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Desde el éxito de ventas que ha supuesto el ensayo titulado El infinito en un junco, escrito por Irene Vallejo, el acto de la lectura ha sufrido una auténtica revalorización social. Y no sólo: el propio fetiche material del libro en papel —tema central del citado texto— como objeto de consumo parece estar disfrutando de una segunda y plácida vida. Sin embargo, la lectura es mucho más que eso: para empezar, quizás suponga el mayor afán de subversión posible en nuestra sociedad, donde todo conspira para que no leamos y nos dejemos llevar por otro tipo de entretenimiento —concepto odioso, este, como todo aquello derivado del ocio— menos arduos y exigentes de lo requerido por la compañía de un buen libro. Y, para continuar, podemos decir que la lectura entraña siempre una “acción social” puesto que enriquece el debate público intelectual desde la reflexión privada de cada lector, lo que supone una actividad fundamental dentro de unas sociedades tan sumamente autoconscientes y atomizadas como lo son las nuestras.
El crítico literario es el lector profesional y se define por lo que Max Weber llamó “acción social” en su magna obra Economía y sociedad: “No toda clase de contacto entre los hombres tiene un carácter social; sino sólo una acción con sentido propio dirigida a la acción de otros”. Pero antes de quedarnos con esta definición a medias aplicada a la “acción social” del crítico literario, vamos a profundizar en las implicaciones que tiene al ser “dirigida a la acción de otros”, citando in extenso a Weber: “La acción social, como toda acción, puede ser: 1) Racional con arreglo a fines: determinada por expectativas en el comportamiento tanto de objetos del mundo exterior como de otros hombres, y utilizando esas expectativas como condiciones o medios para el logro de fines propios racionalmente sopesados y perseguidos; 2) Racional con arreglo a valores: determinada por la creencia consciente en el valor –ético, estético, religioso o de cualquiera otra forma como se le interprete– propio y absoluto de una determinada conducta, sin relación alguna con el resultado, o sea puramente en méritos de ese valor; 3) Afectiva, especialmente emotiva, determinada por afectos y estados sentimentales actuales; 4) Tradicional: determinada por una costumbre arraigada”.
Evidentemente, encontramos razones en las cuatro tipologías de Weber para clasificar al crítico. Debemos preguntarnos cuál es la labor del crítico y en qué momento histórico surgió la crítica —y por qué— para saber mejor qué tipo de “acción social” es la crítica literaria. Digámoslo ya: el crítico es un intérprete, un exégeta, un hermeneuta. Y la mera palabra debe llevarnos a sus orígenes sacros, que Northop Frye estudia con respecto a la Biblia o que el propio George Steiner se ocupa, en Pasión Intacta, de situar dentro del ámbito semita: “La importancia central del libro sin duda coincide con la condición del exilio, un exilio que también ejecuta. (…) La lectura y la exégesis textual son un exilio de la acción, de la inocencia existencial de la praxis, incluso cuando el texto trata de tener una consecuencia práctica y política. El lector es alguien que está ausente de la acción. La textualidad de la condición judía, desde la destrucción del Templo hasta la fundación del Estado de Israel, puede verse y ha sido vista por el sionismo como una textualidad de impotencia trágica. El texto fue el instrumento de la supervivencia en el exilio; esa supervivencia llegó con un aliento de aniquilación. Para poder soportarlo, el Pueblo del Libro tenía que ser, una vez más, una nación”.
En este fragmento hay varios elementos de interés. El primero es la condición de lector que Steiner extiende a todo el pueblo judío. Podemos decir que el crítico es mucho más lector que el teórico, o al menos lo es de una forma más directa, cercana al texto y condenada a guiarse por él, frente a la abstracción constante del teórico. Ahí entraría otro término interesante: texto, dado que no hay crítico sin texto ni tampoco habrá un texto plenamente explotado hasta que sea tratado por el rigor crítico que agote buena parte de sus posibilidades. Por último, destacaremos la exégesis, que proviene del griego “interpretación”. El crítico no es más que el individuo que realiza la desacralizada labor del sacerdote sobre un texto que no tiene por qué ser considerado sagrado –y esta semejanza nos da también una idea de la posición que ocupan el arte y la literatura en las sociedades laicas–. Veamos ahora qué problemas entraña esa labor antediluviana del exégeta o hermeneuta en el seno de las sociedades democráticas.
El crítico tiene problemas en la sociedad democratizada, especialmente después de que, a consecuencia de las redes sociales, todo avatar sea un crítico en potencia. Las redes son un lugar, como se encargaba de recordarnos Umberto Eco, donde “la opinión del sabio y la del idiota valen lo mismo”. El crítico, sabiendo que su hogar es la materialidad del texto y que, para realizar una buena genealogía de los conceptos que está tratando debe de tener detrás una auténtica historia de las ideas, sea esta explícita o implícita en él; es, por definición, alguien aristocrático. El aristócrata sabe que hay clases, su propio estatus se basa en la concepción de que una minoría es superior a una mayoría. Evidentemente, ese juicio no debe extrapolarse a otros ámbitos, pero sí al de la crítica literaria donde se hace necesaria la imposición de una jerarquía para poder profundizar en las distintas posibilidades ínsitas a sus muchas variantes. Decir que una obra es buena o mala significa establecer gradaciones y comparaciones incluso cuando no se verbalicen. De la misma forma, todo canon se basa en el desprecio de la mayoría de obras escritas a lo largo de los tiempos. No hay crítico sin canon a menos que queramos críticos sin coherencia en sus opiniones.
Fue, de nuevo, Umberto Eco, quien nos alertó contra los peligros de la sobre-interpretación en su libro Interpretación y Sobreinterpretación. Pero la crítica más demoledora y concisa viene de la mano de Susan Sontag en su libro Contra la interpretación: “La actualidad es una de esas épocas en que la interpretación se vuelve reaccionaria, asfixiante. (…). Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. (…). En la mayoría de los ejemplos modernos, la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable el arte”. La crítica literaria va pareja a la invención del periodismo. Es, pues, un invento de la modernidad que debe ser estudiada como “acción social” dentro de dicho marco filosófico sin olvidar las variantes que éste también ha sufrido en el paso a la llamada “postmodernidad”. Modernidad y crítica literaria son indisociables y la segunda no puede ser estudiada sin que termine de ceñirse el marco intelectual de la primera. Sobre la significación que tuvo la prensa, su aparición y su influencia gradualmente superior sobre el mundo de la cultura, escribe Antoni Martí Monterde: “No puede pasar inadvertido el eminente peso de la información cultural en la prensa: es una política cultural lo que se está desarrollando en sus páginas, la política está poniendo por escrito su prioridad de construcción de una cultura compatible, legitimada y sustentada por la economía burguesa, especialmente en términos morales, y lo hace reflejando y construyendo al mismo tiempo el espacio que habita e inventa, en la realidad y en los papeles”. No hay que olvidar que Samuel Johnson ganaba su sustento escribiendo críticas literarias –terreno en el que resultó ser un pionero– en publicaciones como The Gentleman´s Magazine, y cuya influencia sobre el terreno de la legitimación de la crítica literaria es determinante, tanto dentro como fuera de Inglaterra, como corrobora Harold Bloom: “…es a Inglaterra lo que Emerson a Estados Unidos, Goethe a Alemania y Montaigne a Francia: la sabiduría nacional”. Una sabiduría que escribía sus reseñas en los periódicos.
Ya hemos visto, como apunte de Frye o Steiner, que el concepto de crítica e interpretación vienen del ámbito religioso y, del mismo modo, conceptos como el de canon vienen tanto del ámbito jurídico romano (las listas de mejores oradores) como de la exégesis bíblica (los libros canónicos frente a los libros apócrifos). Pero la desacralización llegó en plena modernidad. La época en la que nace la crítica se caracteriza tanto por su autoconciencia histórica como época o edad moderna, como por su contraposición a una o unas épocas anteriores cuyos valores sólo son aceptadas a la inversa. Es decir, son valores recibidos desde una herencia nietzscheana de “transvaloración de todos los valores” (Nietzsche) cuyas consecuencias explica José Luis Comellas en su libro El último cambio de siglo: “El abandono de lo antiguo, la consideración de lo antiguo como elemento encadenante y por lo tanto digno de desprecio, condujo como inevitable consecuencia a una verdadera neolatría, a la fascinación de lo nuevo que debe aceptarse en virtud de una especie de imperativo categórico”. Lo cual también obtuvo su contrapunto positivo: la necesidad de crear nuevas categorías según las cuales definir al mundo y una vocación renovada por pensar exclusivamente desde el presente.
Según el pensador catalán Josep Casals, “los periodistas habitan en el flujo”, mientras que el periodismo “nos hace creer lo que estamos lejos de conocer”. ¿Cómo encaja, entonces, un saber que debería aspirar a la verdad (episteme) y no a la opinión (doxa), como es la crítica literaria, en ese marco? Sería una figura de refractario dentro del propio periódico. Ahora bien, incluso esa resistencia cristalizada a través de un abordaje serio de la literatura a través de su crítica, ¿puede ser el mismo en el siglo XIX que en el siglo XXI? Si el crítico, en sus orígenes, era alguien que, por pura casualidad, escribía reseñas sobre libros en los periódicos, hoy es alguien a quien se le exige o una titulación o un conocimiento –y, a poder ser, ambas– acerca de la materia sobre la que escribe. La dificultad del crítico está en legitimar, en el tiempo de los blogs, de Youtube, de Twitter y de las revistas on-line, su papel como ungido por la tribu demostrando su validez en el juicio de las obras que analiza. En algunos casos, sin embargo, se solapan las figuras del crítico y el artista, como estudia Guy Davenport en El museo en sí. Al final de este libro encontramos un ensayo titulado “El crítico como artista” que arranca con Henry James, cita a James Joyce o Ezra Pound y no rechaza en internarse en el terreno de la filosofía de la mano de Heidegger, sin olvidar a Beckett, Sartre, Jean Genet o Flaubert, entre tantos otros. Nos aclara este crítico: “Interpretar no pone al crítico en el lugar del artista; el crítico mismo se encarga de poner las cosas en su sitio. Es un embajador; un abogado; en otras palabras, una presencia útil. Le agradecemos que estudie la obra de un escritor y señale cuales son los trabajos de primer, segundo y tercer orden. En su papel de embajador, tiene la libertad de hablar sin sesgos cuando el escritor es víctima de la censura o se encuentra en una latitud culturalmente inaccesible”. Nos quedamos, sobre todo, con la primera frase. El crítico es un intérprete y el intérprete no es un artista, aunque pueda parecerlo. Y puede parecerlo porque en algunos casos, también lo es, podríamos decir siguiendo los ejemplos citados por Davenport. En lugar de eso, preferimos traer nuestros propios ejemplos de autores que coinciden en su autoría literaria novelística y su labor crítica como reseñistas e incluso como ensayistas en obras de distinta índole y razón.
Dos de los más grandes pensadores de la postmodernidad han tenido la cualidad de ser, también, dos novelistas accesibles al gran público: Calvino y Eco. Ambos escritores italianos han sabido incorporar lo popular al lenguaje de la filosofía; así, encontramos en la labor recopilatoria de cuentos populares realizada por Calvino o en la profunda vinculación de la figura de Superman con el imaginario norteamericano hecha por Eco, dos ejemplos de lo que el pensador postmoderno es. Además, ambos autores han reflexionado por escrito sobre sus lecturas en sendos ensayos y conferencias que han sido recopilados y traducidos al español, como el ya lejano pero aún pertinente Punto y aparte de Calvino o el reciente A hombros de gigantes de Eco. La desaparición de estos dos autores supone una pérdida para la intelectualidad, no ya italiana, sino europea, que encontraba en ellos a dos faros, cada uno en su nivel, a la hora de entender y criticar la cultura del presente y del pasado reciente.
George Orwell y Somerset Maugham son dos de los protagonistas de Enemigos de la promesa, el libro de Cyrill Connelly que merece la pena releer en nuestros días. Sin embargo, aquí nos vamos a centrar, sucintamente, en un punto ausente del análisis de Connolly: los dos roles diferentes de intelectual que representa cada uno de ellos en la cultura inglesa de su tiempo. Así pues, Orwell sería el intelectual de combate, popular, que piensa y defiende los intereses de las clases bajas. Sus Ensayos, de recopilación reciente en España, son una compilación de ensayos diversos y artículos dispersos a lo largo de los años, muchos de los cuales se encuentran dedicados a cuestiones históricas o periodísticas pero entre los que, también, se encuentran numerosos ejemplos de crítica literaria. Por parte de Maugham hay que decir que aunque hoy sea un autor casi olvidado, en su momento se trató del escritor que, junto al francés George Simenon y al autor Stefan Zweig, ostentó el título de autor mejor pagado de su tiempo. Desde luego, era mejor escritor que Pérez-Reverte o Ken Follett. Sin embargo, aquí nos interesa un libro tan delicioso como ignorado: Diez grandes novelas y sus autores. En él, Maugham señala cuáles son sus novelas favoritas y procede a criticarlas al tiempo que traza una breve semblanza de sus autores en relación con dicha obra, todo ello precedido por una introducción que, bajo el título de El arte de la ficción, trata de ser una poética personal del autor.
El Premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee y el, esperemos, futuro Premio Nobel checo (aunque su obra es francófona) Milan Kundera son, quizás, los dos mayores herederos de Cervantes vivos. Su obra novelística de innegable prestigio así lo corrobora. Pero es en sus respectivas obras ensayísticas, publicadas como El arte de la novela, en el caso de Kundera, y Mecanismos internos, en el de Coetzee; donde esto queda evidenciado mediante el riguroso análisis de algunos autores, la mayoría de ellos, en ambos casos, más bien excéntricos (Svevo, Broch, Marai, Lermontov) y que no suelen ser incluidos en los libros de historia de la literatura o en los cánones literarios.
Quizás sea paradójico que el gran crítico literario español del siglo XX escribiera en catalán y que sus críticas se encuentren dispersas a lo largo de sus anotaciones en distintos dietarios. Por supuesto, nos referimos a Josep Pla, el autor del Cuaderno Gris y dueño de una de las prosas más precisas jamás alumbradas. Pero no es el único gran ensayista español dedicado a la crítica literaria: el poeta Luis Rosales realizó un excelente libro de crítica en torno a la vida, la obra y la figura del entonces casi contemporáneo Azorín; y podemos sumar casos como el del traductor y profesor de estética José María Valverde hablando de sus poetas predilectos, como Machado; e incluso los ensayos de otro novelista también reconvertido a crítico: Francisco Ayala. En la actualidad, sin embargo, quiero destacar dos nombres: Mario Vargas Llosa y Luis Landero. Uno, proveniente del ámbito hispanoamericano, es el Premio Nobel Mario Vargas Llosa. Él es autor de algunos excelentes libros de crítica sobre, por ejemplo, la obra de Víctor Hugo o la novela Madame Bovary de Flaubert; pero es en su libro, a mi juicio el más brillante de entre los suyos –novelas incluidas–, La verdad de las mentiras, donde demuestra su calidad de crítico literario, acaso el mejor en español vivo, a través del análisis de algunas de las obras más importantes del siglo XX en literatura. Otro, más modesto acaso, pero igualmente interesante, es el novelista español Luis Landero que, a mi juicio, es uno de los mejores autores vivos de España y que, además, resulta ser un crítico sumamente potente, como refleja la lectura de su breve pero sustancioso libro Entre líneas.
Dos de los grandes autores –y, para muchos, los dos grandes autores– españoles de la segunda mitad del siglo XX eran anglófilos. Uno, destacado renovador de la lírica en castellano, era Jaime Gil de Biedma. El otro, el narrador más original y arriesgado de su tiempo en España, era Juan Benet. Vamos a hacer una brevísima aproximación a la obra crítica de ambos. Jaime Gil de Biedma escribe en El pie de la letra: “Conocido en los aspectos creadores de su obra, vertido a nuestra lengua y representado con éxito, Thomas Stearns Eliot nos ofrece una vertiente menos familiar: su notable labor crítica”. Estas palabras que le dirige Gil de Biedma a Eliot son, salvando las distancias, igualmente válidas para sí mismo. Y esa es una constante que podemos observar en todos los escritos críticos de Eliot, que denotan, más que un interés crítico por crear un núcleo de autores, la anarquía y la libertad del autodidacta que va desgranando en su conversación sus gustos y placeres literarios menos confesables aplicando, eso sí, toda su potencia prosística y su inteligencia lectora al examen de unos autores predilectos, entre los cuales, destacan, a menudo, autores de habla inglesa como Byron o el propio Eliot. Por su parte, Juan Benet trató de depurar la lengua española del lenguaje del franquismo de la misma forma en que lo hizo su admirado Thomas Bernhard con el alemán tras la Segunda Guerra Mundial. Para ello hizo falta, además de una extraordinaria, original e ímproba obra literaria narrativa compuesta por cuentos y novelas, una obra ensayística diseminada en distintos libros y recopilada por Ignacio Echevarría en el tomo Ensayos de incertidumbre de la editorial Lumen. En dichos ensayos, Benet manifiesta su admiración más que conocida por Faulkner y Joyce y profundiza en ella al tiempo que deja algunas notas biográficas de interés donde reflexiona, desde lo personal, sobre el acto de la escritura: “Escribir es la única actividad que no me ha decepcionado”.
Harold Bloom publicó en 1994 su texto más importante, El canon occidental, todo un intento digno de encomio por fijar y limpiar los grandes textos clásicos de la cultura occidental explicando el papel que cada uno ha jugado y las razones por las que ha de ser leído. Sin embargo, desde la óptica de la Leyenda Negra cabe hacer un importante reparo a Bloom y su canon –sin duda, aún hoy el mejor hecho–: la ausencia casi total de obras en español. Y esto nos lleva a un rasgo común en todo teórico anglosajón: su egocentrismo que, prácticamente, solo conoce la salvedad del francés –siempre para situarlo por debajo del inglés–. Y este vicio teórico tiene una extensión al aparato crítico: que, en el juicio sobre una obra literaria no se va a tener en cuenta ninguna obra que no haya sido escrita en inglés o francés, salvo contadas excepciones. Desde la óptica de la Leyenda Negra, esto se puede extrapolar a toda una guerra cultural. En otras palabras, “los españoles deben contraatacar” contra el habitual ninguneo anglosajón. Pero aquí caben citar unas palabras del propio Harold Bloom “Algunos partidarios actuales de lo que se denomina a sí mismo radicalismo académico llegan a sugerir que las obras entran a formar parte del canon debido a fructíferas campañas de publicidad y propaganda”. En cuanto al canon, veamos la definición que da Harold Bloom quien, como ya se ha dicho, es el responsable del canon más célebre hecho en el siglo XX: “El canon, una palabra religiosa en su origen, se ha convertido en una elección entre textos que compiten para sobrevivir, ya se interprete esa elección como realizada por grupos sociales dominantes, instituciones educativas, tradiciones críticas o, como hago yo, por autores de aparición posterior que se sienten elegidos por figuras anteriores concretas”. El propio Bloom no esconde que, a pesar de la objetividad a la que aspira, hay un fuerte componente subjetivo en su elección: “Lo que hay sin duda refleja algunas de las contingencias de mi gusto personal, pero de ningún modo representa totalmente mis inclinaciones idiosincráticas”. Así pues, aunque los críticos no tengan una obra teórica explícita publicada ni, mucho menos, un auténtico “canon universal” de obras, sí que deben de tener una concepción de la literatura propia. En cuanto a cómo justifica esa concepción, estaríamos hablando del mapa teórico del que hablaremos a continuación. ¿A qué nos referimos con el término “mapa teórico”? A las nociones de teoría de la literatura que compongan el “armamento” o “andamiaje”, monta tanto, con el que el crítico realiza su labor evaluativa de obras literarias cronológicamente pasadas y presentes. Sin embargo, ¿a qué teoría literaria nos referimos? ¿A una sola en concreto? Y, en ese caso, ¿cuál sería? El crítico, a menos que sea explícitamente un teórico o se adscribe de forma muy clara a una única teoría, debe mantener abierto su interés a distintas formas de entender la teoría de la literatura.
De alguna forma, podemos decir que todo pensamiento moderno es una crítica de algo o nace como refutación de algo. El propio Descartes dudó de la realidad inaugurando, con ello, otro período diferente en la historia del pensamiento. Pero fue siglos después Immanuel Kant quien hizo de la Crítica una forma de establecer todo un sistema filosófico: “Nuestra época es la época de la crítica, y hay que ver qué resultará de los intentos críticos de nuestro tiempo, especialmente en relación con la filosofía”. Más tarde, será Walter Benjamin quién actualizará la idea de crítica como una “constelación de fragmentos”, como “los restos de una vasija rota”, porque, siguiendo a Schlegel y Novalis, “todo fragmento es crítico”. Para profundizar en esta concepción cabe añadir que para Benjamin, en cuanto que la obra de arte debe aspirar a la perfección, a estar cerrada sobre su propio recorrido, la crítica debe tratar de hacer una interpretación cerrada sobre dicha obra dejando al alcance de otros lectores otras críticas abiertas e incluso frontalmente enfrentadas a la suya propia: “En efecto, para que la crítica pueda llegar a ser supresión de toda limitación, la obra debe descansar en ésta. La crítica cumple su cometido en la medida en que, cuanto más cerrada es la reflexión y más rigurosa la forma de la obra, tanto más variada e intensamente las empuja fuera de sí, resuelve la reflexión originaria en una más elevada y así continúa sucesivamente”.
De alguna forma, dichas ideas de Benjamin preanuncian la posmodernidad como un “fin de los grandes relatos” (Lyotard) en el que la crítica ocupa el lugar que anteriormente había ocupado la filosofía sistemática. Sobre ello ha reflexionado Gianni Vattimo, discípulo de algunos nombres importantes dentro de la hermenéutica —donde se encuadra—, como Dilthey, Gadamer y Heidegger o Ricoeur. En su interesante texto “Las consecuencias de la hermenéutica” recogido en el libro Alrededores del ser, escribe al respecto: “La crítica de la noción metafísica de verdad conduce a la hermenéutica a enfrentarse contra el autoritarismo político y religioso que, según nos parece a nosotros, tiende a imponerse con mayor fuerza en el mundo de la globalización económica dirigida por el ideal del mercado, que produciendo crisis recurrentes requiere el progreso de un disciplinamiento político cada vez más vigilante a nivel mundial, según admiten todos, viniendo a conformar también así el rostro característico del pensamiento único”. Pero eso no excluye la religión del debate intelectual —de hecho, Vattimo es cristiano—, porque la crítica literaria, una vez más, se desprende de la interpretación del texto religioso, como vuelve a poner de relieve Walter Benjamin: “Así pues, la tarea de la filosofía venidera puede concebirse como la de descubrir o crear un concepto de conocimiento que, mientras simultáneamente y en forma excluyente refiere al concepto de conocimiento a la conciencia trascendental, haga posible no solamente la experiencia mecánica, sino también la experiencia religiosa. No se pretende decir con ello que ha de lograrse el conocimiento de Dios, pero sí que ha de hacerse posible su experiencia y la teoría que a Él se refiere”.
Vattimo postula que tras la obra de Nietzsche y de Heidegger, la metafísica ha acabado. Frente al pensamiento único de tendencias absolutas propio de ese mundo metafísico anterior y que, paradójicamente —¿consecuencia del vértigo?—, goza de muy buena salud en el presente, el filósofo turinés propone un “pensamiento débil”. En Adiós a la verdad, habla de una “Babel informativa” donde “el trepidante mundo actual ha desbordado las concepciones unívocas de las grandes verdades”. Y ahí es donde se hace necesaria la acción de la hermenéutica: “Ante la rigidificación del disciplinamiento social que acompaña a la globalización, la hermenéutica toma conciencia de su propia vocación nihilista; y reconoce la amenaza que toda pretensión de verdad absoluta representa para la libertad, es decir, para la historia del ser”. Para Vattimo, “El debate en torno a la verdad se nutre del consenso, y los intelectuales están llamados a pensar formas de vida que favorezcan la participación colectiva. Afirmar hoy que la experiencia de la verdad es interpretación significa entrar en conflicto inmediatamente con las pretensiones absolutistas de los aparatos de poder civiles y religiosos, cada vez más decididos a preservar su propia autoridad junto con los privilegios de las clases que los sostienen y se sienten representadas por ellos. Somos conscientes de que una afirmación filosófica siempre ha pretendido poder tener una aplicación a la realidad histórica concreta”. Y ese es el gran problema al que nos enfrentamos: la posibilidad o la imposibilidad de hacer una filosofía sin pretender hacer reflexiones de ambición metafísica universal.
Para Walter Benjamin el crítico y la crítica son “el guardián del umbral” porque “la crítica grande tiene que dar razón de la verdad de las obras que el arte exige no menos que la filosofía”. En ese sentido, la crítica es hoy más necesaria que nunca en cuanto que “acción social”, como decíamos al principio, no sólo por su utilidad en el seno de las sociedades modernas sino porque nos ayuda a pensar desde el fragmento, que es la unidad fundamental de nuestro mundo vertiginoso —lo inacabado—, y porque parte de la obra de arte en todas sus formas —pictórica, musical, literaria o cinematográfica— para volver a los grandes temas que parecen haber quedado excluidos de la trasnochada filosofía contemporánea. La crítica puede ser el punto de contacto donde el pensamiento tradicional encarnado en la labor del exégeta y el pensamiento postmoderno encarnado en la vocación fragmentaria y relativa de una verdad rigurosamente articulada terminen de abrazarse.
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