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La historia de la Legión está llena de gestas que, objetivamente hablando, han permitido que esta unidad haya alcanzado gloria y reconocimiento, dentro y fuera de nuestras fronteras, en sus casi 100 años de intensa y azarosa vida.

Sin embargo, hay españoles (algunos, incluso, en el Congreso o el Senado) que, en su continuo afán por customizar la verdad histórica de unos hechos con su particular capricho no exento de odio, no dejan de mancillar el nombre de la Legión o todo lo que huela a verde sarga.

Para ellos, es un hobby, una fobia, un número circense más con el que alimentar su escasa gracia o el pesebre del que se nutren esas nuevas hordas, agrupadas en  colectivos o asociaciones ávidas de chupar del bote y mamar de esa ubre patria que pueda saciar no sólo su distraída economía, sino también la sed de su rencorosa venganza.

Y, así, somos habituales testigos de atípicos comportamientos, ridículos testimonios o radicales intervenciones en las que no falta el insulto fácil y gratuito a la Legión, al general Millan-Astray, a los históricos jefes de sus Banderas o a España, de la que se acuerdan (no me cabe la menor duda de que con sorna incluida) a la hora de recibir la nómina patria o mostrar su DNI o credenciales (bandera española incluida) en caso de que vengan mal dadas. Entonces, más papistas que el Papa, aunque sus alegatos apesten a cinismo e hipocresía.

Pero, malabares y rabietas de estos «odiadores» profesionales aparte, fijémonos en esas actuaciones que forjaron la impronta legionaria, hechos que, como otros durante este mes de julio, nos nutrieron de auténticos héroes, de los de carne y hueso, con un inolvidable legado para la posteridad e Historia de España. Y por mucho que no sea del agrado de esa «otra» legión, la de los detractores, les guste o no, todo forma parte de la auténtica y verdadera Memoria Histórica; además, de la buena, sin trampa ni cartón.

Hace unos días, la Batalla de las Navas de Tolosa; ayer, la laureada gesta del Regimiento Alcántara; hoy, 24 de julio, la acción de socorro de 1921 a una españolísima Melilla que, acechada desde el Gurugú por las huestes de Abd-el-Krim y sus harkas sedientas de sangre, buscaba la esperanza en el mar, implorando en el puerto la llegada de las tropas españolas que acudían a su desesperado grito de auxilio.

La Legión, cumpliendo con los espíritus de su Credo Legionario, ya se había puesto en marcha un par de jornadas antes debido a la urgencia de los acontecimientos. El grito de auxilio, el «¡A mí la Legión!» de la atemorizada población melillense había llegado hasta las inmediaciones de Tazarut, en la parte más occidental de la costa africana, desde donde la I Bandera del comandante Franco emprendió una larga marcha de unos 100 kilómetros que, con un sol de justicia (¡¡y de julio!!) más el peso del equipo como enemigos, realizaría a pie hasta llegar a Tetuán para, ya en tren, trasladarse a Ceuta y reunirse con la expectante II Bandera del comandante Fontanes. 

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Aquella aventura, como podemos suponer, dista mucho de las que en la actualidad se gastan esos «observadores» de cuchillo y tenedor (si es en un 5 estrellas, mejor) que pululan por nuestras ciudades autónomas, puerta sur de Europa, para cargar sus baterías de odio con cuestiones migratorias o de seguridad que después vomitan en sus tribunas y espacios públicos. 

Allí, reunidos en Ceuta, a la espera de novedades y con el general Sanjurjo a la cabeza, Millán-Astray arengó a sus «legías», a los que les advirtió de la dura empresa que les aguardaba en Melilla una vez que desembarcasen del vapor «Ciudad de Cádiz» en el puerto. 

No había lugar para la vacilación o el paso atrás. No formaba parte de ninguno de los espíritus grabados a sangre y fuego en el corazón de los legionarios. El compromiso de los voluntarios de ambas Banderas no admitía dudas y, así, había quedado refrendado durante los primeros meses de pertenencia a la Legión en las diversas escaramuzas en uno u otro enclave de los territorios españoles en África.

Todos sus legionarios se mantuvieron con mirada impertérrita, sin pestañear, recordando a los dos compañeros que habían perdido la vida en la extenuante marcha a pie hasta Tetuán, y con la firme convicción de llegar a tiempo para salvar a sus compatriotas del amenazante cuchillo  rifeño. La tensión previa al ataque comenzaba a crear la adrenalina suficiente en los corazones de aquellos guerreros deseosos de entrar en acción.

Los telegramas que llegaban, de hecho, no traían muy buenas noticias ni auguraban una amable bienvenida de un enemigo que, envalentonado por la toma y saqueo de Monte Arruit y confiado de su victoria, aguardaba al amparo de una orografía que le resultaba propicia a sus intereses de asalto y ocupación de Melilla.

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La travesía en barco, por otro lado, sirvió para descansar después de las casi 20 horas de caminata con víveres, armas y munición y, también, para reponerse del inmenso cansancio acumulado tras verse privados de comida y horas de sueño.

Ese mediodía del 24 de julio, Melilla tornó su miedo en algarabía. La amenazante tragedia que se mascaba en la ciudad halló su antítesis en los vítores al motivador discurso de Millán-Astray, el fundador de La Legión, rodeado de oficiales con camisas rasgadas y legionarios impregnados en el sudor del magnífico esfuerzo realizado para, tras «exhibirse» ante la población, ocupar posiciones de vanguardia en defensa de una Melilla asediada y con las horas contadas tras los sucesos y retiradas de los días previos. No había tiempo que perder, la celeridad era un deber.

«Los legionarios eran negros, con mucho pelo, con barba y olían a guerra», decían los lugareños y así lo haría constar Franco en «Diario de una Bandera» años después. Se había producido el milagro y Melilla siempre quedaría en deuda con su salvador a pesar de los que, un siglo después, creen ganar batallas con la infamia como principal aliado.

Por unos momentos, ese «aroma» tan peculiar fue capaz de filtrarse entre sus temores, esos que abordaban a unos melillenses arrinconados junto al puerto, y fue entonces cuando, de manera providencial, dejaron de percibir el olor a sangre y el filo del cuchillo para concebir esperanzas de supervivencia.

La continua pesadilla de su derrota y la sumisión al invasor se habían diluido al mismo tiempo que los legionarios gritaban los espíritus de su Credo Legionario al cielo de Melilla y elevaban sus voces con  estrofas de la «Madelón»:

Vamos al frente vivos y ligeros,

en la vanguardia que es puesto de honor,

a demostrar que somos los primeros,

a demostrar el Tercio su valor.

Los legionarios son leales,

siempre dispuestos a morir,

ni la fatiga ni cien males,

pueden hacernos desistir.