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“Al principio, el comunismo se manifestó tal cual era en toda su criminal perversidad; pero pronto advirtió que de esta manera alejaba de sí a los pueblos, y por esto ha cambiado de táctica y procura ahora atraerse las muchedumbres con diversos engaños, ocultando sus verdaderos intentos bajo el rótulo de ideas que son en sí mismas buenas y atrayentes”
Por su interés reproduzco otro capítulo de la Encíclica de Pio XI sobre el comunismo.
Santidad, hoy 18 de marzo de 2022 hace 85 años que el Papa, su antecesor, Pio XI, publicó la encíclica “Divini Redemtoris” (18/3/1937) en la que analizaba, describía su maldad y condenaba el comunismo soviético y ateo. Poco antes había publicado la “Non abbianobisogno” (contra el fascismo de Mussolini) y la “MitbrennenderSorge” (contra el nazismo de Hitler).
Por su interés le reenvío un texto en español (ya sabemos que usted lo habla a la perfección cuando quiere) para que le refresque la memoria y actualice su idea del comunismo, hoy agazapado tras el Globalismo, el Ecologismo, el Feminismo, la limpieza de los bares y la LGBTI+.
Y, naturalmente, y al mismo tiempo, me gustaría que la leyesen, despacio y sin perder comba, los inteligentes lectores de “El Correo de España”, que les iré dando en dosis pequeñas y cada día, para que no pierdan el interés que tiene. Creo que merece la pena.
Cuarto Capítulo de la Encíclica
MINISTROS Y AUXILIARES DE ESTA OBRA SOCIAL DE LA IGLESIA
Los sacerdotes
Tanto para la obra mundial de salvación, que hemos descrito hasta aquí, como para la aplicación de los remedios, que hemos indicado brevemente, Jesucristo ha elegido y señalado a sus sacerdotes como los primeros ministros y realizadores. A los sacerdotes les ha sido confiada, por especial voluntad divina, la misión de mantener encendida y esplendorosa en el mundo, bajo la guía de los sagrados pastores y en unión de filial obediencia con el Vicario de Cristo en la tierra, la lumbrera de la fe y de infundir en los fieles aquella confianza sobrenatural con que la Iglesia, en nombre de Cristo, ha combatido y vencido en tantas batallas a lo largo de su historia: Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1Jn 5,4).
En esta materia recordarnos de modo particular a los sacerdotes la exhortación, tantas veces repetida por nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII de ir al obrero; exhortación que Nos hacemos nuestra complementándola con esta aclaración: «Id especialmente al obrero pobre; más todavía, id en general a los necesitados», como mandan las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia. Los necesitados son, en efecto, los que están más expuestos a las maniobras de los agitadores, que explotan la mísera situación de los necesitados para encender en el alma de éstos la envidia contra los ricos y excitarlos a tomar por la fuerza lo que, según ellos, la fortuna les ha negado injustamente. Pero, si el sacerdote no va al obrero y al necesitado para prevenirlo o para desengañarlo de todo prejuicio y de toda teoría falsa, ese obrero y ese necesitado llegarán a ser fácil presa de los apóstoles del comunismo.
No podemos negar que se ha hecho ya mucho en este campo, especialmente después de las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno; y saludamos con paterno agrado el industrioso celo pastoral de tantos obispos y sacerdotes que, con el uso prudente de las debidas cautelas, proyectan y experimentan nuevos métodos de apostolado más adecuados a las exigencias modernas. Sin embargo, todo lo hecho en este campo es aún demasiado poco para las presentes necesidades. Así como, cuando la patria se halla en peligro, todo lo que no es estrictamente necesario o no está directamente ordenado a la urgente necesidad de la defensa común pasa a segunda línea, así también, en nuestro caso, toda otra obra, por muy hermosa y buena que sea, debe ceder necesariamente el puesto a la vital necesidad de salvar las bases mismas de la fe y de la civilización cristianas. Por esta razón, los sacerdotes, en sus parroquias, conságrense naturalmente, en primer lugar, al ordinario cuidado y gobierno de los fieles, pero después deben necesariamente reservar la mejor y la mayor parte de sus fuerzas y de su actividad para recuperar para Cristo y para la Iglesia las masas trabajadoras y para lograr que queden de nuevo saturadas del espíritu cristiano las asociaciones y los pueblos que han abandonado a la Iglesia. Si los sacerdotes realizan esta labor, hallarán, como fruto de su trabajo, una cosecha superior a toda esperanza, que será para ellos la recompensa del duro trabajo de la primera roturación. Es éste un hecho que hemos visto comprobado en Roma y en otras grandes ciudades, donde en las nuevas iglesias que van surgiendo en los barrios periféricos se van reuniendo celosas comunidades parroquiales y se operan verdaderos milagros de conversión en poblaciones que antes eran hostiles a la religión por el solo hecho de no conocerla.
Pero el medio más eficaz de apostolado entre las muchedumbres de los necesitados y de los humildes es el ejemplo del sacerdote que está adornado de todas las virtudes sacerdotales, que hemos descrito en nuestra encíclica Ad catholici sacerdoti [22]; pero en la materia presente es necesario de modo muy especial que el sacerdote sea un vivo ejemplo eminente de humildad, pobreza y desinterés que lo conviertan a los ojos de los fieles en copia exacta de aquel divino Maestro que pudo afirmar de sí con absoluta certeza: Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20).Una experiencia diaria enseña que el sacerdote pobre y totalmente desinteresado, como enseña el Evangelio, realiza una maravillosa obra benéfica en medio del pueblo; un San Vicente de Paúl, un Cura de Ars, un Cottolengo, un Don Bosco y tantos otros son otras tantas pruebas de esta realidad; en cambio, el sacerdote avaro, egoísta e interesado, como hemos recordado ya en la citada encíclica, aunque no caiga, como Judas, en el abismo de la traición, será por lo menos un vano bronce que resuena y un inútil címbalo que retiñe (1Cor 13,1), y con demasiada frecuencia un estorbo, más que un instrumento positivo de la gracia, entre los fieles. Y si el sacerdote, lo mismo el secular que el regular, tiene que administrar bienes temporales por razón de su oficio, recuerde que no sólo debe observar escrupulosamente todas las obligaciones de la caridad y de la justicia, sino que, además, debe mostrarse de manera especial como verdadero padre de los pobres.
La Acción Católica
Después del clero dirigimos nuestra paterna invitación a nuestros queridísimos hijos seglares que militan en las filas de la Acción Católica, para Nos tan querida, y que, como en otra ocasión hemos declarado, constituye «una ayuda particularmente providencial» para la obra de la Iglesia en las difíciles circunstancias del momento presente. En realidad, la Acción Católica realiza un auténtico apostolado social, porque su finalidad última es la difusión del reino de Jesucristo no sólo en los individuos, sino también en las familias y en la sociedad civil. Por consiguiente, su obligación fundamental es atender a la más exquisita formación espiritual de sus miembros y a la acertada preparación de éstos para combatir en las santas batallas de Dios. A esta labor formativa, hoy día más urgente y necesaria que nunca, y que debe preceder siempre como requisito fundamental de toda acción directa y efectiva, contribuirán extraordinariamente los círculos de estudio, las semanas sociales, los cursos orgánicos de conferencias y, finalmente, todas aquellas iniciativas dirigidas a solucionar con sentido cristiano, en el terreno práctico, los problemas económicos.
Estos soldados de la Acción Católica, así preparados, serán los primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de trabajo y los valiosos auxiliares del sacerdote para extender por todas partes la luz de la verdad y para aliviar las innumerables y graves miserias materiales y espirituales en innumerables zonas sociales refractarias hoy día muchas veces a la acción del ministro de Dios por inveterados prejuicios contra el clero o por una lamentable apatía religiosa. De esta manera, los hombres de la Acción Católica, bajo la dirección de sacerdotes experimentados, realizarán una enérgica y valiosa colaboración en la labor de asistencia religiosa a las clases trabajadoras, labor que nos es tan querida, porque consideramos esta asistencia religiosa como el medio más idóneo para defender a los obreros, nuestros queridos hijos, de las insidias comunistas.
Además de este apostolado individual, muchas veces oculto, pero utilísimo y eficaz, es también misión propia de la Acción Católica difundir ampliamente, por medio de la propaganda oral y escrita, los principios fundamentales, expuestos en los documentos públicos de los Sumos Pontífices, para la administración de la cosa pública según la concepción cristiana.
Organizaciones auxiliares
En torno a la Acción Católica se alinean, como fuerzas combatientes, algunas organizaciones que Nos hemos calificado en otra ocasión como auxiliares de aquélla. Con paterno afecto exhortamos también a estas organizaciones a participar en la gran misión de que tratamos, y que actualmente presenta una trascendencia no superada por cualquier otra necesidad.
Organizaciones de clase
Nos pensamos también en las organizaciones integradas por hombres y mujeres de la misma clase social: asociaciones de obreros, de agricultores, de ingenieros, de médicos, de patronos, de hombres de estudio, y otras semejantes, compuestas todas ellas por personas que, teniendo un idéntico grado de cultura, se han unido, impulsadas por la misma naturaleza, en agrupaciones sociales acomodadas a su situación. Juzgamos que estas organizaciones tienen un papel muy importante que realizar, tanto en la labor de introducir en el Estado aquel orden equilibrado que tuvimos presente en nuestra encíclica Quadragesimo anno como en la difusión y en el reconocimiento de la realeza de Cristo en todos los campos de la cultura y del trabajo.
Y si, por las transformaciones que han experimentado la situación económica y la vida social, el Estado ha juzgado como misión suya la regulación y el equilibrio de estas asociaciones por medio de una específica acción legislativa, respetando, como es justo, la libertad y la iniciativa privadas, sin embargo, los hombres de la Acción Católica, aunque deben tener siempre en cuenta las realidades de la situación presente, deben también prestar su prudente contribución intelectual a la cuestión, solucionando los nuevos problemas según las normas de la doctrina católica, y consagrar su actividad participando recta y voluntariamente en las nuevas formas e instituciones con la intención de hacer penetrar en éstas el espíritu cristiano, que es siempre principio de orden en el aspecto político y de mutua y fraterna colaboración en el aspecto social.
Llamamiento a los obreros católicos
Una palabra especialmente paterna queremos dirigir aquí a nuestros queridos obreros católicos, jóvenes o adultos, los cuales, como premio de su heroica fidelidad en estos tiempos tan difíciles, han recibido una noble y ardua misión. Bajo la dirección de sus obispos y de sus sacerdotes, deben trabajar para traer de nuevo a la Iglesia y a Dios inmensas multitudes de trabajadores que, exacerbados por una injusta incomprensión o por el olvido de la dignidad a que tenían derecho, se han alejado, desgraciadamente, de Dios. Demuestren los obreros católicos, con su ejemplo y con sus palabras, a estos hermanos de trabajo extraviados que la Iglesia es una tierna madre para todos aquellos que trabajan o sufren y que jamás ha faltado ni faltará a su sagrado deber materno de defender a sus hijos. Y como esta misión que el obrero católico debe cumplir en las minas, en las fábricas, en los talleres y en todos los centros de trabajo, exige a veces grandes sacrificios, recuerden los obreros católicos que el Salvador del mundo ha dado no sólo ejemplo de trabajo, sino también ejemplo de sacrificio.
Necesidad de concordia entre los católicos
A todos nuestros hijos de toda clase social, de toda nación, de toda asociación religiosa o seglar en la Iglesia, queremos dirigir un nuevo y más apremiante llamamiento a la concordia. Porque más de una vez nuestro corazón de Padre se ha visto afligido por las divisiones internas entre los católicos, divisiones que, si bien nacen de fútiles causas, son, sin embargo, siempre trágicas en sus consecuencias, pues enfrentan mutuamente a los hijos de una misma madre, la Iglesia. Esta es la causa de que los agentes de la revolución, que no son tan numerosos, aprovechando la ocasión que se les ofrece, agudicen más todavía las discordias y acaben por conseguir su mayor deseo, que es la lucha intestina entre los mismos católicos. Después de los sucesos de estos últimos tiempos, debería parecer superflua nuestra advertencia. Sin embargo, la repetimos de nuevo para aquellos que o no la han comprendido o no la han querido comprender. Los que procuran exacerbar las disensiones internas entre los católicos incurren en una gravísima responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia.
Llamamiento a todos los que creen en Dios
Pero en esta lucha entablada por el poder de las tinieblas contra la idea misma de la Divinidad, esperamos confiadamente que colaborarán, además de todos los que se glorían del nombre cristiano, todos los que creen en Dios y adoran a Dios, los cuales son todavía la inmensa mayoría de los hombres.
Renovamos, por tanto, el llamamiento que hace ya cinco años hicimos en nuestra encíclica Caritate Christi, para que también todos los creyentes colaboren leal y cordialmente para alejar de la humanidad el gravísimo peligro que amenaza a todos.
Porque —como entonces decíamos— , «siendo la fe en Dios el fundamento previo de todo orden político y la base insustituible de toda autoridad humana, todos los que no quieren la destrucción del orden ni la supresión de la ley deben trabajar enérgicamente para que los enemigos de la religión no alcancen el fin tan abiertamente proclamado por ellos» [23].
Deberes del Estado cristiano
Ayudar a la Iglesia
Hemos expuesto hasta ahora, venerables hermanos, la misión positiva, de orden doctrinal y práctico a la vez, que la Iglesia ha recibido como propia en virtud del mandato a ella confiado por Cristo, su autor y apoyo, de cristianizar la sociedad humana, y, en nuestros tiempos, de combatir y desbaratar los esfuerzos del comunismo, y hemos dirigido, en virtud de esta misión, un llamamiento a todas y a cada una de las clases sociales.
Pero con esta misión de la Iglesia es necesario que colabore positivamente el Estado cristiano, prestando a la Iglesia su auxilio en este campo, auxilio que, si bien consiste en los medios externos que son propios del Estado, repercute necesariamente y en primer lugar sobre el bien de las almas.
Por esta razón, los gobiernos deben poner sumo cuidado en impedir que la criminal propaganda atea, destructora nata de todos los fundamentos del orden social, penetre en sus pueblos; porque no puede haber autoridad alguna estable sobre la tierra si se niega la autoridad de Dios, ni puede tener firmeza un juramento si se suprime el nombre de Dios vivo. Repetimos a este propósito lo que tantas veces y con tanta insistencia hemos dicho, especialmente en nuestra encíclica Caritate Christi: «¿Cómo puede tener vigor un contrato cualquiera y qué vigencia puede tener un tratado si falta toda garantía de conciencia, si falta la fe en Dios, si falta el temor de Dios? Quitado este cimiento, se derrumba toda la ley moral y no hay remedio que pueda impedir la gradual pero inevitable ruina de los pueblos, de la familia, del Estado y de la misma civilización humana»[24].
Disposiciones exigidas por el bien común
Además, los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a la creación de aquellos medios materiales de vida necesarios para el ciudadano, sin los cuales todo Estado, por muy perfecta que sea su constitución, se derrumbará necesariamente, y a procurar trabajo especialmente a los padres de familia y a la juventud. Para lograr estos fines, induzcan los gobiernos a las clases ricas a aceptar por razón de bien común aquellas cargas sin cuya aceptación no puede conservarse el Estado ni pueden vivir seguros los mismos ricos. Pero las disposiciones que los gobiernos adopten con este fin deben ser tales que pesen efectivamente sobre los ciudadanos que tienen en sus manos los grandes capitales y los aumentan cada día con grave daño de las demás clases sociales.
Prudente y sobria administración
Pero la administración pública del propio Estado, de la cual es responsable el gobernante ante Dios y ante la sociedad, debe necesariamente desenvolverse con una prudencia y una sobriedad tan grandes, que sirva de ejemplo para todos los ciudadanos. Hoy más que nunca, la gravísima crisis económica que azota al mundo entero exige que los que disfrutan de inmensas fortunas, fruto del trabajo y del sudor de tantos ciudadanos, pretendan exclusivamente el bien común y procuren aumentar lo más posible este bien común. También los altos cargos políticos del Estado y todos los funcionarios públicos de la administración deben cumplir sus deberes por obligación de conciencia con fidelidad y desinterés, siguiendo los luminosos ejemplos antiguos y recientes de tantos hombres insignes que con un trabajo infatigable sacrificaron toda su vida por el bien de la patria. Y en las relaciones mutuas de los pueblos entre sí deben suprimirse lo más pronto posible todos esos impedimentos artificiales de la vida económica que brotan principalmente de un sentimiento de desconfianza y de odio, pues todos los pueblos de la tierra forman una única familia nacida de Dios.
Libertad de la Iglesia
Pero, al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia en plena libertad para que ésta realice su divina misión sobre las almas, si quiere colaborar de esta manera en la salvación de los pueblos de la terrible tormenta de la hora presente. En todas partes se hace hoy día un angustioso llamamiento a las fuerzas morales del espíritu, y con razón, porque el mal que hay que combatir es, considerado en su raíz más profunda, un mal de naturaleza espiritual, y de esta corrompida fuente ideológica es de donde brotan con una lógica diabólica todas las monstruosidades del comunismo. Ahora bien: entre las fuerzas morales y religiosas sobresale incontestablemente la Iglesia católica, y por esto el bien mismo de la humanidad exige que no se pongan impedimentos a su actividad. Proceder de distinta manera y querer obtener el fin espiritual indicado con medios puramente económicos o políticos equivale a incurrir necesariamente en un error sumamente peligroso. Porque, cuando se excluye la religión de los centros de enseñanza, de la educación de la juventud, de la moral de la vida pública, y se permite el escarnio de los representantes del cristianismo y de los sagrados ritos de éste, ¿no se fomenta, acaso, el materialismo, del que nacen los principios y las instituciones propias del comunismo? Ni la fuerza humana mejor organizada ni los más altos y nobles ideales terrenos pueden dominar los movimientos desordenados de este carácter, que hunden sus raíces precisamente en la excesiva codicia de los bienes de esta vida.
Nos confiamos en que los que actualmente dirigen el destino de las naciones, por poco que adviertan el peligro extremo que amenaza hoy a los pueblos, comprenderán cada vez mejor la grave obligación que sobre ellos pesa de no impedir a la Iglesia el cumplimiento de su misión; obligación robustecida por el hecho de que la Iglesia, al procurar a los hombres la consecución de la felicidad eterna, trabaja también inseparablemente por la verdadera felicidad temporal de los hombres.
Paterno llamamiento a los extraviados
Pero Nos no podemos terminar esta encíclica sin dirigir una palabra a aquellos hijos nuestros que están ya contagiados, o por lo menos amenazados de contagio, por la epidemia del comunismo. Les exhortamos vivamente a que oigan la voz del Padre, que los ama, y rogamos al Señor que los ilumine para que abandonen el resbaladizo camino que los lleva a una inmensa y catastrófica ruina, y reconozcan también ellos que el único Salvador es Jesucristo Nuestro Señor, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Hech 4,12).
CONCLUSIÓN
San José, modelo y patrono
Finalmente, para acelerar la paz de Cristo en el reino de Cristo [25], por todos tan deseada, ponemos la actividad de la Iglesia católica contra el comunismo ateo bajo la égida del poderoso Patrono de la Iglesia, San José.
San ,José perteneció a la clase obrera y experimentó personalmente el peso de la pobreza en sí mismo y en la Sagrada Familia, de la que era padre solícito y abnegado; a San José fue confiado el Infante divino cuando Herodes envió a sus sicarios para matarlo. Cumpliendo con toda fidelidad los deberes diarios de su profesión, ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganarse el pan con el trabajo de sus manos, y, después de merecer el calificativo de justo (2Pe 3,13; cf. Is 65,17; Ap 2,1), ha quedado como ejemplo viviente de la justicia cristiana, que debe regular la vida social de los hombres.
Nos, levantando la mirada, vigorizada por la virtud de la fe, creemos ya ver los nuevos cielos y la nueva tierra de que habla nuestro primer antecesor, San Pedro. Y mientras las promesas de los falsos profetas de un paraíso terrestre se disipan entre crímenes sangrientos y dolorosos, resuena desde el ciclo con alegría profunda la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).
No nos queda otra cosa, venerables hermanos, que elevar nuestras manos paternas y hacer descender sobre vosotros, sobre vuestro clero y pueblo, sobre la gran familia católica, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, m la fiesta de San José, Patrono de la Iglesia universal, el día 19 de marzo de 1937, año decimosexto de nuestro pontificado
Nota: espero y deseo que los lectores de “El Correo de España”, algunos curas, algunos obispos y algún cardenal, hayan releído o leído, su texto, y así habrán comprendido por qué los fieles católicos tradicionales se están apartando de la Iglesia de Roma. El Papa avanza la trampa que está utilizando el nuevo comunismo para engañar a los fieles cristianos. El comunismo será siempre el gran enemigo de la Iglesia Católica y de Jesucristo.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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