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Uno a veces desconoce si la condescendencia de ciertas voluntades ante los dueños de la opinión pública, corresponde a un acto de ignorancia, de estulticia o de simple genuflexión medrosa. Lo cierto es que, como decía Albert Camus, la estupidez insiste siempre. A comienzos de este mes, en la Universidad de Biccoca (Milán), un catedrático denunció la cancelación de un curso sobre Dostoievski como represalia a Rusia y al proceso coyuntural que vive Ucrania en estos días. Mucho me temo que la verdadera bicoca de quien tuvo la peregrina idea de prohibir a uno de los más grandes novelistas de la literatura universal, haya sido la congratulación con el pensamiento políticamente correcto que impera hoy en el mundo. La bicoca no dio frutos y el castigo fue sutil: no existe peor cosa que quedar al amparo de la propia ridiculez.
Nicolás Berdiaev, uno de los prolíficos escritores rusos del siglo pasado escribió alguna vez: “En la vida, una lectura atenta de Dostoievski es un acontecimiento recibido por el alma como un bautismo ardiente”.[1] Quienes nos hemos sumergido de la mano de Dostoievski en los profundos subsuelos del alma humana; aquellos que encarnamos hasta la fiebre el peregrinar tortuoso de la culpa de Raskolnikov y lloramos el prólogo de su redención en Crimen y castigo, cuando una prostituta se erigió en ángel de la guarda y lo sacó de su sepulcro, como Jesucristo a Lázaro; los mismos que soñamos con la belleza como posible redentora del mundo, tal como surge de las páginas de El idiota; quienes hemos experimentado el agrio gusto biliar de la sangre Karamazov y gritamos a coro su propia redención; aquellos que husmeamos en la pira de cerdos rumbo al abismo y la palabra profética de Los demonios; los mismos que nos extasiamos ante la ternura de Kirilov quien era capaz de jugar con un niño y a la par, reivindicar su suicidio como acto de suprema libertad; en definitiva, quienes nos formamos con la pneumatología dostoievskiana, sabemos que el gran novelista ruso, por ser profundamente ruso, es universal. Sus personajes no son concebidos como meras formas etéreas, son ideas encarnadas, fenotipos concretos que sostienen paradigmáticamente, la concepción, la prosecución y el despliegue completo de sus destinos. Los personajes de Dostoievski son criaturas que se debaten en una tensión dialéctica entre el bien y el mal, la virtud y el vicio, la honra y la desdicha, el cielo y el infierno.
Dostoievski, un siglo y medio después, sigue siendo una de las claves de bóveda para comprender el despliegue del nihilismo contemporáneo. Friedrich Nietzsche, quien seguramente bebió de la fuente dostoievskiana, definió el nihilismo como la pérdida de gravidez de los valores supremos: “[…] falta la meta, falta la pregunta al por qué”[2]. El mundo de hoy permanece así, sumergido en un nihilismo que, aunque indolente y con cotillón suficiente para maquillar el horrible rostro de la nada, cada vez que el velo se rasga, se asombra ante la amenaza que jaquea su histeria. Dos caminos se abren para la libertad de los grandes personajes dostoievskianos: uno lleva al Dios-hombre, es decir, a la redención. El otro conduce a la deificación del hombre, al Hombre-Dios, es decir, al Superhombre. Kirilov, a mi juicio la más abismal de las criaturas dostoievskianas, anticipa al Zaratustra de Nietzsche, portavoz del Superhombre. En una de las páginas más brillantes de la novelística contemporánea, leemos:
“Escuche una gran idea: un día, sobre la tierra, se levantaron tres cruces. Uno de aquellos que estaban crucificados tenía una fe tan grande que dijo al que estaba a su derecha: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. Al concluir el día murieron los dos y ninguno encontró el paraíso ni la resurrección. La palabra del crucificado no se cumplió. ¡Escucha! Aquel hombre fue el más grande de toda la tierra; Él tenía razón de la existencia del mundo. El planeta, con todo lo que tiene encima, no es más que una locura, sin ese hombre. Y jamás hubo antes de Él, ni habrá después, un ser semejante a aquel hombre; incluso produciéndose un milagro. Porque el milagro está en que nunca existió y nunca existirá un hombre como Él. Y si es así, si las leyes de la naturaleza no han ahorrado Aquello, si no han ahorrado su milagro y nos han obligado a vivir en medio de la mentira y a morir por una mentira, entonces este planeta no es más que mentira, y descansa sobre la mentira y la burla… ¿A qué continuar viviendo?” – y concluye Kirilov – “No concibo cómo hasta el presente un ateo, sabiendo que Dios no existe, no se ha matado inmediatamente. Tener conciencia de que Dios no existe y no tener conciencia de la propia divinidad, es absurdo; de otro modo habría que matarse. […] ¡Eso es todo! Gracias a mi voluntad puedo manifestar bajo su forma suprema mi insubordinación y mi nueva libertad, mi terrible libertad. ¡Porque es terrible! Me mato para probar mi insubordinación y mi libertad nueva”.[3]
Zaratustra, anunciando luego de la muerte de Dios, al hombre nuevo y Kirilov reivindicando la divinidad suprema de su propio yo, ambos, aunque encarnizados negadores de Dios, parecen consumirse en su sed divina. Este drama del humanismo ateo – parafraseando a Henri de Lubac-, es el tono anímico del hombre contemporáneo. A Nietzsche, la encarnación de esta vivencia, como pensador insoslayable que fue, le costó la razón y la vida. A los nuevos amos del mundo, les cuesta una ínfima porción de sus bolsillos, por eso los dueños de la fiesta regalan derechos que son condenas, como se le arrojan dulces a los animales de un zoológico.
Quizás, es conveniente prohibir a Dostoievski, no por ruso, sino mayéutico, no porque constituya de alguna manera una epifanía del alma rusa, siempre tironeada por los extremos, sino por buceador apasionado de la naturaleza humana. Porque el mundo no resiste la profundidad y es refractario a mirarse en el silencio revelador de las grandes preguntas. Quizás, es conveniente prohibir a Dostoievski antes que la manada comprenda que la mejor manera de evitar que un prisionero se escape, es asegurarse que nunca sepa que está prisión. Aunque a decir verdad, creo que tanta astucia requiere demasiada inteligencia. Es posible que exista esa astucia detrás del telón , pero no como facultad o virtud de quien intentó prohibir a Dostoievski.
Cuenta el cura Castellani, argentino y criollo, que una vez se topó con un monje que venía huyendo a toda prisa mirando hacia atrás. Cuando le preguntaron si lo corría la viuda o la muerte, el anacoreta dijo: “me corre algo peor que la demencia”. Venía atrás, al galope, un necio con poder.
[1] Berdiaev, N. El espíritu de Dostoievski. Ed. Carlos Lohlé, Bs. As, 1978: pág. 15
[2] Nietzsche, F. La voluntad de poder. Ed. Edaf, Madrid, 2000: pág. 35.
[3] Dostoievski, F. Los demonios. Tercera Parte, Cap. VI, 2