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Quise, ayer y hoy, cambiar de tercio como en los toros, pero no a propósito de ellos, que como símbolo de España, bien sabemos lo que sus enemigos hacen con ellos, al prohibirlos; sino acerca de las cabras, que es en lo que estábamos y que de momento aún no las prohibieron. De ahí el introducir algo distinto para liberarnos del tema tóxico. Estamos en la que llamo la tragedia de estos indefensos animalitos, para dejar de momento la tragedia que causan otros animales peores, machos de la cabra, o sea, cabrones, de mi crítica política habitual.
Decía que había aprendido a guardar las cabras, que fue poco después de hacer la primera comunión a los siete años, tras mi trágica experiencia con ellas, el primer día que porraco en mano y morral al hombro, debuté de cabrero, incluso con perro de carea, como un pastor de verdad. Me fue bonito acariciar la experiencia que me vino como caída del cielo. No había visto a las cabras antes más que en el corral de la casa, cuando regresaban a dormir, o tocaba ordeñarlas, o les ofrecía mondas de naranja que se mataban por comerlas, enloquecidas, y nadie me advirtió lo que debía hacer para guardarlas, así que creyéndome que todo el monte era orégano, me eché a él, más feliz que un niño que estrena zapatillas a explorar un mundo nuevo.
Se pastorean a distancia, como se hacen las grandes cosas, de lejos, no encima de ellas, y normalmente pueden estar solas, sin peligro. Regresan a casa cuando es menester, al final de sus largas correrías en cada jornada. Vuelven salvo los días veraniegos, de breves noches, que quedan a dormir en las altas cumbres, acariciadas por la suave brisa estival que las deja tumbadas felices a descansar, mirando al ocaso.
Se juntan con los ciervos salvajes y corzos en los riscos de las peñas, pero los abandonan al seguir el viaje auto programado de su instinto. Son especialmente inteligentes. Es también la cabra un animal literario, como les pasa a los gatos, de los que tengo dos. «Hay una Cleopatra en cada cabra». Quizá me falte una para completar mi corral de mascotas.
Se ignora qué conversaciones accidentales mantendrán con los rebecos. No necesitan perro ni pastor porque San Antonio las protege del lobo, en los últimos e intrincados misterios naturales, en los tramos que son vulnerables cuando no hay peñascos a los que encaramarse y ponerse a salvo de los atacantes depredadores. Pues es a final del día, en su regreso, cuando más pueden ser atacadas. Si no regresan a casa, debiendo hacerlo, o falta alguna, es cuando surgen los problemas.
Mi abuela echaba el responso y encendía una vela que ponía en el alféizar de una ventana que miraba al monte, cuando se perdía una, u otro animal y las cosas andaban mal. Y nunca pasó nada. Al final se arreglaba todo. Aún recuerdo su responso a San Antonio, con los pelos de punta y la piel de gallina, viendo a mi abuela hierática, con los dedos de las dos manos entrecruzados, rogando al Altísimo la reparación de su desgracia, orando con la máxima devoción: «Si buscas milagros, mira, / muerte y error desterrados, / miseria y demonio huidos / leprosos y enfermos sanos. / El mar sosiega su ira, / redímense encarcelados, / miembros y bienes perdidos / recobran mozos y ancianos. / El peligro se retira, / los pobres van remediados; / cuéntanlo los socorridos / díganlo los paduados, etc., «.
Cada verso era como un mazazo que retumbaba en algún sitio. Mi abuela pronunciaba cada palabra, clara y al ritmo pausado del corazón, en tal estado, que devenía de gracia cual si Dios le enviara su sonrisa. Cuando llegaba el verso de, «el mar sosiega su ira», no podía evitar la relajación, como si alguien se acercara a mí para salvarme. Ya, ahí respiraba a otro ritmo. Después cuando venía, el de, «El peligro se retira», mi tensión también se retiraba; ya era más feliz que una perdiz, como si me hubieran librado a tiempo de caer en un precipicio del monte.
Hoy en visita rutinaria a mi oncóloga, le dije que se notaban los efectos de Dios, a lo que me respondió sonriente: cómo no se van a notar si estamos aquí. Efectivamente ese es el primer efecto.
Pero andábamos con las cabras allá por los riscos montaraces, y nos hemos desviado un poco en la senda. Ellas construyen muchas por las laderas de tanto transitarlas que después utilizarán los senderistas que van a descubrir el monte. Conociendo a este animal, su especial vida y, observándolo de cera, se experimenta la catarsis de la que he hablado, al entrar de su mano en contacto con la naturaleza y sus enigmas. (Algo así como ocurre con el responso indicado, donde sus efectos son radicales)
Ellas también experimentan su catarsis cuando se tumban a la puesta del sol a rumiar, y a contemplar la belleza incendiada del ocaso, desde las alturas de las peñas, y quedan embelesadas ante el cuadro de prístina belleza; relajadas rumiando su misteriosa existencia, bajo la protección del Santo pastor; y sus ojillos se les cierran despacio, felices al dormirse, cuando traspone el último rayo de sol allende los remotos horizontes de bruma, presagio de los mares de Asturias.
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