23/11/2024 10:57
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En el recorrido que estoy haciendo por la casa de Borbón española, hoy he llegado al Reinado de Carlos IV (tras haber visitado a Felipe V, a Luis I, a Fernando VI y Carlos III), el Rey a quien el pueblo bautizó como «el cornudo» y, sin duda, uno de los más nefastos de la Historia de España (tal vez superado solo por su hijo Fernando VII). Les aseguro que repasar lo que fue su reinado es hundirse en la rabia y la impotencia. Marañón decía de él que fue una máquina de hacer antimonárquicos.

Pero vayamos a su encuentro. La vida de los Personajes de la Historia la conocemos a través de las «Biografías oficiales»: o sea, las que cuentan lo «históricamente correcto»: Pero, como en el caso de Jesucristo además de los «Evangelios oficiales» hay también «Evangelios apócrifos»: Según Unamuno hay una «intrahistoria» a la que los historiadores profesionales suelen dar de lado. Esta «intrahistoria» es casi siempre más interesante y acaso verdadera que la propia Historia, como demostró Don Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales».

Y hago esta reflexión para adelantar al lector de este reportaje que en este caso he seguido más la «intrahistoria» que la Historia.

Las biografías oficiales de Carlos IV, María Luisa de Parma y Fernando VII (los Reyes que reinaron en el periodo de tiempo en el que suceden las «cosas» que aquí se cuentan), se pueden conocer en cualquier manual de Historia. No así lo que fueron en realidad aquellos Borbones.

Maria Luisa de Parma

Comencemos con Carlos IV. Según la «biografía oficial» Carlos IV de Borbón, también llamado el Cazador, nació en Nápoles el 11 de noviembre de 1748 y murió en Roma el 20 de enero de 1819 y fue Rey de España desde el 14 de diciembre de 1778 hasta el 19 de marzo de 1808. Era hijo de Carlos 111 y de María Amalia de Sajonia y sucedió a su padre al morir éste ese mismo día. Accedió al Trono -dicen los oficialistas-  sin experiencia alguna  en los asuntos de Estado, y además se vio superado por la repercusión de los sucesos acaecidos en Francia en 1789 y por su falta de energía personal que hizo que el Gobierno estuviese en manos de su esposa María Luisa de Parma y de su valido, Manuel Godoy, el amante público y reconocido de la Reina. Estos acontecimientos frustraron las expectativas con las que inició su Reinado. A la muerte de Carlos 111 el empeoramiento de la economía y el desbarajuste de la Administración revelan los límites del reformismo, al tanto que la Revolución francesa pone encima de la mesa una alternativa al Antiguo Régimen. La llegada de Napoleón al poder en Francia truncó las escasas perspectivas que tuvo todo su Reinado. Carlos IV salió de España en 1808 y ya nunca más volvería en vida.

Pero, para los »apócrifos» Carlos IV no fue sólo ese buen Rey, aunque bobalicón, sino algo bien distinto.

De entrada hay que decir que era el séptimo hijo de los trece que tuvo Carlos 111 y que fue Príncipe de Asturias porque su hermano mayor fue excluido de la sucesión, por ser un deficiente mental (por delante de ellos hubo 5 hermanas). Su proclamación como heredero también fue anormal, ya que le correspondía serlo a uno de los hermanos del padre, Luis Antonio Jaime de Borbón y Farnesio, de acuerdo con la Ley hereditaria que entre otras cosas prohibía ser Rey de España a un Príncipe que no hubiese nacido en España, y ese era el caso de Carlos IV. Por tanto, fue Rey de España indebidamente, con trampas.

Carlos IV

En lo personal era un hombre mediocre, más bien vago y amante de la buena mesa. En toda su vida no tuvo otra pasión que la caza y la comida. De su refinamiento se ponía como ejemplo su «manipulación del agua». Al parecer aquel sibarita exigía, porque sólo bebía agua, que en la mesa se le pusieran tres jarras de agua: una caliente, otra templada y otra muy fría, y él mismo mezclaba las tres aguas hasta encontrar la ideal para su gusto (esta operación la haría también en Bayona ante Napoleón el día que le entregó la Corona de sus Reinos). Incluso llegó a decirse que era bisexual y que tal vez por ello dejó en libertad plena a su «querida» María Luisa… y quien le  metió en la cama al fornido Manuel Godoy.

De la Reina María Luisa la Historia oficial dice:

María Luisa de Parma (Parma, 9 de diciembre de 1751 – Roma, 2 de enero de 1819) fue reina consorte de España como esposa de Carlos IV, de quien era prima carnal por el lado paterno. Era nieta de Luis XV de Francia, hermana de Fernando 1 de Borbón-Parma y también prima carnal de los reyes franceses Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X. Se la considera la última reina del Antiguo Régimen en España.

Era hija de Felipe 1, duque de Parma y de la princesa Luisa Isabel de Francia, hija del rey Luis XV. Según muchos historiadores, recibió una educación discutible, bajo influencia del controvertido abad Étienne Bonnot de Condillac, quien defendía ciertas libertades en cuanto a moralidad que en aquella época resultaban impropias de las damas nobles.

En 1765 contrajo matrimonio con el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV; eran primos carnales por vía paterna y parientes cercanos por la vía materna de María Luisa.

En 1788 se convirtió en reina consorte de España tras producirse la muerte de su suegro el rey Carlos 111 y ser reconocido como rey de España su esposo, Carlos IV.

María Luisa de Parma ejerció una gran influencia sobre su marido, débil de voluntad. De carácter caprichoso, llegó a participar en numerosos episodios por los que fue considerada, ya en su época, una mujer intrigante y, para muchos, depravada. Sufrió un ostensible deterioro físico por los múltiples partos, lo que le dio un semblante poco grato que aumentó su impopularidad. Ella, sin embargo, estaba orgullosa de sus brazos torneados y procuró embellecerse con joyas y costosos vestidos de manga corta importados de París, tal como atestiguan diversos retratos de Goya.

Estuvo enfrentada con numerosos miembros de la Corte española del momento. Destacó la rivalidad que mantuvieron la reina y la duquesa de Alba, musa de Goya. También tuvo desavenencias con la duquesa de Osuna. Entre los numerosos amantes atribuidos a la reina María Luisa destaca Manuel Godoy, un antiguo miembro de la Guardia de Corps que alcanzó una influencia política muy notable porque gozó de una elevada capacidad para manipular a la reina María Luisa y al propio rey Carlos IV.

María Luisa acompañó a su marido al destierro, primero en Francia, confinados por Napoleón en Compiegne, y posteriormente en Roma donde falleció, reinando ya su hijo Fernando en España, el cual ordenó el traslado de los restos de sus padres para ser enterrados en el Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial.

María Luisa tuvo 24 embarazos, 10 abortos y 14 hijos vivos, aunque de éstos sólo 5 alcanzaron la mayoría de edad:

Carlos Clemente Antonio (murió con 3 años)

Carlota Joaquina (con 55)

María Luisa Carlota (con 5)

María Amalia (con 18)

Carlos Domingo Eusebio (con 3)

María Luisa Vicenta (con 42)

Carlos Francisco de Paula (con 1)

Felipe Francisco de Paula (con 1)

Fernando (con 49)

Carlos María Isidro (con 67)

María Isabel (con 59)

María Teresa (con 3)

Felipe María Francisco (con 2)

Francisco de Paula Antonio (con 71).

 

Aunque también la paternidad de estos hijos se puso en entredicho y nunca se supo realmente cuáles eran de Carlos IV y cuáles de los amantes. Ella misma le echó en cara un día al heredero y Príncipe de Asturias que había sido hijo de un monje de El Escorial, a quien le había hecho »un regalo» en una noche de pasión.

Sin embargo, los «apócrifos» vieron siempre otra María Luisa. En agosto del año 2001 la revista «HOLA» publicó este pequeño apunte: 

«La nieta de Isabel de Farnesio llevaba el peso del Estado junto a Godoy al que nombraron Príncipe de la Paz y tuvo a su marido relegado, siempre, a un segundo plano. Era una mujer de gran poder a la que difícilmente se le podía llevar la contraria. No en vano, a la sabandija— un mote más entre decenas—­ la acusó el pueblo de haber envenenado a su gran rival, la duquesa de Alba, por culpa de los celos que le provocaba su relación con Goya.

Malquerida y fea, caen sobre la memoria de esta reina el peso de cientos de rumores que el tiempo ha convertido ya en historia: Que si había confesado a su sacerdote que ninguno de sus hijos era de su marido, que no se lavaba por miedo a contraer enfermedades porque el agua dilataba,  según su criterio, los poros de la piel…Cierto es, sin embargo, que gracias a esta apasionada mujer, se construyó la Casita del Labrador en Aranjuez. Una pequeña residencia que se usaba como lugar de descanso después de los paseos por los inmensos jardines y, también, como sala de fiestas y bailes cortesanos. Y, también, que engañó a Napoleón y a su esposa Josefina con su dentadura postiza.

La dentadura postiza de la Reina

La reina María Luisa impresionó a Napoleón y a Josefina con su maravillosa dentadura durante una cena celebrada en el castillo de Marrac, Bayona, en la primavera de 1808. María Luisa y Carlos IV, que habían sido obligados a abdicar días antes, tras el motín de Aranjuez y el inseparable Godoy, acudieron a una cita con él, entonces, dueño de Europa en busca de protección y refugio. Josefina, de impresionante belleza, recibió a los invitados y quedó maravillada por la boca tan sana y tan perfecta de la ya vieja reina. Dientes de los que no sospechó, por un momento, que eran postizos hasta que, ante los magníficos manjares, la reina española se desprendió del artefacto para comer. 

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Opio para los dolores

En aquel gesto repugnante vio/ sin embargo, Josefina, el fin de su gran drama. Pues, además del problema estético que tanto la afeaba, lo peor era que con el sufrimiento que le provocaban los continuos dolores había aprendido a hablar con los labios casi cerrados… Juan Antonio Vallejo Nájera, dice de la emperatriz en, Yo, el Rey: «Los pocos dientes que se vislumbraban entre sus labios perfectos están negros y carcomidos. Son una especie de embajadores que traen cartas credenciales de la muerte»-; para lo segundo, sin embargo, sólo encontraba alivio en los granos de opio’:

La Reina, que había tenido 14 hijos y 4 abortos con su marido el Rey, tenía un amante «oficial» (Godoy) y todos los miembros de la Guardia Real como «amantes ocasionales»… y todo ello con el beneplácito del Rey «cornudo». María Luisa, era una ninfómana reconocida y terrible.

Manuel Godoy.

El Rey no tuvo amores ni amoríos, sólo dos pasiones la caza y el boxeo, sus deportes favoritos. Se sabe que Carlos IV sólo dedicaba a los asuntos de estado 15 minutos diarios, ni uno más ni uno menos. Cumplido el tiempo, «todo» lo que no se hubiese despachado quedaba para el día siguiente. Al final de su vida, ya fuera de España, aceptaba dormir en la misma cama que la Reina y Godoy, por sus temores a ser asesinado cuando estuviese solo. Su comida tenía que ser siempre «probada» por algún servidor.

El Príncipe de Asturias, que nació con una enfermedad sexual famosa ( en su momento se hablará de ella)  tenía una mujer oficial (la primera de las cuatro que tuvo), María Antonia de Nápoles, dos amantes «oficiales» (la condesa de La Bisbal y la Baronesa de Guindo) y las amantes pagadas de sus salidas nocturnas por los garitos de Madrid.

El Príncipe de la Paz, D. Manuel Godoy, tenía una mujer oficial (la condesa de Chinchón), una segunda mujer, no oficial (la actriz Pepita Tudor), una amante «oficial» (la Reina María Luisa) y todas las mujeres que le pedían algún cargo retribuido, pues el toro extremeño todo lo daba a cambio de sexo.

Esto pasaba en el primer escalón social de la Corte, donde imperaban los desvaríos y los juegos eróticos.

En el segundo escalón, es decir la Nobleza, el ejemplo real cundió hasta límites indescriptibles . Veamos:

La condesa de Segovia estaba liada con el hijo mayor de los duques de Pastrana, a su vez, convivía con la marquesa de Lugo y la cantante Elisa Romea. La duquesa consorte del duque de Farias, de origen argentino, era amante de Negrete, el capitán general, pero el capitán general, que estaba casado con una noble sevillana, alternaba con la argentina con la Camera Mayor de la Reina.  La duquesa De Brunsvik tenía cinco amantes, por días y horas fijas: el primero era el grandísimo Goya que acudía al inmenso palacio de la señora duquesa los lúnes, miércoles y viernes, de cuatro a seis de la tarde, el segundo era el general de caballería Angel Guerra, el tercero el marqués de Castro Urdiales, el cuarto el embajador ruso y el quinto el Barón de las Torres… más otros amantes ocasionales que entraban a escondidas en el palacio por la puerta de atrás…

Y así toda la Nobleza. Aquello no era una Corte, aquello era un burdel Gigante, en el que todo estaba permitido y todo se sabía. Incluso estaba mal visto no tener amores y amoríos fuera del matrimonio. Incluso era «señorial» acudir a los espectáculos públicos acompañados de los o las amantes. Tanto es así que la fortaleza de los títulos se medía por el número de amantes. Se cuenta, o se contaba en aquel Madrid de finales del siglo XVIII, que la condesa Lisbia tenía como amantes al mismo tiempo al alcalde de Madrid y al famoso actor Isidoro Maiquez y que Godoy la desterró por las orgías que organizaba en su Palacio del Paseo del Prado. Sodoma y Gomorra.

Y mientras tanto, las clases menesterosas, los majos y las majas, los manolos y las manolas, el pueblo llano, vivían a salto de mata y muchos pidiendo limosna por las calles, los ejércitos tenían que desfilar sin zapatos, las armas eran todavía las de Carlos V, los famosos Tercios de Flandes se habían transformado en Unidades sin cuartel, la Marina no tenía barcos y los mares ya eran ingleses, los generales alcanzaban sus estrellas no en los campos de batalla sino en las camas de las ilustres damas (una condesa te podía dar cinco estrellas, una marquesa tres y la amante del Príncipe te podía hacer capitán general).

Y mientras, el padre y el hijo (Carlos y Fernando ) se disputaban la Corona y se odiaban o hacían cola ante el Emperador Napoleón.

La duquesa de Espejo lo dejó escrito:

«Lo que pasa en el Palacio Real no puede ni contarse y más, mucho más, cuando la Corte se trasladaba a los Palacios de Aranjuez, a la Granja o al Escorial. Porque allí solo había correrías por los pasillos y noches de alcoba. Una puerta se abría y o escondidas y apenas sin ropa, la señora se escapaba de puntillas para meterse en la habitación del Infante o del Príncipe, mientras otra señora se metía en la cama con el marido «engañado». Y yo no era menos, por qué me voy a mentir. No es de extrañar que nacieran tantos bastardos en las grandes familias y que muy pocos de los Grandes de España fueran hijos de los apellidos que llevaban.

El mismo Príncipe Fernando no era hijo del Rey y vete tú a saber si los otros trece lo eran. Sí, si querías medrar, a veces, incluso, si no querías que la Santa Inquisición te encerrase en una mazmorra por «bruja», tenías que hacerle un favor al Cardenal o al Arzobispo. Yo fui amante un tiempo del infante Don Luis de Borbón, primo del Rey Carlos, aquel que con la leche en los labios ya era obispo de Sevilla y a los 23 años arzobispo de Toledo y Cardenal. ¡Así era la Corte, así fueron aquellos años anteriores a la Guerra!. Lo que vino después,, con los franceses, todavía fue peor»

Galdós describió así este personaje:

Benito Pérez Galdos

«Lo que hemos dicho era costumbre propia de la edad, y no es justo censurar al Infante porque tomase lo que le daban. Su Eminencia, tal y como le ví descender -el que habla es el personaje galdosiano Gabriel Araceli- del coche en el vestíbulo de Palacio, me pareció un mozo coloradillo, rubicundo, de mirada

inexpresiva, de nariz abultada y colgante, parecida a las demás de la familia, por ser fruto del mismo árbol, y con tanta insignificante aspecto, que nadie se fijara en él si no fuera vestido con el traje cardenalicio».

Y el pueblo decía:

«De Madrid al cielo… pasando por la cama».

Pero , lo más grave llegó con el nuevo siglo y con la aparición en escena de Napoleón y sus ejércitos y culmina con la tragicomedia que se vive en Bayona, donde llegan Carlos IV y María Luisa citados casi a la fuerza por el poderoso Emperador primero y después el príncipe de Asturias, que en ese momento es ya Rey por la abdicación de su padre. Según André Castelot,  el mejor biógrafo de Napoleón, la tragicomedia empezó al verse ante Napoleón padre e hijo, pues el padre le da un empujón al hijo y lo aparta de sí sin contemplaciones.

-Qué ¿no has ultrajado bastante mis canas? ¡vete! ¡no quiero verte! ¡vete!

Y tuvo que ser el propio Napoleón quién  separase a los dos Reyes de España. Naturalmente el Príncipe se retiró.

Tras esta primera escena el protocolo imperial había montado dos mesas separadas: una para el Emperador, la Emperatriz y los Reyes y otra para los mariscales Lannes y Bessiéres, el general Savary y Godoy, el Príncipe de la Paz. Eso no le gustó al Rey y menos a la Reina. Querían que Godoy estuviese a su lado y así se lo hicieron saber a Napoleón, quien sin poder evitar una sonrisa acepta la petición y enseguida acomodan a Godoy en la mesa presidencial, justo a la derecha de la Reina. Los mariscales y Savary se llevan las manos a la cabeza ¡diplomáticamente!.

         Pero, antes de iniciarse la comida, todavía, Napoleón tiene que presenciar el insólito «caso del agua», el de la costumbre del Rey de España de  ponerse ante  sí tres jarras de agua con temperaturas distintas y sabia y minuciosamente ir mezclándolas hasta encontrar el resultado a su gusto. Napoleón, Josefina y los Mariscales abrían los ojos con sorpresa.

           Entonces, y sólo entonces (o sea, cuando vio a Godoy sentado en su mesa y se había servido y probado el primer vaso de agua) se dirigió a Napoleón en estos términos:

             –Sire, sabe que soy un admirador y servidor de S.M.I. (Su Majestad Imperial) y que haré lo que S. M. I. se digne decirdir sobre mis Reinos. Francia será más grande con España a su lado. Disponga, pues, S. M. I. y R. de la Corona de España como mejor le plazca y mi admiración por el hombre más grande de la Historia será total.

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               –Naturalmente Napoleón se sintió halagado y sobre todo satisfecho, pues veía cumplirse sus planes. Así que tomó la palabra y tras «echarle piropos» al Rey y a la Reina (y hasta al Príncipe de la Paz) les fue explicando y convenciendo de la necesidad que tenía, en bien de Europa, de la Corona de España. Palabras, palabras, palabras… que cundo Napoleón se ponía a hablar de sus sueños y sus proyectos hasta resultaba simpático y arrollador. También sacó a relucir la situación del Príncipe de Asturias y sus temores ante la tozudez que mostraba, «su hijo está mal aconsejado por esos nobles que tanto le influyen y tanto le perjudican» (especialmente –dijo– ese canónigo que no le deja ni a sol ni a sombra).

              –Pero, el Rey, que parecía estar en otro mundo, en lugar de responder algo al Emperador se limitó a decirle a la Reina:

                  — Oye, Luisa, come más de esto que está buenísimo.

             –Napoleón, una vez más sorprendido, miraba a sus generales y sonreía con toda la pillería que habrá aprendido del sibilino Talleyrand y pensando que «aquel fantoche sólo pensaba en comer mientras le arrebataban su Corona y sus Reinos».

                  Lo curioso es que esta comida y esta escena sucedían, precisamente, el día «2 de mayo de 1808″… justo mientras los mamelucos aplastaban a los madrileños en la Puerta del Sol y en el Parque de Monteleón. ¡¡Ironías del destino!!

                  Sin embargo, lo «gordo» vino tres días después, el 5 de mayo, es decir, cuando las noticias de la masacre y los fusilamientos de Madrid llegaron a Bayona, porque entonces el Emperador «voló» a caballo a la residencia donde había instalado a los Reyes de España y hasta allí hizo llevar al Príncipe Fernando… a quien acusó nada más verle y frontalmente de haber fomentado el motín. Carlos lV aprueba las palabras del Emperador y le grita al hijo:

                         — ¡Tú! ¡tú has sido seguro el incitador de esa carnicería! ¡La sangre de mis vasallos ha corrido y también  la de los soldados de mi gran amigo Napoleón por tu culpa! ¡Vete! ¡No quiero verte más!

                            Y la Reina, «hecha una furia» –según el biógrafo Castelot– insulta ferozmente a su hijo y le grita a la cara:

                            — ¡Bastardo! ¡Eres un bastardo! ¡Y maldita la hora que te traje al mundo! ¡ Te teníamos que haber fusilado cuando lo de El Escorial!

                                  Y dirigiéndose a Napoleón:

                                   — Sire, no lo dude ¡mande a este bastardo al cadalso!

                                   Napoleón, si embargo, aprovecha el momento y la situación para decirle con cara de pocos amigos al Príncipe de Asturias:

                             –Si de aquí a la media noche no habéis reconocido a vuestro padre como Rey legítimo y lo comunicáis a Madrid, seréis tratado por mí como un rebelde. Se acabaron las contemplaciones.

                        Y Fernando, cobarde como siempre, espantando y lleno de miedo, no sólo cede, abdica y reconoce a su padre como Rey legítimo, sino que se acerca a Carlos lV y se hinca de rodillas llorando y pidiendo perdón, como hijo y como súbdito.

                           — Mariscal Lannes -dice Napoleón– acompañe al Príncipe a su residencia y asegúrese que mañana mismo salga para su nuevo destino en el castillo de Valencay.

                           Y al quedarse solo con los Reyes, Carlos lV ya no duda y abdica a favor de Napoleón. El Reino de España ya tiene nuevo Rey, porque el Emperador ya había elegido a su hermano José para sustiruir a los españoles.

                               Sin embargo, la Reina, más atrevida o más insensata que el Rey, se dirige a Napoleón y le dice:                  

                              — Sire, al Rey y a la Reina les complace que este asunto tan espinoso se haya resuelto a favor de S. M. I., pero creo que a cambio S. M.I. debería proporcionarnos los medios necesarios para nuestra subsistencia y un lugar decente para retirarnos con nuestro querido Príncipe de la Paz. Los tres queremos vivir apartados y lejos de cualquier intriga.

                               — Señora –le responde Napoleón– Francia nunca abandona a sus amigos. Serán siempre atendidos como Reyes.

                                       Ninguno de los tres volverían a España en vida.

                                       Los Reyes y Godoy recibirían 6 millones de francos anuales y los castillos de Compiegne y Chambord, más la servidumbre necesaria y de por vida.

                                         Sin embargo, sí volvieron a ver en dos ocasiones a S. M.I. Napoleón Bonaparte, una a la vuelta de su rápida campaña en España y la toma de Madrid y otra poco antes de su marcha a la campaña de Rusia. Entonces supo por el siempre servil general Saravy lo siguiente:

                                        — Sire, lo de esta familia no tiene nombre. ¿Sabe, Sire, que el Rey, la Reina y Godoy viven juntos los tres como si fuesen un solo matrimonio?

                                             –¿En la cama tambié? –pregunta con sorna el Emperador.

                                             — Según sus servidores, también. Bueno, en realidad tienen tres dormitorios, cada uno el suyo… pero las Damas de Honor de la Reina y las doncellas aseguran que muchas mañanas los han encontrado a los tres en la cama de la Reina.

                                                    O sea, una cama redonda.

                                                     –Por lo que se dice, si´, Sire.

                                                     –Bueno, general, si ellos son felices así no se inmiscuya en sus vidas privadas. ¡Son pobres gentes!  

                                  SÍ, POBRES GENTES Y POBRE ESPAÑA

                   (porque lo que vino después,  su hijo, Fernando VII, el Rey «Felón», fue todavía peor y más esperpéntico…. como veremos en el próximo capítulo)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.