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En aquellos tiempos habían condenado a la mujer a levantarse temprano y abandonar su casa cada día a una hora determinada. Arrastrando unos grilletes invisibles acudía a un trabajo para poder pagarse el transporte para ir a trabajar y para poder comprar los entretenimientos que la distrajeran de su vacío existencial. En el trabajo cumplía órdenes toda la mañana. En el caso de que trabajara de cara al público, debía comportarse como una máquina, dar respuestas estandarizadas que hicieran olvidar por completo la idea de que se hablaba con un ser humano. Toda espontaneidad estaba prohibida. Al mediodía comía a toda prisa algún compuesto de dudosa procedencia, envasado seguramente en alguna fábrica por otras mujeres igualmente condenadas al destierro diario.

   No habían dado inicio los primeros preámbulos de la digestión cuando volvía de nuevo al trabajo. La hora de su liberación diaria, como ocurre con el horizonte, tanto más se alejaba cuanto más fijaba la mirada en ella. La tarde tartamudeaba silencio sin llegar nunca a pronunciarlo completamente. Finalmente volvía agotada a su casa alquilada, donde le esperaban sus gatos, que ella creía que maullaban celebrando su llegada -en realidad, la traducción de esos maullidos era más o menos está: «muérete si quieres, pero danos comida»-; también era probable que en la casa le esperara un perro, impaciente por ser sacado a la calle y por ver a su sirvienta recogiendo sus excrementos. Más improbable, por no decir imposible, era el hecho de que en casa le esperara algún ser humano.

   ¡Tiempos bárbaros y oscuros! Se condenó a la mujer a imitar los defectos del hombre y todo lo femenino se tenía por sospechoso. Toda mujer que tuviera la pretensión de conservar su identidad femenina era señalada y condenada por lesa modernidad. Incluso se la llegó a persuadir de que su don más particular, aquel sin el cual el hombre mismo no podía nacer, era en realidad una condena y un despotismo de la naturaleza. Hasta tal punto se la llegó a desnaturalizar, que creyó que destruir a sus hijos en el interior de sus propias entrañas era un derecho que había conquistado, cuando realmente se lo habían impuesto insensiblemente para arrebatarle su mayor poder. Tiempos bárbaros, realmente.

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   Pero entonces llegó el feminismo y todo cambió. Dijo a la mujer que no estaba obligada a abandonar su casa cada día para acudir a un trabajo que aborrecía; que podía cuidar de su casa, salir a comprar productos frescos y cocinar lenta y tranquilamente su propia comida; que podía disfrutar de esa comida junto a su familia, rodeada de hijos que colmaban su existencia de amor; que no debía cumplir unos estrictos horarios ni vivir trabajando para poder pagar una casa donde apenas vivía; que tenía el don de la maternidad y que no estaba condenada a imitar al hombre, sino que aspiraba a algo mucho mayor: formarlo; que podía reinar en el hogar en vez de mendigar por el mundo; que su mayor poder era la educación de almas recientes, y que sólo una época que le confiaba en exclusiva tan alta misión demostraba valorar su grandeza. Así ocurrió. Desde entonces la mujer tuvo el derecho de serlo, tuvo un lugar al que llamar suyo y desde donde mover el mundo con la sola fuerza de su amor maternal, y el hombre tuvo que pasar largas pruebas y jurarle fidelidad ante Dios para poder unirse a ella.

 

Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.