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Alteza: “La Historia ofrece numerosos ejemplos de las intrigas, que a pesar de todo ello, los cortesanos solían promover para, en servicio de sus propios intereses, desviar al Príncipe de un resto camino… no caigáis vos en esa trampa”
Hoy publicamos las segundas cartas cruzadas entre Don Juan y Franco. Como verán por las fechas habían transcurrido seis largos años entre las primeras y estas y de por medio la terminación de la guerra y la difícil primera posguerra e incluso el gran problema de la segunda Guerra Mundial, lo que no quiere decir que en ese intermedio no hubiese contactos a través de terceras personas e incluso documentos importantísimos que publicaremos en otro momento, como la conversación telefónica que mantuvo el Caudillo con el ya Teniente General Varela sobre la posibilidad de hacer la Restauración a petición de un grupo de generales monárquicos que habían sido decisivos para ganar la guerra.
Las dos cartas, como pueden comprobar, son extensas y muy detalladas, pero también muy clarificadoras de las posiciones que adoptaban los dos personajes. Pasen y lean:
CARTA DEL CONDE DE BARCELONA AL GENERAL FRANCO
Excelencia:
Los varios meses transcurridos desde la fecha de la última carta de V. E. no han hecho sino intensificar la ansiedad que ya abrigaba yo entonces sobre los riesgos gravísimos a que expone a España el actual régimen provisional y aleatorio. Derivan éstos de tres causas patentes y fundamentales distintas en naturaleza, aunque relacionadas entre sí: la vinculación exclusiva del poder en una sola persona sin estatuto de base jurídica institucional; la división profunda en que se encuentra la opinión política y sentimental de los españoles, y, finalmente, la situación que crea la conflagración mundial.
En cuanto a la primera de estas causas, no necesito insistir en el ominoso desamparo que para el pacífico desarrollo de una nación cualquiera implica la persistencia de un período constituyente, máxime si éste no tiene otra base que la personalidad, por robusta y benemérita que sea, de un hombre único. Evitar el turbulento desencadenamiento de pasiones consiguientes a su desaparición, posible como la de todos los mortales, en cualquier momento, ha sido una de las evidentes finalidades de todas las formas institucionales de gobierno. V. E. ha demostrado, en sus discursos, hallarse perfectamente percatado de tan experimentada verdad como de la lógica necesidad de abandonar el actual régimen transitorio y unipersonal, para instalar definitiva y permanentemente el que, según reiterada frase de V. E., forjó la unidad y la grandeza histórica de nuestra Patria. En este punto, pues, nuestra unanimidad es perfecta.
Hay, sin embargo, fundamental discrepancia en cuanto al tiempo y a la forma de acometer el imprescindible cambio. V. E. fija, en efecto, como una sazón para el tránsito a la restauración monárquica aquella en que quede lograda la obra revolucionaria que se ha propuesto realizar y cuyos objetivos me parece poder calificar de muy vagos en su presentación programática, o de susceptibles de interminable desarrollo; de modo que establecer tal criterio para determinar el momento de la transformación del régimen viene a resolverse, en suma, en un aplazamiento «sine die».
Semejante actitud de V. E. -si no la interpreto mal o ha sido rectificada desde que de ella tuve conocimiento- se halla en flagrante contradicción con el arraigado convencimiento mío, según el cual, por el argumento personal arriba expuesto y por otros afines que más adelante apuntaré, apremia adelantar lo más posible la fecha de la restauración, y ello sin recurrir a formas intermediarias cuya introducción se susurra y cuyo único resultado sería el de desvirtuar la eficacia de la Monarquía.
Esto en cuanto al momento. En lo tocante a la forma, me ruega V. E. que, como manera más eficaz para facilitar la restauración, me identifique con el programa de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS; es decir, en términos más directos, que identifique al Rey con una concreta ideología política, aunque ésta sea la de la Falange, en cuya actuación no dejo de reconocer buenos propósitos. Ahora bien, mi aquiescencia a este requerimiento implicaría una patente negación de la esencia misma de la virtud monárquica -radicalmente adversa al fomento de las escisiones partidistas y a la dominación de castas políticas, expresión máxima del común denominador de todos los intereses nacionales y árbitro supremo de las inevitables tendencias antagónicas- y equivaldría a una siembra de tempestades, para la definitiva ruina de la Monarquía restaurada, en plazo no lejano. Precisamente, mi advenimiento al Trono, después de la cruenta guerra civil, debería, por el contrario, aparecer a los ojos de todos los españoles -y éste es justamente el trascendental servicio que la Monarquía y nadie más que ella puede prestarles- no como gobierno oportunista de un momento histórico o de ideologías exclusivas y cambiantes, sino como símbolo excelso de una realidad nacional permanente y garantía de la reconstrucción por la concordia de la España Integral y eterna. Quedaría así cerrada la solución de continuidad histórica malhadadamente abierta en abril de 1931, cuyos males quiso hacer menos cruentos mi Augusto Padre cuando, con elevado patriotismo reconocido ahora por el mundo entero, se despidió de España con aquellas sus nobilísimas palabras, que, marcándome la clara ruta de mi deber, han sido gran consuelo en mi destierro: «Soy el Rey de todos los españoles, y soy también un español. Podría contar con medios suficientes para mantener mis reales prerrogativas, haciendo uso de la fuerza contra los que me las niegan. Pero estoy firmemente resuelto a abstenerme de toda acción que pueda hundir a mis compatriotas en una guerra fratricida.»
La lógica histórica pudo más que su voluntad cristiana y española. Pero su reinado pasó a la Historia limpio de sangre, legándome en su gesto último una misión sagrada: procurar la restauración monárquica en una España reconciliada y unida para lograr su ideal: ser Rey de los españoles y un español más, sin distingos de clases sociales ni de partidistas banderías.
Prescindiendo, ya que V. E. debe de percibirlas a diario, de las razones varias de orden interno que aconsejan el tránsito a la Restauración, fundadas casi todas en la imposibilidad psicológica de armonizar -no siempre por culpa exclusiva del vencedor-, paso al aspecto internacional del problema, que es, acaso, el que más honda preocupación me causa.
Nadie, en verdad, puede predecir cuándo ni cómo acabará el horrendo conflicto que está asolando al mundo. Es innegable, no obstante, que en estos últimos tiempos ha habido acontecimientos que se prestan a reflexión muy seria. Desde luego, no cabe para nuestra Patria -éste es otro punto de absoluta concordancia mía con V. E.- política distinta a la de neutralidad. Pero su neutralidad, como inevitable secuela de las incidencias de nuestra lucha y natural tendencia del régimen vigente -sistemáticamente proclamada por artículos periodísticos y aun declaraciones oficiales-, ostenta un matiz de parcialidad que habría de coartar al actual régimen para hacer oír su voz, como auténtico neutral, no ya en tono reivindicador, sino ni aun siquiera con suficiente peso para protegerse contra eventuales lesiones a sus más legítimos derechos en el cónclave de la paz, fuera quien fuere el vencedor. Justificadamente o no, la postura internacional del régimen anda calificada en el extranjero, con acento más o menos fuerte y apreciaciones oportunistas, de análoga a la de uno de los bandos en pugna. En tales condiciones, una manera veo, y sólo una, de esquivar el peligroso escollo que para el porvenir de España se alzaría en el trascendental instante de la reorganización de Europa, acaso para siglos, si resultara victorioso el bando opuesto: la urgente instauración de un nuevo régimen nacional que, como el de la tradicional Monarquía católica, se halla libre de los compromisos e implicaciones nocivos al concepto de la neutralidad estricta.
Apelo, pues, solemnemente a la conciencia española de V. E. -y de esta mi resolución doy cuenta a todos aquellos cuyo ánimo embargan mis mismas inquietudes-, señalando a su atención la grave responsabilidad en que, como árbitro supremo de los destinos de nuestra Patria en esta coyuntura, habría de incurrir ante la Historia, si no pusiera su voluntad, con tanta fortaleza revelada, a emplearse en el logro de la rápida evolución que imperiosamente exigen los riesgos señalados en la primera parte de esta carta y, sobre todo, el agobiante trance del fin de la conflagración mundial.
Quiera Dios iluminar a V. E. en la hora de su decisión, de tan gran trascendencia para los futuros destinos de nuestra amada Patria. En cuanto a mí, pido a Dios me dé las fuerzas, que sin su ayuda habrían de faltarme, para cumplir la gran misión de ser Rey de todos los españoles.
Juan, Conde de Barcelona
Lausanne, 8 de marzo de 1943
CARTA DE FRANCO A DON JUAN DE 27 DE MAYO DE 1943
Alteza:
He recibido oportunamente vuestra carta de Marzo que por su sinceridad contribuirá a aclarar nuestras relaciones en servicio de nuestra Patria; pero antes de entrar en su análisis creo conveniente fijar nuestras respectivas posiciones para reforzar la autoridad y responsabilidad de mis palabras y prevenir la contrariedad que pudieran causaros.
Otras personas pueden hablaros con la sumisión que un celo dinástico o su conveniencia cortesana les dicte, yo cuando os escribo, no puedo prescindir de hacerlo como Jefe del Estado de la Nación Española que se dirige al Pretendiente al trono de la misma nación; y considero necesario recordar esta situación, por veros desviado de la posición que corresponde a un Príncipe que aspira a reinar por la vía natural (semejante a la del príncipe heredero) de acuerdo con la voluntad del que ejerce la potestad actualmente y en continuación de la gran obra política que nuestra Cruzada hizo posible.
Yo comprendo las dificultades que se presentan para poder exigiros una fe ciega en nuestra obra, ya que tendría que ser resultado de un conocimiento de la situación de España, así como de mi persona y de mi historia, desfigurado todo ello en vuestro ánimo por las informaciones maliciosas o erróneas de elementos fracasados, extranjerizados o disidentes, apartados de la comunidad política nacional; pero a lo que sí debo aspirar es a que los enemigos o disidentes de la situación no polaricen alrededor del Príncipe y a que el pensamiento político de éste se subordine de buena voluntad a las directrices de nuestro Movimiento, fundamentadas en verdades eternas e incontrovertibles. Con lo demás nada puede ganar el servicio de España ni el crédito personal del propio Príncipe.
He aquí las razones de la inquietud hondísima que tuvo que producirme vuestra carta al coincidir con la desdichada y torpe gestión que en España realizan algunos de los que se titulan vuestros amigos.
Yo me permitiría el recordaros la conveniencia de que antes de recibir presentaciones comprobéis la personalidad moral; política y financiera de quienes os visitan, que aparte de serviros para formar un justo juicio de sus intenciones, os alejarían del descrédito que a dichas personas acompaña.
Yo no puedo ocultaros la preocupación que muchos buenos españoles sienten por vuestra formación.
La preparación de un Rey no es la de un ciudadano cualquiera. Necesita crearle una capacidad de mando y una serenidad de juicio difíciles de obtener en una edad temprana.
Los Reyes mejor formados se educaron en una disciplina severa, al lado de varones doctos, que totalmente apartados de todo interés terrenal, sólo pensaban en el servicio de Dios, en el bien de su Patria y en el juicio que la Historia formase de un Príncipe. A esta formación contribuía la indispensable autoridad y vigilancia del Rey sobre el llamado a sucederle que impedía su desvío.
La Historia ofrece numerosos ejemplos de las intrigas, que a pesar de todo ello, los cortesanos solían promover para, en servicio de sus propios intereses, desviar al Príncipe de un recto camino. Y esto sucedía en tiempos en que no existían los gravísimos problemas exteriores, políticos, económicos y sociales que la vida actual de las naciones encierra, ni se desenvolvían éstas bajo las crisis de un sistema y al despertar de una nueva era, en medio de la más dilatada y completa de las guerras que registra la Historia.
Yo quiero situaros ante la gravedad de que os presenten a nuestro régimen como «provisional y aleatorio», y que esta idea pueda prender en vuestro ánimo.
¿No os dice nada el que su doctrina nazca con nuestra gloriosa Cruzada, que bajo su signo hayamos ganado la guerra más difícil que conoce la Historia; construyendo una economía sin oro, divisas, ni ayudas extrañas y que logramos firmar con el extranjero tratados ventajosos, en los que el honor y el prestigio de España brilla a una altura como hace más de dos siglos España no lograba?
¿Ni que cuando terminada la Cruzada todos consideraban a España aniquilada, supere ésta las gravísimas situaciones monetarias, industriales, de transporte y financieras, que el dominio rojo creó, con medidas justas, generosas y eficaces, salvando nuestra economía, las finanzas, la industria, la agricultura y los propios patrimonios de los particulares?
¿Es que no tiene trascendencia para Vuestra Alteza la obra de liquidación del problema de la justicia que da comienzo con más de cuatrocientos mil procesados para acabar a fuerza de generosidad, pero sin claudicaciones, ni mengua de la ejemplaridad reducido a menos de setenta mil presos, autores principales de crímenes o con gravísimas responsabilidades?
¿No apercibís el valor que encierra que en medio de tantas dificultades y desde el primer día de nuestro Movimiento vaya realizándose nuestra doctrina con una labor en el orden social exorbitante, que, si no alcanza toda su virtualidad por las derivaciones de la guerra constituye una justicia real para nuestras clases más numerosas y no sólo merece ser mirada con respeto en el extranjero, sino que incluso se la estudia y se la copia?
¿Ni tampoco os ilustran del avance que en el orden intelectual y en el científico ha habido bajo nuestro Movimiento con la reorganización de nuestras Universidades y creación de Colegios Mayores y numerosos centros de cultura, que tiene su más alta expresión en el Instituto de Investigaciones Científicas que ha producido en tres años más obras científicas que las que España produjo en sus mejores épocas?
Cualquiera de éstas u otras de las muchas realizaciones bastarían a prestigiar y acrecentar un régimen.
Por ello a un Estado que tanto ha rendido a la Nación no puede sin injusticia ponérsele en interinidad ni en entredicho, porque una docena de politicastros despechados o de capitalistas insaciables pretenden difamarlo.
Si tocamos a los peligros que en vuestra carta me exponéis por lo que llamáis «vinculación exclusiva del Poder en una sola persona» no tengo más remedio que responderos: que es precisamente la característica del Régimen Monárquico, se titule o no de Rey quien ejerce la suprema potestad. Y en uno u otro caso la sucesión entraña problemas cuando al régimen le falta vigor.
Nuestra Monarquía en sus períodos de decadencia es pródiga en esta clase de turbulencias. La guerra de sucesión primero y las luchas civiles que acompañaron sucesiones en el siglo XIX son, entre otras muchas, demostración harto elocuente de este aserto.
Mucho más importante que los problemas de la sucesión es para los españoles el asegurar que no pueda tocarse o desvirtuarse la obra realizada a costa de tantos sacrificios, que el régimen alcance fortaleza y plenitud, y que quien esté llamado a regir los destinos de España, no pueda equivocarse; y sobre las dotes naturales de moralidad y patriotismo alcance aquella perfecta información que le asegure capacidad de mando y serenidad de juicio. La continuidad nos la darán la unidad de los españoles y el vigor político de nuestro régimen, independientemente de que haya o no un Príncipe al frente de la Jefatura del Estado.
Precisamente por esa responsabilidad histórica que sobre mí pesa, estoy obligado y resuelto a que no se malogre lo que se ha levantado con tantos sacrificios, cualquiera que fuese el tiempo y las medidas que esto requiriese. Os confunden igualmente cuando os presentan al régimen como falto de estatutos de base jurídica institucional, ocultándoos la existencia de unas leyes orgánicas sobre la organización del Poder, del Consejo Nacional y de las Cortes que forman un cuerpo de leyes básicas de nuestra Revolución que aunque no revistan la forma de las constituciones liberales, constituyen un estatuto permanente de base jurídica institucional.
Si de esto pasamos a los conceptos políticos que vuestra carta entraña, la disparidad es más evidente.
La Falange Española Tradicionalista y de las JONS es precisamente lo contrario de lo que suponéis. No es un partido, es un Movimiento con una ideología en que se funden los ideales de nuestra Revolución llenando de contenido la vida política de nuestra Nación.
Los pueblos no saben ni pueden vivir sin una política; han de tener un concepto sobre las leyes, sobre la moralidad, la justicia, la educación, la acción social y la cultura; y todo esto no es más que política. Noble política.
Cuando lleva la Nación siglo y medio de envenenamiento, extinguiéndose España bajo la pluralidad de los partidos y desmoralizándose con la siembra de ideales disolventes que la colocaren en el nivel más bajo a que los pueblos pueden llegar, no es posible abandonarla a su propio ser sin incurrir en gravísimas responsabilidades; hay que escucharla y educarla bajo unos principios morales, patrióticos y sociales, que haciendo fecunda la sangre derramada garanticen su futuro. Y esto es lo que significa nuestro Movimiento; no es un partido que se aprovecha de la revolución. Soy yo, su conductor, el que después de haber sacado a España de la ruina, donde aparecía hundida, interpretando el sentir general de cuantos participaban en el Alzamiento y ante las necesidades imperiosas de la Nación, le señalé en aquel momento histórico, cuando aún teníamos la guerra por delante, el rumbo político que había de seguir, y que viene siguiéndose desde entonces, al tiempo que se depura nuestra doctrina, que es hoy la de toda la Nación. Por ello no debería extrañarnos el que se os pida os identifiquéis con estos principios, que son los comunes de nuestra juventud y sobre los que no cabe discusión.
Precisamente V. A. pareció comprender esta necesidad cuando, dejándose llevar de su buen natural y siguiendo el impulso de la juventud española, se presentó a combatir en nuestras filas a raíz de nuestro Alzamiento, vistiendo la camisa azul y tocándose con la boina roja; luciendo así, por primera vez, los símbolos políticos de lo que se asociaba para la gran empresa.
Mucha fue la sangre que se derramó sobre esas camisas y esas nobles boinas para que nadie pueda separar lo que tanto costó unir.
Si en todos los momentos el Príncipe está obligado a identificarse con los ideales de su pueblo, mucho más corresponde en esta ocasión, ya que se trata de los ideales de nuestra Cruzada, a quien le debemos nuestro resurgir.
Sólo bajo el régimen liberal pueden concebirse los Reyes como árbitros de las luchas políticas.
Otro punto tocáis en vuestra carta enteramente ligado con esta tesis, que, aunque hubiese deseado no tratar, no puedo dejar de abordarle por la responsabilidad de abandonaros en el error, de que otros debieron apartaros.
Se refiere a la salida de España del último de los Reyes, en lo que salvando todo el respeto debido a Su memoria y a Su buena voluntad y deseos de acierto, su decisión en aquellos tristes momentos no puede constituir escuela a seguir por nuestros Príncipes.
En este juicio, la unanimidad de los buenos españoles es completa.
La historia ha de ser en su juicio más rigurosa. Las nobles palabras y su desinterés apreciable como hombre, no le elevan, en cambio, como Rey. Mucha fue la sangre que se vertió luego como consecuencia de aquel acto. La marcha del Rey y la caída de la Monarquía dimanan del momento en que por decisión Real fue expulsado del poder el General Primo de Rivera, a cuya instauración como Dictador tanto había contribuido la Corona.
La colaboración del Rey en la Dictadura fue uno de los actos más populares de su reinado, una de las etapas en la que el Rey estuvo más cerca de su pueblo.
El error de aquellos gobernantes de no haber formado en la Nación una conciencia política que substituyese a la derrotada hizo que, los residuos de la vieja política se aprovechasen del desgaste natural del Dictador para ocupar el hueco político que había quedado vacío.
Cuando el Rey impresionado por la atmósfera caprichosa que le habían formado viejos políticos y habilidosos cortesanos despidió a don Miguel entregándole el poder a los políticos profesionales, malogró su obra anterior, y una triste realidad vino a demostrarle cuál era la fuerza de los que tanto alardeaban.
El pueblo, más justo y consciente, en el entierro del Dictador exteriorizó su sentimiento desbordando en enojo, ante la estupefacción de los propios gobernantes.
Alguien exclamó entonces: Este es el entierro de la Monarquía. Pocos meses después se cumplía el triste vaticinio, y los que habían empujado al Rey a tomar aquella decisión se apresuraban a subirse a la carroza del vencedor titulándose republicanos de toda la vida.
Esta es la historia que interesa no se repita. Ninguno de los que pretenden aleccionaros arrastra más que sus propias ambiciones: el puesto perdido, la Embajada malograda, el condado frustrado, el bufete perdido o los intereses afectados.
También entonces se hablaba de reconciliación de los españoles y de pacificación de los espíritus, olvidando que la vida es una continua batalla a la que no podemos desconocernos. En ella como en la guerra los errores se pagan a precio de desastres.
Lo que interesa es estar en posesión de la verdad y cuando de ello nos sentimos seguros, la hemos de defender con tenacidad, distinguiendo lo que son principios, a los que no se puede ceder, de lo que es matiz en lo que la política hace posible la benevolencia.
Y llegamos al último de los puntos, al internacional. La posición en este orden mantenida por España ha sido clara: de simple neutralidad ante los problemas que enfrentaron a las naciones civilizadas del centro o del norte Europeo. Mas cuando llegó al Mediterráneo occidental amenazando nuestras fronteras y costas, la neutralidad de España se matizó en una situación tensa y vigilante. España no podía ser jamás indiferente a lo que ocurre en este espacio. Análoga consideración nos movió ante el problema comunista, no puede ser indiferente ante la posible bolchevización de Europa. La insensibilidad en este caso era un síntoma claro de la propia agonía, esta postura seria y viril -respaldada por la totalidad del pueblo español- es comprendida en el extranjero, aunque al interés momentáneo de los beligerantes pudiese agradar otra postura.
Una cosa es lo que dicen los irresponsables y otra lo que piensan los elementos directivos.
Las naciones en su exterior se guían de su propio interés y no por sentimentalismo, pesan las realidades y no las ficciones. La alianza de Su Majestad Británica con Stalin es un ejemplo.
Por eso, en el orden institucional no existe nunca nada definitivo; las naciones son hoy amigas y mañana enemigas, según les dicta su propio interés. La mejor defensa de España descansa en su unión y en su fortaleza traducida por el valor de sus hombres, el vigor de su política y su voluntad firme ante el peligro.
En esto la posición de nuestro régimen no puede ser desfigurada, es españolísima, exclusivamente española; sin que por ello haya dejación de la hidalguía característica de nuestra raza. Y estas realidades españolas no se pueden alterar, quien quiera que sea la persona que rija sus destinos. Por ello es criminal la labor de quienes, en su miseria intelectual, conciben una España subordinada al extranjero, e intrigan en el exterior o en las Cancillerías, ofreciéndoles los servicios de sus torpes pasiones; intentando comprometer en ello el nombre de V. A. con el que, sin escrúpulo, especulan.
En esto como en todo se equivocan: el pueblo español no se deja engañar, sabe que las naciones que noblemente estiman a España desearán su régimen fuerte y poderoso; los que, en cambio, aspiran a su sustitución, sólo buscarían en el Príncipe el antecedente inmediato de Prieto o de Negrín.
La guerra, por otra parte, salvo cambios siempre posibles o sucesos militares o políticos imprevistos, que pertenecen a los designios de Dios, se presenta larga, y en el mundo está produciendo tales estragos que para el futuro la unidad y la fortaleza de España serán no sólo gratas, sino, para todos, una necesidad.
Este es mi pensamiento respecto a los distintos puntos que en vuestra carta me exponéis y que aspira, en servicio de España, a aclararos una situación y descubriros el juego de los que, empequeñeciéndolo todo, intentan con su torpeza convertiros en Jefe político de su facción.
La gravedad de los asuntos tratados justificará, sin duda, la claridad de mis palabras, que, si por vuestra situación de ánimo no fuesen comprendidas, tengo la seguridad de que el tiempo las valorará.
De Vuestra Alteza, sincera y cordialmente,
Francisco Franco
Madrid, 27 de mayo de 1943
Habrá más.
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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