22/11/2024 00:31
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Señor Presidente del Gobierno, señora Presidenta del Congreso, señor Presidente del Senado, señor Presidente del TC, Ministros, Diputados y Senadores pasen, lean y aprendan y si tienen vergüenza dimitan por ineptos

Blas Piñar – Fernando Suárez, frente a frente

en el Debate más grande que conocieron las Cortes españolas desde Castelar hasta hoy

Sucedió durante el transito parlamentario para aprobar o no la Ley para la Reforma Política que acabaría con el Régimen Franquista

 

Es casi seguro que los españoles de hoy no sabrán quién fue Blas Piñar y quién es Fernando Suárez y por ello, y por el desierto político que estamos atravesando (no hay ni un solo político que hoy tenga la altura de aquellos), creo conveniente presentarlos con brevísimas palabras.

Don Blas Piñar López fue un gran abogado, notario ilustre, escritor, conferenciante, político y orador, famoso se hizo en su tiempo por el artículo “Hipócritas” que publicó en ABC contra Estados Unidos. Con la muerte de Franco fundó como Partido “Fuerza Nueva” y defendió a ultranza el mantenimiento del Estado franquista y a pesar de que lo crucificaron por ser, según la Izquierda y lo peor con el beneplácito de la Derecha, como líder de la extremaderecha. En aquel debate pronunció quizás el mejor discurso de su vida y fue aplaudido por todos, como pueden ver si siguen leyendo esta introducción.

Don Fernando Suárez Gonzales, ilustrísimo Catedrático de Derecho en la Universidad de Madrid. Triunfal Ministro de Trabajo del último Gobierno de Franco y hombre culto muy por encima de la media de los políticos de su tiempo y mucho más, naturalmente, de los de hoy, tanto que entre la clase periodística al coincidir con el otro Suárez en el Gobierno, don Adolfo, que era un hombre inculto y sin lectura ninguna, comenzaron a llamarle “Suárez el Bueno”, frente a don Adolfo que era “el malo”. También él pronunció el mejor discurso de su vida la tarde que le tocó defender en el Congreso la Ley para la Reforma.

 

Hecha la presentación de los protagonistas que debatieron las enmiendas a la totalidad de la Ley pasaremos a analizar los discursos de ambos.

Presidía, que no lo he dicho, aquella tarde don Torcuato Fernández Miranda, Presidente de las Cortes y padre del texto de la Ley.

Y así transcurrió el Debate (y así consta en el “Diario de Sesiones” del Congreso y así figura y reproduzco de la obra publicada por SND la editorial de “El Correo de España”)

Aunque antes y para que no se enfaden los lectores mientras leen les quiero decir que yo también no he hecho otra cosa al releer las brillantes intervenciones de ambos: ¿Defenderían lo mismo y con las mismas palabras los dos intérpretes hoy  don Blas y don Fernando?

Han pasado 43 años, y va para 44, y la Historia ha sido cruel con los vencedores de aquella ocasión y magnánima con los vencidos. Porque la realidad es que entrada en vigor y desarrollada la Ley, el Estado franquista desapareció (con el harakiri de aquellas Cortes) y surgió el Estado Liberal (Monarquía Parlamentaria y Gobierno Comunista) que nos ha llevado a la situación limite que estamos viviendo estos días. Pero, desgraciadamente, a don Blas Piñar y a don Torcuato Fernandez Miranda ya no podemos preguntarle, (auqnue don Torcuato me dejó su pequeño comentario poco antes de morir:

“ Señor  -le dije un día al Rey-  Vuestra Majestad salvará la situación, pero ponéis en peligro la Monarquía y negro, el futuro de vuestro heredero, porque no pasarán muchos años antes de que los independentistas catalanes y vascos reclamen su Estado independiente. Están locos, Señor, están locos… Las «nacionalidades» y las Autonomías, como las han planteado, nos llevaran al desastre y yo no quiero ser cómplice de un disparate. «Lo» de las Nacionalidades romperá un día la Unidad de España… Si aprueban eso, yo me borro.”)

 

Pero, don Fernando Suárez sigue vivo y claro está que a él me guastaría preguntarle para este rebelde “Correo de España” por si tiene bien decirnos lo que piensa 44 años después.

Así que, pasen y lean (no todos los días podrán leer algo parecido):

Estas fueron las Cortes que se hicieron el “Harakiri” 

El señor PRESIDENTE: El Procurador don Blas Piñar López tiene la palabra para defender su enmienda a la totalidad.

El señor PIÑAR LÓPEZ
: Señor Presidente, señores Procuradores, subo a esta tribuna con una doble emoción: por primera vez hago uso de la palabra en un Pleno de las Cortes, y lo hago, además, en una sesión que es sin duda histórica, que será larga y que ha despertado una expectación lógica, porque de nuestro voto depende, sin duda, el futuro inmediato de nuestra Patria.

Yo he presentado una enmienda a la totalidad del proyecto de Reforma Política pidiendo la devolución del mismo al Gobierno, con o sin mecanismos correctores, ya que, por importantes que sean, suponen la aceptación de la misma en sus coordenadas esenciales.

Para justificar mi enmienda a la totalidad utilizo tres argumentos: uno eminentemente político, otro moral y otro jurídico. Voy a ceñirme a los tres, haciendo notar que la Ponencia, embebiendo quizá en su contestación los dos últimos, sólo da cumplida, pero insatisfactoria respuesta al primero.

Mi enmienda arranca, en síntesis, de estas proposiciones: nuestro ordenamiento constitucional descansa en unos principios doctrinales. A partir de ellos puede modificarse o derogarse cualquiera de las leyes que integran ese ordenamiento constitucional. Es así que el proyecto de Reforma Política no perfecciona el ordenamiento constitucional vigente, sino que se halla en contradicción con los principios doctrinales básicos; luego procede su devolución al Gobierno.

A esta proposición de partida se añade un argumento moral –valor del juramento prestado– y un argumento jurídico –el de contrafuero–.

Primer argumento. El proyecto de Reforma Política se halla en contradicción con la Ley de Principios, toda vez que en el artículo 1.º de aquél se proclama que “la democracia en la organización política del Estado español se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo”, añadiendo que la elección de diputados y senadores se hará “por sufragio universal, directo y secreto” (artículo 2.º, apartado 2, y Disposición transitoria primera).

La ley, por tanto, y conforme al proyecto, no goza de fuerza coercitiva y vinculante porque se halle de acuerdo con el derecho natural y con la ley divina, sino porque es la expresión de la voluntad soberana del pueblo, decantada por mayoría de votos a través del sufragio universal.

La concepción voluntarista de la ley, el sistema del sufragio universal como cauce de representación y la democracia inorgánica, no tienen nada en absoluto que ver con el ordenamiento constitucional que descansa en los Principios.

Creo que fue José Antonio el que, hablando de la ley, dijo que la misma debería ser exponente de las “categorías permanentes de la razón”, y no tan sólo de las arbitrarias “decisiones de la voluntad”; y creo que fue José Antonio el que afirmó que el liberalismo es “el más ruinoso sistema de derroche de energía”.

Balmes, el gran filósofo catalán del siglo pasado, contrapuso la democracia social, que recogen los Principios, y la democracia liberal, que contempla la Reforma. Aquélla concibe a la sociedad civil tal y como es, respetando y vitalizando sus estructuras básicas, sus cauces naturales de representación. La última, atomizando y dislocando la realidad social, sometiéndola al juego artificioso de los partidos, es (recojo sus palabras en cuanto manifiestan el pensamiento de la tradición española) “errónea en sus principios, perversa en sus intenciones, violenta e injusta en sus actos”. Por eso, “ha dejado siempre un reguero de sangre, y, lejos de proporcionar a los pueblos la verdadera libertad, sólo ha servido para quitarles la que tenían”.

Y Franco, al que si se califica de hombre irrepetible, debe ser para respetar su obra y no para deshacerla (porque en ese caso lo de irrepetible, lejos de ser un elogio, sería un desprecio, sería tanto como aceptar su herencia para despilfarrarla en seguida), afirmó con claridad meridiana, refiriéndose a la democracia del sufragio universal y de la ley fruto de la voluntad mayoritaria, que dicho Sistema había traído el “ocaso de España” [13-VI-1958], añadiendo con palabras que quiero recordar aquí y ahora, cuando hemos de adoptar una resolución trascendente: “Cada día se acusa con mayor claridad en el mundo la ineficacia y el contrasentido de la democracia inorgánica formalista, que engendra una permanente guerra fría dentro del propio país; que divide y enfrenta a los ciudadanos de una misma comunidad; que inevitablemente alimenta los gérmenes que, más tarde o más temprano, desencadenan la lucha de clases; que escinde la unidad nacional al disgregar en facciones beligerantes una parte de la Nación contra la otra; que fatalmente provoca, con ritmo periódico, la colisión entre las organizaciones que se dicen cauces y mecanismos de representación pública; que, en lugar de constituir un sistema de frenos morales y auxiliares colaboradores del Gobierno, alimentan la posibilidad de socavar impunemente el principio de autoridad y el orden social” [31-XII-1959].

¿Acaso no preveía Franco con estas palabras las consecuencias ya visibles y alarmantes del abandono de los Principios durante el año transcurrido desde su muerte?

El proyecto de Reforma se halla en conflicto con la filosofía política del Estado que surgió de la Cruzada. Si el proyecto prospera, por muchos y hábiles que sean los mecanismos correctores, lo que no podrá conseguirse, como no sea rechazándolo, es que el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, la unidad entre los hombres y las tierras, la subordinación al interés nacional de los intereses individuales y colectivos, la Monarquía tradicional, la representación orgánica, la justicia social, la función social del trabajo, la iniciativa privada, la concepción comunitaria –en intereses y propósitos– de la empresa, a que aluden los Principios que enumero en mi enmienda, sean respetados por las decisiones soberanas de una mayoría, cuya voluntad puede manipularse en el caldo de cultivo que es, para los grupos de presión, la democracia inorgánica.

De la Patria, como fundación, y del Estado al servicio de la misma, pasaremos, si la Reforma se aprueba, a la comunidad política como fruto de un pacto social, y al Estado como espectador o como súbdito –aunque parezca paradoja– del partido más fuerte o de los partidos coaligados.

Dice la Ponencia en su informe, al rechazar mi escrito, que doy “por supuesto que la Constitución española (conjunto de las Leyes Fundamentales) es de las llamadas “pétreas” que excluyen la posibilidad de toda modificación”.

Tal afirmación “petrificante” carece de fundamento y la reputo gratuita, aunque no me molesta, pues Cristo, al petrificar a Simón lo hizo piedra angular de la Iglesia; y nadie pondrá en duda la fuerza vitalizante y salvadora de semejante piedra. (Rumores).

Pero de petrificado, en el sentido en que usa el término la Ponencia, nada. El que os habla y la corriente de opinión que sin duda existe y que puedo interpretar ahora, no somos enemigos de la reforma de nuestro ordenamiento constitucional y jamás hemos dicho que tal ordenamiento sea inmodifica[ble]. Todo lo contrario. Por nuestra lealtad al juramento y a la obra de Franco, por nuestra inserción en la realidad española de nuestra época y por un entendimiento sin confusión de cuanto ese ordenamiento constitucional permite, no sólo admitimos, sino que deseamos y queremos las reformas; pero no precisamente esta Reforma, porque esta Reforma, tal y como la quiere el Gobierno y tal y como la defiende la Ponencia, no es de verdad una Reforma, es una Ruptura, aunque la ruptura quiera perfilarse sin violencia y desde la legalidad.

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Y es que, como teníamos no hace mucho ocasión de decir, la palabra “Reforma” es una palabra hueca, vacía, que puede llenarse con ideas muy diferentes y hasta contrarias. Y así: hay una Reforma para conformar y otra para deformar; hay una Reforma para rematar una Constitución y otra para cambiarla; hay una Reforma para depurar de incrustaciones y perfeccionar la obra realizada, y hay una Reforma que aspira a sustituir un Régimen por otro Régimen distinto; hay una Reforma para hacer coincidir la empresa con los planos ideales del comienzo y una Reforma para destruir lo edificado y, sobre el solar, si algo queda del mismo, construir un edificio diferente; hay una Reforma que pretende adaptar mejor las leyes fundamentales, el ordenamiento jurídico de rango inferior y hasta los hábitos sociales a los Principios que configuran el alma nacional, y hay una Reforma que lleva consigo el desconocimiento fáctico y la denegación subsiguiente de tales Principios; hay una Reforma corolario de la dinámica interna de una comunidad política fiel a sí misma, que aspira a la perfección, equivalente a lo que para la comunidad espiritual supone el “Ecclesia semper reformanda”, y una Reforma que implica un comportamiento negativo, una conversión al revés, una apostasía; hay, en suma, una Reforma, como la carmelitana de Teresa y Juan de la Cruz, o la franciscana de Pedro de Alcántara, que nacen del propósito de acabar con la relajación y de volver a la regla fundacional, y hay una Reforma, como la de Lutero o la de Calvino, que acabaron saliendo de la Iglesia para fundar otra Iglesia distinta.

Nosotros admitimos la viabilidad y hasta la conveniencia de la Reforma en la línea de pensamiento que acabamos de exponer, pero aun así, lo que no llegamos a entender es que este tipo deseable de reformas, y menos aún lo que se nos propone y que rechazamos, se quiera tramitar con urgencia y con trámite acelerado.

Reformas que afectan tan profundamente al ordenamiento constitucional, que tienen tanta repercusión y alcance, no deben hacerse con la rapidez y premura que se exige. Al contrario, requieren tiempo –como se insinuaba aquí por don Miguel Primo de Rivera– sosiego, reflexión, madurez de juicio, contrapeso, en la serenidad que tanto se nos predica, de los pros y los contras. Con este método precipitado e incongruente se da la impresión: o bien de que el sistema recibido estaba profundamente tarado, lo que no es verdad, pues ha funcionado a la perfección en el momento difícil de ponerse en marcha el juego [sucesorio], o bien de que presiones foráneas y fuerzas inconfesables obligan a que el cambio se produzca de esta forma, lo cual debe considerarse inadmisible.

Entiende la Ponencia –y esto es lo grave, a mi juicio–, que el artículo 10 de la Ley de Sucesión, al prever la posibilidad de reforma de nuestro sistema constitucional a través de un especial “quórum” de votación en las Cortes y del referéndum de la nación, engloba en esa posibilidad modificativa a la Ley de Principios, y ello, según la Ponencia, por las siguientes razones:

Primera, porque la misma, a tenor de su artículo 3.º, tiene el mismo rango fundamental que las otras leyes así calificadas (son, diríamos, leyes hermanas).

Segunda, porque la permanencia e inalterabilidad que su artículo 1.º predica, lo es en tanto en cuanto los Principios que en ella se recogen son, por su propia naturaleza, síntesis y resumen de los que informan las otras Leyes Fundamentales; por lo que, pudiendo modificarse éstas, podrían modificarse aquéllos, y

Tercera, porque constituye un razonamiento “ad absurdum” tener que llevar el mismo traje jurídico “por los siglos de los siglos”, a pesar de los cambios que se operen en la sociedad española.

La argumentación esgrimida para el rechazo de la enmienda es inválida. Vayamos por partes.

Primero: La Ley de Principios no es del mismo rango político que las Leyes Fundamentales, pues no se trata de leyes hermanas sujetas al mismo trato.

La alusión que hace la Ponencia al artículo 10 de la Ley de Sucesión es incompleta. Efectivamente, dicho artículo, en su párrafo 2, dice que para derogar o modificar las Leyes Fundamentales será necesario, además del acuerdo de las Cortes, el referéndum nacional. Pero olvida la Ponencia que el párrafo 1 de dicho artículo enumera las Leyes Fundamentales que se pueden derogar o modificar por ese procedimiento extraordinario. Tal enumeración, exhaustiva, comprende: el Fuero de los Españoles, el Fuero del Trabajo, la Ley Constitutiva de las Cortes, la Ley de Sucesión y la del Referéndum Nacional y cualquier otra que en lo sucesivo se promulgue calificándola con tal rango.

¿Quién autoriza a la Ponencia a incluir la Ley de Principios en la enumeración del artículo 10 de la Ley de Sucesión?

El que las Leyes Fundamentales se puedan modificar y derogar y no los Principios, responde a la distinta naturaleza de aquéllas y de éstos. Los Principios y la ley que los recoge, son, algo así, como lo subyacente a la Constitución, o lo que los juristas alemanes llaman “Constitución de la Constitución”; es decir, la filosofía política de un sistema determinado, la expresión viva de las valencias que definen e identifican a una comunidad concreta, y en este caso a España; la base de lo permanente, que decía José Antonio, y que no puede ponerse en peligro.

Por eso, Franco, previendo la argumentación de la Ponencia (Risas) de que, desde el punto de vista legal, todas las Leyes Fundamentales tienen el mismo rango jurídico, aseguraba que la Ley de Principios “posee su propia singularidad”, y con ella “un valor relevante”. “Y esto es así” (añadía) “no porque los principios contenidos en dicha Ley se declaren por su propia naturaleza permanentes e inalterables, sino porque en ellos se perfila y descansa la estructura de nuestro sistema político” [28-XI-67].

Por eso, más allá de la Constitución francesa o de la Constitución soviética –por poner algunos ejemplos–, subyace una filosofía política inderogable (como no sea por medio de una sustitución del Estado) de signo liberal o marxista.

Un ilustre soldado decía no hace mucho saludando oficialmente al Rey de España: “En la vida de las naciones hay unos principios consustanciales con su manera de ser, incrustados en su alma, que cuando se olvidan o simplemente se vulneran, la vida de la Nación se desarrolla en un estado de inquietud e intranquilidad y al final surgen el caos, la destrucción y la miseria” [Mateo Prada, 09-VI-1976].

Quizá por eso: a) el artículo 9.º de la propia Ley de Sucesión, distinguiendo el rango diferente de las normas en juego, establece que el Rey ha de “jurar las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”; b) el artículo 43 de la Ley Orgánica del Estado, con análogo carácter diferenciador, habla de que el juramento de fidelidad que han de prestar las autoridades y funcionarios públicos se refiere a “los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino”; y c) el artículo 2.º de la propia ley de 17 de mayo de 1958 preceptúa, no un juramento genérico a todas la Leyes Fundamentales, sino a la de estos Principios.

El juramento, pues, se presta a una Ley –la de Principios–, que no puede modificarse por su propia naturaleza, porque es presupuesto de la Constitución, y a unas leyes que, por ser constitucionales, pueden modificarse y derogarse, según el procedimiento que la propia Constitución establece.

Decir, como lo hace la Ponencia, que “la expresión ‘por su propia naturaleza’ no puede referirse más que a su naturaleza constitucional”, porque “las calificaciones legales sólo son relevantes en el mundo del Derecho”, es una interpretación muy respetable, pero forzada y retorcida, que no puedo compartir. Que la inscripción de un derecho en un Registro público sea constitutiva o declarativa podría ser una calificación legal sólo relevante en el campo del Derecho, pero que la ley diga, por ejemplo, que el matrimonio es indisoluble, es una calificación que no sólo escapa al mundo del Derecho, sino que el Derecho positivo recoge de la naturaleza misma de la institución matrimonial.

Segundo: Dice la Ponencia que la modificación o derogación de los Principios cabe, además, porque, según la propia Ley (artículo 1.º), son “la síntesis de los que inspiran las Leyes Fundamentales”. Por tanto, si éstas pueden modificarse, de esta modificación [se] seguirá la de aquéllos.

El argumento es muy pobre, porque entonces huelga que ese mismo artículo los declare “permanentes e inalterables”. Ello supone una “contradictio in terminis”, una falta absoluta de lógica, imperdonable en asuntos de tan vital importancia.

Pero es que, además, las cosas no son así. Los Principios no son una síntesis extraída de las Leyes Fundamentales, obtenida por destilación meticulosa de éstas, de tal forma que si cambiamos los ingredientes de la infusión, el líquido resultante tendrá un color y un sabor distintos. No; las cosas, como digo, no son así, sino que son todo lo contrario, pues tales Principios coinciden, como señala el breve preámbulo de la Ley, con “los ideales que dieron vida a la Cruzada”; Cruzada e ideales que son los únicos que históricamente legitiman el Estado actual, la Monarquía y la Constitución.

Los Principios son “síntesis”, es verdad, pero no como resultado, sino como savia, como fuente inspiradora y animadora de ese mismo Estado y de su ordenamiento jurídico. Los Principios, por serlo, son inmutables; es lo que permanece a pesar de los cambios. Más aún, partiendo de su fuerza genesíaca y creadora, los cambios han de producirse bebiendo de su manantial, acudiendo a las ideas que cobijan. De las Leyes Fundamentales no se obtienen los Principios, sino que tales Leyes son fruto y emanación de ellos.

A partir de los Principios toda perfección es posible cara al futuro, como ahora se dice. Toda vulneración de ellos es un error incalculable y un regreso al pasado, porque, como dijo Franco, “no hemos configurado una doctrina para que esté sólo vigente en el momento en que vivimos, sino para que en el mañana siga proyectándose con ímpetu y vigor sobre las instituciones que hemos creado” [28-XI-1967].

Tercero: De aquí que el último argumento de la Ponencia, en línea con su propósito “petrificante” del que os hablé, sea no sólo poco elegante, sino también poco afortunado. Afirmar, rechazando la enmienda, que según nuestra tesis habría que seguir “per secula seculorum”, con el mismo traje jurídico, “ya que nos oponemos a la Reforma”, es un absurdo todavía mayor que su propio razonamiento “ad absurdum”; porque una cosa es el traje, jurídico o no, y otra, como vulgarmente se dice, la percha; es decir, la persona, el ente político, la comunidad nacional que lo lleva; y la Reforma que se pretende, a mi juicio, no afecta al traje, que conviene cambiar según la estación, llevar al quitamanchas cuando se ensucia o reponer cuando quedó raído o fuera de moda, sino que afecta a los Principios, a lo permanente, al ser mismo de España, que se rescató a un precio excesivamente alto para que ahora, envueltos en la confusión y en la prisa, lo juguemos a cara o cruz en un procedimiento de urgencia.

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El pueblo, con una clara intuición, cuando habla del cambio de traje, de camisa o de chaqueta, cosa frecuente y llamativa ahora, no se refiere, claro es, a las mudanzas accidentales y perfectivas, sino a la “metanoia” interior, al cambio de ideología o táctica, al acomodo intrínseco a las situaciones en que ingresamos o que ya se vislumbran.

Me quedan, señor Presidente y señores Procuradores, dos motivos breves para comentar de mi enmienda, a los que sólo de una forma implícita se me ha contestado. Uno, constituye, como decía de entrada, el argumento moral, y el otro, el argumento estrictamente jurídico.

Argumento moral: Se trata del valor y alcance que cada uno dé a su juramento. Si cuando juramos, de conformidad con lo prevenido en la ley, entendimos, como yo al menos lo entendí y lo entiendo, que juraba unos Principios inamovibles y un orden constitucional sólo modificable en función de aquéllos, la respuesta al proyecto de Reforma Política debe ser un voto negativo; y negativo, claro es, será mi voto.

Para los que con esta perspectiva nos enfrentamos con el tema, está claro que la modificación o derogación de los Principios permanentes e inalterables, sólo pueden realizarla aquéllos que no los juraron, aquéllos que, desde una posición distinta y adversaria, pero, a la postre, honesta y congruente, discrepan de ellos y tratan de suprimirlos. Pero los que hemos puesto a Dios como testigo de nuestra fidelidad, empeñando en ello nuestra palabra para conservarlos, no podemos quebrantar nuestro juramento sin gravar la conciencia y sin escándalo.

Argumento jurídico: “Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier rango que vulneren o menoscaben los Principios” (dice el artículo 3.º de la Ley en que se proclaman).

Esta nulidad se declara y hace efectiva a través del recurso de contrafuero; vicio grave en el que incurre, según el artículo 59 de la Ley Orgánica del Estado, “todo acto legislativo o disposición general que vulnere los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino”.

Ahora bien, ¿cómo determinar si una ley de rango constitucional, una de las Leyes Fundamentales –ésta, por ejemplo, que se nos ofrece– es contrafuero, si no se mantiene la permanencia e inalterabilidad de la Ley de Principios, a la luz de los cuales será preciso examinar si tal Ley se inspira en ellos o los desconoce, deteriora o conculca?

El artículo 65 de la Ley Orgánica del Estado preceptúa que: “El Jefe del Estado, antes de someter a referéndum un proyecto o proposición de ley elaborados por las Cortes, interesará del Consejo Nacional que manifieste, en el plazo de quince días, si, a su juicio, existe en la misma motivo para promover el contrafuero”. Pues bien, ¿qué esquema de normas habrá que traer a colación para formular ese juicio, como no sea la Ley que recoge los Principios, que son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables?

Si esa ley, subyacente al orden constitucional, no se mantiene, el contrafuero de una ley que tenga ese rango sería inviable, y no puede suponerse, en materia como la que ahora nos ocupa, una disposición tan absolutamente ineficaz y vacua.

La tesis final de la Ponencia de que lo importante es que “la reforma se haga desde la legalidad constitucional vigente”, se vuelve, claro es, contra su propósito, ya que, como estimo haber demostrado, la Reforma Política que el Gobierno nos propone no se hace desde esa legalidad, sino en abierta contradicción con ella. No se nos invita a una ruptura desde la legalidad, bautizándola de Reforma, sino a una ruptura de la propia legalidad.

Y en este caso, lo importante es el fin que se pretende –la sustitución del Estado nacional por el Estado liberal, y la liquidación de la obra de Franco–, aunque los medios para lograrlo sean distintos. Si un cambio en la identidad personal se acaba produciendo, a la postre es lo mismo que se consiga por medio de un tratamiento de hormonas o por medio de ablación y trasplante, a través de un internista o de un cirujano.

Yo ruego al Presidente de las Cortes que no tome a mal lo que le voy a decir, que no se enfade, que no agite la campanilla y que no me aplique el aparato ortopédico (Risas). Pero la verdad es que el Presidente, a quien quiero y estimo [desde] hace muchos años, ha tomado postura en torno al tema que ahora nos reúne. Ha dicho, o así por lo menos lo recoge la prensa (“Ya”, del 13 de noviembre de 1976), que “es evidente que el cambio que se va a producir es radical”, y que este cambio le “parece extraordinariamente positivo”. El presidente ha hablado de “crear un supuesto político radicalmente distinto”, y ha resuelto que la consideración de este cambio sustancial como ruptura “es, con todos los respetos, terquedad”.

Yo, señor Presidente, soy uno de los aquejados de terquedad. Por ello, con todos los respetos también para la Presidencia, para mí mismo y para esta Cámara, me atrevo a pedirle que, después de su toma anticipada de postura, añadida a la elaboración de un trámite de urgencia sin el concurso del Pleno, baje a su escaño para litigar sobre la legalidad o ilegalidad de la Reforma y hasta la conveniencia o inconveniencia de los mecanismos correctores del proyecto, pasando la dirección de los debates a uno de los Vicepresidentes de las Cortes. (Aplausos).

Entre las últimas palabras, y termino, que Franco dirigió a su pueblo congregado en la Plaza de Oriente –que para mí no es sino la Plaza del Caudillo– el 1 de octubre de 1975, recordamos éstas: “El pueblo español no es un pueblo muerto”. Pues bien, yo estoy seguro de que estas Cortes, que fueron elegidas viviendo Franco y que están nutridas por hombres del pueblo que veneran su pensamiento y su obra, responderán ante el proyecto de ley que se nos propone con lealtad al único imperativo exigible: el de su propia conciencia, debidamente ilustrada. Si el enmendante que se retira de la tribuna ha contribuido a ilustrarla y esclarecerla, se da, desde luego, por satisfecho. Muchas gracias. (Aplausos).

(…)

El señor PRESIDENTE: Por la Ponencia tiene la palabra don Fernando Suárez para contestar a las enmiendas a la totalidad.

El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia)
: Señor Presidente, señores Procuradores, al ocupar esta tribuna por vez primera en mi vida parlamentaria, deseo ante todo cumplir el uso tradicional de saludar con toda cordialidad y respeto a VV. SS., para añadir inmediatamente que lamento tener que consumir un turno en defensa de este dictamen, que ha sido tan elocuentemente presentado por don Miguel Primo de Rivera, e impugnado tan firme y brillantemente por don Blas Piñar y tan firme y malhumoradamente por el señor Fernández de la Vega. (Rumores).

Es verdad, pueden creer VV. SS. que durante los últimos días he abrigado la esperanza de que este debate de totalidad no llegara a plantearse. Imaginaba yo que los señores enmendantes, a la vista de que la inmensa mayoría de la Cámara aceptaba la conveniencia de una reforma –convicción a la que llegó la Ponencia tan pronto examinó todas las enmiendas presentadas– y a la vista de las argumentaciones expuestas en nuestro dictamen, revisarían acaso sus puntos de vista, como lo ha hecho el señor Escudero Rueda, que, sin renunciar, en absoluto, a sus respetables pretensiones, comprende que no puede condicionar a ellas el objetivo entero de la reforma.

La Ponencia agradece mucho al señor Procurador su actitud, y hasta se permite añadir, con su venia, que durante sus deliberaciones había ya maliciosamente supuesto que este proyecto de ley no iba a embarrancar precisamente por la oposición del señor Escudero Rueda.

Permítanme, pues, VV. SS. que, reiterando cuanto se ha consignado en el dictamen, exponga las razones por virtud de las cuales la Ponencia discrepa de las posiciones mantenidas por los señores Piñar López y Fernández de la Vega.

(amigos míos dado el interés del tema que se trata, dado que fue esa tarde, cuando las Cortes orgánicas se hicieron el harakiri y como consecuencia cayó el Régimen de Franco y las grandes palabras y argumentos que emplean los dos contendientes, creo que debo dejar la intervención de don Fernando Suárez para mañana e incluso las réplicas y contrarréplicas porque como ya habrán visto se trata de una jornada histórica de las Cortes españolas… y yo, humilde investigador-divulgador, me atrevo a decirlo porque no en vano durante 5 años me leí todos los discursos que se han pronunciado en el Parlamento desde las Cortes de Cádiz hasta la República para escribir y publicar un libre que, por desgracia, todavía no he encontrado editorial, llamado “Los 10 discursos parlamentarios que conmovieron a España desde las Cortes de Cádiz a la República”. Así que mañana pueden leer integras las intervenciones del Catedrático don Fernando Suarez González.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.