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Aunque mi padre no era aficionado al fútbol le unía a Gregorio Paunero, directivo del Real Madrid ,una vieja amistad, por eso, cuando en los albores de la década de los setenta, Pelu, nuestra entrañable tata- y acérrima seguidora merengue-estaba a punto de cumplir noventa años, le pidió a su buen amigo Gregorio, con el que tenía en común no pocas cosas-ambos eran Inspectores de Hacienda, miembros del Opus Dei y padres de familia numerosa – una fotografía dedicada por la plantilla del Madrid para regalársela a nuestra nonagenaria niñera por su aniversario.
En aquella foto -que Pelu conservó como oro en paño hasta el final de sus días- junto a sus rúbricas y la afectuosa dedicatoria ,figuraban algunos de los legendarios jugadores del llamado «Madrid ye-yé», Amancio, Pirri, Velázquez,Grosso,Zoco…que en 1966 conquistaron la sexta Copa de Europa para el club blanco en el estadio Heysel de Bruselas derrotando al Partizán de Belgrado en una memorable final que supuso mi bautismo de fuego como madridista -recién estrenado el uso de razón- después de haber eliminado en unas reñidas semifinales al máximo favorito de la competición aquella temporada ,el Inter de Milán del «Mago» Helenio Herrera que contaba en sus filas con Facchetti, Mazzola y el balón de oro Luis Suárez.
Procedente de su Gijón natal, Pelu llegó a Madrid poco antes de estallar la Guerra Civil a servir en casa de mis abuelos maternos pero cuando ambos fallecieron se vio obligada a abandonar la vivienda, y entonces mis padres- con una considerable prole ya a sus espaldas- le propusieron cuidar de sus hijos convirtiéndose al cabo de los años en una más de la familia.
Tan es así que cuando un día en clase el profesor nos pidió que hiciésemos un dibujo de nuestra familia, yo la incluí sin titubear -con su sempiterno moño y un delantal- entre mis padres y mis diez hermanos.
Además, al poco de nacer yo, mi madre contrajo la hepatitis, y para que no me contagiara, estuve día y noche en sus brazos, de manera que entre los dos se estableció un vínculo aún más estrecho- si cabe- que con el resto de mis hermanos.
Por si fuera poco como mi progenitor se dedicaba profesionalmente a la política y tenía diversos compromisos que le obligaban- tanto a él como a mi madre -a ausentarse frecuentemente de casa, durante mi niñez pasé muchas horas a su lado.
Fue ella quien, pacientemente, antes de pisar el colegio, me enseñó los colores, los números y el abecedario; a sumar y restar; a leer y escribir; ayudándome a apiñar los dedos en un lápiz para trazar en un cuaderno de caligrafía las primeras letras de mi vida y, como si quisiera seguir guiándome por el buen camino, también me inoculó el
veneno del Real Madrid, el club de sus amores.
Decía Bertrand Rusell que la felicidad es lo que siente un gato al acurrucarse junto a la chimenea.
Pues bien, así me sentía yo en el pequeño y cálido cuarto de Pelu, en compañía del murmullo de su inseparable transistor «Vanguard», tendido en la moqueta, jugando a los soldaditos o pegando cromos cuidadosamente en el álbum de la liga mientras ella, sentada en una butaca, zurzía unas rodilleras, sacaba lustre a los zapatos de toda la familia y en sus ratos de ocio leía ávidamente la revista « Real Madrid», cuyos ejemplares coleccionaba con mimo apilados en una estantería.
Los domingos , al terminar «El Virginiano» ,la serie que nos congregaba a todos durante la sobremesa frente a la televisión -y por cuyo apuesto protagonista, “Trampas», suspiraban mis hermanas-, yo me dirigía apresuradamente al cuarto de Pelu, donde, con la puerta cerrada, aislados de la cacofonía y el guirigay propios de una familia numerosa – los teléfonos repicando incesantemente ;el timbre estridente de la puerta de servicio; el centrifugado de la lavadora ;el campanilleo de los platos en la cocina; las baladas de Adamo sonando en un tocadiscos de vinilo; los agudos acordes de una armónica ;el ronroneo de un secador de pelo; las visitas…-escuchábamos, con el alma en vilo, «Carrusel Deportivo”, el programa de radio dirigido por Vicente Marco y animado por Juan de Toro que, entre anuncios de «Sidra el Gaitero» y «Anís de la Asturiana» ,seguía en directo la jornada de liga hasta cuando- precedida por unos inconfundibles pitidos en código morse- irrumpía en las ondas la voz vibrante de Pepe Bermejo desde el Bernabéu cantando:
-¡Goool del Real Madrid!
Y entonces suspirábamos aliviados.
Nos agarrábamos
al Madrid como a un clavo ardiendo porque nunca nos fallaba.
O casi…
Si perdía era como si nuestra vida no tuviese sentido.
Lo dijo Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool: «El fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Es mucho más que eso».
Durante la cena permanecíamos callados sin probar bocado y luego Pelu, tras dejar la servilleta de tela sobre la mesa de la cocina, se ponía en pie cabizbaja y desaparecía en la penumbra del pasillo.
El lunes por la mañana ella aún se mostraba malhumorada al prepararme el bocadillo de embutido que yo llevaba al colegio envuelto en papel de estraza y del que daba buena cuenta en el recreo sin dejar de intercambiar cromos con mis compañeros.
Cuando los mayores disputaban partidos en el campo de fútbol, desde el ventanal de clase se me iban los ojos tras el balón, mientras el profesor de matemáticas garrapateaba con una tiza la pizarra de quebrados o ecuaciones hasta que al volverse me sorprendía distraído.
-¡Espinosa, estás en las musarañas!
Si sacaba malas notas-que era casi siempre- mi padre no sólo me leía la cartilla a mí, también la pobre Pelu recibía colateralmente otra reprimenda por llenarme la cabeza de pajaritos con el «dichoso» fútbol.
Aunque, como quien comparte una adicción prohibida, los dos nos las ingeniábamos para escuchar los partidos clandestinamente en su transistor portátil en cualquier rincón de la casa; y luego ella, a hurtadillas, me compraba con sus ahorros los cromos de la liga en el kiosco de la esquina.
¿Qué sería de los niños sin la desobediencia?, se preguntaba Jean Cocteau.
Mientras yo recitaba la alineación del Madrid de carrerilla, ella me escuchaba con orgullo, como si fuese su discípulo aventajado.
-¡Que memoria!
Aunque mi madre rezongaba:
-Si la empleara para estudiar…
A la hora de la merienda, los lunes, en la cocina, Pelu comentaba las incidencias de la jornada de liga con el portero, cuando subía la correspondencia; o con el chófer de mi padre, que eran del Atleti.
-El Madrid es el equipo del Gobierno-le chinchaban mientras yo removía con una cuchara los grumos del cola cao balanceando las piernas en un taburete.
-Envidia es lo que tienen -contestaba ella a la vez que mojaba una galleta en su tazón de café con leche espumosa y humeante.- Y luego añadía respondona-: Ya lo dice Don Santiago, «Si la envidia fuese agua, los pantanos se desbordarían».
A Bernabéu, por quien ella sentía un respeto reverencial, siempre le llamaba Don Santiago, y lo escuchaba como si hablase el oráculo.
Cuando Pelu rememoraba las cinco copas de Europa consecutivas conquistadas por el Real Madrid en los años cincuenta y blasonaba de aquella delantera de ensueño: Di Stefano, Puskas, Copa, Rial y Gento, le decían socarronamente:
-No le cuente batallitas al niño. Que no se vive de recuerdos…
Entonces ella se revolvía en su silla y apelaba al linaje del Real Madrid.
-Nosotros hemos comido caliente. No como otros, que tienen hambre atrasada…
Pelu y yo, los miércoles por la tarde, nos sentábamos expectantes frente al televisor a ver la retransmisión de los partidos de la Copa de Europa que tras la solemne sintonía de Eurovisión narraba magistralmente Matías Prats, con su verbo fluido y su dicción perfecta, sazonada de jugosas anécdotas, haciendo alarde de su prodigiosa memoria y su enciclopédica erudición.
Aquel fútbol en blanco y negro, ay, tan injustamente menospreciado hoy por los nuevos ricos del balompié, como si Eusebio, Kubala, Bobby Charlton, Beckenbauer o George Best no tuvieran cabida en el olimpo de los dioses del deporte rey.
Cuando el Madrid, durante el crudo invierno, jugaba en cualquier capital del Este: Moscú, Varsovia, Praga, Sofía, Budapest…soportando gélidas temperaturas, bajo copiosas nevadas, pertrechado con guantes y medias de color negro, Pelu -aunque era soltera y no tuvo hijos -con instinto maternal padecía por «sus» jugadores, y si a alguno de ellos le daban una patada hacía una mueca de dolor como si se la hubiesen propinado a ella en la espinilla.
Y le brillaban los ojos cuando el Madrid visitaba Francia, Bélgica o Alemania, al contemplar en las gradas una colonia de entusiastas emigrantes jaleándolo con sus bufandas, pancartas y banderas blancas; repitiendo
ufana una frase de su admirado Bernabéu:«En Europa se han enterado de que además de exportar naranjas existe el Real Madrid».
Si en los últimos minutos del encuentro, el equipo rival lanzaba un córner o una falta peligrosa, mientras yo me mordía las uñas, ella, hecha un flan, se aferraba al rosario musitando jaculatorias: «Virgen Santa, Madre del amor hermoso, Ave María Purísima!…»
El fútbol lo vivía como una suerte de religión laica y aunque a veces sus plegarias no eran atendidas -inasequible al desaliento- tenía siempre fe en la victoria, por cuesta arriba que estuviera el partido, como si la frase de Hemingway: «Podrás ser vencido pero nunca te des por vencido», resumiese a la perfección la idiosincrasia del Real Madrid, en el que ella creía a pies juntillas.
Pelu sentía también devoción por Ángel Nieto, Pepe Legra y Manolo Santana aunque no entendía el tenis.
-15, 30, 40, Ventaja, Deuce…-¡Qué manera es esa de contar!-mascullaba.
Como una de mis hermanas mayores era azafata de tierra en Iberia, y yo era muy mitómano, cuando el Madrid se desplazaba en avión, me traía autógrafos de los jugadores merengues, que yo guardaba, como si se tratara de una reliquia, en un cajón.
Pero el tiempo pasaba y Pelu empezó a mostrar síntomas de vejez: se le iba la cabeza, estaba cada vez más sorda y achacosa, le flaqueaban las piernas y necesitó usar bastón.
Un día, tras depositar contrariada la lupa sobre su mesilla de noche me pidió que le leyera la crónica de deportes que firmaba Gilera en el ABC, y comprendí que apenas podía ver.
Justo antes de cumplir noventa y cuatro años se puso tan enferma que un sacerdote vino a casa a darle la extremaunción.
Por aquellas fechas, corría el invierno de 1974, el Real Madrid recibía la visita del Barcelona en el Bernabéu, y aunque le acechaba la muerte, Pelu lo tenía presente.
Gregorio Paunero entonces le ofreció gentilmente a mi padre dos entradas en el palco.
Pese a que el partido lo retransmitían por televisión española, mi progenitor, sabiendo que me haría ilusión, me propuso que fuese al campo con algún amigo para distraerme, y yo invité a un compañero de colegio.
El Barcelona llegaba aquella temporada a la capital líder en la clasificación, con la vitola de favorito, entrenado por Rinus Michels, descubridor del llamado «fútbol total»y con un jugador que causaba sensación: Johan Cruyff; el Madrid, por el contrario, estaba haciendo una pésima competición, lejos de los puestos de cabeza; y poco antes de Navidad había cesado tras
catorce años en el banquillo a Miguel Muñoz, reemplazándolo por Luis Molowny.
Aunque Pelu a veces deliraba, antes de salir de casa pasé por su habitación para despedirme, y cuando le dije que iba al Bernabéu dio un respingo en la cama deseándome suerte.
El partido comenzaba a las ocho de la tarde.
Descendí con mi amigo caminando por la calle Concha Espina en medio de una riada de aficionados provistos de banderas, mientras a nuestro lado desfilaban los vehículos tocando festivamente la bocina.
Al llegar a la plaza de los Sagrados Corazones, los guardias de tráfico, con sus porras y cascos blancos, soplaban sin tregua sus chirriantes silbatos haciendo aspavientos para que fluyera el embotellamiento.
Los «grises» embridaban sus caballos que corcoveaban sobre el asfalto al tiempo que los «reventas» se desprendían subrepticiamente de sus últimas localidades a precios exorbitantes.
En el palco se palpaba la tensión mientras por la megafonía del estadio anunciaban las alineaciones.
Allí estaban los dos presidentes, codo con codo, aunque sin mediar palabra: Santiago Bernabéu y Agustín Montal, a los que yo, en medio de un aroma a puro, miraba de soslayo.
Entre otras personalidades, y directivos-Raimundo Saporta, Luis de Carlos, Muñoz Lusarreta… -distinguí a unos asientos de mi localidad a Gregorio Paunero, espigado y risueño, que al verme, me guiñó un ojo.
Cuando saltaron al césped iluminado los jugadores blancos fueron recibidos con una gran ovación, y los azulgranas, como es costumbre, con una estruendosa pitada.
Pronto se vio que el Madrid no tenía su noche.
A la media hora de juego, tras una diana del astro holandés el Barcelona ya vencía 0-2.
Delante de mí vi pasar a dos miembros de la Cruz Roja transportando tendido en una camilla a un espectador al que le había dado un vahído.
Durante el descanso se escuchaba en las gradas un runrún de preocupación, aunque nada hacía presagiar que a falta de veinte minutos para que terminara el choque, el marcador electrónico señalaría un inapelable 0-5.
Ni la mística del Bernabéu pudo arreglar el desaguisado.
Muchos aficionados, en medio de un denso silencio, abandonaron el campo antes de que concluyera el encuentro y algunos socios indignados increparon a Bernabéu desde la tribuna mientras Agustín Montal envuelto en las volutas de su veguero esbozaba una sonrisa taimada.
-Si lo viera Pelu…-me dije para mis adentros, experimentando una extraña sensación de orfandad como si hubiese perdido mi talismán.
Al pitar el árbitro Orrantia el final del partido, con el público ya puesto en pie a la vez que sonaba el himno del Madrid, volví a cruzar mi mirada con la de Gregorio Paunero que enfundado en su abrigo y con cara de circunstancias se encogió de hombros, como diciendo:
-Qué le vamos a hacer…
Al salir del estadio, la gente se dispersó en silencio, igual que en un funeral.
Mi amigo y yo emprendimos nuestro particular «viacrucis» por la empinada calle Concha Espina, meditabundos, con las manos metidas en los bolsillos de nuestras trencas y tiritando de frío.
Cómo contarle tamaña debacle a Pelu, y los insultos que profirieron a su idolatrado Bernabéu, me preguntaba compungido.
Del mismo modo que en el célebre cuento de Julio Cortázar, «Queremos tanto a Glenda», donde un club de cinéfilos, fans de Glenda Garson -remedo de la actriz británica Glenda Jackson-decide modificar algunas secuencias de su filmografía por considerar que no están a la altura de su talento, yo rumié la posibilidad de alterar el resultado del encuentro ya que Pelu no se merecía en los estertores de su vida llevarse semejante berrinche; y contarle ,por ejemplo, que el Madrid había perdido por la mínima o que el duelo había terminado en tablas, incluso aún ir más lejos e invertir el resultado del clásico diciéndole que el Madrid había vencido 5 -O al Barcelona -una verdad a medias ,al fin y al cabo- si bien se me antojaba un tanto excesivo y además requería de la complicidad de no pocos miembros de mi familia.
Pero nada de eso fue necesario…
Pelu ya nunca recuperó la plena consciencia.
Tuvo, eso sí, algún rapto de lucidez pero no preguntó jamás por aquel Real Madrid-Barcelona de infausta memoria que se borró de su mente como tantos otros
recuerdos, incluido su nombre.
El resto de sus días, que ya fueron pocos, vivió sumida en una nebulosa, dedicándose únicamente a dar de comer en el alféizar de la ventana migas de pan a los gorriones.
Más de una vez, viendo un partido de fútbol junto a ella, si el Madrid, con su inmaculado uniforme blanco, batía la portería del conjunto rival, señalaba exultante la pantalla de televisión con el dedo, creyendo que era yo el autor del gol, como si aflorara su sueño secreto y dormido.
Hasta que la llama de su vida se extinguió definitivamente, invadiéndonos a todos una profunda tristeza.
A raíz de aquella abultada derrota del Real Madrid-convertida en una efeméride para los «culés»- el diario catalán«teleexpress» publicó una esquela que decía:
«Requiescat in pacem el Real Madrid que en la noche del 17 de Febrero de 1974 fue Sotilmente Asensinado y Marcialmente Cruyfficado por Juan Carlos », aludiendo a los jugadores que profanaron el Bernabéu aquella noche aciaga para el equipo blanco.
Pero el Real Madrid «resucitó»…
Y continuó agrandando su gigantesca leyenda aunque la pobre Pelu ya no lo vio.
Otra pléyade de jugadores y otros deslumbrantes equipos escribieron con letras de oro las páginas más gloriosas del club blanco que todavía hoy sigue siendo el más laureado de la historia.
Aunque también creció paralelamente la leyenda negra que persigue como una sombra alargada a los mejores.
Ya lo dijo el novelista mejicano Carlos Fuentes:
«La envidia es el fruto amargo de la gloria».
Cuando falleció Santiago Bernabéu, en Junio de 1978, coincidiendo con el Mundial de Argentina, su viuda, María Valenciano, se quedó en una situación tan precaria que la junta directiva se reunió para ofrecerle ayuda económica, proponiéndole incluso utilizar el seat 1500 del que disponía Bernabéu para sus desplazamientos pero ella -ése fue el expreso deseo de su esposo -declinó el ofrecimiento.
Tal vez el secreto del éxito de aquel hombre inefable que oía crecer la hierba, visionario e ingenioso úcido y genial, radicó en que al no tener descendencia supo dirigir el club como una gran familia, con una perfecta aleación de afecto y autoridad, retando a los empleados, desde el utilero a la más rutilante de sus estrellas como si fueran sus hijos.
De su dimensión humana da fe la anécdota que nos contó un día en casa Gregorio Paunero que colaboró con él desde los años cincuenta, al entrar en el Real Madrid para asesorar fiscalmente a la plantilla.
Bernabéu tenía la costumbre cuando un jugador terminaba su etapa en el Real Madrid de darle una gratificación.
Aquella temporada, después de cinco años abandonaba el club José Luis Peinado, un centrocampista polivalente nacido en Tetuán que dio un excelente resultado, llegando incluso a ser internacional.
Bernabéu sabía que su padre vivía humildemente en una chabola en el Pozo del tío Raimundo.
El día que José Luis Peinado recibió el finiquito, Bernabéu le comunicó en su despacho que lamentablemente no podía darle «sobresueldo» alguno, pero cuando el jugador se retiraba decepcionado le entregó la escritura de propiedad de un piso para su padre.
Entonces José Luis Peinado con los ojos arrasados en lágrimas se fundió en un abrazo con Bernabéu que tampoco pudo contener la emoción.
Para que luego algún necio diga que el Real Madrid es un club sin valores…
Tras la renuncia de Raimundo Saporta, Gregorio Paunero sonó insistentemente en los mentideros deportivos como sucesor de Bernabéu, y cuando ya era el presidente «in pectore», algunos socios animaron a Luis de Carlos a presentarse a las elecciones.
Entonces Paunero se negó a enfrentarse en unos comicios a su gran amigo-entre caballeros andaba el juego- y acabó integrándose en su junta directiva en calidad de vicepresidente económico.
Cuando Gregorio Paunero falleció, en Enero de 2017, a los cien años de edad, después de haber recibido la insignia de oro y brillantes del club de manos de Florentino Pérez, en el Bernabéu se guardó un respetuoso minuto de silencio por su alma, con Zidane y el resto de los jugadores, puestos en pie e inmóviles, sobre el césped.
Y mientras en medio de quietud de la noche estrellada, como si se hubiera detenido el tiempo, se escuchaban a modo de homenaje póstumo los acordes de la banda sonora original de la película «Erase una vez en el Oeste», de Sergio Leone, compuesta por Ennio Morricone ,me retrotraje por unos instantes a mi infancia:
el álbum de cromos de la liga; los domingos por la tarde escuchando «Carrusel Deportivo» en el transistor de pilas «Vanguard»; y, sobre todo, aquella fotografía dedicada por la plantilla del Real Madrid a Pelu con ocasión de su noventa cumpleaños …hasta que el Bernabéu rugió como un león devolviéndome abruptamente al presente.
Parafraseando a Ramón Gómez de la Serna, si esa fría noche de invierno, hubieran anunciado por los altavoces del estadio que se había perdido un niño, probablemente ese niño sería yo.
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