06/10/2024 08:19
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«La gente se admiraba de cómo les enseñaba, porque lo hacía con plena autoridad y no como los maestros de la ley» (Marcos 1, 22)
 
Siempre fue una sorpresa encontrar la sabiduría donde menos se esperaba encontrar, acaso en los labios de un pastor. De antiguo, los «maestros de la ley», los que deberían ser guardianes celosos de la ciencia, la verdad, la convivencia, de la justicia social a menudo han estado muy alejados de su cometido. Y ahora no lo es menos. Los hechos vividos en los últimos años han mostrado que se ha puesto a los lobos a cuidar el rebaño, por seguir con una imagen bíblica.
 
Recientemente un investigador, en concreto un químico que pasa por ser virólogo, declara que las inyecciones que se han puesto hasta ahora para proteger del COVID no solo no han sido eficaces, sino que han propiciado la aparición de variantes y la complicación del problema sanitario. Que las inmunizaciones previas (inmunización es la palabra que emplea para referirse a las inoculaciones) no han servido para proteger de padecer dos o tres veces COVID, es evidente y de ello pueden dar fe quienes se han puesto los pinchazos y pese a ellos (¿o por ellos?) enfermaron. Por tanto, no debería hablarse propiamente de «inmunizaciones» porque no han inmunizado de nada, a la vista está. Que hayan sido fuente de aparición de mutantes o cepas es más controvertido, pero en sus declaraciones resulta útil y provechoso decirlo. Porque se pretende hacer creer que sólo la vacuna que él va a hacer, de administración nasal, es la única que vale. Lo que no dice es para qué vale, si es que vale para algo más que para conseguir los beneficios de su comercialización.
 
Este capítulo reciente de la antología del disparate que ha supuesto la deriva sanitaria de estos dos últimos años, lo traigo a colación para mostrar que todo esto se produce ante la falta la autoridad. Cuando la autoridad no se pronuncia, puede surgir cualquier «voz autorizada» que con mayor o menor afán crematístico dicta las normas que le parece y pretende sentar cátedra con ellas. En el caso referido en el párrafo anterior, ¿cómo es posible, de ser cierto, que no habiendo funcionado las inyecciones previas no salgan a decir nada quienes las promovieron? ¿Cómo es posible que ninguna autoridad médica -me refiero a los médicos que ven pacientes, médicos asistenciales de verdad- corrija o aclare los términos de las declaraciones de ese investigador? Pues muy sencillo: no se pronuncia ninguna autoridad ahora porque tampoco ninguna autoridad se pronunció antes. Falta la autoridad. Falta y ha faltado la autoridad médica, y en ese silencio se erigen en autoridades quienes no tienen idea de lo que es un paciente, un enfermo o la enfermedad. La ética médica está ausente.
 
Hace poco, en un viaje a Barcelona en el AVE, el revisor me pidió que me pusiese mascarilla. Yo le comenté que estaba exento, que sólo la llevo en quirófano. El revisor me pidió ver el certificado de exención, algo a lo que quizás ya no tiene derecho por tratarse de un documento médico. No obstante, como no soy pudoroso, allí mismo y de mi puño y letra me puse a redactarle uno. Al llegar al apartado del certificado en el que debe figurar a instancias de quién debía emitir aquel certificado, el revisor rehusó identificarse y así lo hice constar en el certificado. Lo feché, firmé y sellé y, después de fotografiarlo, se lo entregué. A continuación, me pidió por favor que le acompañase a otro sitio, ya que no podía estar allí «porque al estar sin mascarilla ponía en peligro a los viajeros de alrededor que sí llevaban mascarilla». Aquello supuso un nuevo punto de tensión y le pedí que aclarase ese último comentario a los pasajeros que escuchaban la conversación, algo a lo que tampoco accedió, quizás comprendiendo que el comentario improcedente había sido un desbarre. No tenía mucho sentido un debate sobre enfermedades infecciosas entre un médico y un interventor en los pasillos del AVE a 300 Km por hora. Sin duda el revisor o interventor en un tren tiene autoridad para disponer a los pasajeros en el orden o lugar que estime oportuno para mayor seguridad de todos, por lo cual no tenía ni la más mínima intención de oponerme a su deseo de cambiarme de sitio. De hecho, aquel hombre tuvo la deferencia de llevarme a primera clase. Entonces entendí la necesidad de moverme de sitio porque el peligro para los que estaban alrededor mío hubiera sido que la gente se contagiase de querer un certificado médico para irse a primera clase.
 
Ya en un sitio más amplio y cómodo (donde, por cierto, los que estaban alrededor llevaban la mascarilla en la barbilla) el revisor me dijo que no entendía mi actitud cuando todos los médicos exigen la mascarilla. Le dije que tenía delante uno que no opina igual y que, en lo que a mí me consta, en la medida de hacer obligatoria la mascarilla en trenes y autobuses no se ha pronunciado ningún médico, han sido decisiones tomadas por políticos y los jefes de RENFE. Nuevamente, ante la falta de autoridad, cualquier subalterno te cachea a la entrada de un supermercado con la excusa de un brote de salmonelosis.
 
Llevamos dos años donde se han incrementado las injerencias por parte de advenedizos en competencias propias de los profesionales. Ya venía de antiguo, pero al albur del silencio de los profesionales, los que no lo son se han apropiado de lo que era inherente a su profesión. Los jueces ven mermada su tan cacareada «independencia» a la hora de hacer justicia. Las fuerzas del orden cada vez asisten más indiferentes al desorden, y no solo en las fronteras del sur. Los profesores ya no tienen autoridad ni libertad de cátedra sino que hay que aprobar a todo el mundo y ceñirse a los planes de estudio, aunque les parezcan sectarios. Los padres (progenitor A y B) no podrán dar el cachete a los hijos díscolos porque salvo que le caiga el caso al juez Emilio Calatayud se quedarán a la sombra un tiempo mientras Celá cuida de los niños, que no son de los padres, o se da la tutela a menores para presuntos abusos, solo presuntos. Y los médicos, fruto de permanecer callados, han perdido la capacidad de prescripción y hasta de cobrar por sus servicios y lo han delegado en compañías de seguros que pagan miserias y hasta ordenan qué se debe o no se debe hacer con el paciente. Cuando no se reivindica la autoridad se pierde la autonomía.
 
En este escenario, es fácil que ordene y mande gente indocumentada, con escasa o nula preparación. La autoridad la da la conjunción de tener conocimiento pleno en un terreno profesional y su estrecha vinculación con la ética. Se echa en falta, sí, esas personas que rara vez hablan y que, cuando lo hacen, todos los de alrededor hacen y piden que se haga silencio porque saben en su interior que… «va a hablar una autoridad». Estamos aburridos de discursos preparados de contenido insulso, sin fondo y sin fundamento, llenos de palabras grandilocuentes y retórica bella, pero de mensaje hueco, vacío, totalmente estéril. De esos discursos de Navidad que después de acabados a todo el mundo le cuesta encontrar algo de provecho en lo que se ha dicho. Autoridad es el que se erige a sí mismo. Implica conocimiento, dominio de una materia, experiencia, capacidad de síntesis, habilidades de integración de diferentes saberes, orientación práctica tras el rápido análisis de los factores que intervienen en el problema. Hace falta además una conciencia histórica, el anhelo del bien común y una cierta dosis de austeridad personal. La autoridad no busca honores porque le sobra con los que tiene, aunque no se los reconozcan.
 

¿Dónde están las autoridades académicas? ¿Dónde las autoridades civiles? ¿Dónde las eclesiásticas o militares? ¿Dónde están las autoridades médicas, las que son capaces de recetar, prescribir, indicar o contraindicar, certificar sus actos o cobrarlos? Peones, lacayos aborregados, sumisos e indocumentados que apenas son capaces de escribir un titular falso sin faltas de ortografía. Si usted quiere volver a sentirse persona, luche y reivindique su autoría. Y desde el silencio de la mediocridad, al menos adquiera el criterio de saber cuándo está hablando una autoridad y escuche, porque de esa forma sabrá dar la espalda a los cantamañanas y pinchauvas.

Autor

Doctor Luis M. Benito
Doctor Luis M. Benito
Luis Miguel Benito de Benito, médico especialista de Aparato Digestivo desde 2000 y Doctor en Biología Celular. Licenciado en Filosofía. Máster en Dirección Médica y Gestión Clínica por el Instituto de Salud Carlos III y Experto Universitario en Derecho Sanitario y Ciencias Forenses por la UNED. Facultativo Especialista de Área del Hospital Universitario de El Escorial y Director Médico de la Clínica Dr. Benito de Benito desde 2011. Autor del libro "Coronavirus. Tras la vacuna" ISBN 978-84-9946-745-0
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