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En 2013, Samara-Jade Pearce, bisnieta del fotógrafo austríaco Alexander Wienerberger, dio nuevo eco a las terribles imágenes de la hambruna ucraniana tomadas por su bisabuelo en 1933, “con la esperanza de que el gobierno británico catalogue el Holodomor como genocidio”. Recordemos que Holodomor significa, literalmente, en ucraniano, “matar de hambre”, y designa la hambruna provocada por la colectivización forzosa del campo decretada por Stalin. Medida que, entre 1932 y 1933, costó la vida a entre 3 y 7 millones de campesinos.

La cifra real de muertos aún hoy es difícil de precisar, pero resulta lógico si atendemos al empeño de tantos, tanto en el Este como en el Oeste –sí, también en Occidente–, por sepultar en el olvido aquel horror. Porque es obligado señalar que los mismos hechos fueron ocultados al mundo, silenciados, negados, deformados e intencionadamente minusvalorados durante mucho tiempo. A tal ignominia contribuyeron varias causas y agentes: Por un lado, el bloqueo informativo de las autoridades soviéticas. Por otro, la labor desinformativa de instituciones dedicadas a esta función en el entramado comunista. En este sentido, por ejemplo, la OGPU –Directorio Político Unificado del Estado, predecesor del KGB–, se dedicó a la destrucción deliberada de certificados de nacimiento y deceso, al igual que a la fabricación de información falsa con el objetivo de minimizar las causas y las estadísticas de fallecidos en Ucrania. (Hennadii Boriak. «The publication of sources on the history of the 1932-1933 famine-genocide: history, current state, and prospects». Harvard Ukrainian Studies, 2001, vol. 25, nº 3-4, pp. 167-186). Pero también, respecto al trabajo de desinformación cabe señalar las propias agencias oficiales de comunicación soviéticas (Novosti, ITAR-TASS, editorial Mysl, o Pravda), así como sus satélites en todo el mundo, meras correas de transmisión de las consignas dictadas por Moscú.

En relación a este último punto, merecen especial mención los intelectuales occidentales encargados de propalar campañas de intoxicación y descrédito ad hominem contra los denunciantes y hasta sobre las propias víctimas. Una misión especialmente abyecta que definiría a aquellos “tontos útiles”, que diría Lenin, como los cómplices necesarios de la ideología más criminal de todos los tiempos. De hecho, para que el lector se haga cargo del grado de vileza al que nos referimos, ésta alcanzaría a anteponer la ideología comunista, incluso, a las vidas de los propios compatriotas emigrados. Valga mencionar, en este sentido, en Suecia, un caso larga y deliberadamente ignorado: Desde el siglo XVIII, en la orilla del Dniéper existía una comunidad sueca en Gammalsvenskby –traducido, “antigua aldea sueca”–, en el Oblast (región) de Kherson. La periodista sueca Alma Braathen relató su experiencia en Rusia en julio de 1932 dando testimonio de la dramática situación de su comunidad en el artículo «Tjekans hand över Gammalsvenskby». (La Cheka somete Gammalsvenskby, Vecko-Journalen, Revista semanal, 1933, nº 19, pp. 20-21). E, igualmente, se publicaron las cartas de varias mujeres a sus familiares en Suecia explicando su crítica situación y pidiendo ayuda: “[…] No hay comida en el pueblo, ni queroseno. En la tienda sólo hay libros comunistas y otros trastos inútiles para comprar. Sí, si eres cristiano, tienes que perdonarnos. Por favor, piense en nuestros inocentes niños”. («Nuevas llamadas de socorro de familiares en Svenskby», Norrköpings Tidningar, Periódico de los pueblos del Norte, 3 de marzo de 1933, p. 7). Es más, desde los Oblast de Kakhovka y Kherson se enviaron sendas misivas dirigidas al Pastor Kristoffer Hoas con la lista de los ciudadanos suecos que solicitaban el regreso a Suecia, y, en la única que se conserva –la procedente de Kakhova–, resulta especialmente elocuente que la solicitud incluía a todos los habitantes del pueblo, aun los miembros del Komsomol (juventudes comunistas) y  los miembros locales del partido comunista.

¿Y qué eco tuvieron estas noticias? Escaso. Incluso, los suecos emigrados fueron objeto del ataque de los comunistas de su propio país a través del órgano propagandístico Ny Dag (Nuevo Día), que condenó la “falsa publicación de la prensa burguesa”. Apenas un botón de muestra de toda la retahíla acusatoria típicamente soviética empleada también por otros periódicos comunistas escandinavos, como el noruego Nordland Arbeiderblad (Espada de los trabajadores de las tierras del norte), o el danés Land og Folk (Tierra y Pueblo), contra cualquiera que osara airear sus vergüenzas; a saber: «reaccionarios», “burgueses”, “fascistas”, “contrarrevolucionarios”, “traidores”, «propagandistas anti-bolcheviques», “enemigos del pueblo”, etc.  Idéntico repertorio, por cierto, al empleado en nuestros días recurrentemente por los adalides de la “corrección política”.

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Sin embargo, a pesar de que hoy ya casi nadie cuestiona –al menos, en Occidente– ni la hambruna, ni que fuera provocada, los enormes esfuerzos realizados tanto para sacarla a la luz como para silenciarla merecen un detenido análisis. Porque, evidentemente, no se puede decir que no hubiera  testimonios de primera mano desde el mismo año 1932. Uno muy relevante lo proporcionó la simpatizante comunista Rhea Clyman, que en 1928 salió de Francia –con 24 años– en tren hacia Moscú impulsada por su anhelo de conocer el “paraíso” soviético. Contratada como asistente de Walter Duranty en The New York Times en Moscú, y nombrada más tarde corresponsal en la capital soviética del London Daily Express, pronto se vio desengañada por la terrible realidad. Concretamente, tras una excursión autorizada desde Kem, capital de la región de Karelia, por el Círculo Polar Ártico hasta la ciudad portuaria de Murmansk, cerca de la frontera con Finlandia, en la que pudo ver los campos de trabajo del norte de la Unión Soviética. Horrorizada por la experiencia vivida en su viaje “turístico”, decidió huir a Occidente, donde publicó «I accuse the OGPU! An open letter to comrade Yagoda” (¡Yo acuso al OGPU! Una carta abierta al camarada Yagoda») en el británico The Daily Express, en 1932, señalando directamente por su responsabilidad al jefe de la policía secreta soviética. Y escribiendo en Canadá más de veinte artículos en el periódico The Evening Telegram, de Toronto, sobre la terrible situación en Ucrania y en Kuban (entre el mar Negro y el delta del Volga).Así mismo, merece citarse la crónica de Whiting Williams, testigo de la hambruna en agosto de 1933. Aunque tuvo que esperar casi un año para ver publicadas sus impresiones y fotografías, finalmente lo hizo en el semanario londinense Answers, en dos artículos: “My journey trough famine-stricken Russia” (Mi viaje por la Rusia asolada por el hambre), el 24 de febrero de 1934, y “Why Russia is hungry”, el 3 de marzo del mismo año.

Del mismo modo, por supuesto, no puede ignorarse lo revelado –fruto de su observación directa– por el periodista y asesor del primer ministro británico David Lloyd George, Gareth Jones. Autor, ya en 1932, de dos artículos bajo el título: «Will there be soup?” (¿Habrá sopa?), el segundo de los cuales no podía ser más explícito: “Russia famished under the Five-Year Plan” (Rusia famélica bajo el plan quinquenal), que fueron publicados por The Western Mail de Cardiff el 15 y 17 de octubre de 1932. Más adelante, sus nuevos testimonios de primera mano fueron recogidos en distintos artículos y medios: “The soviet and the peasantry” (El Soviet y el campesinado) en tres partes (“Famine in North Caucasus”; “Hunger in the Ukraine” y “Poor harvest in porspect”; publicados por el Manchester Guardian los días 25, 27 y 28 de marzo de 1933).  Y, de regreso al Oeste, el 29 de marzo de 1933, la entrevista concedida en Berlín a The New York Evening Post fue reproducida al día siguiente por The Mornig Post (bajo el titular “Russia in grip of famine”); por el Daily Express (“Millions starving in Russia”) y el Yorkshire Post (“Famine in Russia”). Artículos a los que se sumarían “Famine rules Russia” (El hambre gobierna Rusia, The Evening Standard, Londres, 31 de marzo de 1933); “Death in Ukraine” –publicado el 10 de julio de 1934 en varias cabeceras del magnate William Randolph Hearst: The Globe & Standard, Atlanta Examiner o The Morning Courier–; o “Russia’s starvation” (New York American, Los Angeles Examiner, 12 de enero de 1935), entre otros. Una información que continuó apareciendo, por ejemplo, en 1936, en que el Chicago Herald & Examiner publicó el artículo titulado “Peasants in Ukraine being wiped out” (Campesinos en Ucrania siendo aniquilados, 3 de marzo de 1936), ilustrado con cinco espeluznantes imágenes de los efectos del hambre en la población.

A tenor de lo apuntado, resulta llamativo que en su momento, a pesar de conocer la dramática realidad en la Unión Soviética, los gobiernos occidentales no tomaron medidas contra Stalin por el cruel exterminio de millones de seres humanos. En mayo de 1933, miembros del parlamento polaco y los políticos ucranianos Milena Rudnitska y Zenon Pelensky enviaron una carta al presidente de la Liga de Naciones, el izquierdista noruego Johan Ludwig Mowinckel, reclamando la atención sobre aquella masacre. La Unión Soviética negó la hambruna y la Liga de las Naciones no tomó ninguna medida. Y el mismo año 1933, Franklin Roosevelt reconoció oficialmente a la Unión Soviética. Siendo así que la única consecuencia efectiva del heroico testimonio periodístico de Gareth Jones fue su asesinato por el NKVD en 1935.¿Pero qué podemos decir de aquellos periodistas occidentales que contribuyeron a la ocultación, disimulo y tergiversación de los hechos?Pues no es sólo que las potencias capitalistas ignorasen la hambruna provocada por Stalin tras ser denunciada reiteradamente desde el mismo año 1932, sino que, además, la verdad fue combatida y ridiculizada desde algunos medios de comunicación occidentales tan influyentes como el New York Times. Así, cuando el 30 de marzo de 1933 el citado Gareth Jones denunció abiertamente la terrible hambruna, fue contestado inmediatamente –al día siguiente– por el responsable en Moscú del New York Times, Walter Duranty, con el artículo titulado “Russians hungry but not starving”. En él, Duranty se refirió a Jones insidiosa y burlonamente como «un hombre de mente aguda y activa», justificando la hambruna provocada por Stalin como un mero inconveniente en la instauración del comunismo con la célebre e ignominiosa frase: «no se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos”. A lo que añadió que «cualquier información sobre la hambruna en Rusia es una exageración o propaganda malintencionada» y que «no hay muertes por inanición, aunque sí por enfermedades relacionadas con la malnutrición». Aunque no fue el único apologeta de Stalin. Ahí estaban los también corresponsales en Moscú, Louis Fischer y Maurice Gerschon Hindus –autor de Red Bread: Collectivization in a Russian Village (1931)–; o los escritores británicos George Bernard Shaw y Herbert George Wells, que visitaron la Unión Soviética en 1934 y negaron la existencia de la hambruna en Ucrania.

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Como destacó Eugene Lyons, en “The Press Corps conceals a famine. Assignement in Utopia” (La prensa oculta la hambruna. Su papel en Utopía, Transaction Publishers, Nueva York, 1937), respecto a la prensa occidental pro-soviética: “Primero, mientras se producía el desastre, lo negaron furiosamente. Desde entonces, han tendido a admitir los hechos, pero explicándolos como inevitables y como un castigo justo y adecuado para un campesinado rebelde”. Una acusación que recae a partes iguales sobre los políticos y la prensa occidentales por aceptar la censura comunista: “se nos privó del derecho a viajar sin trabas en el país en el que estábamos acreditados […] La prensa mundial aceptó la expulsión de sus periodistas de toda Rusia excepto Moscú. Asumió sin protestar su connivencia en el macabro engaño”.

Hoy resulta imposible determinar a quien corresponde mejor el adjetivo “colaboracionista”, si a los políticos adaptadizos y sin escrúpulos  que, como Édouard Herriot y el propio Franklin Delano Roossevelt, miraron para otro lado; a los periodistas, intelectuales y escritores voluntariamente ciegos, o a los “prestigiosos” medios de comunicación progres. O a la dirección de los premios Pulitzer, por conceder el galardón a Duranty en 1932 y negarse a retirárselo en 2003 ante la demanda de la Asociación Ucranio-Canadiense de Libertades Civiles. Pues conviene recordar que la intencionada subestimación y hasta negación de la gran hambruna se prolongó hasta mucho más tarde. En 1987, pagado por el Partido Comunista Canadiense con fondos del PCUS, el periodista canadiense Douglas Tottle escribió –o más bien perpetró– Fraud, Famine, and Fascism: the Ukrainian Genocide Myth from Hitler to Harvard (editorial Progress Publishers, Toronto). Dejando en sus páginas, entre otras perlas, que el Holodomor fue un «genocidio fraudulento creado por propagandistas nazis».

Por contra, Robert Conquest publicó The Harvest of Sorrow: Soviet Collectivization and the Terror-Famine en 1986; Robert William Davies y Stephen G. Wheatcroft, The years of hunger, en 2004, y Anne Applebaum sacó a la luz Red famine. Stalin’s war on Ukraine, en 2013. En 2018 se estrenó el documental The Hunger for Truth: The Rhea Clyman Story, «sobre Rhea Clyman» y, en 2019, Mr. Jones, sobre Gareth Jones.

Nunca es tarde para conocer la verdad, aunque sea con 90 años de retraso.

Autor

Santiago Prieto