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Ernest Ansermet, director de la orquestra de los Ballets Rusos de Diaghilev, nos narra la siguiente historia que ocurrió en España, en el Teatro Real, durante la I Guerra Mundal…

Normalmente, cuando empezaba el espectáculo, Alfonso XIII seguía en su palco, con la reina y los infantes. Antes nos había recibido en audiencia. Fue bastante divertido porque cuando me vio, me dijo: Entonces, obviamente con tu barba -en ese momento tenía una gran barba negra- ¡con tu barba, debéis ser moscovita! Yo le digo: No, señor… Majestad, ¡soy suizo! Empezó a dar golpecitos con las piernas, encontrando muy divertido que fuera yo, un suizo, quien dirigía los Ballets Russes. Y luego le preguntó a Diaghilev: Pero entonces, ¿qué hace en la compañía? No dirige, no baila, no toca el piano, ¿qué hace? Diaghilev respondió al rey: Majestad, soy como usted, no trabajo, no hago nada, pero soy indispensable. El rey le ofreció un cigarrillo.

Esta anécdota nos resume a la perfección quién fue Serge de Diaghilev. Un personaje que, a pesar de los años transcurridos desde su muerte, forma parte de la historia del arte del siglo XX, aunque no fue ni músico, ni bailarín, ni escritor, ni pintor. Serge Lifar lo definió como un creador de artistas y ahí radica su grandeza.

El ballet actual no sería lo mismo sin la intervención de Diaghilev. No sólo por su llegada a París en 1908 y los posteriores veinte años de la existencia de los Ballets Rusos, sino con posterioridad al año 1929.

La personalidad arrolladora de los miembros del Ballet Ruso hizo que Michel Fokin y George Balanchine se establecieran en los Estados Unidos y fundaran el New York City Ballet. Leónide Massine impulsó el ballet de la Scala de Milán. Ninette de Valois creó el Sadler’s Wells Ballet, embrión del Royal Ballet del Covent Garden. Anton Dolin y Alicia Markona fundaron el London Festival Ballet. Serge Lifar fue el alma mater del ballet de la Ópera de París. Mihail Mordkin creó el Mordkin Ballet de New York. El Ballet Ruso de Montecarlo del Coronel Wassily de Basi, con Leónide Massine, quiso ser una continuación del de Diaghilev. Boris Kochno, junto a Roland Petit, fundaron los Ballets des Champs-Élysées. En Sudamérica el ballet se vio influenciado por Bronislava Nijinska -hermana de Vaslav Nijinsky-, Elena Smirnova, Boris Romanov y Michel Fokin. Otras estrellas como Ana Pavlova o Ida Rubinstein crearon sus propias compañías. Como vemos el mundo creado por Diaghilev perdura hoy en día en las más prestigiosas compañías de ballet.

El arte escénico es efímero. Empieza después de un silencio y termina en otro silencio. En medio todo un mundo de fantasía. Hoy en día casi nadie vio bailar a los Ballets Rusos de Diaghilev. Aquella magia se perdió hace mucho tiempo. Sin embargo, cada vez que se levanta un telón y la orquestra toca el primer compás, se repite un milagro que, sin la genialidad de Diaghilev, hoy en día sería muy diferente. Nadie como él influyó tanto en el arte escénico del siglo XX y su herencia sigue aún viva.

A pesar de todo esto la decadencia de Diaghilev se produjo pocos meses antes de su muerte. Quizás fue anterior, pero él no se había dado cuenta. Diaghilev mientras pudo retener a sus artistas brilló con luz propia. Con los años se fueron marchando Pavlova, Rubinstein, Nijinsky, Fokine, Massine, Balanchine, Stravinsky… Esto hizo que aquella mágica única se diluyera o, mejor dicho, se diversificara. Con lo cual el espíritu que asombró a la Europa de principios del siglo XX formaba ya parte del pasado en la década de los veinte. Sin embargo, los amigos y el nombre de los Ballets Rusos le hicieron creer a Diaghilev que aún era un personaje muy influyente en el panorama artístico mundial. No era así y pudo percibirlo en Londres.

Aquel 1929 los Ballets Rusos estrenaron 3 nuevas producciones: Le Bal, con música de Vittorio Rieti y coreografía de George Balanchine; Renard, con música de Igor Stravinsky y coreografía de Serge Lifar; y Le fils prodigue, con música de Sergei Prokofiev y coreografía de George Balanchine. Se estrenaron en el Teatro Sarah Bernardt de Paris entre el 21 al 28 de mayo de 1929. La última vez que la troupe bailó estando Diaghilev con vida fue el 4 de agosto de 1929 en Vichy (Francia).

Por aquel entonces había conocido un joven compositor ruso llamado Igor Markevich. Tenía 16 años y vio en él lo que antes descubrió en otros artistas. Era su nueva creación. Le pidió que compusiera un concierto para piano, el cual se estrenaría durante la gira del ballet en Londres. Asimismo le encargó un ballet titulado El vestido del rey, con libreto de Boris Kochno, el cual nunca vio la luz al morir Diaghilev. El estreno del concierto estaba previsto durante el intermedio del espectáculo. Se pretendía que en ese momento se reconociera el talento de su joven descubrimiento. El acontecimiento tendría lugar el 15 de julio de 1929 en el Covent Garden londinense. Para promocionarlo el 13 de julio Diaghilev publicó una carta en el periódico The Time. En ella proclamaba a Markevich como un hombre que pondría fin a un periodo de escándalo en la música -refiriéndose a la segunda escuela de Viena encabezada por Schoenberg-. Diaghilev había roto moldes apoyando a Stravinsky y, en concreto, apostó por sus ballets El pájaro de fuego, La consagración de la primavera y Petrushka. Ahora las circunstancias habían cambiado. Si fue clave en el cambio estructural y musical con aquellas obras, con Markevich deseaba empezar de nuevo y renacer como líder en el gusto musical del público.

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Su tiempo había pasado. Las críticas no fueron las deseadas. En su tiempo tampoco lo fueron las de los ballets anteriormente citados. En aquel tiempo Diaghilev era joven. Los años habían pasado y decidió tirar la toalla. Sin embargo, no se equivocó. Después de la muerte de su protector Markevich consiguió un contrato con la editorial Schott y en poco tiempo fue considerado uno de los mejores compositores de su tiempo. De él se dijo que era el segundo Igor, pues el primero era Stravinsky.

Como hemos dicho Diaghilev tiró la toalla. Decidió acabar con todo. A pesar de su diabetes empezó a cometer excesos. Esto debilitó su salud. Con Markevich se fue de vacaciones a Alemania. Allí se reunieron con los compositores Paul Hindemith y Richard Strauss, escucharon música de Mozart y Wagner, y visitaron museos. Diaghilev quiso -como hizo antaño con otros- educar a su joven acompañante. Mientras creaba un nuevo artista él avanzaba hacia la muerte. Sobre aquella época escribió Markevich:

Su crueldad y despotismo, lo habrían hecho odioso si no hubiera poseído un encanto que utilizaba como un virtuoso, con el cual podía modificar un entorno para restablecer una situación. Por encima de todo, Diaghilev estaba enamorado del amor. Distinguía perfectamente entre el amante y el amado, al ver su propio rol en una misión que consistía en formar a un joven para permitirle alcanzar su máximo potencial. A sus deseos físicos me presté por la fascinación que ejercía sobre mí como un ritual perverso. La cosa se hizo más fácil por el hecho de que el erotismo en él era más ingenuo que el mal. Su psicología amorosa poseía las características que notamos en muchos invertebrados y la sexualidad de un adolescente quedó como una mala experiencia (este fue el caso de Diaghilev) un secreto temor físico o inhibición había obstaculizado su desarrollo. Podemos decir que sus gustos no difirieron significativamente por la pasión allí unida, los juegos a veces adónicos entre niños de un colegio. Además, tenía una tendencia a amar el ritual de los niños los cuales introdujo entre sus amistades. Creo que él no desautorizó un juramento de fidelidad en el que se mezcla la sangre. En muchas cosas él tenía dieciséis años, como yo”.

Terminado el periplo alemán Diaghilev se refugió en el Gran Hotel des Bains de Mer en el Lido veneciano. Quería morir en Venecia. Allí lo estaban esperando sus dos últimos amantes: Boris Kochno y Serge Lifar. La muerte se acercaba. La decadencia del personaje recuerda La muerte en Venecia de Thomas Mann. El 18 de agosto Lifar pidió a un sacerdote ortodoxo que aliviara el alma del moribundo. Antes de entrar en coma Diaghilev murmuró: “me has vencido”. El fin cada vez estaba más cerca. Lifar se situó a su derecha. Kochno a su izquierda. A sus pies Missia Sert. La mañana del 19 de agosto de 1929 Diaghilev dejó de existir. Minutos después Lifar y Kochno se enzarzaron en una pelea. Ambos se disputaban el funeral del difunto y su legado. Missia Sert tuvo que poner paz. Lifar se encerró en la habitación con el cuerpo inerte del difunto. En otra habitación Kochno y Sert prepararon el entierro. Como de costumbre Diaghilev estaba al borde de la ruina. Missia Sert tuvo que sufragar los gastos del entierro de su amigo.

En 1935 Walter Nouvel y Arnold Haskell publicaron Diaghileff. His Artistic and Private life, la primera biografía sobre él. Nouvel, conocido íntimamente como Valitchka, fue amigo y secretario de Diaghilev. En esta biografía nos relata así los últimos días de su vida:

En Venecia, donde lo acompañaron Serge Lifar y Kochno Boris, unos pocos días después de su llegada, estaba bien y de excelente humor, tomando el sol y hablando con sus amigos, entre ellos su mayor amiga, la señora Sert. Estaba pensando en el futuro, señalándole cosas a Lifar como lo había hecho antes con Massine: “Mira a esos campesinos, fíjate exactamente la forma en que están caminando”, y nada le daba mayor placer que impartir su visión al muchacho receptivo.

De repente se puso muy enfermo, con una temperatura que aumentaba de manera constante, y entró en un coma. Un devoto y aterrorizado Lifar inmediatamente se lo advirtió a la baronesa d’Erlanger, una de sus amigas más fieles. Por unos instantes volvió en sí, pero al principio no la reconoció, se quitó el sombrero. «Ah, Catherine… ¡Qué hermosa te ves!… Estoy enfermo…muy enfermo… Me siento tan caliente… mareado». Esas fueron sus últimas palabras. La temperatura aumentó, y volvió a entrar en un coma. El doctor dijo que si pasaba la noche aun había una excelente oportunidad de recuperación. Lifar y Kochno estuvieron a su lado toda la noche, debido a la aprensión entre ambos pidieron a la señora Sert, su mejor amiga, que compartiera aquellas horas con ellos. Hacia el amanecer la respiración cesó, no hubo lucha, no sabía que esta cosa terrible había de venir, o lo fácil que era. Se fue en un sueño profundo y tranquilo. En ese momento salió el sol, y se iluminó su rostro tranquilo. Había muerto en el agua en Venecia, su favorito lugar de descanso. La siguiente noche, mientras estaba en su habitación, rodeado de flores, una violenta tormenta se acercó a la laguna, grandiosa y espectacular, como él mismo la hubiera escogido.

Por la mañana, después de la tormenta, fue llevado por el agua a su último lugar de descanso en la isla de San Michele, en medio de cipreses. La tormenta había hecho una alfombra de hojas verdes desde el hotel hasta la góndola; contexto digno de sus grandes espectáculos”.

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Dos días después tres góndolas partieron hacia el cementerio de San Michele. En la primera iba Lifar y Kochno junto al féretro. No se miraban. Al llegar condujeron el féretro hasta el recinto ruso. El trayecto lo hicieron Lifar y Kochno de rodillas. Venecia daba el eterno reposo a un hombre que había sido una fuerza fundamental en el mundo del ballet del siglo XX.

No todo había terminado. Su legado aún seguía vivo. Es decir, los Ballets Rusos de Diaghilev aún eran un ente a pesar de la muerte de su creador. Los acreedores se lanzaron sobre la presa. Kochno y Lifar se repartieron la herencia. Todos los papeles, documentos y objetos acumulados durante años fueron divididos. Todo había acabado. Ahora bien, el telón tenía que bajar para dar paso al silencio. Esa coda final la firmaron sus dos últimos amantes:

Estimados amigos y colegas, en esta ocasión nos reunimos para decir adiós, a ustedes, participantes y colaboradores durante tantos años, del trabajo de los Ballets Rusos de Serge de Diaghilev, sobre el significado y el alcance de los mismos los críticos ya han dado cuenta, y los historiadores se pronunciaran en su momento. Diaghilev murió de repente, no terminó su obra. Pero este trabajo, no se puede terminar, al igual que no podemos vivir por él.

Nosotros no podemos cargar con la responsabilidad de continuar con la obra de Diaghilev. Diaghilev fue un creador de artistas, es decir, personas que, a su vez, crean obras. Uno puede “trabajar con un creador”, ayudarle en la palabra y en la acción, pero no podemos pintar como Picasso o componer como Stravinsky. Para seguir llevando el nombre que Diaghilev dio a su obra, su propio nombre, nosotros, sus discípulos, deberíamos recordar constantemente sus palabras, sus pensamientos, sus deseos, es decir, convertir una cosa muerta en una obra viva. Sin embargo, nuestra razón, nuestro sentir, nuestro deseo, nos pide seguir creciendo. Cualquiera que sea la confianza que el Maestro depositó en sus discípulos durante su vida, requeriría sustituir nuestro propio trabajo por el suyo, y el nombre de Diaghilev se pondría en algo que le sería ajeno.

Así que nos despedimos de ustedes y de la obra común, pero igual que ustedes, creemos, nunca olvidaremos todo lo que hemos aprendido”.

En aquel momento se puso fin a uno de los periodos más fértiles y brillantes del arte escénico del siglo XX.

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César Alcalá