblo, y pedidle que nos libre del azote de una situación política sectaria. Dios es providentísimo: ha demostrado serlo especialmente -hasta extraordinariamente­ de nuestra querida patria. «A su misericordia debemos el habernos salvado de la ruina» (Thren. 3,22). Esto debe darnos inextinguible confianza en su bondad y poder. No olvidéis que también Dios tiene su política sobre las naciones; pidámosle que dirija la política humana según la suya. Sólo El salva o hunde a los pueblos, castigando sus prevaricaciones o dándoles el premio que merece por sus virtudes.

Nos creemos, amados hijos -tenemos pruebas para ello-, en la santa violencia que hace a Dios la penitencia de las almas puras. ¡Religiosos y religiosas! ¡Sacerdotes! Un pequeño sacrificio, la unión de nuestras tribulaciones al sacrificio de la misa de estos días podrán más ante Dios que todos los esfuerzos de cuantos no estén con El o trabajen contra El.

Tales son los conceptos de esta exhortación final: primacía de los derechos de Dios en la sociedad; unión para su defensa; sacrificio de todo en amor en aras del que es el Amor de los amores: caridad cristiana; criterio sobrenatural; oración y penitencia.

Pudiéramos, sin faltar a las conveniencias de nuestro deber pastoral, ser más detallados y precisos, acomodando nuestras instrucciones a las circunstancias del momento. No lo necesitáis. No os faltarán personas sabias y prudentes que os aleccionen y dirijan en vuestras dudas. Preferimos indicaros los principios de la política y de la vida cristiana, que no envejece jamás. Pasará la conmoción del momento. Después de la batalla, la victoria. ¿Qué victoria? ¿De quién? Dios dirá. El, que es frase enérgica de la Escritura, «se burla», «se mofa” de sus enemigos: Irridebit… subsannabit eos, humillará a los adversarios de su religión y de sus cosas, si quiere. Entonces, sus amigos, los que hayamos trabajado por su honor y por su triunfo en la sociedad, tendremos el triple deber de darle gracias, de ser buenos y de seguir trabajando en la edificación de la Ciudad de Dios, que es su Iglesia. Si no quiere, si está en lo inescrutable de sus juicios que siga la ruda prueba o se agudice aún, démosle gracias también, adorando sus designios, porque tenemos la seguridad, es palabra del apóstol, de que con la prueba nos dará fuerzas para que podamos soportarla; seamos mejores asimismo, enmendando pasados yerros y aprendiendo lecciones que no debíamos haber olvidado; y sigamos con renovado denuedo en la edificación de su casa en el mundo.

¡Sursum!, amados diocesanos: «Arriba los corazones». Pongamos nuestros pensamientos en el cielo: allá tenemos nuestros destinos; allá no llega la conmoción de las cosas humanas. Pero pensamos que al cielo se va por el buen uso de las cosas de la tierra, según conciencia. Nuestro Dios y nuestra conciencia, fundada en Dios, debe ser el principio y el fin de nuestros actos. Que ninguno de ellos, en ningún orden, salga fuera de la línea que nos lleva a Dios.

Pensemos también en la patria, en nuestra España, cuyo amor debe venir después del de Dios y de sus cosas en la escala de nuestros amores. Por Dios y por España. Dios y la patria, ya os lo hemos dicho, están profundamente unidos. Lo han estado en nuestra España desde que de ella tomó posesión Jesucristo, que es nuestro Dios. No cejemos en nuestro empeño de restaurar en nuestra patria todas las cosas de Jesucristo.

Se ha realizado un esfuerzo colosal para separarnos de El. Todavía están ahí, en nuestros códigos, las leyes derogatorias de los derechos de Jesucristo en nuestra España. «Las cosas claman a su señor», se dice en moral para significar el vínculo jurídico que las une a su dueño. Señor y dueño nuestro, con señorío de corazón y de siglos, es Nuestro Señor Jesucristo. Que España le sea devuelta y pueda abrazarse libremente, públicamente, a su Cruz. Que ella extienda otra vez sus brazos sobre nuestras escuelas, nuestra s familias y nuestros muertos.

Con pena de nuestro corazón, como el apóstol, vemos que esta Cruz tiene entre nosotros muchos enemigos. Inimicos crucis Christi. Más que enemistad de alma y de odio de corazón es, en la inmensa mayoría de los casos, exigencia de un programa, desvío por conveniencia política, inconsciencia de almas gregarias. La generación actual de españoles está aún cortada de cantera cristiana, y no puede renegar de su origen sino poniendo en sus labios fórmulas de una ideología exótica que no comprende. Contra los esfuerzos de nuestros adversarios, trabajemos por reavivar en el espíritu español nuestra vieja fe.

Para ello volvamos los ojos a Roma: es el centro de nuestra fe. Allá brilla el faro orientador de las almas. De allá venimos, amados diocesanos, henchida el alma, más que nunca, de esperanzas en nuestro destinos. La santidad de Pío XI bendecía a nuestro ruego, a nos y a los nuestros, según nuestras intenciones. Los nuestros, más que nadie, sois vosotros; nuestra intención es de haceros cada día más profundamente cristianos. Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con vuestras almas para que viváis siempre de El y con El.

Y que sea prenda y augurio de esta gracia nuestra bendición, que os damos desde este palacio arzobispal en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

 

Toledo, 24 de enero de 1936.

ISIDRO, cardenal Gomá y Tomás, arzobispo de Toledo.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.