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Se dice que las Salas del Tribunal Supremo son las Salas de los Obispos, pues suelen confirmar todo, y raramente casan.
Debajo de los Obispos, aunque algunos opinan que a la par, están los Monseñores, títulos honoríficos otorgados por el Papa a sacerdotes sobresalientes…, pero que nunca serán nombrados Obispos, por las razones que fueren.
No regirán un Obispado, pero tendrán un estatuto personal privilegiado, con el reconocimiento de su categoría especial, por encima de cualquier Canónico o Sacerdote normal y corriente. Es un poco como un premio de consolación, por no haber alcanzado la plenitud del orden sacerdotal, pero casi.
Así sucede con los Magistrados de las Salas de lo Civil y Penal de los diecisiete Tribunales de Justicia de los que nos hemos dotado, en este estado del derroche –perdón, quiero decir de las autonomías-, en que vivimos.
Son casi magistrados del supremo, pues en la práctica son la última instancia en el orden civil de la legislación autonómica correspondiente, y pueden enjuiciar al presidente, consejeros y diputados del ente regional correspondiente.
Esa cosa a la que algunas comunidades llaman, muy pomposamente, gobierno, como sucede en mi tierra, Aragón.
Al descerebrado que se le ocurrió la genial ocurrencia de crear estas Salas, no debió de pensar que estos magistrados no tendrían nada que hacer, y que cada hoja que mueven nos cuesta miles de euros…
En efecto, los temas civiles son muy reducidos, y ello a pesar de que el ordenamiento jurídico permite crear –más bien inventar- nuevas instituciones jurídicas, recuperadas del pasado.
Los temas penales tampoco dan mucho trabajo. Son reducidísimas las actuaciones contra gobiernos y diputados autonómicos, y no será porque no delincan, a todas horas, aunque no todos, a Dios gracias. Pero parece que hay un pacto bajo la mesa entre los políticos y los jueces: si no os metéis con nosotros, nosotros no nos meteremos contra vosotros. ¿Quién sale perdiendo? Pues, como siempre, el pueblo pagano, y al decir pagano me refiero a que somos los que mantenemos a todos ellos.
Estos Monseñores regionales, ante la falta de trabajo, suelen andar por las cafeterías sitas en las proximidades de los vetustos Palacios de Justicia, siendo su aportación muy de agradecer por el gremio de la hostelería, pues al menos dan trabajo.
En algunas autonomías, y para que tengan algo que hacer, que al fin y al cabo bien que cobran a final de mes, se les ha encomendado sentenciar asuntos contencioso-administrativos, jurisdicción donde siempre hay retrasos considerables, lo que ha generado un gran enfado en la mayoría de los Monseñores: yo no estoy aquí para hacer esto, o no tengo ni idea de este tipo de asuntos.
Pero claro, se trata de darles alguna actividad, para justiciar su existencia. Y más teniendo en cuenta que la composición de estas Salas es marcadamente política, pues el Presidente es nombrado con informe del gobierno regional, y uno de cada tres magistrados es designado entre una terna propuesta por el parlamento regional.
Paradójicamente, pues, al presidente, consejeros y diputados aldeanos –para diferenciarlos de los nacionales-, les van a juzgar, en su caso, personas nombradas por ellos mismos, o en cuyos nombramientos han intervenido decisivamente, en una buena parte de los casos.
La conclusión es obvia, y no necesita mayores comentarios: no me importa que me juzguen, pero quiero nombrar yo a los jueces. Seguro que saldré absuelto…
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