23/11/2024 09:37
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“Qué país, Señor, qué país!… la vida humana ya no merece respeto, la justica se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por su vestidura y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española” (Wenceslao Fernández Flores)

Por la transcripción Julio Merino

Seguimos hoy, como aprendizaje para jóvenes periodistas, placer de lectura y «antídoto» de sanchistas subvencionados, la publicación de unas cuantas de las ACOTACIONES DE UN OYENTE que el gran Wenceslao Fernández Flores (el inmortal del «Bosque animado») hizo famosas en ABC entre 1931 y 1933…y que el «agitpro» comunista tiene escondidas en la nevera de la libertad (en la de Stalin, claro).

        Así que no se las pierdan, si quieren saber cómo fueron aquellas Cortes Constituyentes de la II República, hombre sí, la legal, la legítima, la constitucional, la de los derechos humanos, que se cargaron los golpistas asesinos del 18 de julio del 36.

Biografía

Hijo de Antonio Luis Fernández Lago y de Florentina Flórez Núñez, nació en una casa de la calle coruñesa de Torreiro, y manifestó desde pequeño vocación por la medicina, aunque la muerte de su padre cuando tenía quince años le obligó a dejar los estudios y trabajar como periodista. Empezó en el diario coruñés La Mañana y posteriormente colaboró en El Heraldo de Galicia, Diario de La Coruña y Tierra Gallega. A los diecisiete años dirigió el semanario La Defensa de Betanzos, publicación que se declaraba enemiga del capitalismo feroz y a favor de los agraristas; un año más tarde y con tan sólo dieciocho años dirigió durante año y medio el Diario Ferrolano, aunque tuvo que falsear su fecha de nacimiento, pues legalmente no podía hacerlo con menos de veintitrés. Después pasó a dirigir El Noroeste de La Coruña. En 1913 fue a Madrid como empleado en la Dirección General de Aduanas, pero abandonó ese cargo para trabajar en El Imparcial y poco después, en 1914, en ABC, donde empezó a publicar sus «Acotaciones de un oyente», una serie de crónicas parlamentarias que le hicieron muy famoso, y que luego reunirá en Crónicas parlamentarias (1914-1936). También escribió en El Liberal y La Tribuna. Desde Madrid continúa manteniendo relaciones con el diario La Mañana y con la prensa gallega.

 

 

Su opinión sobre el Madrid rojo

Sobre el Madrid de aquella época escribió posteriormente por boca de uno de sus personajes:

¡Qué país, Señor, qué país! Entonces, ¿qué cabe hacer en él? La vida humana ya no merece el menor respeto, la justicia se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por sus vestiduras y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española; se incendian iglesias frente a la cara de ese burgués cobarde que tiembla en el Ministerio de la Gobernación y que adula a las turbas mientras acaso piensa en su propio dinero amenazado.

 

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2 octubre 1931. 

 A veces estas Cortes trazan las mismas eses que un automóvil conducido por un inexperto. Se olvidan de hechos fundamentales, se revotan, tuercen bruscamente en una dirección insospechada… Anteayer se ha hablado de la extradición como si no existiesen leyes internacionales que no pueden ser modificadas por nuestra sola voluntad. Se pidió que los procesados fuesen puestos en libertad cuando transcurriese un plazo igual al que representase su posible condena; y eso está ya dispuesto en la ley de Prisión preventiva. Se pronunciaron discursos en contra de los registros nocturnos, que la ley de Enjuiciamiento criminal proscribe, desde luego… Y ayer, después de haber aprobado un artículo que concede igualdad de privilegios a uno y otro sexo, se encresparon los ánimos a propósito de si las mujeres pueden tener derecho a votar. 

 

  Fue una lucha apasionada. La señorita Kent aconsejó que se apartase cuidadosamente de las urnas a las mujeres, porque no están todavía preparadas para la política. Aunque hace poco tiempo que hemos dedicado algunas líneas a la directora general de Prisiones, no se nos puede culpar de monotonía si volvemos ahora sobre el tema. Anteayer, la señorita Kent había sido comparada únicamente a Concepción Arenal. Pero desde entonces un periódico afirmó que era más bien Gertrudis Gómez de Avellaneda, y, quince renglones más abajo, que recordaba como una gota de agua a otra gota de agua a sor Juana Inés de la Cruz, llamada también «la décima musa». Estos dos nuevos aspectos no han sido estudiados todavía por nosotros, y no creemos justo eludir un deber tan elevado. Seremos, no obstante, muy concisos, como ofrecen los diputados antes de pronunciar un discurso de tres horas. Diremos solamente que, examinándola como Gertrudis, la señorita Kent pronuncia demasiadas veces y con demasiadas erres la palabra «República», y, si pasamos a analizar su personalidad como sor Juana, apuntaremos que su ademán favorito -casi único- es mover el brazo hacia el pecho, lentamente, para cerrar después la mano con prisa, como si cazase una mosca cerca de la axila izquierda. En diez minutos de discurso logra cazar doscientas moscas, promedio que no vacilamos en calificar de magnífico. 

Terminado ya este completo estudio acerca de las condiciones de la diputada radical socialista, pasemos a depositar una alabanza en la falda castaña de la señorita Clara Campoamor. Aunque no hubiese habido razón ninguna, su papel de defensora de la mujer fue ayer el más simpático de la Cámara. 

Pocas cuestiones como ésta del voto femenino exaltaron tanto la pasión del Congreso. Nuestra opinión está al lado de los que proclaman que no debía ser llevada a la Constitución, sino a la ley Electoral. La Constitución ha sido elaborada con una estrechez excesiva, con exagerado criterio detallista, que hará muy difícil su manejo en numerosas ocasiones. Un ilustre diputado republicano, unánimemente respetado por su cultura, nos decía ayer con frase feliz: «Una Constitución viene a ser siempre una transacción entre la realidad y los ideales; ésta que votamos no es más que una transacción entre los partidos.» Así es. Los partidos, a su vez, anteponen su interés, sus particularismos, hasta sus antipatías, a la ideología de la Constitución. Al discutirse el voto femenino nadie razonó objetivamente. Se levantaba un jefe de minoría y anunciaba con franqueza: 

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-A nuestro partido no le conviene que voten las mujeres. Nos opondremos. 

Y otro: 

-A nosotros nos interesa que voten, porque muchas de ellas nos ayudarán. 

Y los catalanes: 

-Voten o no voten las mujeres en Cataluña, no se modifica nuestra situación. 

Visión pequeñita, particular, de egoísmo confesado sin rebozo. Abramos, para ser justos, la excepción de los diputados gallegos, que han cumplido consciente y deliberadamente con su deber por encima de conveniencias de grupo. En la tierra que ha producido las mujeres más ilustres de España, en la tierra donde trabajan tanto como los hombres y son los prudentes y abnegados jefes del hogar mientras el varón lucha en América; allí donde, en rigor, nadie podría decir si es un patriarcado o un matriarcado lo que impera, no se puede negar a la mujer ni el voto ni ningún otro derecho político. Y puede asegurarse que no lo ejercerán mal. 

El triunfo de las feministas produjo en la Cámara una crisis de histerismo. Gritos, injurias, amenazas. Los radicales socialistas anunciaron la determinación incongruente de extremar el rigor con otras cuestiones. Un diputado progresista, gordo y calvo, clamó, tantas veces como Jeremías en torno a los muros de la ciudad condenada: 

-¡Hemos venido a salvar a la República! ¡Hemos venido a salvar a la República!… 

¿A salvarla? No, amiguito. Esa es una postura demasiado petulante. Han venido ustedes a conservarla. No es lo mismo. A ustedes se les ha entregado una República nuevecita, traída por todo el país, con una oposición tan insignificante que no es ponderable; una República sin más enemigos que unos cuantos extremistas sin pujanza y sin huestes; una República de la que se esperaba mucho bien. Una República -repitámoslo- sin adversarios. ¡Cuidado con hacérselos! Si se perdiese la República, ustedes no podrían decir: «¡No hemos podido salvarla!» Sino: «¡No hemos sabido conservarla!»

Porque todos los demás -todo el país- estamos tranquilos, atentos, deseosos de ser bien gobernados; en pacífica y confiada espera.

 

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