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La Monarquía, por más que se empeñe ahora Felipe González y algún otro advenedizo, es un gran negocio para sus representantes, a quienes basta mantener un perfil discreto; o más bien bajo, como es en el caso de Felipe VI, que hace lo que se le dice y dice lo que se le manda. Con esas, y un bizcocho, la Monarquía puede durar más tiempo del conveniente para España, sólo en beneficio de una minoría de mortales, a los que van incorporándose vidas absolutamente censurables por más que se diga que son chicos y chicas “de su tiempo”.

La Monarquía tuvo sentido cuando la nación se organizaba según un orden vertical. A saber: la familia, el municipio, la comarca, la región. Cuya característica era ascendente, de abajo arriba. Orden que conexionaba unas colectividades con otras mediante la integración de la menor en la mayor, respetando los derechos de cada una, no mediante absorción. Y esa estructura adquiría su perfección en la unidad del poder, en la Monarquía, donde el Rey reinaba en orden al interés general, limitado por las Cortes, que era la institución que representaba la soberanía nacional, delimitando el poder y encauzando los intereses generales de la nación. Esta es la Monarquía que propone Santo Tomás como ideal político cristiano, cuya base ideológica anti parlamentaría y anti secular es el Tradicionalismo. Doctrina política en oposición al liberalismo, que destruye la religión, la familia y la comunidad política, y que se impuso mediante el régimen de terror y sangre que instauró la Revolución francesa. Tradicionalismo que en España, como movimiento político que prende tras un pleito dinástico de naturaleza legitimista, representa de forma más completa el Carlismo.

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Pero resulta que un día todo eso se hace lejano. Y ese día marca un antes y un después en nuestra historia. La fecha es el 1 de abril de 1939. A partir de cuyo momento aquel pleito sostenido con sangre, sudor y lágrimas queda sin sentido, porque ahora el sentido es darle a España una institución de carácter hereditario, unidad de poder y misión permanente sobre el ideario político que se instaura tras la Victoria: la Monarquía del 18 de julio.

Monarquía instaurada en quien fue Príncipe de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón, gracias al cual se pudo manejar la Transición tras la entrega que las Cortes de Régimen de la Victoria hicieron al enemigo, y de la paulatina y reiterada entrega ideológica del AP=PP durante estos cuarenta y cinco años. Por ello resulta completamente descabellado decir que Franco se equivocó.   

Salvo en Inglaterra, donde la Reina es el primer suvenir del país, seguida de las cabinas telefónicas y de los taxis, en el resto de los países donde la Monarquía es Jefatura del Estado sus contradicciones han quedado señaladas y evidenciadas. Contradicciones que para su superación exige un concepto de libertad de pensamiento y acción que haga referencia a las dos variables de la naturaleza de la Jefatura: autoridad y poder. Dimensión que significa, que se tiene autoridad en relación con los otros, y que se tiene capacidad de proyectar con hechos esa autoridad. Por ello, por mucho que el atrincheramiento en el poder ayude, es digna de admiración la capacidad de los pueblos para elegir a quien quieren que ocupe, durante un tiempo, la Jefatura del Estado. En lugar de continuar con estrategias de tebeo, y ver al “figurante” (en nuestro caso Felipe VI) fotografiándose y hablando de esto y de lo otro en un continuo sin parar de plazos y ensoñaciones, sin que ninguna promesa se cumpla. De ahí que se pueda  afirmar que las Monarquías actuales son un negocio.

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Proyectada la Monarquía en la Constitución como forma de Estado idónea para la resolución de las contradicciones sociales, pero constatada su ineficacia e inutilidad, se impone como solución dilucidar sobre nuestra forma de Estado. Y la forma de hacerlo exige ejercer la libertad como capacidad inherente de la persona para tomar decisiones. Porque solo ejerciendo esa plenitud adquieren los pueblos su máxima expresión de elegir su destino como el modelo ideal de participación política.

Elegir la forma de Estado es, por tanto, la elección libre de coacciones externas de una colectividad en búsqueda del bien común, lo que significa que las funciones gestoras no son ejercidas por ningún poder externo a los ciudadanos.

Por todo ello, y por más que se podría decir, la Niña no puede ocupar el prime time de las televisiones el día de su boda.